CounterPunch
07.04.2016
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo
Fernández
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Este último
ataque terrorista, del que el Estado Islámico (EI) se ha atribuido la
responsabilidad, exhibe la nueva cara de la guerra del siglo XXI, una guerra en
la que no existen líneas de frente, no hay vía posible para la victoria militar
y sí una grave vulnerabilidad civil. Como tal, representa un desafío radical a
la forma tradicional en que entendemos la guerra, y a menos que moldeemos las
respuestas adecuadas ante estas realidades, podría llevar paso a paso a las
democracias occidentales a una adhesión política entusiasta y a una recuperada
realidad de las políticas fascistas.
La virulencia
del germen fascista latente en cada entidad política en Occidente ha revelado
ya su potencia en la campaña realmente sólida de Trump/Cruz para convertirse en
el candidato republicano en las próximas elecciones presidenciales
estadounidenses.
Tal vez la
dimensión más importante de este patrón de guerra del siglo XXI, sobre todo
teniendo en cuenta cómo se está desarrollando en Oriente Medio, sea la voluntad
y capacidad de los extremistas violentos para extender el campo de batalla a
quienes perciben como enemigos, apoyándose en muy gran medida para emprender
sus sangrientas tareas suicidas en los alienados europeos y estadounidenses.
El Independent
británico dio en el clavo en su comentario, prácticamente el único entre todos
los medios de comunicación, que fue más allá de las condolencias, denuncias y
declaraciones de voluntad para derrotar y destruir al EI. Incluía una cita del
comunicado del grupo reivindicando la responsabilidad del ataque en Bruselas:
“Dejemos que Francia y todas las naciones que sigan su trayectoria sepan que
continuarán estando entre los primeros puestos de la lista de objetivos del
Estado Islámico y que el olor de la muerte no abandonará sus fosas nasales
mientras sigan formando parte de la campaña de los cruzados… [con] sus ataques
y bombardeos contra los musulmanes en las tierras del Califato…”
El EI publicaba
también hoy un video sin fecha amenazando con atacar Francia si continuaba su
intervención en Iraq y Siria: “No vais a tener paz mientras sigáis
bombardeando. ‘Vais a tener miedo hasta de ir al mercado’, dijo uno de los
militantes, identificado como Abu Maryam, el francés”.
A este
comunicado le siguió una información respecto a que Occidente y los Estados del
Golfo han lanzado ya 11.111 ataques aéreos contra diversos objetivos en Siria e
Iraq, causando bajas masivas, desplazamiento humano y una gran devastación,
especialmente en las zonas controladas por el EI. Evidentemente, teniendo en
cuenta el ataque belga, el EI acepta la unidad europea como realidad, haciendo
de Francia un localizador del epicentro, pero concibe como zona crucial de
combate a Europa en su conjunto.
Ser conscientes
de esta realidad no significa que se disminuya o se ofrezca una racionalización
de la barbarie implicada en los ataques en Bruselas, así como en los anteriores
ataques en París, pero deja claro que las intervenciones en Oriente Medio, y
posiblemente en otras zonas del hemisferio sur, ya no aseguran que las
sociedades intervinientes permanezcan fuera de la zona de combate y continúen
disfrutando de lo que podría llamarse “impunidad del campo de batalla”.
Por lo general,
la prolongada violencia de las principales guerras anticoloniales, incluso de
la larga Guerra de Vietnam, se quedó confinada a la sociedad colonizada,
afectando como mucho a sus vecinos geográficos.
Durante las
décadas de 1970 y 1980 hubo señales esporádicas de un cambio táctico: el IRA
extendió su lucha en Irlanda del Norte a Gran Bretaña, y la OLP, a través de
secuestros de aviones, explosiones en Libia en una discoteca alemana
frecuentada por soldados estadounidenses y el ataque de la OLP en Múnich contra
los atletas olímpicos israelíes, prefiguraron también los esfuerzos para
devolver el golpe a las fuentes hostiles extranjeras que creían eran las
responsables del fracaso en la búsqueda de sus objetivos políticos.
El EI, que
parece más sofisticado en la ejecución de esas operaciones, cuenta con la
ventaja de los adeptos locales que están dispuestos a involucrarse en misiones
suicidas, a menudo acompañadas de una motivación religiosa que valida el
desprecio de los más extremistas por los civiles inocentes.
Como en
cualquier confrontación armada, es esencial tener en cuenta las nuevas realidades
y optar por políticas que puedan ofrecer las mayores posibilidades de éxito.
