Hoy hace tres años fallecía el insigne filósofo marxista italiano Domenico Losurdo. Comunista militante, crítico radical del liberalismo, el capitalismo y el colonialismo e infatigable investigador de cuestiones políticas contemporáneas.
La fragmentación de las luchas de clases
El Viejo Topo
28.06.2021
No es el
supuesto cambio de paradigma lo que caracteriza la situación creada a raíz de
la crisis y posterior derrumbe del «campo socialista». Al contrario, la
contraposición entre paradigma de la redistribución (cuyo intérprete sería el
movimiento obrero) y paradigma del reconocimiento (cuya primera encarnación
sería el movimiento feminista) es más bien el indicador del cambio real
producido. Para comprenderlo no hay que perder de vista un aspecto que he
señalado varias veces. Los sujetos de la lucha de clases son varios, y las
luchas por el reconocimiento y la emancipación son múltiples. Entre ellas no
hay una armonía prestablecida: por razones objetivas y subjetivas puede haber
incomprensiones y divisiones. Los momentos más altos de la historia que se
inició con el Manifiesto del partido comunista son aquellos en
que se evitó la fragmentación, de modo que las distintas luchas confluyeron en
una sola y poderosa ola emancipadora.
Pero esta
situación es más bien excepcional. Por avanzada que sea, no hay lucha de clases
que no pueda ser manipulada por el poder para incluirla en el ámbito de un
proyecto global de signo conservador o reaccionario. No es ningún fenómeno
nuevo, pero se acentuó y adquirió un nuevo valor cualitativo a raíz del
desencanto por el resultado de las revoluciones del siglo XX y la consiguiente
desorientación teórica.
Disraeli
extendió el sufragio a las clases populares y promovió así su emancipación
política, pero lo hizo a cambio de su respaldo a la política de expansión
colonial de Inglaterra. Fue una maniobra exitosa: Marx y Engels tuvieron que
reconocer que hasta la clase revolucionaria por excelencia, el proletariado,
puede sucumbir a la seducción de la sirena colonialista. Hoy este fenómeno, con
el neocolonialismo y el «imperialismo de los derechos humanos» –como lo llama,
entre otros, un politólogo estadounidense que presta especial atención a las
razones de la geopolítica–, está mucho más acentuado (Huntington 1997, p. 284).
El país opresor y agresor puede envolver fácilmente en una niebla mistificadora
la violencia que ejerce sobre el país oprimido y agredido.
Pero esta no es
la única causa de la fragmentación de la lucha de clases. Echemos un vistazo a
su tercer frente, es decir, al movimiento de emancipación femenina. El
movimiento obrero reclamó durante mucho tiempo la extensión de los derechos
políticos a las mujeres como parte integrante del proyecto de derrocamiento o
superación del antiguo régimen capitalista. En 1887 Eleanor Marx, cuando aborda
junto con su marido Edward Aveling la «cuestión femenina» y reclama los
derechos políticos para las mujeres, además de comparar la «opresión» y la
«humillación» de las mujeres con las que sufren los obreros, añade que «las
relaciones entre hombres y mujeres» son la expresión más clara y repugnante de
la «cruel bancarrota moral» de la sociedad capitalista como tal (Marx-Aveling,
Aveling 1983, pp. 16 y 13). En la misma época hay exponentes o ideólogos de las
clases dominantes que sopesan el sufragio femenino desde una perspectiva
política y social completamente distinta, e incluso opuesta. El sufragio
femenino, sugiere un autor francés, podría ser «la mayor reserva conservadora».
Sí, tanto en Europa como en Estados Unidos se invoca a menudo el voto de las
mujeres como contrapeso de la temida influencia política de las masas populares
debido a la relajación de la discriminación censitaria (Losurdo 1993, cap. 6, §
3). En otras palabras, vemos que el poder dominante usa la lucha de clases y
por el reconocimiento protagonizada por las mujeres para neutralizar o combatir
la lucha de clases y por el reconocimiento promovida por las clases populares.
También se puede crear otra situación: a comienzos del siglo XX, en un país
como Gran Bretaña, no faltaron las mujeres que apoyaron con entusiasmo el
expansionismo colonial y asumieron el papel de «Cruzadas del Imperio», ni
faltaron feministas que reivindicaron la emancipación de las mujeres en nombre
del lugar que les correspondía, justamente, en la construcción del Imperio
(Callaway, Helly 1992 y Burton 1992). En este caso el movimiento de
emancipación de las mujeres choca con el movimiento de emancipación de los
pueblos colonizados.
