Militarismo
y medioambiente
No existe
eso que llaman guerra verde
Eleanor
Goldfield
Vientosur
18.08.2019
En el mes de junio, el Proyecto sobre Costes de la
Guerra del Instituto Watson de Asuntos Internacionales y Públicos de la
Universidad Brown (Rhode Island, EE UU) publicó un informe titulado Consumo
de combustible por el Pentágono, cambio climático y costes de la guerra.
Haciéndose eco de anteriores informes sobre la relación entre el ejército
estadounidense y el cambio climático, el documento señala las diversas maneras
en que el Pentágono es “el consumidor institucional de petróleo más grande del
mundo y, por consiguiente, el mayor generador singular de gases de efecto
invernadero (GEI) del planeta”.
Aunque esto no sea necesariamente una noticia, no es
malo recordarlo; y los datos detallados del documento sobre cuestiones como el
consumo de combustible y las emisiones de GEI no dejan de resultar chocantes y
darían para titulares sensacionales. En 2017, por ejemplo, “las emisiones de
GEI del Pentágono fueron mayores que las de países industrializados enteros
como Suecia o Dinamarca”. De todos modos, aunque el informe relaciona
claramente al ejército estadounidense con el caos climático, la conclusión
benévola y el tratamiento del complejo militar-industrial con guantes de seda
deja algunos agujeros importantes en lo que de otro modo podría ser un potente
comentario sobre la interseccionalidad y la necesidad de un cambio de sistema.
No basta con trazar académicamente un hilo rojo entre
distintas cuestiones. Reconocer las conexiones que vinculan el caos climático
con la guerra, el imperialismo y la creciente crisis de los refugiados exige
soluciones basadas en esta interseccionalidad del mundo real. Necesitamos una
solidaridad activa que borre las demarcaciones de los movimientos unitemáticos
y construya un poder que refleje la realidad del aquí y ahora. Asimismo,
debemos desconfiar de las reformas tímidas, de la ecología de fachada y de la
tendencia impertérrita del capitalismo a avergonzar a la gente.
Caos climático y seguridad nacional
Las pequeñas reformas están asociadas a menudo al
deseo de reverdecer la propia imagen en una especie de chupito combinado
hecho para aplacar a la gente y en última instancia mantener el status quo.
Por supuesto, esta falsa solución suele venir envuelta en un lenguaje que dice
mucho y significa poco, que suena lógico sin recurrir realmente a la lógica.
Por ejemplo, el informe concluye que “reduciendo el consumo de combustibles
emisores de GEI (junto con reducciones de la emisión en otros sectores), el
Pentágono reduciría su contribución a las amenazas asociadas del cambio
climático para la seguridad nacional”. Esto me recuerda a aquellas frases de
los exámenes de gramática que utilizaban largas inanidades de lógica circular
que no decían esencialmente nada. Algo así como esto: el Pentágono podría dejar
de crear amenazas para la seguridad nacional si dejara de crear amenazas para
la seguridad nacional.
Es más, las conclusiones generales formuladas en el
informe nos llevan a contemplar el caos climático a través de la lente de la
seguridad nacional y no de la destrucción de millones de especies, tierras de
cultivo, agua potable, aire respirable y un futuro vivible en general. En este
punto me viene a la memoria el tuit de la senadora Elizabeth Warren de mediados
de mayo en el que lamentaba que “el cambio climático es real y se agrava cada
día, y socava nuestra disponibilidad militar. Cada vez más, el cumplimiento de
la misión depende de nuestra capacidad para seguir operando en situaciones de
inundación, sequía, incendios, desertización y frío extremo.” Pero ¡por Dios,
hemos de cumplir la misión! ¡Incluso si implica optar por lo ecológico!
Por supuesto, la idea de una guerra cuidadosa con el
medio ambiente es tan ridícula como suena. Lo que llaman nuestra seguridad
nacional está basada en invasiones no provocadas, graves violaciones de los
derechos humanos, guerra económica, cambio de regímenes y terrorismo abierto.
Es un imperialismo modernizado que se preocupa tan poco por la gente como por
los ecosistemas en que vivimos.
