Las estrategias de los movimientos sociales emancipadores se pueden agrupar en tres grandes bloques: frenar la degradación socioambiental, crear marcos culturales ecosociales y construir satisfactores de las necesidades universalizables y resilientes.
Estrategias decrecentistas
El Viejo Topo
3 octubre, 2021
Las estrategias
de los movimientos sociales emancipadores se pueden agrupar en tres grandes
bloques: frenar la degradación socioambiental, crear marcos culturales
ecosociales y construir satisfactores de las necesidades universalizables
(justos) y resilientes. En este artículo lanzo propuestas de cómo abordar estas
tres grandes líneas estratégicas con una mirada decrecentista en el actual
contexto de crisis civilizatoria.
Apuntes de contexto
Empiezo
señalando tres aspectos del contexto con fuertes implicaciones en las
estrategias a llevar a cabo. La primera idea es que el colapso de la
civilización industrial y del capitalismo global es inevitable. El ineludible
decrecimiento global en el consumo de materia y energía conlleva la
imposibilidad de sostener nuestro sistema socioeconómico. Un corolario
estratégico de este hecho es que las iniciativas decrecentistas, aunque puedan
parecer política, sociológica y económicamente alejadas del sentido común, en
realidad pueden terminar estándolo mucho más de lo que, con una mentalidad del
siglo XX, parece. Nadan a favor de la corriente. Es más, tenemos más
posibilidades de que sean mayoritarias que en el siglo XX, pues cuando un orden
social se resquebraja, de sus ruinas surgirán inevitablemente otras
articulaciones. Este proceso es totalmente indeterminado y está muy abierto.
Quienes tengan la capacidad de organizarse, la lucidez de leer bien el contexto
y la voluntad de construir satisfactores resilientes, escalables y/o
replicables, tendrán muchas posibilidades de influir con fuerza en los cambios
sociales para que, del colapso del capitalismo global, surjan órdenes
ecosociales.
La segunda idea
es que el colapso está sucediendo ya, al menos en sus primeras fases. Para
muestra, podemos recorrer la retahíla de hechos absolutamente excepcionales de
los últimos meses en todo el globo, todos ellos relacionados con la crisis
ecosistémica (pandemia, fenómenos meteorológicos extremos, crisis económica,
plagas, incendios, etc.). Y aunque el colapso no hubiera empezado, esto no implicaría
que tengamos tiempo para realizar una transición tranquila, porque
si queremos tener alguna posibilidad de no superar los umbrales que disparen
procesos de degradación climática y ecosistémica, hay que actuar ya y con mucha
velocidad. Esta ausencia de tiempo (unida a la aceptación de la incapacidad
humana para controlar la complejidad) impone que la transición no podrá ser
ordenada y no podemos hacerla en dos fases, que es lo que nos proponen quienes
plantean propuestas de Green New Deal bienintencionadas (hay
otras que no lo son). No podemos planificar hacer primero lo fácil (un
nuevo desarrollo industrial, esta vez basado en las renovables) y luego
lo difícil (un decrecimiento en el consumo material y
energético).
De la
inevitabilidad del colapso y la falta de tiempo surge que nuestras opciones
estratégicas van a tener que escoger en muchos casos el mal menor. Llevar hasta
sus últimas implicaciones el hecho de que somos ecodependientes supone que la
prioridad tiene que ser el sostenimiento de los equilibrios ecosistémicos. Eso
quiere decir que, aunque nos parezca horrible un colapso rápido del capitalismo
global, es la opción menos mala, pues es la que minimiza la quiebra del
funcionamiento de la trama de la vida. Y eso desde una mirada antropocéntrica,
pues con una ecocéntrica el desmoronamiento rápido de un sistema tan ecocida
como el capitalismo global es una excelente noticia. Pero no solo somos
ecodependientes, también somos interdependientes. Por ello, una pésima opción
es la degradación de los lazos sociales. De ahí surgen dos prioridades básicas: preservación
ambiental y preservación del tejido social para poder satisfacer las
necesidades humanas. Todo lo demás (y, ojo, hay muchas cosas en ese “todo lo
demás”) sería secundario. Esto nos lleva al primero de los bloques
estratégicos.