Todas estas
contradicciones, que reflejan una compleja situación objetiva (cuando no son el
resultado de los manejos del poder), solo en ocasiones especiales, gracias a
convincentes síntesis teóricas o a la influencia de grandes revolucionarios o
de proyectos revolucionarios maduros, se resuelven y desembocan en la unidad,
no sin oscilaciones y dificultades de todo tipo. Durante la primera guerra
mundial, Lenin, por un lado, emplaza al proletariado de Occidente a levantarse
contra la burguesía y transformar la guerra imperialista en guerra civil
revolucionaria, y por otro saluda las luchas y las guerras de liberación
nacional de los «pueblos coloniales» y los «países oprimidos» en general, y
llama la atención sobre la permanente condición de «esclava doméstica» a la que
está sometida la mujer (LO, 23; 31 y 70), excluida de los derechos políticos
junto con los «pobres» y «el estrato inferior propiamente proletario» (LO, 25;
433 y LO, 22; 282). En este caso sí convergen los tres frentes de la lucha de
clases.
Con cerca de un
decenio de diferencia, a partir de las áreas rurales, Mao (1969-1975, vol. 1,
pp. 41-43) promueve una revolución que, en el ámbito de una profunda renovación
nacional y social de China, también cuestiona «el poder marital», la otra
«gruesa cuerda» que llevan las mujeres al cuello además de las que estrangulan
al conjunto del pueblo chino. Otras veces la unificación de los frentes de la
lucha de clases resulta más difícil. Ciertamente, también para Frantz Fanon «la
libertad del pueblo argelino se identifica […] con la liberación de la mujer,
con su ingreso en la historia». No es una mera declaración de principios. Con
su participación activa en la guerrilla, la mujer deja de ser una «menor», pues
esta participación cuestiona la segregación sexual y el «tabú de la
virginidad»; en todo caso, «el viejo miedo a la deshonra resulta completamente
absurdo comparado con la inmensa tragedia del pueblo» (Fanon 2007, pp. 94-96).
Pero no conviene perder de vista otro aspecto de la cuestión:
Los
responsables de la administración francesa en Argelia, nombrados para destruir
la originalidad del pueblo, encargados por las autoridades de disgregar a toda
costa unas formas de existencia capaces de evocar con más o menos fuerza una
realidad nacional, centran al máximo sus esfuerzos en el uso del pañuelo,
entendido en este caso como símbolo de la condición de la mujer argelina […].
La agresividad del ocupante, y por lo tanto sus esperanzas, se multiplican a
punto de desvanecerse con cada rostro descubierto […]. Con cada pañuelo
quitado, es como si la sociedad argelina aceptara ingresar en la escuela del
amo y cambiar sus costumbres bajo la dirección y con el patrocinio del ocupante
(Fanon 2007, pp. 40 y 44-45).
En un contexto objetivo bien determinado, la liberación nacional, al menos en lo inmediato, puede entrar en conflicto con la emancipación de la mujer. Este riesgo ha aumentado claramente hoy en Oriente Próximo donde, tras la crisis de comunismo y el marxismo, son los partidos de orientación religiosa los que llevan las riendas de los movimientos de liberación y resistencia nacional. En el pasado, las potencias coloniales (incluyendo la Italia de Mussolini) promovieron su expansión en nombre de la emancipación de la esclavitud, todavía vigente en África, pero impusieron el trabajo forzado con formas aún más odiosas y no a una clase determinada, sino al conjunto de la población indígena. Hoy en día el proyecto neocolonialista a veces levanta, no sin éxito, la bandera de la emancipación de la mujer, pero no para atacar a países como Arabia Saudí –donde la segregación y la esclavitud doméstica de la mujer persisten en su forma más rígida y obtusa–, sino a países que se rebelan contra Occidente como Irán, donde las discriminaciones contra las mujeres, aunque siguen siendo fuertes y odiosas, han disminuido de forma considerable (las muchachas constituyen la mayoría de la población universitaria y gozan de una notable movilidad social).
Fuente: Apartado 4 del capítulo XI del libro de Domenico Losurdo La lucha de clases. Una historia
política y filosófica.
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