Tal día como hoy de 1473 nacía en Torun, en la actual Polonia, el astrónomo Nicolás Copérnico. Ilustre iniciador de la revolución científica que acompañó al Renacimiento europeo, plantó las semillas de una gran mutación en el pensamiento científico.
El universo heliocéntrico
El Viejo Topo
19.02.2021
Fue otro
eclesiástico, el canónigo polaco Nicolás Copérnico, quien finalmente desalojó a
la Tierra de su lugar en el centro del universo. Con su libro Sobre la
revolución de las esferas celestes, publicado en 1543, justo antes de su
muerte, Copérnico modificó completamente el rostro del universo e
inauguró una revolución intelectual cuyas consecuencias todavía estamos
experimentando hoy mismo. Los principios aristotélicos, considerados evidentes
durante dos mil años, fueron puestos en entredicho. En el universo copernicano,
el centro estaba situado cerca del Sol. La Tierra fue relegada al mismo rango
que los demás planetas. Perdió su inmovilidad y se dotó de movimiento para
poder llevar a cabo su revolución anual en torno al Sol, como los demás
planetas. Los planetas adquirieron el orden al que estamos hoy acostumbrados. A
distancias crecientes del Sol venían por turno Mercurio, Venus, la Tierra,
Marte, Júpiter y Saturno, los seis planetas conocidos del sistema solar. La
Luna era la única que seguía teniendo a la Tierra como su centro. La Luna
acompañaba a la Tierra en su viaje anual en torno al Sol al tiempo que
efectuaba su vuelta mensual en torno a la Tierra (fig. 7). Al estar la Tierra
en movimiento, los movimientos retrógrados de los planetas, que se producían
cada vez que la Tierra era adelantada o ella misma adelantaba a otro planeta,
podían explicarse fácilmente sin tener que recurrir a los epiciclos imaginados
por Ptolomeo. Sin embargo, ni el propio Copérnico podía hacer tabla rasa de
todos los conceptos aristotélicos. No era nada fácil desactivar unas ideas que
habían predominado durante dos mil años. En el universo copernicano, los
planetas seguían estando en las esferas cristalinas impulsadas por los ángeles,
y sus órbitas, alrededor del Sol, conservaban la circularidad perfecta tan
apreciada por los griegos, y una uniformidad de movimiento igualmente perfecta,
que, según Aristóteles, solamente era posible en las altas esferas. Pero, dado
que las órbitas de los planetas no son exactamente circulares, y sus
movimientos no exactamente uniformes, Copérnico tuvo que echar mano de todos
modos a los epiciclos para explicar los movimientos de cada planeta. Cada uno
de ellos se desplazaba sobre un pequeño círculo, el epiciclo, cuyo centro
describía a su vez otro círculo sobre la esfera cristalina correspondiente,
durante el curso de la rotación diaria de esta última en torno al Sol. Las
esferas cristalinas no tenían exactamente su centro en el mismo Sol, sino en un
punto muy cercano al mismo entre el Sol y la Tierra.
El universo heliocéntrico asestó un golpe muy duro a la psique humana. El hombre había perdido su posición central en el cosmos. Ya no era el centro de la atención de Dios. El universo ya no giraba a su alrededor ni había sido creado para su exclusivo disfrute y beneficio. Por otra parte, en el nuevo universo, la Tierra se había convertido en una alta esfera como los demás planetas. Y según Aristóteles, todo lo relacionado con las altas esferas tenía que ser perfecto, inmutable y eterno, en contradicción con los objetos terrestres observados, imperfectos, cambiantes y efímeros. ¿Significaba esto que los cielos eran imperfectos? La fe en la perfección de los cielos había sido seriamente sacudida.
Fig. 7. El universo heliocéntrico de Copérnico. Copérnico y su universo heliocéntrico tal como lo publicó en 1543, en su obra titulada Sobre la revolución de las esferas celestes (fig. inferior). Las esferas planetarias en rotación y la esfera inmóvil de las estrellas tienen su centro en el Sol (fotografía, Bibliothèque Nationale. París).
