La
pornografía de los disturbios
Rebelión
La Marea
21.10.2019
Muchos de los periodistas que hemos estado pendientes
de los hechos de Catalunya esta semana tan solo hemos podido vivirlos a través
de las pantallas. Confieso que ha sido un atrape, como se suele decir,
enganchados a nuestros móviles y a la pantalla del ordenador con la televisión
en marcha de fondo. Desde la distancia, sin estar a pie de barricada ni tras la
línea policial, nuestros juicios o nuestras informaciones no tienen el mismo
valor que aquellas relatadas bajo la lluvia de piedras o esquivando porrazos y
balas de goma. Pero quizás nos ha permitido poder abstraernos por unos
momentos, analizar en frío sin el olor a plástico quemado y sin el sonido de
las sirenas. Y sobre todo, tantear a la gente de nuestro entorno que no está
allí, a nuestros vecinos, familiares y amigos que lo han visto todo por
televisión y tratan de entender qué está pasando.
Ayer mi padre decidió apagar la televisión. Su cabreo
monumental con la cobertura mediática se mezclaba con cierta tristeza y con
mucha preocupación por lo que podría suponer esta escalada de violencia. ¿Qué
está pasando? Me preguntó. Y llevaba toda la semana viéndolo en los
informativos. ¿No lo había visto? Si, pero nadie había explicado nada. Como el
resto de ciudadanos que no están en Catalunya estos días, vio los
acontecimientos por televisión como si se tratara de un espectáculo, una
película distópica en directo o un concierto de death metal de cinco
días seguidos. Estaba agotado y seguía sin entender nada.
No es casual que los principales programas de información
de una de las cadenas que ha estado retransmitiendo en directo los hechos se
llamen “Al Rojo Vivo”, “Liarla Pardo” y ya en plan sarcástico, “Más Vale
Tarde”. Hace años que la información se subordinó al espectáculo. Que una
persecución policial en Oklahoma tenga prioridad en los informativos a una gran
campaña de los vecinos de Benimaclet para plantar huertos urbanos en un solar
abandonado enmedio de la ciudad de València. Dos ejemplos al azar, pero
podríamos relatar miles.
La información ya no trata de explicarte el porqué de
las cosas. Tan solo te muestra hechos. Cuanto más, adornado con opiniones de la
calle seleccionadas para reforzar su relato, o con tertulianos que tan solo
hablan de lo que dice uno u otro líder político. O aún peor, que ofrecen
análisis simples y a veces hasta conspiranoicos, que se repiten cada vez que
hay disturbios. En España, claro, porque cuando arden Caracas o Hong Kong,
salvando las distancias, todo tiene una explicación. Aquí, sin embargo, siempre
están presentes las hordas anarquistas
italianas o los
“perfectamente coordinados y preparados” alborotadores que, al parecer,
llevaban meses viajando a Grecia o vete tú a saber donde, a aprender tácticas
de guerrilla urbana. Te lo dicen periodistas y analistas que lo más cerca que
han estado de un movimiento social ha sido en la comisión de fiestas de su
pueblo o en las reuniones de la escalera.
La información como entretenimiento, y en este caso,
lo que algunos llamamos Porno Riot (la pornografía de los disturbios),
se ha enquistado en el menú de los medios de comunicación, sobre todo
audiovisuales. Esto, cualquier analista sabe que está lejos del papel que
deberían ejercer los medios, que es el de informar para entender, no para
entretener. Sin obviar el alineamiento de la mayoría de los medios con el
relato del poder, que aunque suene a tópico, ciertamente cuesta encontrar
fisuras en las informaciones de ámbito estatal que rompan con el marco que
reproducen los principales representantes del statu quo, estén en el gobierno o
en la oposición.
Cualquiera que conozca mínimamente los movimientos
sociales o que haya vivido determinado contexto político donde haya estallado
la violencia, ya sea en la Transición, en los movimientos antiglobalización o en el 15-M, sabe que todo es mucho más
espontáneo que lo que parece. Y sabe que a la gente que está a pie de barricada le
importa tres pimientos quiénes sean y lo que digan los supuestos líderes
políticos y estrellas mediáticas, que por supuesto ni están ni se les espera
allí. Existe una brecha enorme entre el análisis que hace el político o el
periodista de turno y lo que motiva a alguien a estar a pie de calle
lanzando piedras a la policía o simplemente resistiendo pacíficamente. Y entre
estos, los motivos son múltiples. A veces incluso ni siquiera ideológicos.
También es cierto que la espectacularidad de las
informaciones suelen motivar más que sofocar los disturbios. El Porno
Riot es eso. Apela a la emoción. Unos se creen que España está al
borde del apocalipsis y apelan a suspender cualquier derecho fundamental para
reestablecer el orden. Otros se indignan al ver la violencia policial y el
relato de los medios, y acaban uniéndose a las protestas. Pero todos siguen
sin recibir una interpretación razonada. Tan solo estímulos. Y además, muy
pocas veces, hablan los protagonistas de los hechos.