Resistencia frente a la degradación socioambiental
En nuestras
luchas de este tipo seguimos actuando como si los únicos agentes de destrucción
socioambiental fuesen el Estado y/o las empresas. Pero si lo que tenemos por
delante es un desmoronamiento (o al menos debilitamiento) generalizado de las
instituciones sociales y, sobre todo, un cambio considerable de las condiciones
ecosistémicas es probable que el principal agente destructor pase a ser el
conjunto del sistema planetario. Dicho con un ejemplo, que la preservación de
una zona verde no dependa ya solo de la política urbanística del ayuntamiento,
sino del grado que alcance la distorsión climática.
Esto no implica
que tengamos que retirar el foco de actuación de las Administraciones públicas
y privadas, lo que sería una insensatez porque son determinantes y lo seguirán
siendo, aunque se vayan debilitando. Lo que supone es que tenemos que aumentar
nuestra mirada frente a qué hay que resistir. Aterrizando esto en campañas
concretas, probablemente necesitemos unir la resistencia a las alternativas. No
solo plantarle cara al ayuntamiento y a la promotora urbanística que quieren
cementar el espacio verde, sino hacerlo poniendo en marcha un proyecto
permacultural en la zona que sea resiliente frente a la emergencia climática y
fije las mayores cantidades posibles de CO2.
Pero hay otro
agente más contra el que tendremos que resistir: los movimientos sociales
fascistas, que en el contexto de descomposición tendrán fuerza. Esto pasará en
gran parte por desactivarlos construyendo marcos culturales y satisfactores de
necesidades ecosociales (ver más adelante), pero también por poner cortafuegos
en las calles y las instituciones.
Muchas veces,
los procesos de resistencia están ligados a los insurreccionales. Simplificando
mucho, podríamos decir que hay dos tipos de insurrecciones, aquellas que tienen
objetivos políticos que articulan con claridad la insurrección y aquellas que
son respuestas poco organizadas frente a agresiones. Las segundas pueden ser el
caldo de cultivo perfecto para, en tiempos turbulentos como los que tenemos,
justificar socialmente la necesidad de medidas autoritarias de corte
reaccionario. De este modo, deberíamos intentar que la resistencia se enmarque
en la insurrección con fines políticos ecosociales claros.
Por otro lado,
como el proceso de colapso es inevitable, muchas de las políticas contra las
que resistimos actualmente irán dejando de tener sentido. Por ejemplo, los tratados
de libre comercio e inversión son políticas del siglo XX, no del siglo XXI.
Conforme la disponibilidad de combustibles fósiles empiece a menguar
ostensiblemente, caerán. Mientras en el siglo pasado las luchas largas tenían
más posibilidades de terminar en derrota, en el siglo XXI alargar luchas del
siglo XX puede ser una buena estrategia, pues nadaríamos a favor de
corriente.
Una cuarta idea
parte de analizar lo que implica preservar el tejido social hoy. Durante el
siglo XX, la economía global estuvo creciendo. Aunque el reparto de beneficios
fue muy desigual, como la tarta aumentaba se produjo un efecto goteo que hizo
que los ingresos de amplias capas sociales creciesen. Ese no es el escenario
del vigente siglo. Ahora la tarta va a disminuir fruto de un descenso en la
disponibilidad energética y material (el PIB tiene una correlación casi lineal
con el consumo material y energético). Eso hace mucho más importante la
redistribución de la riqueza, pues en caso contrario amplias capas sociales no
tendrán la base material para poder tejer socialmente nada. Dicho más en
concreto, las expropiaciones, ocupaciones, rentas básicas de las iguales,
políticas fiscales fuertemente redistributivas y compañía son más importantes
que nunca. Hacer posible esta redistribución pasa por vidas muy
austeras en el consumo material y energético del conjunto de la población. Por
poner un ejemplo de lo que esto supondría a nivel energético, no solo sería un
menor consumo (por ejemplo, menos movilidad o climatización), sino también un
consumo distinto (con cortes en los momentos de menor producción de las
renovables). Para analizar cómo sería la construcción de estos imaginarios
sociales de austeridad, entro en el siguiente bloque de acción.
