Los rostros del mal entre
nosotros
Racismo, crueldad y abuso de los más débiles viven entre nosotros, al
acecho, buscando su ocasión
Carlos Colón
Diario de Sevilla
19 Septiembre, 2020
Las imágenes de la residencia de ancianos DomusVi
de Liria recuerdan las de un campo de concentración. Delgados hasta lo
esquelético, tirados en el suelo, comiendo en la mesa el alimento derramado,
abandonados a sí mismos, sucios, atados y desnudos… Un infierno. Lo desvelado
por los informativos de Tele 5 demuestra -si hiciera falta- hasta dónde puede
llegar la maldad humana. ¿Un caso aislado? Hace tres semanas se divulgó un
vídeo en el que dos jóvenes trabajadoras en prácticas de un centro de mayores
de Tarrasa maltrataban a una anciana al darle de comer ("Abre la puta
boca, vieja cascarrabias").
Las imágenes de las tres menores de edad insultando
en el Metro de Madrid a una pareja de sudamericanos recuerdan las de los
camisas pardas agrediendo a los judíos en el Berlín de 1933 y 1934. Les
escupieron e insultaron ("Panchito de mierda", "eres producto de
un condón roto", "como en la selva no tienen condones"). Pese a
tener sólo 15 y 16 años sabían lo que hacían. Una de ellas colgó después en
Instagram: "Lo que dije en el Metro es mi puta opinión y no me la vais a
quitar porque lo sigo opinando y este es mi país… estoy en mi país". A
quienes la acusaron de racista respondió: "Lo soy, mucho".
La mezcla de carácter y circunstancias (familiares,
sociales o históricas) puede hacer de alguien un torturador, un maltratador o
un racista. Pero la fuente es sólo una: la maldad inherente a la condición
humana. Los totalitarismos le permiten multiplicarse y actuar con la impunidad
y los medios que el Estado les garantiza y ofrece. Fascismo, nazismo y
comunismo (pónganle el apellido que sea más de su gusto: leninista,
estalinista, maoísta, jemer) permitieron en el siglo XX que este mal se
desplegara causando millones de víctimas. Pero no debe olvidarse que preexiste,
como parte de la naturaleza humana, a los regímenes y las circunstancias que lo
alientan como programa, lo practican como política de estado y lo inculcan a
las nuevas generaciones. Ni debe olvidarse que vive en nuestras democracias,
entre nosotros, buscando su ocasión. Hay aspirantes a Ilse Koch -la perra de
Buchenwald-, Franz Murer -el carnicero de Vilnius- o Laurenti Beria -el perro y
carnicero de Stalin- que no hacen más daño porque no han encontrado el marco
político que les permita desplegar su capacidad para el mal. Y lo hacen dónde y
en la medida que pueden: en una residencia de ancianos o en el Metro de Madrid.
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