Hace unos días, el compañero Hibai Arbide publicaba
un artículo en El Salto donde precisamente
denunciaba esta falta de información. Conoce bien Catalunya y lo que son los
disturbios pues lleva años viviendo en Grecia, donde los cócteles molotov son
más que habituales en muchas manifestaciones. Lo que hemos visto estos días en
la mayoría de medios justifica sobradamente el título de su artículo: ‘Vivir en
otro mundo’.
Lo preocupante es que los periodistas han sido también
víctimas estos días. Algunos increpados al grito de “prensa española
manipuladora” por aquellos a los que llevan años llamando borregos, golpistas y
violentos, mientras llaman “constitucionalistas” o “ciudadanos con banderas
de España” a neonazis
que gritan Sieg Heil y franquistas con la bandera del águila de San
Juan. Otros, sobre todo fotoperiodistas, agredidos (e incluso detenidos, como Albert Garcia de El
País) por
policías que se incomodan cuando los retratan excediéndose en sus funciones.
Son decenas de periodistas los que han denunciado
estos excesos, y de muy diversos medios. Hasta 58 periodistas
agredidos ha contado el Grup de Periodistes Ramón Barnils. Pero las agresiones a la prensa
que solemos ver por televisión son las de manifestantes increpando a
reporteros. De los excesos policiales contra la prensa vemos poco, y lo
sabéis.
Normalizar estos excesos, ya no contra la prensa, sino
contra cualquiera, por las “situaciones de estrés” o la “tensión” a la que sin
duda están sometidos los agentes, es más preocupante de lo que parece. A nadie
le gusta que un político cometa irregularidades en su gestión, que un
empresario no cumpla los protocolos de riesgos laborales, o que un trabajador
ponga en riesgo su seguridad o la seguridad de nadie. Pero a la policía se le
permite saltarse sus propios protocolos con una asombrosa condescendencia. Los
agentes se supone que están entrenados para afrontar este tipo de situaciones.
La responsabilidad que tienen es enorme, pues tienen el monopolio de la
violencia y representan al Estado. Y aquí no deberían valer excusas. Y menos
aún cuando muchas de las actuaciones que hemos visto estos días no son fruto de
ninguna situación límite en la que el agente está acorralado, sino de una rabia
acumulada y una ira desatada que se siente impune y que roza la crueldad de una
manera preocupante. Aún más, cuando esta agresividad se exhibe desde sus
propias redes sociales, como una declaración de guerra hacia los manifestantes,
como muestra el vídeo que colgaron en la cuenta de Twitter “Antidisturbios”,
donde aparece un agente de la Policía Nacional mostrando una bala de
goma en la que
habían escrito “La republica no existe, idiota. En recuerdo del pelotazo que te
di”.
Pero también hay que preocuparse por entender el
porqué de todo esto. Y aquí es cuando debemos cuestionar sin miedo a nuestros
medios, a quienes eligen los titulares, los contenidos y los relatos, quienes
construyen una realidad y un ambiente que puede ser explosivo a pie de calle. Y
por supuesto, a nuestros políticos. A los que saben jugar bien al espectáculo
al que se han subordinado los medios y actúan como pirómanos, creyéndose
dioses, sin ninguna empatía hacia la ciudadanía, vendiendo un relato calculado
para su público y sin ninguna intención de resolver nada. Aunque aquí, de
nuevo, la correlación de fuerzas no puede ser obviada. El Estado tiene la
obligación de resolver un conflicto político con política, no con la fuerza ni
tratándolo como un problema de orden público, como viene haciéndolo desde el 1
de octubre de 2017. Y por otra parte, quienes se erigen como portavoces de un
movimiento que ya ha pasado por encima de ellos hace tiempo, mientras envían a
su propia policía contra “sus” manifestantes.
Finalmente, más allá de los medios y de los políticos
existe la gente. La que sigue sin entender qué está pasando. La que ha visto su
calle en llamas, la que ha recibido un porrazo sin estar haciendo nada, o la
que desde su casa hace zapping y pasa de los disturbios a un concurso de
cocina. El Porno Riot entretiene pero no informa. Y cuando se apagan las
llamas, cambias de canal. Condenar a la sociedad a ser mera espectadora sin
darle herramientas para que razone y saque sus propias conclusiones tiene
repercusiones irreparables. Aleja al ciudadano de la razón y lo subordina a la
emoción. Y esto no ayuda en nada a que estos hechos no se vuelvan a repetir. Es
más, contribuye a que los problemas se enquisten. Mientras, políticos y medios
siguen interpretando su sainete, ajenos y bien lejos del chico que ha perdido un
ojo por una bala de goma, del que ha terminado en prisión, del policía herido y
del vecino al que le han quemado el coche.
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