Salud
(Neo)capitalismo y sufrimiento psíquico
Manuel Desviat
VIENTOSUR
14/12/2019
Confundimos
libertad con “libre mercado”. Así desconocíamos nuestra implacable condena como
mercancías.
Francisco
Pereña (Pereña, 2014)
Como anunciaba
Joaquín Estefanía en Estos años bárbaros (2015) la salida de la Gran
Recesión ha convertido en estructural lo que durante la gestión de la crisis
financiera se vendía como secuelas transitorias: el incremento de la
desigualdad, la precariedad laboral, la desregulación de los mercados, la
privatización de los bienes públicos, arrasando con los antaño derechos
constitucionales en educación, sanidad, pensiones, prestaciones sociales. El
neoliberalismo completa la revolución conservadora iniciada con Reagan y
Thatcher en los años ochenta del pasado siglo con la conquista del Estado en
beneficio de unos pocos. Para el fundamentalismo neoliberal, una vez dueños del
mundo tras la caída del muro de Berlín, las leyes sociales surgidas tras la
crisis de 1929 y la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, son un obstáculo,
un residuo a suprimir, como lo son las políticas sociales de algunos Estados
latinoamericanos (Brasil, Ecuador, Bolivia, Venezuela…) iniciadas a
contracorriente.
Se juega con el
mito de la mejor eficacia de los mercados y el necesario adelgazamiento de las
cuentas públicas, cuando la toma de los gobiernos nacionales por el capital
financiero, por ese 1% de la población mundial, no supone el adelgazamiento del
gasto público, supone la venta de hospitales, pensiones y universidades del
erario a los fondos buitres internacionales. Supone la acumulación ilimitada
del capital, como previó Marx, más la también ilimitada invasión de la vida
toda. La lógica del mercado configura subjetividades, cosifica las relaciones
humanas, convirtiendo todo en consumo, competencia y, en definitiva, mercancía.
Estrategia totalizadora, que pretende ir más allá del control de la economía,
buscando imponer una cultura y un pensamiento único a nivel mundial. Un
pensamiento que borre en el imaginario colectivo los grandes relatos que
configuraron el sujeto de ayer, la ilustración, el freudismo, el marxismo. Se
trata de forjar un sujeto neoliberal cuya ideología esté procurada por la
publicidad y su el deseo copado por el consumo.
Los dueños de
los medios seducen a la población con el ideal privatizador, convirtiendo la
precarización del trabajo en un aliciente emprendedor, individualismo
competitivo del que depende la persona y la sitúa siempre en continuo riesgo.
Empresario de uno mismo, se pierde el vínculo social. El nosotros se convierte
en un pronombre peligroso, cuando no se reduce a unas pocas personas o a la
comunión de los estadios de fútbol. La vida se vuelve una competición en la que
ya están definidos los ganadores, los detentadores del poder patrimonial y
meritocrático y también los perdedores, los nadie, los desechos poco
meritorios, los excluidos, el sobrante social del sistema productivo. Los
determinantes sociales lo atestiguan. Por poner unos ejemplos: la renta media
de los estudiantes de la Universidad de Harvard corresponde a la renta media
del 2% de los estadounidenses más ricos. En Francia las instituciones
educativas más elitistas reclutan a sus miembros en grupos sociales apenas más
amplios (Piketty, 2015). O las desigualdades en la esperanza de vida, entre una
clase social y otra; en un barrio u otro de la misma ciudad en cualquier parte
del mundo. En Barcelona, la esperanza de vida en barrios como Torre Baró, en
NouBarris, es 11 años menor que en Pedralbes. En el barrio de Calton, un barrio
pobre de la ciudad de Glasgow, la población tiene una esperanza de vida de 54
años, una de las más bajas del mundo; a pocos kilómetros, en la rica zona de
Lenzie, la esperanza de vida es de 82 años, una de las más altas de Europa
(Maestro, 2017). Según un estudio reciente (The Lancet Planetary Health, Usama
Bilal y Ana Diez Roux), dependiendo de la zona de Santiago de Chile la
diferencia de esperanza de vida es de 18 años. El Chile que ahora explota en
las calles y que ha sido vendido como modelo de desarrollo por el
neocapitalismo durante las últimas décadas.