Hasta ahora, las respuestas públicas de Occidente no han considerado las
verdaderas novedades y desafíos asociados con la adopción por el EI de unas
tácticas que implican megaterrorismo en el territorio de sus adversarios
occidentales como forma asimétrica de ampliar el campo de batalla.
El ataque
Los ataques del
22 de marzo en Bélgica se produjeron en el área de salidas del aeropuerto
internacional situado en la ciudad de Zeventem, a unos diez kilómetros de
Bruselas, y en la estación de metro de Maelbeek, en el corazón de la ciudad,
cerca de la sede de la Unión Europea. Las informaciones señalan que murieron
más de 30 personas y que los heridos fueron 250.
El momento en que
se produjo el ataque llevó en un principio a pensar que el motivo podía ser la
venganza por la captura de Salah Abdelsalam en Bruselas pocos días antes,
acusado de ser el cerebro de los ataques en París del 13 de noviembre de 2015.
Poco importa que esta línea de interpretación sea correcta o no. Lo que sí se
sabe con certeza es que hay claros vínculos entre los sucesos de París y los de
Bruselas y que la escala de la operación necesitaba de semanas, cuando no de
meses, de planificación y preparación.
La esencia de
los hechos es uno de los retos más profundamente inquietantes para el
mantenimiento del orden público interno en un espacio democrático, a la vez que
el conflicto va haciéndose cada vez más horrible, con nefastas connotaciones
para el futuro de la seguridad humana en los entornos urbanos de todo el mundo.
El aumento
histérico de la xenofobia es una expresión de miedo y odio; los políticos
estadounidenses debaten para que los musulmanes no puedan entrar en su país y
los europeos pagan un gran rescate a Turquía para que confine a los refugiados
sirios dentro de sus fronteras.
Se supone que
no somos conscientes de que los recientes actos terroristas son
fundamentalmente la obra de quienes viven, y a menudo han nacido, dentro de la
sociedad que cierra sus puertas a los de afuera, lo que probablemente hace que
se profundice la enojada alienación de los nativos cuya identidad étnica y
religiosa les convierte en objetivos de sospecha y discriminación.
Hasta ahora,
las declaraciones oficiales de los dirigentes políticos se han adherido a las
conocidas líneas antiterroristas, revelando pocos indicios de comprender las
realidades distintivas de los sucesos ni la mejor forma de lidiar con los
diversos retos que plantean.
Por ejemplo, el
primer ministro de Bélgica describió los ataques como “ciegos, violentos,
cobardes”, y añadió la promesa belga de que la solución pasaba por derrotar al
ISIS y la amenaza que representa.
François
Hollande de Francia, que nunca pierde la oportunidad de pronunciar una frase
obvia irrelevante, hizo sencillamente votos “por combatir sin descanso el
terrorismo, tanto a nivel interno como internacional”. Y utilizando la ocasión
para recuperar la unidad europea, tan visiblemente deteriorada por las últimas
y peligrosas tensiones generadas en los agrios conflictos sobre política fiscal
y la búsqueda de una política común para los emigrantes, Hollande añadió: “Es
toda Europa la que ha sido golpeada en los ataques de Bruselas”.
Parece dudoso
que tales llamamientos a la unidad vayan más allá de las banderas y de la
empatía retórica. Lo que ahora debería resultar evidente es que no sólo es
Europa la que está bajo constante amenaza y comprensiblemente preocupada por la
perspectiva de futuros ataques, manifestando su angustia ante amenazadores y
relativamente fáciles objetivos como pueden ser las plantas de energía nuclear.
Es prácticamente el mundo entero el que se ha convertido en vulnerable ante la
perturbación violenta de estas fuentes contradictorias de intervención y
terrorismo.
El presidente
Obama ofreció sensibles condolencias a las desconsoladas familias de las
víctimas y su solidaridad a Europa sobre la base de “nuestro compartido
compromiso para derrotar el flagelo del terrorismo”. De nuevo resulta
decepcionante que no se muestre más comprensión de que esta es una clase de
guerra en la que la violencia de ambas partes viola profundamente la seguridad
y soberanía de la otra.
Hasta que surja
esta toma de conciencia, continuaremos esperando que la “violencia legítima” se
limite adecuadamente a los territorios de las sociedades no occidentales como
sucedía en la era colonial, e insistiremos en que los ataques de represalia
constituyen terrorismo, es decir, “violencia ilegítima”.