El informe formula propuestas válidas e importantes
sobre la reducción de nuestra dependencia del petróleo, que incluye la
disminución de las operaciones en Oriente Medio, el abandono de bases militares
y destinar el dinero del presupuesto de defensa a “actividades económicamente
más productivas”. Sin embargo, ni la senadora Warren ni el informe del
Instituto Watson van a la raíz y se preguntan si el ejército y su imperialismo
violento son necesarios, sino únicamente si es suficientemente verde.
Con ello, pasan por alto la paradoja central de que en una enfermiza espiral de
muerte, nuestro ejército utiliza el cambio climático y la desestabilización que
conlleva para justificar el aumento del presupuesto de defensa, creando de este
modo –y acelerando– una profecía homicida autocumplida.
Se podría argumentar que es perfectamente comprensible
que un informe que trata del consumo de combustible y las emisiones de GEI por
parte del ejército no plantee el cambio de sistema. Sin embargo, se supone que
las conclusiones han de servir para analizar los datos mostrados, y si no se
analiza la naturaleza destructiva y opresiva de las fuerzas armadas
estadounidenses, toda conclusión que saquemos con o sin un informe no servirá
para abordar el cambio de sistema necesario que implica la lucha contra el caos
climático. Esta es la razón que explica por qué el proyecto de ley
copatrocinado por la senadora Warren para reducir la huella de carbono del
Pentágono está condenado al fracaso. Incluso si se promulga, no hará más que reverdecer
la fachada llena de sangre de una máquina de guerra imperialista. Por ejemplo,
en vez de reclamar el cierre de cualquiera de nuestras casi mil bases militares
que hay en el mundo, Warren quiere asegurarse de que estén preparadas para
resistir una climatología extrema.
Ahora bien, estas bases que ella pretende salvar
constituyen verdaderas catástrofes ambientales. Docenas de bases militares de
EE UU figuran en la lista de lugares Superfund de la Agencia de Protección
Ambiental (EPA), en la que figuran los lugares que albergan vertidos de
residuos tóxicos y peligrosos altamente contaminados y requieren medidas de
descontaminación especiales. En 2014, Newsweek informó de que “unos 900
de los alrededor de 1.200 lugares Superfund en EE UU son instalaciones
militares abandonadas o instalaciones que sirven a necesidades de apoyo
militar”.
En todo el mundo, las bases estadounidenses vierten en
el suelo y las aguas subterráneas productos químicos tóxicos como uranio
empobrecido, petróleo, queroseno, pesticidas y exfoliantes como el agente
naranja y plomo. Durante años, comunidades locales se han manifestado en contra
de las respectivas bases estadounidenses por los daños provocados en los
cultivos y el medioambiente, desde Okinawa hasta Guam, Galápagos y Seychelles.
No cabe duda de que lo más favorable para el medio ambiente que se puede hacer
es cerrar las bases militares de EE UU y desmantelar efectivamente el complejo
militar-industrial imperialista en su conjunto. De paso, también constituiría
el mayor impulso a nuestra sacrosanta seguridad nacional, no solo con respecto
al clima, sino también en relación con la migración y los desplazamientos
forzados.
La intersección de nuestros movimientos
Mientras que el cambio climático es un recién llegado
en el debate sobre la seguridad nacional, el miedo a que unos refugiados y/o
inmigrantes mancillen nuestra ciudad situada en la cima de un monte es
prácticamente un pasatiempo estadounidense. Desde que se estableció esta nación
colonialista de colonos EE UU ha sido siempre antiinmigrante, y este paradigma
se mantiene sólido a pesar del hecho de que actualmente la gente esté migrando
directamente por nuestra culpa. Sí, la ironía también es tan nuestra como la
tarta de manzana.
Un informe reciente del Alto Comisionado de Naciones
Unidas para los Refugiados revela que “el número de refugiados en todo el mundo
es actualmente el más elevado desde que Naciones Unidas comenzó a mantener
registros, con más de 70 millones de personas buscando refugio después de haber
sido expulsadas a la fuerza de sus hogares”. Según el Consejo Noruego para los
Refugiados, “en promedio, cada año son desplazadas 26 millones de personas a
causa de catástrofes como inundaciones y tempestades. Cada segundo, una persona
se ve obligada a huir".