El universo infinito
Y como golpe
definitivo asestado a la conciencia humana, el universo había crecido
considerablemente, reduciendo con ello el tamaño y la importancia de la Tierra
respecto al resto del universo. Cierto que el universo copernicano seguía
siendo finito y estando limitado por la esfera exterior de las estrellas, que
era rígida y no giraba. Como había presentido Nicolás de Oresme, el movimiento
aparente de las estrellas se debía a la rotación diaria de la Tierra sobre sí
misma, y no a la rotación de los cielos en torno a la Tierra. En el universo
aristotélico, la esfera exterior de las estrellas estaba apenas algo más lejos
que la esfera de Saturno. Pero incluso a esta distancia relativamente modesta,
se planteaba un problema, pues el perímetro de un gran círculo sobre la esfera
exterior era ya tan grande que las estrellas tenían que girar a una velocidad
inimaginable para recorrer toda esta distancia en una sola jornada. Copérnico
resolvió el problema asignando movimiento a la Tierra e inmovilidad a las
estrellas, pero con ello se vio obligado a hacer retroceder la esfera exterior
de las estrellas a una distancia enorme de la Tierra. Redujo el sistema solar,
que hasta entonces ocupaba el universo casi entero, a un pequeño rincón del
mismo. Copérnico tuvo que situar muy lejos la esfera de las estrellas,
pues estas últimas permanecían obstinadamente fijas las unas respecto de
las otras a pesar de la rotación anual en torno al Sol que había asignado a la
Tierra.
Ahora bien, si
una estrella está relativamente cerca y es observada en dos momentos diferentes
de esta rotación, tiene que parecer que ha cambiado de lugar respecto a las
estrellas más lejanas, como lo confirma la simple experiencia siguiente.
Apúntese hacia arriba con un dedo extendiendo el brazo hacia delante y
obsérvese el dedo primero con un ojo y luego con el otro, cerrándolos y
abriéndolos rápidamente. El dedo parecerá moverse respecto a los objetos más
alejados. Este fenómeno se debe a que nuestros ojos están a cierta distancia
uno del otro, del mismo modo que la distancia entre dos posiciones sucesivas de
la Tierra en el momento de las observaciones provoca un cambio de posición de
una estrella próxima respecto a las más lejanas. El ángulo correspondiente al
cambio de posición se llama paralaje, y este ángulo es tanto más pequeño cuanto
mayor es la distancia a la estrella (véase también la figura 14). Dado que las
estrellas tenían unas paralajes demasiado pequeñas como para poderlas calcular,
Copérnico concluyó que tenían que estar muy distantes.
De un solo
golpe, Copérnico había desalojado al hombre de su posición central, había
sembrado la duda en su espíritu en cuanto a la perfección de los cielos, y lo
había vuelto más insignificante. No es, pues, nada sorprendente que al
preconizar un universo heliocéntrico con estas consecuencias, Copérnico hubiese
provocado un grave altercado con la Iglesia, que defendía el universo
geocéntrico de Aristóteles y Tomás de Aquino. Esta aquiescencia por parte de la
Iglesia podía explicarse de diferentes maneras. Para empezar, el propio Copérnico
era un hombre de Iglesia. Además, él no había autorizado la publicación de su
libro hasta muy tarde (tres años antes de su muerte; la leyenda sostiene que él
vio el primer ejemplar impreso el mismo día de su muerte). Y, sobre todo, el
prefacio del libro insistía en el hecho de que su autor no pensaba que el
universo que allí se postulaba correspondiese al universo real, sino que era un
simple modelo matemático que permitía predecir los movimientos de los objetos
celestes y los eclipses de un modo mucho más cómodo que el modelo de Ptolomeo.
Este prefacio, que no estaba firmado, lo redactó probablemente Andrew Osiander,
que fue el encargado de la publicación del libro. En todo caso, la Iglesia se
dio por satisfecha con la interpretación del universo copernicano como simple
modelo matemático. Se preservaba de este modo el universo aristotélico de Tomás
de Aquino y la Iglesia no tuvo que excomulgar a Copérnico.
Las semillas
plantadas por Copérnico empezaron a germinar en los años posteriores a su
muerte. Dos hombres retomaron por su cuenta el universo ya muy vasto de
Copérnico e hicieron estallar sus fronteras. En 1576, el astrónomo inglés
Thomas Digges propuso suprimir la esfera exterior de las estrellas. El universo
se volvía infinito, con las estrellas repartidas por la morada ilimitada de
Dios. El monje dominico Giordano Bruno pobló este universo infinito con una
infinidad de mundos habitados por una infinidad de formas de vida, todas las
cuales celebraban la gloria de Dios. Esta última proposición fue la gota que
colmó el vaso y en el 1600 Giordano Bruno fue acusado de herejía y condenado
por la Iglesia a morir en la hoguera.
Fuente:
Epígrafes del capítulo primero del libro de Trinh Xuan
Thuan La melodía secreta… Y el hombre creó el universo.
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