El dolor social, arma política del capitalismo digital
El Viejo Topo
20 abril, 2021
Vivimos en una
sociedad enferma. Las manifestaciones son muchas. El uso de antidepresivos,
ansiolíticos, y los derivados del opio muestran un comportamiento poco
habitual. La crisis de la oxicodona en Estados Unidos ha convertido el dolor en
un negocio para los laboratorios farmacéuticos. Asimismo, se ha transformado en
una epidemia a la cual se unen conductas autolíticas. Autolesionarse resulta
una vía de escape para millones de personas en el mundo. El temor al fracaso es
una de sus causas más comunes. Los jóvenes y adolescentes se encuentran entre
la población más vulnerable. Infringirse daño se transforma en un modo de
sentirse libre, de romper ataduras.
No son los
dolores del cuerpo los que provocan el deseo de autolesionarse. Por el
contrario, son los dolores sociales, aquellos dependientes de las estructuras
de explotación, dominio y desigualdad. La pérdida de confianza y la soledad
actúan como catalizadores de un dolor cuya forma de combatirlo consiste en
violentar el propio cuerpo. La depresión, la neurosis o el trastorno límite de
la personalidad, caracterizado por la forma en la cual la persona se piensa y
siente en relación consigo misma y los demás, son síntomas de una realidad
propia del siglo XXI y el capitalismo digital.
Richard
Wilkinson y Kate Pickett, en su ensayo Igualdad, cómo las sociedades
más igualitarias mejoran el bienestar colectivo, alertan: En Gran
Bretaña 22 por ciento de los adolescentes de 15 años se han hecho daño a sí
mismos al menos una vez, y 43 por ciento de ese grupo afirmaron hacerse daño
una vez al mes. En Australia, un estudio con adolescentes señala que 2 millones
de jóvenes se autolesionan alguna vez a lo largo de su vida. En Estados Unidos
y Canadá, los datos apuntan a que entre 13 y 24 por ciento de los escolares se
lesionan voluntariamente y niños de sólo siete años se hacen cortes, se arañan,
se queman, se arrancan el pelo, se provocan heridas y se rompen huesos
deliberadamente.
Estas conductas
hunden sus raíces en un cambio en la manera de percibir el dolor. “Cuesta
imaginar que la angustia mental pueda convertir la vida en una experiencia tan
dolorosa que el dolor físico resulte liberador y proporcione una sensación de
control (…), pero son muchos los niños, jóvenes y adultos que afirman
lesionarse al sentir vergüenza, autoexigirse o creer que no están a la altura”.
El dolor se
construye y se articula. Así, entramos en otra dimensión en la cual las
conductas hacia el dolor se pueden inducir y recrear. Según el coronel
estadunidense Richard Szafranski “se trata de influir en la conciencia, las
percepciones y la voluntad del individuo, entrar en el sistema neocortical (…)
de paralizar el ciclo de la observación, de la orientación, de la decisión y de
la acción. En suma, de anular la capacidad de comprender”.
Miedo y dolor,
una combinación perfecta. El miedo se orienta hacia objetivos políticos. Sus
reclamos pueden ser el desempleo, la inseguridad, el hambre, la exclusión o la
pobreza. En este contexto, el dolor entra con fuerza en la articulación de la
vida cotidiana, muta en un mecanismo de control. Y aquí el concepto se
extravía.
William Davies,
en su estudio Estados nerviosos, cómo las emociones se han adueñado de
la sociedad, subraya: “Hasta la segunda mitad del siglo XX, la capacidad
del cuerpo para experimentar el dolor por lo general se consideraba una señal
de salud y no como algo que debía ser alterado empleando analgésicos y
anestésicos (…). El paciente que simplemente pide ‘termine con el dolor’ o
‘hágame feliz’ no está exigiendo una explicación, sino el mero cese del
padecimiento (…). La frontera que separa el interior del cuerpo comienza a ser
menos clara (…). En esencia, despoja el sufrimiento de cualquier sentido o
contexto más amplio. Coloca el dolor en una posición de fenómeno irrelevante y
por completo personal”.
El dolor
social, el padecimiento colectivo, la conciencia del sufrimiento, se desvanece
en una experiencia imposible de ser comunicada. Pierde toda su fuerza. Ser
feliz, eliminar el dolor o derivarlo hacia una vivencia personal, desactiva la
crítica social y política, uniéndose a conductas antisistémicas.
Pero al mismo tiempo, el dolor se instrumentaliza. En este contexto, es un arma eficaz. Se busca crear dolor, potenciar sus efectos en las personas. Hacer que forme parte de una conducta flexible y sumisa, donde el dolor paraliza. En este sentido, la construcción de conductas asentadas en el manejo del dolor se ve favorecida por el desarrollo del Big Data y la interconexión de dispositivos capaces de penetrar en lo más profundo de la mente-cerebro. La realidad aumentada bajo la inteligencia artificial posibilita expandir el mundo del dolor en todas las direcciones. El llamado Internet de las cosas se convierte en una fuente inagotable de emociones y sentimientos, forjando estados de ánimo capaces de doblegar la voluntad bajo el control político del dolor social. Y lo más preocupante, está en manos de empresas privadas.
Artículo
publicado originalmente en La Jornada.
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