Las
consecuencias en el sufrimiento psíquico son el incremento de los problemas
mentales y sobre todo un estrés generalizado que se traduce en malestar, en
infantil desesperanza, frustrado un deseo que nunca fue construido, que nunca
tuvo el forjado necesario para perdurar. Enfermedades del vacío o quiebra de la
identidad en la ausencia de un útero social.
En este
presente, ante estas circunstancias, los interrogantes se vuelven hacia la
asistencia social y el sistema sanitario, recolectores de la miseria social,
donde la pregunta de entrada, parafraseando al sociólogo Jesús Ibáñez, estaría
en si es posible en un sistema capitalista hacer una política de gobierno no
capitalista (Ibáñez, 199, p. 223). Llevada a la asistencia sanitaria y
social, la pregunta es ¿si es posible una sanidad universal y equitativa, una
salud colectiva en el contexto neoliberal? Su viabilidades la apuesta
(retórica) de la socialdemocracia una vez que aceptó como el menos malo de los
sistemas el capitalista. En su discurso: la vuelta a un Estado de Bienestar
actualizado por la gestión privada. Pero la cuestión es ¿cuál es el precio de
esta actualización, que por lo que sabemos hoy desvirtúa completamente los
principios comunitarios y salubristas en los procesos llevados a cabo en
Europa? (Desviat, 2016).
En cualquier
caso, en esta contradicción se encuentra la ambigüedad y la insuficiencia de
los Servicios Nacionales de Salud, de las propias leyes que los crearon en
tiempos del Estado del Bienestar, dejando siempre la puerta abierta a la
privatización de los servicios. En realidad, aún en los años de mayor
protección social, la sanidad pública estuvo siempre condicionada a una
financiación que privilegiaba a las grandes empresas farmacéuticas,
tecnológicas y constructoras. Los gobiernos conservadores, pero también los
socialdemócratas, mantuvieron la sanidad pública en sus programas, lo que
además les permitía disminuir costes y acercar los recursos a la población
atendida con un claro beneficio político electoral, mas al tiempo protegieron
las infraestructuras de poder de la medicina conservadora y empresarial. La
reforma sanitaria, y de la salud mental comunitaria, en sus logros de mayor
cobertura y universalidad, se desarrolló siempre a contracorriente del poder
económico, fueran ministros conservadores o socialistas.
De hecho, las
ayudas económicas del Banco Mundial se acompañaron de la exigencia a los países
de la reducción de la participación del sector público en la gestión de
actividades comerciales y la disminución de los servicios sociales,
convirtiendo en objetivo prioritario la privatización de la sanidad y las
pensiones, al estilo de EEUU. Algo que queda claro en el informe de 1989 del
Banco Mundial sobre financiación de los servicios sanitarios, donde se plantea
introducir las fuerzas del mercado y trasladar a los usuarios los gastos en el
uso de las prestaciones (Akin, 1987). Y en la pronta asunción de esta política
por los Estados, empezando por el Reino Unido, que fue durante tiempo
referencia por su aseguramiento público universal, como puede verse en
documentos recientemente desclasificados del Gabinete de Margaret Thatcher,
donde en un informe del Banco Mundial se dice textualmente que se deberá poner
fin a la provisión de atención sanitaria por el Estado para la mayoría de la
población, haciendo que los servicios sanitarios sean de titularidad y gestión
privada, y que las personas que necesiten atención sanitaria deberán pagar por
ello. Aquellos que no tengan medios para pagar podrán recibir una ayuda del
Estado a través de algún sistema de reembolso (Lamata, Oñorbe, 2014).
