Si nos quitan y corrompen
las palabras, ¿qué nos queda?
El Viejo Topo
21.11.2020
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Las tiranías
se quedan con todo, también con las palabras. Vacían de contenido lo que esas
palabras significan. Les dan la vuelta, como a un calcetín de la posguerra. Y
esa cultura del vaciamiento, que poco a poco o abruptamente acaba convertida en
engañifa, se nos mete en la conciencia como si al cabo fueran lo mismo
la verdad y la mentira.
En este país
hubo una guerra después de un golpe de Estado, y lo que vino luego no fue la
paz sino la victoria. O si hablamos de paz, será para nombrarla como la
paz de los cementerios. Una paz falsa, esa de los cementerios, porque
los cuerpos de la derrota siguen clamando, como en una película de miedo o los
gritos del Guernica, en las inclementes fosas de la vergüenza. En
este país trucaron los vencedores las aspiraciones democráticas de la Segunda
República y las convirtieron, acusándolas de violentas y de provocar un caos
insoportable que requería un salvador, en una de las primeras fake news inventadas
por las gramáticas obscenas del franquismo. La siguiente falsedad llegó cuando
decidieron, en sus cartillas de racionamiento histórico, que los “rebeldes”
eran quienes habían defendido la legitimidad republicana, mientras que los
golpistas se erigían en salvadores de la patria, una patria que pronto se
convertiría en el cortijo donde implantaron, durante casi cuarenta
años, su infinita crueldad los señoritos pijos, los dueños de la
hacienda.
Ahora mismo, aún
andamos metidos en ese trucaje lingüístico. No hay manera de que nos
quitemos de encima la herencia de esos cuarenta años. Decimos que los franquistas
“fusilaron” a miles de hombres y mujeres durante la guerra y después de la
guerra. Y en eso las derechas son más listas: dicen que a los suyos los
“asesinaron” los republicanos. El fusilamiento supone que antes ha
habido un juicio y una sentencia. Ya sabemos que esos juicios eran una
pantomima, una encerrona en que las condenas ya estaban dictadas antes del
mismo juicio. Pero sin darnos cuenta caemos en el lenguaje de los vencedores.
El franquismo no fusiló: asesinó. Que quede claro. Cuántas veces escuchamos
(incluso lo hemos dicho alguna vez) que a algunos de nuestros familiares los
condenaron a cárcel o los fusilaron y “no habían hecho nada”. Eso
es como una respuesta inocente a lo que dicen las derechas: “algo habrían
hecho”. Y rápidamente, compulsivamente, contestamos que “nada”. En esa
respuesta ignoramos que, seguramente, esos familiares eran concejales o
alcaldes de izquierdas, o ayudaron a la guerrilla, o fueron de la CNT, de la
UGT o de asociaciones culturales republicanas, o habían formado parte de los
comités de colectivización… Si esos familiares que sufrieron la represión nos
oyeran decir que no habían hecho nada, seguro que se nos aparecerían por las
noches para alterarnos el sueño. Porque claro que habían hecho, y bien a gusto
que lo hicieron: defender la República frente a los golpistas. ¡Ah, y una muy
gorda!: seguimos llamando “nacionales” a los del bando fascista de
cuando la guerra. Vaya trucaje fake news, ¿no? Pero claro, a la
que nos damos cuenta, estamos utilizando las palabras que durante tanto tiempo
impuso la dictadura franquista.
La
dictadura. Otra palabra en riesgo de extinción. ¡Qué poco la usamos! Cada
dos por tres encontramos la palabra “régimen”. Por arriba, por abajo,
por la derecha y por la izquierda. Si al menos se dijera “régimen franquista” …
Pero no, sólo “régimen”, como si fuera una pócima de esas que se recomiendan en
las dietas de adelgazamiento. Menos mal que, de vez en cuando, lees algo que te
reconcilia con las palabras justas: en su último artículo de infoLibre, el historiador Julián
Casanova insistía una docena de veces en el término “dictadura” para nombrar al
“régimen”: ¡menos mal! Y es que, al final, tanto hablar de la maldad de la
República y de la crueldad en ambos bandos de la guerra, que nos
olvidamos de que aquí hubo un golpe de Estado y una de las dictaduras más
crueles y largas que ha habido en la historia del horror contemporáneo. Por
cierto, aquí otra palabra indignamente igualitaria: “bando”. Se usa
indiscriminadamente para definir a los golpistas y a quienes defendieron la
República. Supone algo delincuencial esa palabra. Y quienes se mantuvieron
leales a la legitimidad republicana no eran, precisamente, delincuentes.