Se prevé que el cambio climático hará que en la
próxima década busquen refugio decenas de millones de personas. Oriente Medio y
África sufrirán tal vez los peores efectos del cambio climático en los próximos
decenios, sobre todo en forma de sequía y calor extremo. Conviene señalar que
Oriente Medio, África y Asia Central y Meridional no solo son los lugares de
procedencia de la mayoría de refugiados del mundo, sino también los lugares que
reciben la mayoría de los refugiados; otro ejemplo de cómo vamos dejando
catástrofes en nuestra estela.
Y mientras continúa la guerra contra el terrorismo
en Oriente Medio, el menos comentado nuevo barullo para África, el Mando África
de EE UU (Africom) oculta la competencia imperialista por recursos naturales
tras otra mentira más sobre una supuesta amenaza para la seguridad nacional. En
resumen, nuestra seguridad nacional se ve amenazada todos los días por nuestra
ansia de seguridad nacional: nuestra necesidad de perforar, verter, extraer y
quemar está vinculada inextricablemente a los planes militares de
desestabilizar, destruir y desplazar.
Del mismo modo que no existe eso que llaman una guerra
verde, tampoco hay manera de hacer frente al cambio climático si no nos
oponemos a la maquinaria de guerra, y viceversa. No hay manera de abordar la
crisis de los refugiados a menos que luchemos contra el cambio climático y la
maquinaria de guerra. A fin de desbaratar la mencionada profecía autocumplida,
homicida y cada vez más acelerada, hemos de observar las intersecciones de
nuestros movimientos y reconocer que en esos puntos se halla nuestro poder
colectivo, el potencial para construir movimientos colaborativos de largo
alcance que realmente vayan a las raíces, al corazón mismo del sistema.
Como sindicalista he visto tantos movimientos
unitemáticos dispersarse por cansancio y sectarismo. De hecho, es un regalo a
los poderes establecidos que a menudo tracemos líneas de demarcación tan
profundas: el movimiento ecologista está aquí, el movimiento por los derechos
de los refugiados y los migrantes está ahí, el movimiento antiguerra está allá,
y nunca confluyen los tres. Aunque ahí está el ejemplo de la reciente
manifestación en Bath, Maine, donde un grupo de activistas cortó el tráfico a
la salida de un astillero donde se construyen buques de guerra, reclamando
dinero para soluciones para el clima y no para la guerra interminable.
En la junta general de accionistas de la empresa de
gestión de activos BlackRock se presentaron numerosos grupos –desde la
Organización Indígena Nacional de Brasil hasta Code Pink– para denunciar al
director ejecutivo de BlackRock y a toda la empresa por sus inversiones masivas
y grotescas en muerte y destrucción a través del caos climático y la guerra.
Muchas comunidades movilizadas por la justicia climática y la acción directa
han forjado estas alianzas durante mucho tiempo, blandiendo literalmente la
bandera del anticapitalismo en solidaridad con las luchas en el mundo entero.
Estos empeños interseccionales son fuente de inspiración, poder e ideas. Parten
de los principios de cooperación, solidaridad y respeto, antítesis del violento
sistema capitalista. Y puesto que rompen con el paradigma de divide y
vencerás en el que hemos caído tantas veces, también arrojan luz sobre los
problemas inherentes a la tendencia de las opciones personales.
Bloquea, protesta, movilízate, levántate
Con el avance del capitalismo verde (un oxímoron tan
claro como el de la guerra verde) también ha proliferado la falsa idea de que
podemos salvar el planeta llevando siempre en la mochila una o dos bolsas para
la compra. Esto lo llamo la falacia de volverme verde. Si todo el mundo
reciclara, si todo el mundo instalara paneles solares y tuviera una botella de
agua reutilizable con la palabra Námaste escrita en un lado; si todo el mundo
comprara un Tesla… Pero esta manera de pensar no es más que otra manifestación
de la estrategia de divide y vencerás de un sistema capitalista basado en la
extracción y la destrucción. Avergüenza a la gente que no puede pagar o acceder
a las nuevas tecnologías o alternativas verdes y divide aún más nuestro
potencial de unificación a lo largo de las fallas del poder adquisitivo pintado
de verde. Cuando un barrio cae víctima de un tsunami de gentrificación,
enseguida acuden establecimientos verdes de cosmética eco-chic, tech
trendy e hipster, que miran de arriba abajo y expulsan a quienes no
pueden pagar sus ofertas consumistas, mientras hacen caja y hacen caso omiso
del puñado de empresas y de la máquina de guerra que realmente tiene la culpa
de esta crisis climática que se agrava por momentos.