La filosofía es
trasparente: la salud es responsabilidad de la persona, del cuidado o no
cuidado que haga con su vida, por tanto deben pagar por los servicios que
consume. La sanidad deja de ser un bien público al que todas las personas
tienen, por tanto, derecho. La ideología salubrista basada en el estilo de vida
–cuide su comida, su hábitat, haga ejercicio, no corra riesgos—ignora los determinantes
sociales, las condiciones de vida y de trabajo, que la salubridad que propone
exige un cierto estatus social al que buena parte de la población no tiene
acceso.
El hecho es que
la quiebra de la universalidad deja fuera del sistema sanitario a colectivos
vulnerables (desempleados de larga duración, inmigrantes sin papeles,
discapacitados, ancianos…), al tiempo que los recortes presupuestarios
deterioran los servicios asistenciales públicos, reducen la cesta básica,
introducen el copago en medicamentos y suprimen prestaciones de apoyo
(transporte, aparatos ortopédicos…). El Estado desplaza a los mercados la
decisión de quien tendrá acceso a vivir y a cómo malvivir o morir. El paciente
pasa a ser un cliente que puede ser rentable o no.
Pero hay otro
fenómeno que hay que considerar al referirnos al sufrimiento singular y
colectivo. Otro fenómeno al que enfrentar aparte de la falta de soporte social
de los Estados y de la hegemonía del discurso conservador, la sustancial
medicalización de la sociedad. La existencia de un Estado privatizador, la
ausencia de una doctrina de salud y servicios sociales orientada al bien común,
va a posibilitar el proceso de la mercantilización de la medicina, convertida
en una importante fuente de riqueza, y consecuente medicalización y
psiquiatrización de la población. Un proceso que tiene tres aspectos básicos,
tal como enuncian Isabel del Cura y López García: uno, referir como enfermedad
cualquier situación de la vida que comporte limitación, dolor, pena,
insatisfacción o frustración (lo que podríamos definir como enfermedades
inventadas); otra, la equiparación de factor de riesgo con enfermedad; y, por
último, la ampliación de los márgenes de enfermedades (que sí lo son)
aumentando así su prevalencia. Todo ello origina intervenciones diagnósticas
y/o terapéuticas de dudosa eficacia y eficiencia(del Cura, Isabel; López García
Franco, 2008). Hacer medicamentos para personas sanas era un viejo deseo de los
laboratorios farmacéuticos, ahora el complejo médico-técnico-farmacéutico,
aliado con los medios y con el poder político va más allá, con la fabricación
de enfermedades. Ahora la estrategia funciona vendiendo no sólo las excelencias
del fármaco sino, sobre todo, vendiendo la enfermedad. La depresión es un buen
ejemplo, convertida en una pandemia mundial gracias a los antidepresivos. La
cosa es simple, buscamos o creamos un malestar (el síntoma), le otorgamos un
diagnóstico (precoz) y comercializamos un medicamento o una nueva indicación
para un medicamento ya en uso (un antidepresivo para la timidez o un
ansiolítico para circunstancias adversas) o costosas pruebas de alta tecnología
completamente innecesarias. Robert Whitaker, un estudioso del fenómeno del
aumento de consumo delos de los psicofármacos en EE UU, describe rigurosamente
en su libro Anatomía de una epidemia la implicación de las instituciones
sanitarias, profesionales y de usuarios en la elaboración del relato que les ha
convertido en el tratamiento psiquiátrico dominante tanto de trastornos
mentales graves como de síntomas comunes de malestar psíquico, cuando no han
servido para la creación de falsas enfermedades. Preguntándose, y ese es el
origen de la investigación que da lugar al libro, ¿cómo es posible que los
problemas mentales se hayan incrementado desde los años 90 del pasado siglo,
cuando precisamente por esas fechas aparecen lo que se propaga por asociaciones
científicas y autoridades sanitarias como el mejor, sino único, remedio para
atenderlos: los nuevos, supuestamente más eficientes y mucho más caros, antidepresivos,
antipsicóticos, estabilizadores del ánimo, estimulantes y ansiolíticos?
