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Corrupción y 24-m (19/05/2015)
En
esta introducción para El Hurón del artículo sobre las elecciones municipales y
autonómicas del pasado 24-M, nos enfrentamos a uno de los análisis más
complejos y difíciles de realizar sobre los resultados globales, y sobre los particulares
de las negociaciones, pactos y repartos posteriores, que es, sin duda, el de la
influencia política de la corrupción, el de calibrar con alguna aproximación
cuánto voto han podido perder la dos grandes fuerzas políticas en el Estado
español debido a la corrupción. Intentaremos analizar muy brevemente qué
posibles influencias ha podido tener en dichos resultados la corrupción
estructural que caracteriza al capitalismo español y a su Estado.
Una
de las razones que explican esa dificultad, probablemente la fundamental,
estriba en que la corrupción normalizada no es mal vista en el Estado, y menos
en lo que se denomina «mundo empresarial», tal como hemos expuesto en artículos
anteriores. Esto hace que sólo sea cuantificable y calificable en sus expresiones
manifiestas, pero apenas en la anodina vida cotidiana.
Otra
de las razones es que la llamada «ciencia social», la sociología, para
entendernos, no está capacitada para estudiar las corrupciones por dos
obstáculos cualitativos insuperables para esta llamada «ciencia social»: uno,
que la raíz de la corrupción es la misma que la raíz de la economía mercantil
desde sus orígenes históricos; y otra, que esta raíz se entrelaza rápidamente
con otras motivaciones sociopolíticas formando una totalidad, cuyo estudio
exige recurrir al método dialéctico, algo también imposible para el mecanicismo
positivista y neokantiano de la sociología que, con su célebre «cuantofrenia»
denunciada por Sorokin, absolutiza el individualismo metodológico burgués.
Resultado
de ello es que la sociología ni quiere ni puede prestar atención a la unidad
entre economía y política, unidad que tiene en las corrupciones uno de los
engranajes de influencia recíproca más efectivos. Si la sociología intentase
profundizar en las relaciones político-económicas tendría que hacer un doble
esfuerzo: superar sus propias limitaciones pero también las de la contabilidad
de la economía capitalista. La entera estructura conceptual de la economía
política está diseñada para negar u ocultar lo más posible la explotación
asalariada, el proceso de extracción de plusvalía mediante la explotación
burguesa de la fuerza de trabajo. La ignorancia sociológica al respecto es
involuntaria solo en parte, frecuentemente es consciente: estricta voluntad de
no saber qué es y cómo funciona el modo de producción capitalista.
Ahora
bien, la cuantificación sí sirve para descubrir algunos efectos externos que
nacen de las internas contradicciones del capitalismo. Permite saber, por
ejemplo, que la corrupción supone aproximadamente el 1% del PIB de la UE; que
las mafias ganan alrededor de 5.500 millones-€ anuales con tráfico de personas
de África a Europa y de Nuestra América a EE.UU., y que han obtenido no menos
de 15.700 millones-€ en los últimos quince años con el tráfico humano entre
África y la UE; que el narcotráfico y la prostitución suponen el 0,85% del PIB
del Estado español; que en 2014 aproximadamente el 33% de la clase obrera del
Estado trabajase en «negro», con el demoledor impacto que ello supone para la
recaudación fiscal, ya de por sí muy debilitada por las «amnistías» fiscales,
prebendas, ventajas y descuentos legales que el Estado burgués concede a las
grandes fortunas, mientras que casi 1.300.000 pequeños ahorradores han sido
estafados en menos de diez años mediante las «ofertas preferentes» de la banca.