Lo que hasta
ahora está ausente en esas respuestas es tanto la sensibilidad conceptual ante
la originalidad y naturaleza de la amenaza como la disposición a implicarnos en
algún tipo de mínimo autoanálisis que responda ante la declaración del EI en la
que parece expresar su motivación.
No es cuestión
de dar crédito a esta racionalización de la criminalidad sino más bien
encontrar la mejor manera para comprender lo que podría describirse como
“egoísmo ilustrado” en vista de las alarmantes circunstancias que nos rodean,
que podría muy bien empezar con una revisión de la compatibilidad del racismo
interno y la diplomacia intervencionista con la ética, el derecho y los valores
de esta era poscolonial.
Desde esta
perspectiva, la icónica revista conservadora The Economist lo ha hecho
mucho mejor que los dirigentes políticos, haciendo al menos hincapié en las
medidas no violentas que cabe adoptar para mejorar la aplicación de las leyes
preventivas. La revista señala que la importancia del ataque de Bruselas
debería interpretarse desde una perspectiva política crucial: las limitaciones
actuales de los servicios nacionales de inteligencia para adoptar acciones
preventivas que sirvan para proteger a la sociedad identificando y eliminando
las amenazas con antelación.
The Economist subraya debidamente que es más importante que nunca maximizar los esfuerzos
internacionales para compartir toda la inteligencia relativa a las actividades
de los extremistas violentos, aunque también evita entrar a considerar el
origen del fenómeno, que es lo que verdaderamente puede restaurar la normalidad
y conseguir seguridad para los seres humanos.
Este cambio de
un enfoque reactivo a otro preventivo para defender el orden social interno
representa una reorientación fundamental respecto a la naturaleza de las
amenazas a la seguridad y cómo minimizar la escalada de su letalidad.
Hay tres
aspectos novedosos en este tipo de guerra posmoderna:
· Infunde miedo
en el conjunto de la sociedad;
· Aumenta
inmensamente las posibilidades de los demagogos represores e irresponsables en
las sociedades atacadas;
· Desata, sin
reflexión alguna, una cantidad excesiva de fuerza reactiva en países lejanos
que tiende a extender el virus del extremismo violento por todo el planeta en
vez de a erradicarlo.
Como se ha
observado ampliamente, no hay forma de saber si los ataques aéreos y con drones
matan a más adversarios peligrosos que el efecto de ampliar realmente las filas
de los terroristas mediante la alienación y un mayor reclutamiento.
Todavía no se
entiende bien que el terror estatal propagado mediante drones y misiles se
extiende a toda la sociedad civil de una ciudad o incluso del país agredido,
por lo que resulta muy engañoso pensar que el impacto letal se mide
adecuadamente contando los muertos.
La gente que
vive en comunidades o Estados atacados está aterrada en su totalidad una vez
que ha caído un misil que viene de lejos, una ansiedad agravada por la
constatación de que los atacados no tienen forma de devolver el golpe.
La dependencia
de EEUU de la guerra con drones en Asia, Oriente Medio y África ha sentado de
forma temeraria un precedente que las generaciones futuras de Occidente y otros
lugares pueden llegar a lamentar profundamente. A diferencia del armamento
nuclear, no hay probablemente equivalente a los drones en un régimen de no
proliferación y no hay nada parecido a la doctrina de la disuasión para
desalentar de su uso, e incluso estos instrumentos de gestión nuclear, aunque
tengan éxito intentando evitar lo peor, están muy lejos de ser aceptables.
Esta nueva
guerra
Estos aspectos
más profundos omitidos del ataque en Bruselas deben aprehenderse con humildad y
responder a ellos emplazando a la imaginación política y moral a que
identifique lo que funciona y lo que no en esta nueva era que otorga una alta
prioridad a prevenir las atrocidades como explicación de las formas más
extendidas, crecientes e intensas de inseguridad humana.
En primer
lugar, y lo más importante, se trata de un choque entre dos partes que ignoran
las fronteras, que no se ajustan adecuadamente a la guerra tradicional entre
los Estados emprendida por nuevos tipos de actores políticos híbridos.
Por un lado, se
trata de una confusa combinación de redes trasnacionales de extremistas
islamistas y, en uno de esos casos (EI), responde a un autoproclamado califato
territorial que lanza represalias contra objetivos civiles muy sensibles en
Occidente, adoptando por ello una doctrina que explícitamente proclama una
estrategia que exalta los crímenes contra la humanidad.
Por el otro
lado, es una coalición de Estados dirigidos por EEUU, que tiene bases y buques
en el extranjero, por todo el mundo, que trata de destruir al EI y a los
yihadistas afines allá donde se encuentren con escaso respeto por la soberanía
de esos países.