(Whitaker, 2015)(Desviat, 2017).
La introducción
de nuevos medicamentos, no necesariamente mejores, pero si mucho más caros en
los años ochenta del pasado siglo, colonizan el discurso psiquiátrico. El
fármaco, respaldado por las Clasificaciones y Protocolos Internacionales de las
Asociaciones científicas (infectadas por la financiación de las empresas
farmacéuticas), se convierte en la bala de plata, en la panacea de los tratamientos
del malestar, un atajo acorde con la cultura de la época, pragmática,
intrascendente y apresurada. La psiquiatría se introduce en la gestión
biopolítica de la vida por el resquicio de la insatisfacción, del vacío, la
vida liquida que describe Bauman, ofertando soluciones a los problemas de la
existencia: del amor, el odio, el miedo, la tristeza, la timidez, la culpa.
Se medicaliza
el sufrimiento social —desahucios, desempleo, pobreza— y se psiquiatriza el
mal; así cuando leemos en la prensa un caso criminal, vandálico, y se atribuyen
sus actos a un trastorno mental, experimentamos cierta tranquilidad al imputar
como una cuestión médica lo que es un mal social. Convertido en una cuestión
genética o de anómala personalidad, no existe la responsabilidad de la sociedad
en la que convivimos de una manera u otra, sostenemos. Al fin al cabo, no hace
tanto que se vinculaba científicamente la criminalidad a la degeneración
orgánica, hereditaria e inscrita en el cuerpo y en la mente.
El escándalo
del trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) es ilustrativo de
la fabricación de una enfermedad que ha multiplicado por cientos de miles la
venta de estimulantes en pocos años para tratar, en la inmensa mayoría
de lo casos, comportamientos habituales en la infancia y adolescencia:
distraerse fácilmente y olvidarse cosas con frecuencia; cambiar frecuentemente
de actividad; soñar despiertos/fantasear demasiado, corretear mucho; tocar y
jugar con todo lo que ven; decir comentarios inadecuados, pueden ser
diagnosticados de TDH con el aval técnico Instituto Nacional de Salud de los
Estados Unidos (NIMH). Estimaciones recogidas por Sami Timimi (Timimi,
2015)sugieren que a aproximadamente el 10 % de los niños en las escuelas
de Estados Unidos se les ha pautado o tienen pautado un estimulante. En el
Reino Unido la prescripción ha aumentado de 6000 recetas al año en 1994 hasta
más de 450.000 en 2004; un asombroso aumento del 7000 % en solo una década
(Department of Health, 2005).
La medicina se
ha convertido en una gran generadora de riqueza, en cuanto la salud y el cuerpo
se convierten en un objeto de consumo. En manos de la publicidad, es decir de
los mercados, la medicina es una herramienta de normalización. Entendiendo por
normal aquello que dictan los intereses del capital. Qué comer, qué vestir, qué
tomar, como o con quien juntarnos. Las normas estandarizadas se multiplican al
tiempo que avanza el proceso que Foucault denominó de “medicalización
indefinida”. La medicina se impone al individuo, enfermo o no, como acto de
autoridad, y ya no hay aspecto de la vida que quede fuera de su campo de
actuación. El cuerpo se convierte en un espacio de intervención política. Este
tiempo donde los poderes económico-políticos se inmiscuyen y regulan cada
ámbito de nuestra vida, donde la vida es cualquier cosa menos algo espontáneo.