Todo
esto y más puede descubrir la contabilidad económica siempre que tenga medios
adecuados y sobre todo voluntad política, lo que depende de las disputas entre
las fracciones de la burguesía, las presiones del reformismo y la fuerza de
masas de la izquierda, cuestión sobre la que nos extenderemos en otros
escritos. A pequeña escala también es difícil luchar contra la corrupción en
talleres, bares, restaurantes y comercios, aunque se incoen expedientes a algo más
de un centenar de talleres de coches en la Comunidad de Madrid; o como en el
caso de la Comunidad Autónoma Vasca se «descubra» que el 90% de los bares y
restaurantes tienen contabilidad B: casi al instante han respondido
asociaciones de pequeños empresarios poniendo en solfa o minimizando el asunto
incluso con argumentos legales basados en las ambiguas lagunas de la
jurisprudencia al respecto. De cualquier modo, una doble contabilidad bien
manipulada deja un beneficio extra aún después de haber pagado la multa siempre
que la ley vaya por detrás de la trampa.
La
corrupción estructural en lo económico se materializa en lo sociopolítico
mediante complejos y múltiples canales a través de los que se redistribuyen
parte de los beneficios legales e ilegales, también «grises», que siempre nos
remiten a alguna forma de ganancia directa y/o indirectamente material: dinero,
regalos, sexo, poder, influencias, etc. Más aun, en las intrincadas redes
relacionales cotidianas, siempre dependientes del reparto de estos y otros
beneficios y lubricadas por este mismo reparto, laten los embriones de formas
micro mafiosas de acción económica y sociopolítica: que no lleguen a dar el
salto a pequeñas organizaciones que bordean la ilegalidad puede ser debido a
muchas razones.
Lo
fundamental es que estas corruptelas de baja intensidad de la que ya hemos
hablado en alguna ocasión y a las que tendremos que volver en otros comentarios
por su enorme importancia, son extremadamente difíciles de cuantificar y menos
en los resultados electorales porque su masiva penetración cotidiana está
asentada y asegurada por la quíntuple función del dinero como medida del valor;
medio de circulación; medio de acumulación; medio de pago y como dinero
mundial. La totalidad de la vida social está determinada por esta quíntuple
función del dinero, determinación tanto más omnipotente cuanto que además está
desmaterializada por el perverso y reaccionario efecto del fetichismo de la
mercancía.
La
normalidad cotidiana con la que se acepta y practica esta «pequeña» corrupción
surge de la imbricación de los factores expuestos dentro de la vida más o menos
precaria, pero siempre precaria, que sufre la población explotada que vive de
salario directo, social, público, diferido, indirecto. La burguesía tiene otra
forma de ver y practicar la corrupción. Solamente cuando la amarga experiencia
acumulada durante varios años en los que, junto a los efectos empobrecedores de
la crisis, las masas van viendo que la corrupción y la podredumbre
generalizadas multiplican su malestar a la vez que enriquecen a la minoría en
el poder, sólo entonces empiezan a notarse los directos efectos políticos que
causa la podrida realidad corrupta, pero no siempre sucede así.
La
sociología no está preparada para investigar --ni tampoco quiere hacerlo-- las
concatenaciones entre los procesos socioeconómicos y psicopolíticos que, bajo
la presión de las corrupciones múltiples, terminan influyendo en los resultados
electorales. En los últimos años han emergido a la prensa tantas corrupciones
soterradas durante tiempo que han sido uno de los detonantes del drástico
agravamiento de la crisis internacional del nacionalismo español. Nos
encontramos ante la clásica sinergia de contradicciones parciales que generan
una compleja contradicción cualitativamente superior cuyo estudio exige el
empleo del método dialéctico, verdadero «satán bolchevique» para el
academicismo neokantiano de la sociología «neutral», subvencionada por empresas
privadas y burocracias estatales. A pesar de la innegable actualidad e influencia
sociopolítica y económica de la corrupción estructural, multiplicada en los
últimos años, es extremadamente difícil encontrar investigaciones serias
realizadas desde la sociología.
Nuestra
búsqueda ha dado muy pocos resultados, exceptuando los cuatro textos que
citamos, y el cursillo de verano sobre la corrupción política organizado en
Donostia por la fiel UPV, utilizado por el PNV, en representación y defensa de
la burguesía vasca, para emborronar el problema. Los cuatro textos son: F.