Marcos culturales ecosociales
Abordar un
cambio cultural requiere transformar el sistema educativo, entendiéndolo en un
sentido amplio. En este ámbito, cualquier transformación de calado, si solo
cuenta con la dinámica y la fuerza interna, es lento y abarca varias
generaciones. Sin embargo, no solo contamos con las fuerzas internas (que
además son limitadas). Toda la labor de sensibilización que hemos intentado
realizar distintos movimientos sociales se está produciendo de golpe y es
probable que ese proceso vaya en aumento. Tenemos que ser capaces de nadar con
la corriente para aprovechar los shocks que van a
producirse como consecuencia del colapso sistémico. Es lo que nos va a permitir
dar saltos cualitativos en poco tiempo contando con la tremenda plasticidad del
ser humano. Concebir colectivamente que vivimos ante una emergencia
civilizatoria es determinante para focalizar todas las capacidades humanas
hacia la expansión de la vida y no hacia la reproducción del capital. Esta
concepción es determinante, pues cuando sucede permite a las sociedades asumir
caminos difíciles y trabajosos.
Por ponerlo con
un ejemplo, durante el confinamiento se alcanzó con relativa facilidad y
rapidez un amplio consenso social sobre varias ideas fuerza muy relacionadas
con el imaginario decrecentista que solo un par de meses atrás parecían
totalmente inconcebibles: 1) Se puede poner la salud de las personas por encima
de la reproducción del capital. 2) Los servicios que entendimos como
fundamentales, quitando militares y policiales, se parecen mucho a los que planteamos
desde posiciones decrecentistas. 3) Experimentamos cómo nuestra felicidad no
depende del consumo, sino más bien de tender relaciones de calidad con nuestros
seres queridos. Sin embargo, esta estrategia tiene múltiples dificultades.
La primera
dificultad es que esos aprendizajes culturales son todavía débiles. Necesitamos
afianzarlos mucho más. De este modo, una línea de trabajo sería reforzar los
aprendizajes sociales emancipadores que se vayan produciendo durante los
distintos shocks fruto del colapso. No sería tanto una labor
de sensibilización previa, que es lo que solemos hacer, sino más bien
posterior.
El segundo
desafío es que las derechas también están usando los shocks para
proyectar e imponer su orden social. Para ello, utilizan su control de las
instituciones y de la economía, pero el vector cultural también resulta
central. En el plano cultural, una de sus ideas fuerza es la de la libertad
liberal, que implica que el individualismo competitivo es el único orden social
posible y deseable. Pero no hablan de libertad liberal, sino solo de libertad
en general, y ganar la bandera de la libertad no es cualquier cosa, pues es una
necesidad básica de las personas. No es algo que nos podamos permitir perder.
Los seres
humanos (incluidos los neoliberales) somos seres sociales y, por ello, tenemos
interiorizado que la libertad individual tiene que estar limitada para poder
convivir. Es más, la libertad (incrementar nuestras posibilidades de acción)
realmente se maximiza precisamente por esa coordinación social que limita
parcialmente nuestra libertad individual. Así que, la cuestión no está en si
hay que restringir libertades individuales, que es de sentido común, sino
cuáles hay que limitar y a quién. Ahí está la disputa social. Nuestro mensaje
podría ser que solo podemos ser libres si restringimos la libertad de imponer
sus deseos a las clases sociales altas. Es decir, que la libertad pasa por la
redistribución y la austeridad formando un trío interrelacionado.