Hace mucho
tiempo que EEUU dejó de ser un Estado normal definido por fronteras
territoriales, y desde hace más de medio siglo viene actuando como “Estado
global”, con un mandato que abarca la totalidad de la tierra, mar y aire del
planeta.
En segundo
lugar, es crucial reconocer que los drones occidentales y las fuerzas
especiales paramilitares que operan en más de cien países son una forma inherentemente
imprecisa y a menudo indiscriminada de violencia estatal que extiende sus
propias versiones de terrorismo entre las poblaciones civiles de varios países
en Oriente Medio, Asia y África.
Ya es hora de
admitir que los civiles de Occidente y del Sur global son ambos víctimas del
terrorismo de esta modalidad de guerra, que continuará fomentando la clase de
odio mutuo y ferviente santurronería hacia el enemigo que ofrece un pretexto
aterrador para lo que ahora parece destinado a ser una situación de guerra
perpetua.
Lo que ha
cambiado totalmente, y está empezando a traumatizar a Occidente, son las
capacidades y estrategias de contraofensiva de estos adversarios no
occidentales, no estatales y cuasi-estatales.
Los modelos
coloniales, e incluso poscoloniales, de intervención eran todos unilaterales,
con la zona de combate consistentemente confinada en el país lejano, evitando
por tanto cualquier amenaza a la seguridad y tranquilidad de las sociedades
occidentales. Ahora que la violencia es recíproca, aunque asimétrica (es decir,
cada parte utiliza las tácticas que se corresponden con sus capacidades
tecnológicas e imaginativas), el equilibrio de fuerzas ha cambiado
fundamentalmente y por eso tenemos que pararnos a pensar, antes de actuar, en
cómo se produce el círculo de violencia para poder vivir de nuevo en una paz
segura.
Hay demasiadas
cosas en juego. O rompemos con las concepciones obsoletas de la guerra o
descubrimos una diplomacia que pueda acomodarse a las turbulencias del siglo
XXI.
Si de esta red
enmarañada puede surgir una diplomacia creativa y clandestina que de algún modo
intercambie el final del terrorismo desde arriba por el final del terrorismo
desde abajo es la pregunta persistente que se cierne sobre el futuro de la
humanidad.
Si es necesario
hacer este radical salto conceptual, probablemente no va a surgir de la
iniciativa de las burocracias gubernamentales, sino más bien de las intensas
presiones que lleven a cabo los pueblos acosados del mundo.
Parte de lo que
se requiere, por extraño que parezca teniendo en cuenta la compulsión sin
fronteras de la era digital y las dinámicas de la globalización económica, es
una vuelta a las estructuras de seguridad del marco westfaliano de Estados
territoriales soberanos.
Tal vez esas
estructuras nunca prevalecieron realmente en el pasado, dadas las maniobras de
los actores geopolíticos y las relaciones jerárquicas de los sistemas
coloniales y los imperios regionales, pero su ideal era la base constitucional
compartida del orden mundial.
Con el
advenimiento del campo de batalla global, este ideal debe convertirse ahora en
los cimientos existenciales de las relaciones entre Estados, haciendo hincapié
en la inviolabilidad de las normas de no intervención en un nuevo sistema de
seguridad mundial de base territorial. Esto no va a resolver el problema de la
noche a la mañana y ciertamente sólo supera de forma indirecta los retos
internos planteados por las minorías alienadas.
Obviamente,
este recomendado enfoque podría afectar adversamente a la protección
internacional de los derechos humanos y debilitar los procedimientos mundiales
de santuario para los desplazados por las contiendas civiles, el
empobrecimiento y el cambio climático.
Estos problemas
merecen una atención concertada, pero la prioridad inmediata es la restauración
de un orden mínimo, sin el cual ningún orden político consensuado y
normativamente aceptable puede persistir.
Y esto sólo
puede suceder, en todo caso, mediante disposiciones de facto o de
jure que renuncien a cualquier forma de terrorismo, sin importar que
provenga de un Estado o de un movimiento radical.
Richard Falk es
experto en derecho internacional y relaciones internacionales. Ha sido profesor
en la Universidad de Princeton durante cuarenta años. En 2008 fue nombrado por
la ONU para cumplir un mandato de seis años como Relator Especial para los
Derechos Humanos en Palestina. Falk es miembro de la Transnational Foundation for Future Research,
donde apareció originalmente publicado este artículo.
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