Gordillo, J.M. Arana, L. Mestas y J. Salvador: «Compatibilidad
y confianza entre votante y candidato ¿Es posible un sistema de votación más
justo?». Psicología Política, Valencia, Nº 45, 2012,
pp. 27-41. R.F. González; L.F. García y Barragán y F. Laca Arocena: «Validación
de una batería para identificar el papel de la ideología en las decisiones
electorales» Psicología Política,
Valencia, Nº 49, 2014, pp. 59-82. Sandro Giachi: «Dimensiones sociales del
fraude fiscal: confianza y moral fiscal en la España contemporánea». Revista
Española de Investigaciones Sociológicas, Madrid
Nº 145, 2014, pp. 73-98. Y J. Mª García Blanco: « Burbujas especulativas y
crisis financieras. Una aproximación neofuncionalista», Revista
Española de Investigaciones Sociológicas, Madrid
Nº 150, 2015, pp. 71-88.
Dejando
de lado otras críticas comunes a los cuatro artículos que nos remiten a lo
arriba expuesto sobre las limitaciones de la «ciencia social», sí hay que decir
que aunque sus temáticas tienen relaciones estrechas y hasta muy estrechas con
la corrupción, y a pesar de que han sido escritos en unos años en los que la
corrupción y las elecciones están en primera plana mediática por razones
obvias, pese a ello las corrupciones no están presentes. Como si no existieran.
Semejante vacío impide conocer una de las motivaciones ideológicas y
psicopolíticas que están determinando el ciclo electoral en el que estamos
inmersos.
Antes
de seguir debemos advertir que una cuestión muy importante a tener siempre en
cuenta es el tipo de elecciones que analicemos –municipales, forales y
autonómicas, estatales y/o europeas-, diferencia que en determinados contextos
y coyunturas, y sobre todo realidades de naciones oprimidas, pueden llegar a
ser determinantes. Pero ahora, en este texto y por exigencias de espacio y
tiempo ya que sólo podemos analizar tendencias muy generales, nos vemos en la
necesidad de soslayar tales diferencias recordándolas cuando sea
imprescindible.
Conviene
recordar que durante los años de burbuja financiero-inmobiliaria y de aparente
«progreso económico», aumentó el endeudamiento de las clases trabajadoras
debido a las políticas de los gobiernos del PP desde 1996 potenciando un
irracional y suicida consumismo que reforzaba la sensación de «libertad». En
esta coyuntura, las noticias sobre la corrupción apenas generaban efectos
político-electorales si los comparamos con los actuales: en 2000 el PP obtuvo
el 44,5% del censo, casi seis puntos más que en 1996. Con semejante apoyo
masivo la burguesía desplegó triunfante su cínica doble moral: rezar y
corromper. Pero un rosario de escándalos, manipulaciones y desprecios
--Prestige, Foto de las Azores, manipulación de los atentados islamistas en
Madrid, etc.-- dieron la victoria en 2004 al PSOE con el 42,64%, mientras que
el PP se desplomaba al 37,33%.
A
finales de 2004 el llamado «milagro español» parecía tener visos de eterna
realidad y el sistema político no prestó atención ninguna a las crisis
internacionales que desde la mitad de los ’90, si no antes, anunciaban la
proximidad de una debacle que ya para 2006 aparecía como inminente. Al calor de
la ficción, el PSOE volvió a ganar en 2008 subiendo incluso al 43,87%
quedándose el PP en el 39,94%. Los primeros datos de la Gran Crisis aparecieron
en EEUU a finales de 2006 y estallando en 2008, momento en el que las ya endeudadas
clase trabajadora, «clase media» y pequeña burguesía de los pueblos oprimidos
por el Estado empezaron a cerciorarse de que sus deudas eran cada vez más
pesadas, que se hundía la capacidad de compra, que ascendía el paro, que el
gobierno no sabía qué hacer, y que la corrupción además de generalizada
arruinaba a muchos y enriquecía a pocos.