El principal
problema es que, a nivel global, las clases medias europeas en
realidad formamos parte de esas clases altas, lo que hace que nos
atraiga el discurso de mantenimiento de privilegios que tiene detrás la
libertad liberal (las restricciones al coche son un buen ejemplo). Ante esto,
dos ideas. Una es nadar nuevamente a favor de corriente. Conforme las clases
medias nos vayamos empobreciendo fruto de la crisis, podrá haber una masa
crítica más fuerte que pueda abrazar la triada libertad-reparto-austeridad. La
segunda es comunicar con fuerza la libertad que otorga vivir ligero y con
congéneres que no te miran con envidia por tus privilegios.
Retomando el
hilo, una tercera dificultad de usar los shocks para la
transformación emancipatoria es que cuando son repentinos suelen catalizar
procesos sociales de apoyo mutuo. Sin embargo, el colapso que estamos viviendo
no es un gran desmoronamiento, sino un proceso lento desde el punto de vista
vital (durará décadas), en el que viviremos muchos shocks y,
al tiempo, procesos de degradación del orden vigente paulatinos y de fondo. En
un escenario así, el crecimiento espontáneo del apoyo mutuo lo tiene más
complicado y, en contraposición, el sálvese quien pueda insolidario gana
enteros. Ante esto, la estrategia de aprovechar los shocks para
reforzar el apoyo mutuo e intentar preservarlo durante los procesos de
degradación del orden actual más paulatino puede ser una estrategia
interesante.
Finalmente, no
es suficiente con los aprendizajes que nos generen los shocks.
También necesitamos toda una serie de competencias que nos permitan encarar con
resiliencia y justicia los escenarios que se están abriendo. Estos pasan por
asumir nuestra ecodependencia, nuestra interdependencia y concebirnos como
agentes de cambio con posibilidades reales, y para nada nimias, de determinar
los cambios sociales. Estos aprendizajes se hacen significativos cuando quien
los recibe los concibe como importantes y esto a su vez depende en gran parte
de que su comunidad cercana los considere importantes. La construcción de
sentido es colectiva. Esta construcción es muy compleja, pero en ella la
percepción de la utilidad y de la factibilidad son determinantes. Ahí hay dos
líneas de trabajo a desarrollar que tienen mucho que ver con la construcción de
alternativas.
Profundizando
un poco en cómo construir esa autoconcepción personal como agente del cambio,
esto pasa por permitirnos tener sueños ambiciosos, pues los desafíos que
tenemos por delante son muy grandes. Si queremos construir sociedades realmente
justas, democráticas y sostenibles, tenemos que poder imaginar que es posible
satisfacer nuestras necesidades al margen del mercado y del Estado. La
imaginación humana, en realidad, no vuela libre, sino que se
construye a partir de las experiencias vividas. Por eso, poder desarrollar
sueños ambiciosos requiere materializar previamente pequeñas maquetas de ellos.
Construir otras formas de tener una vivienda, acceder a los alimentos o educar
a nuestras criaturas.
La clave no es
solo aprovechar los shocks, sino también otros mimbres sociales que
ya existen. Una parte de nuestra sociedad se ha ido permeando de un deseo de
buen vivir que pasa, por ejemplo, por dedicar menos horas al empleo, una de las
herramientas de transición que se plantean desde el decrecimiento. Traducir a
campañas que extiendan estos deseos y los sitúen junto a otros de más difícil
digestión, como es la austeridad, podría ser una buena fórmula.
A la hora de
ver cómo construimos nuestros parámetros culturales, las prácticas resultan
determinantes. Normalmente, adaptamos nuestros valores a los que gratifican las
prácticas que llevamos a cabo en nuestro día a día para no vivir fuertes
disonancias cognitivas. Es decir, que si en nuestro empleo se gratifica la
competitividad y el individualismo (y se gratifica, porque es la forma de
preservar dicho empleo), la mayoría de la población adoptamos estos valores en
mayor o menor medida. De este modo, en gran parte, la disputa en el plano
cultural es una disputa en el plano de las prácticas sociales. Tiene mucho que
ver con los satisfactores que construyamos y con su capacidad de ser adoptados
por mayorías sociales. Sobre esto entro en el siguiente apartado.