“El
franquismo no sólo se apropió de la historia y de la memoria, sino que también
corrompió las palabras”, escribe el historiador Francisco Espinosa Maestre.
Ahora mismo, asistimos a esa corrupción cuando escuchamos lo que dicen las
derechas. Hablan Casado y Abascal y es como si la libertad y la democracia las
hubieran inventado ellos. Precisamente ellos, herederos y defensores de
la dictadura, hablan de libertad y de democracia. Y en su jerga
confusamente interesada “insultan” llamando socialcomunista al Gobierno de
coalición del PSOE y Unidas Podemos. Mientras sus padres y abuelos se cargaban
la libertad y la democracia en nuestro país, y en la guerra y en su victoria
aplicaban sus leyes de exterminio, hombres y mujeres comunistas, socialistas,
anarquistas o sencillamente demócratas sin filiación política ni sindical
lucharon para que la libertad y la democracia volvieran al lugar que en la
historia y en la conciencia de las gentes les correspondía.
Llaman
etarra al gobierno de coalición progresista y se quedan tan anchos. Y se suma
Arrimadas, cómo no, a ese coro de la ignominia que nunca abandonó, aunque a
ratos quiera enredar como siempre hizo su partido y ahora sigue haciendo
ese Albert Rivera que tanto echa de menos los focos de la tele: todo
vale contra la presencia de Bildu en las lógicas de una investidura
parlamentaria y ahora de los Presupuestos Generales del Estado. ¿Pero de verdad
hay quien aún piensa que Ciudadanos no es un partido de derechas? El fantasma
de ETA es la mascota que sacan a pasear las tres derechas en sus enrevesados
intentos de confundir lo que nos pasa. Siempre hay una excusa para seguir
diciendo que ETA sigue existiendo. Cuando al PP le interesó pactar en Vitoria
importantes proyectos municipales, no tuvo empacho en hacerlo con Bildu, cuando
Javier Maroto era alcalde de la ciudad. Y bien claro lo dijo el hoy senador del
PP, escaño que alcanzó al empadronarse, con toda la cara del mundo, en un
pueblo segoviano cuyo nombre le sonaba a chino: “No me tiemblan las
piernas para llegar a acuerdos con nadie. Y creo que eso es bueno”. ¿No
acercó Aznar a presos de ETA cuando era presidente del Gobierno y hasta la
llamó Movimiento Vasco de Liberación Nacional porque le interesaba negociar con
ella? Pero ellos se ríen de esas contradicciones. Son cínicos hasta las cachas.
Lo que ya no sorprende a casi nadie es que los presidentes socialistas de
Aragón, Castilla-La Mancha y Extremadura, con el acompañamiento de Susana Díaz,
se sumen persistentemente al coro insoportable de la infamia. Siguen los
cuatro, más el añadido último de Alfonso Guerra y sus gracietas, con su obsesión
enfermiza de cargarse a su secretario general.
Las palabras sirven para decir la verdad o para inflarnos a mentiras. “Sembré la libertad con la palabra”, escribió Blas de Otero. Y mucha gente, con él y con sus versos, sigue incansable en esa siembra. Una libertad y una democracia que incluyen, paradójicamente, a quienes están en su contra y hacen todos los días lo imposible para regresar a los tiempos oscuros en que sus padres y abuelos las arrasaron con las armas. Los tiempos oscuros, esos tiempos que directamente Abascal, y —con el morro bajo— Casado, consideran mejores que los de la democracia: el de Sánchez es el peor gobierno de toda la historia, asegura el fascista de Vox. Y calla —o añade lo suyo— ese Casado que representó un ensayado paripé cuando la moción de censura presentada por Vox hace unas semanas. Para esos tipos, Franco era un aprendiz de dictador al lado de Sánchez y de Iglesias. Y es que las tiranías nos lo roban todo: también las palabras. Y esos dos, cada uno a su manera, vienen de aquella tiranía que durante cuarenta años nos dejó sin libertad y sin democracia. ¡Señor, qué cruz!
Artículo
publicado originalmente en Infolibre.
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