La atención de
la Salud Mental al sufrimiento psíquico
Los cambios las
formas de gestión y en el pensar de la época van a repercutir en las respuestas
técnicas de la comunidad psi profesional. Hay una vuelta a la enfermedad como
contingencia, que reduce a lo biológico el malestar. El sujeto, su biografía,
queda fuera. Protocolos y vademécums sustituyen a una clínica de la escucha,
qué se pregunte por el por qué subjetivo, afectivo, social del sufrimiento
psíquico; una clínica que busque en las propias defensas de la persona formas
de superar el padecer. Al tiempo, la medicalización produce cambios profundos
en la demanda de prestaciones, que no tienen porque corresponder con las
necesidades de la población, sino a los intereses de la clase hegemónica.
En el esfuerzo
por reducir la psiquiatría al hecho físico, a la medicina del signo, se
establecen criterios diagnósticos con unos signos-hechos-datos escogidos por
consenso o por votación de un pocos que reducen la complejidad de la persona.
Uno ya no delira con lo relacionado con su propia biografía. El contenido del
delirio es ruido producido por la falla neuronal. No hay lenguaje,
sujeto ni deseo. Solo cuerpo, enjambre químico neuronal. Mas, y he aquí la
insustancialidad de la propuesta, es que los datos por si solos, como bien
saben los propios publicistas de los mercados, poco valen, hay que
interpretarlos.
La estrategia
es obvia, se trata de homogeneizar, en torno a unos cuantos criterios, una propedéutica
y un vademécum común para diagnosticar y tratar a las personas aquejadas de
problemas de salud mental, en beneficio de las empresas farmacológicas y
tecnológicas. Un único sentido para el mundo. El trastorno mental sería el
mismo en China que en Costa Rica, en Noruega que en Mali, lo que facilitaría el
mismo tratamiento. Algo tan disparatado, premeditadamente ignorante de la
antropología, de la idiosincrasia de los pueblos, que seria irrelevante sino
fuera porque la credibilidad de un hecho o de una visión determinada de los
hechos está condicionada al aval de universidades, centros de investigación y a
publicaciones de gran impacto que suelen depender directa o indirectamente de
la financiación de los mercados.
Muy alejadas,
por otra parte, de la realidad de la práctica asistencial. Lo que hace decir a
autores como Richard Smith y Ian Roberts: que “la forma en que las revistas
médicas publican los ensayos clínicos se ha convertido en una seria amenaza
para la salud pública (Smith and Roberts, 2006).
Entre la
aceptación y la resistencia
La acumulación
irrefrenable descrita por Marx se aceleró con el fin del capitalismo industrial
y no se sabe cual va a ser el acontecimiento que precipitará el choque final
pronosticado por el autor de El capital, el momento en el que las
fuerzas productivas entrarían en contradicción con las relaciones de
producción, ni si ese acontecimiento tendrá lugar. El derrumbe disruptivo del
fracasado socialismo de Estado en 1989 parecería haber agotado, como dice Enzo
Traverso(2019), la trayectoria histórica del propio socialismo, de los
movimientos que lucharon por cambiar el mundo con el principio de la igualdad
como programa al reducir la historia toda del comunismo al hundimiento del
totalitario régimen soviético. Una caída a la que se unía además los cambios
profundos en las formas de producción que estaban acabando con el capitalismo
industrial, en el que la izquierda forjo su identidad. Las grandes fábricas que
concentraban a la clase obrera donde surgieron los sindicatos y los partidos
políticos de izquierdas estaban siendo sustituidas por los nuevos modos de
producción del neoliberalismo, la deslocalización, la precarización, la
fragmentación y robotización de la producción. El sistema de partidos políticos
surgidos con la industrialización en la confrontación obreros empresarios
perdió su esencia política, convirtiéndose en aparatos electorales. En el caso
de la derecha, los empresarios, sobre todo la empresa familiar y localizada
territorialmente, fueron sustituidos por los lobbies financieros, sin perder la
esencia de su identidad: la defensa de sus intereses de clase. En el caso de la
izquierda revolucionaria, el resultado fue la perdida de un escenario que
constituía su campo de batalla y su conexión con la izquierda civil. Por otra
parte, el fracaso del socialismo autoritario no supuso la construcción de un
socialismo democrático, como en un principio algunos imaginaron, sino que la
caída de la URSS supuso la rápida transición a regímenes de un capitalismo
salvaje, con el nacionalismo como identidad y en muchas ocasiones, infiltrado
por criminales mafias. Algunos de los logros sociales del socialismo de Estado,
como la sanidad universal y el pleno empleo, se derrumbaron, lo que llevó en
pocos años a la reducción de la esperanza de vida y la precariedad o la
indigencia para buena parte de la población. En la otra orilla, un capitalismo
sin trabas, desalojadas las narraciones y utopías del siglo que acababa,
afianzaba un presente que se quería sin pasado y sin futuro. No es el fin de la
historia como preconizaba Fukuyama, sino el fin de la política. El mercado va a
sustituirla, en un presentismo, donde no cabe la utopía, y por tanto, el
futuro; ni cabe el pasado, perdida la memoria, en una historia huera, vacía de
sentido.