Construcción de satisfactores justos y resilientes
En los
apartados anteriores ya he ido desgranando argumentos que muestran la
importancia determinante de la construcción de alternativas al capitalismo,
pero al menos hay una razón más: algunos de los posibles escenarios futuros son
pavorosos y es necesario que los temamos, pues nos pueden dañar hasta el
extremo. Sin embargo, a la vez que es importante el miedo, tenemos que ser
capaces de sacudírnoslo para poder rendir al máximo como sociedades y no
abrazar falsas tablas de salvación, como podrían ser los fascismos. De este
modo, el desarrollo de una política decrecentista pasa por generar seguridad.
Hay distintos elementos que pueden ayudar en esta tarea, pero el central es
construir satisfactores de nuestras necesidades resilientes.
Dicho de otra
manera: tenemos que construir colchonetas sociales emancipadoras. Esto puede
hacerse no solo a partir de proyectos que tengan este objetivo en su ADN, lo
que es obvio, sino también a partir de proyectos con un foco asistencialista
(como podría ser un comedor social). Algunas potencialidades de estos proyectos
son: 1) Parten de necesidades percibidas por la población. No hay que motivar
ni buscar el sentido. 2) Muestran la limitación del Estado y del mercado para
satisfacer necesidades y, en contraposición, visibilizan las articulaciones
sociales y su importancia. 3) Parten de la práctica, que es más potente como
agente educativo que la reflexión. 4) Muestran el poder de lo colectivo. El sí
se puede. 5) Focalizan en las necesidades y no en el empleo, desplazando así la
centralidad social de este último.
En todo caso,
para que este tipo de iniciativas sean realmente emancipadoras son necesarios
al menos dos elementos. El primero es que las personas usuarias se conviertan
en actrices. Es decir, que sean proyectos que evolucionen hacia la autogestión.
El segundo, que transiten desde la redistribución (de alimentos, por ejemplo) a
la producción real (de alimentos en este caso).
¿Cómo tienen
que ser esos nuevos satisfactores? Una primera idea es que deben ser alegres.
Los procesos de cambio son largos y enfrentan múltiples desafíos y sinsabores.
Un ingrediente determinante para poder sostener en el tiempo los procesos
largos es la alegría. Es lo que nos permite aguantar. También buenas dosis de
esperanza activa.
Además, tienen
que ser satisfactores no capitalistas. Esto, entre otras cosas, significa que
permitan cubrir las necesidades fuera del mercado y sin tener que recurrir a la
venta de la fuerza de trabajo. Es decir, que sean satisfactores con mercado (no
de mercado) y desalarizados. Serían satisfactores en los que las comunidades, a
través de mecanismos de articulación colectiva, construyan autonomía. Por
ejemplo, un huerto comunitario productivo destinado al autoconsumo tendría
estas características.
En un contexto
de emergencia y falta de tiempo es central articular los saltos de escala y la
replicabilidad imprescindibles con presteza. Es algo que los procesos de
autoorganización colectiva son capaces de realizar, que se puede hacer más
rápido si se cuenta con el efecto catalizador (financiación, normativa,
políticas) de las instituciones, pero sin confiar en que el Estado como
institución que sostiene las jerarquías sociales se vaya a disolver por
iniciativa propia.
Aunque la
construcción de esos satisfactores ecosociales tiene que tener ambición
totalizadora, todavía estamos lejos de que esto sea posible y, sobre todo, el
proceso no es un blanco o negro, sino una gradación en la que se puede ir
avanzando en grados de autonomía social. Un cambio más realista puede ser aquel
que va recuperando espacios de la vida. Primero, los más sencillos, como podría
ser la alimentación, y después, otros más complejos, como podría ser la
vivienda, pero siempre permitiendo itinerarios distintos para cada persona. Se
pueden vislumbrar como iniciativas sectoriales con puntos de intersección.
Como se
desprende de todo el texto, de los tres bloques de estrategias (resistir,
culturas ecosociales y construir) es el tercero el que considero ahora más
importante, pues cataliza al resto.
Artículo publicado originalmente en Viento Sur.
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