Un chiste que ha circulado recientemente en las redes
sociales dice: “harías más por el clima si te comieras a un ejecutivo del
petróleo que si te volvieras vegano”. No solo es gracioso, sino que también da
en el clavo. Rousseau tal vez se adelantó a su tiempo al sentar las bases de
una revolución contra el cambio climático: “Cuando la gente ya no tenga nada
más que comer, se comerá a los ricos…”. Por supuesto, hazte vegano si tienes el
privilegio de hacerlo. Pero no mezclemos esta opción personal con las acciones
necesarias para desmantelar la maquinaria que saca beneficio de la tortura de
animales.
Sí, los y las activistas acudirán a menudo a lugares
lejanos para luchar contra un gasoducto o una empresa maderera. Sí, la gente
irá a comprar a Wal-Mart porque carece del privilegio económico de poder ir a
comprar a otros sitios. Si todos aquellos que se dedican a criticar a la gente
que hace esas cosas hubieran acudido en vez de ello a la primera línea de la
lucha contra un gasoducto, la energía sucia tendría a miles contra las que
luchar, y no un puñado de activistas de una férrea fuerza de voluntad.
Cuando se dice que “toda persona puede hacer algo”,
estoy de acuerdo. Pero el mero compromiso por reciclar no basta. Por supuesto,
dado que alrededor del 91 % del plástico no se recicla, sigo pensando que
debemos luchar por instituir mejores prácticas de gestión de residuos y exigir
instalaciones de reciclado. Debemos utilizar el transporte público siempre que
podamos. También debemos cepillarnos los dientes regularmente, no beber
demasiado alcohol y evitar los alimentos procesados.
En otras palabras, el llamado reverdecimiento de
nuestra vida personal no debe considerarse una contribución a la protección del
clima, sino una faceta más de comportarse como un adulto en el mundo de hoy.
Actuar por el clima, ese algo que toda persona puede hacer, debería
significar realmente actuar por el clima. Debería significar que bloqueamos,
protestamos, nos manifestamos y nos levantamos y de alguna manera dedicamos
tiempo, energía, cuerpo y mente a una aguda lucha sistémica. Debería significar
que nos organizamos en nuestras comunidades para establecer conexiones entre
nuestros diversos problemas, desde la gentrificación del barrio hasta el
imperialismo, pasando por la soberanía alimentaria, la salud pública y el
racismo sistémico, cuestiones todas que están relacionadas con el caos
climático.
Debería significar que apuntamos contra el sistema y
no unos contra otros, que diferenciamos nuestro poder de nuestro poder
adquisitivo verde y que no dirigimos la guerra de clases contra nosotros
mismos. Debería significar que educamos y nos comprometemos con los principios
de la lucha contra la opresión, del antiimperialismo y del anticapitalismo.
Debería significar que soñamos y hacemos y construimos comunidades y redes que
existen fuera de los confines del sistema capitalista bajo el que todas y todos
sufrimos.
No existe ningún plan definitivo para llevar a cabo
esta tarea. La verdadera solidaridad y la interseccionalidad real implican ir
más allá de nuestras zonas de confort y pisar terrenos que desconocemos, de
maneras que no están previstas en la teoría. Los movimientos ecologistas
tendrán que abordar el caos climático intrínseco a una maquinaria de guerra
imperialista y racista. Los y las activistas contra la guerra tendrán que
calibrar la importancia de la justicia climática en su actividad.
La gente más afectada no solo necesitará un asiento a
la mesa, sino también una solidaridad real y respeto por sus experiencias de
vida. Todas tendremos que examinar a fondo los peligros de las falsas
soluciones que vienen de arriba, del reverdecimiento y de la crítica a quienes
hacen lo que tienen que hacer para sobrevivir. Cuando crucemos la divisoria y
dominemos la narrativa de nuestro propio futuro, habremos de aprender a
sentirnos cómodas estando incómodas, a pasar del progreso prescrito de un
sistema regresivo. Parece desalentador, suena imposible, pero no estamos solas,
a menos que optemos por estarlo.
05/07/2019
Eleanor Goldfield es activista creativa, periodista y poeta.
Traducción: viento sur
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