Planteaba en
Cohabitar la diferencia (Desviat, 2016) que la Reforma Psiquiátrica, cuyo
primer objetivo fue sacar a los pacientes mentales de los hospitales
psiquiátricos, de los manicomios, y situar servicios de atención en la
comunidad, creó en su devenir nuevas situaciones, nuevos sujetos, nuevos
sujetos de derechos. La locura se hizo visible y con ella la intolerancia, el
estigma, la exclusión de la diferencia. Hizo ver que el proceso
desinstitucionalizador atravesaba toda la formación social, desvelando
prejuicios y representaciones sociales que iban mucho más allá del trastorno
psíquico, una reordenación asistencial, y que situaban a los alienados juntos
con otros de la exclusión social. Destapó la parte oculta en nuestra sociedad
por la dictadura de la Razón, de la podredumbre de la razón en palabras de
Antonin Artaud, en la que los locos son las víctimas por excelencia (Artaud,
1959), un imaginario colectivo poblado de los mitos, las leyendas y los sueños
que nos constituyen. Nos acerca a lo que en verdad teje el síntoma singular y
social, pues el síntoma se forja en la historia colectiva, en los deseos y
miedos ubicados en la trastienda de nuestra cultura. Un proceso
desinstitucionalizador que enfrenta a la Reforma de la Salud Mental con la
miseria social y subjetiva, en un escenario en el que no se puede ser un simple
observador, un impotente teórico de la marginación, la alienación y el
sufrimiento. Donde el hacer comunitario hace del profesional un militante de la
resistencia al orden social que instituye la enajenación en la miseria, donde
la acción terapéutica, necesariamente experta en los entresijos técnicos de la
terapia y el cuidado, se colorea políticamente.
Este estar en
lo común por el que se define la salud mental comunitaria supone considerar a
la población no solo como potenciales usuarias de los servicios, implica
adentrarse en los deseos y frustraciones de sus barrios, hacerles cómplices de
la gestión de su malestar. El fracaso de la medicina social es semejante al de
la política gobernante que padecemos, y la razón de este fracaso está en la
ausencia de comunidad, de los intereses, anhelos, frustraciones y ensueños, de
las poblaciones que se atiende o se representa. Es frecuente la existencia de
políticos que no han estado nunca en las circunscripciones que representan más
allá de los días de la campaña electoral y es igualmente frecuente
planificaciones, programas y actividad profesional de salud mental hechos sin
haber pisado el barro o las aceras de los barrios que comunitariamente se atiende.
En salud y más
concretamente en salud mental hablamos de participación, de la necesidad de
contar con los ciudadanos, con las comunidades y los propios usuarios a la hora
de la planificación y programación, mas, sin embargo, la participación se reduce,
si existe, a encuentro a nivel directivo con sindicatos para temas laborales y
el trabajo comunitario a situar centros de consulta fuera de los hospitales.
Luego puede extrañarnos que la población no defienda los modelos que más
podrían beneficiarles, de confundir las necesidades reales en sus demandas, de
dejarse llevar por engañifas electorales que propician la privatización como
modelo sanitario, en contra de una salud colectiva que puedan hacer suya.
Concluyendo. El
hecho es que hoy, como nunca hasta ahora en la historia parece que no hay un
afuera del sistema neoliberal, donde el fascismo hace presente el planteamiento
de George Kennan, en un informe secreto, hoy accesible, cuando aconsejaba que
había “que dejar de hablar de objetivos vagos e irreales, como los derechos
humanos, el aumento de los niveles de vida y la democratización, y operar con
genuinos conceptos fuerza que no estuviesen entorpecidos por eslóganes
idealistas sobre altruismo y beneficencia universal, aunque estos eslóganes
queden bien, y de hecho sean obligatorios, en el discurso político” (Chomsky,
2000). Una situación que puede conducirnos al “esto es lo que hay” y al “todo
vale”. Un esto es lo que hay y en esta situación todo vale al que se suma la
desgana por falta de perspectivas profesionales y ciudadanos, el queme o la
renuncia o la aceptación de la derrota. Un es lo que hay y todo vale que nos
lleva a una permanente insensibilidad, nos lleva a eludir nuestra parte de
responsabilidad, nuestra ciega complicidad en el trascurrir de los hechos,
nuestra parte de culpa. Algo que según Cornelius Castoriadis, nos ha convertido
en cínicos profesional, social y políticamente, pues encerrados en un nosotros,
en un mundo personal privatizado, hemos perdido la capacidad de actuar críticamente
(Castoriadis C, 2011). Quizás lo más frecuente, como escribía en el libro antes
citado (Desviat: p. 17) es el considerar que lo que sucede es lo natural de la
sociedad humana, que ha sido siempre, la iniquidad, la desigualdad, la
competitividad canalla y la desatención de los más frágiles, asumiendo las
funciones cosméticas y de control social que impone el orden social; en el
mejor de los casos cobijando la conciencia profesional y cívica en preservar
ciertas cotas de dignidad, calidad y eficacia. Pero queda otra postura, una
opción partisana, militante que trata de mantener una “clínica” de la
resistencia, buscando aliados en los usuarios, familiares y ciudadanos para
conseguir cambios en la asistencia a contracorriente y profundizar las grietas
del sistema, en pos de un horizonte donde sea posible el cuidado de la salud
mental, una sociedad de bienestar.
El peso de la
alienación cambia cuando se es consciente de ella. En ese descubrimiento,
cuando la mirada del amo ya no fulmina al colonizado, se introduce una sacudida
esencial en el mundo, toda la nueva y revolucionaria seguridad del colonizado
se desprende de esto, escribe Fanon en Los condenados de la Tierra
(p40).
Una sanidad
diferente, una atención a la salud mental que se entienda desde lo singular a
lo colectivo, no será plenamente posible sino en una sociedad diferente. No
podemos saber qué nos deparará el futuro. El socialismo es tan posible como la
caída en la barbarie. Pero sí estamos obligados, si queremos una salud pública
universal y equitativa, a desear y trajinar por una sociedad que parta de la
igualdad como eje central de su discurso y tarea; una igualdad que trascienda
la explotación, sin jerarquías de clase ni de género, y donde se reconozcan y
convivan todas las diferencias; donde todas las fronteras sean reconocidas,
respetadas y franqueables. Sin falsas identidades societarias.
Inmersos en la
distopía del neocapitalismo y el auge en su seno de un nuevo capitalfascismo,
puede parecer una descomunal utopía, pero podemos consolarnos con el hecho de
que las revoluciones llegan cuando nadie las espera.
13/12/2019
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