Se
había gestado la «tormenta perfecta»: durante 2010 se agudizaron estas y otras
certidumbres agravadas por los primeros recortes sociales aplicados por el PSOE
y sobre todo por el PP de Madrid con sus salvajes ataques a servicios públicos
básicos como sanidad, educación, transporte…, precisamente en la ciudad más
endeudada del Estado debido a la mezcla explosiva de corrupción, neoliberalismo
e ineficacia del PP. En la primavera de 2011 surge la indignación y las mareas
sociales como síntesis de una interacción entre espontaneidad y grupos,
colectivos y asociaciones de base organizadas activas muchas de ellas desde las
protestas contra la invasión de Irak en 2003; en ese verano se reforma el
artículo 135 de la Constitución por presiones exteriores, y en noviembre el
PSOE pierde el gobierno al hundirse en el infierno del 28,73% y el PP toca el
cielo con el 44,62%. En la Comunitat Valenciá, emporio de podredumbre, el PP
obtuvo la friolera del 48,61%. En el Principat Catalá las toleradas corruptelas
de CiU no impidieron que ganase en 2010 con el 38,43%, varios puntos más que en
2006.
La
aplastante victoria del PP en 2011 y en ascenso de CiU en 2010 significaba que
la corrupción todavía no era un problema grave para una amplia masa de
votantes. Dentro de las mareas sociales, de los indignados, del 15M, de otras
luchas obreras y populares aumentaba rápidamente la conciencia crítica sobre el
terrible efecto de las corrupciones y su conexión interna con la debacle
socioeconómica y la incapacidad política, pero aún era una conciencia
restringida a sectores intelectualmente formados y combativos. Iba a hacer
falta la fusión en la malvivencia cotidiana de empobrecimiento masivo,
represión creciente, reivindicaciones nacionales, corrupción ostentosa, crisis
galopante y avance organizativo de las luchas populares, entre otras
condiciones, para que la «tormenta perfecta» se transformase en «crisis
perfecta» del bipartidismo.
Que
algo sí empezaba a cambiar se pudo intuir en el retroceso de CiU del 38,43% de
2010 al 30,68% en diciembre de 2012: un retroceso incomprensible si no tenemos
en cuenta la diferencia cualitativa que impone la opresión nacional española
que agudizaba el ascenso soberanista e independentista, pero que, en cuanto
sociedad con uno de los mayores niveles de corrupción del Estalo, sí podía
expresar el creciente rechazo social de esas prácticas, como se comprueba con
el retroceso de CiU al 21,49% en 2015, aun admitiendo que la derecha
catalanista tiende a bajar en las municipales para recuperarse en las
autonómicas y estatales.
Otros
indicios sobre movimientos de fondo los encontramos en las elecciones europeas
de 2014 y en las autonómicas andaluzas de comienzos de 2015. Comparando las
europeas de 2009 con las de 2014, salvando también todas las distancias, vemos
las espectaculares caídas del PP del 42,12% en 2009 al 26,06% y del PSOE del
38,78% al 23%, y la irrupción de Podemos con el 7,97%. En cuanto a las andaluzas
se repite el desinfle del PP que en 2012 tuvo el 40,66% bajando al 26,72% en
las adelantadas de 2015, mientras que el PSOE retrocedió del 39,52% al 35,43%,
apareciendo podemos con 14,84%. Pensemos una cosa: si al 9,28% de C,s le
sumamos lo del PP tenemos que la derechas más españolista obtuvo el 36% en
Andalucía. Resulta significativo que en su conjunto el bipartidismo en
Andalucía -PSOE y PP/C,s- baje por igual, poco más de cuatro puntos, teniendo
en cuenta la enorme corrupción político-sindical.
En
las municipales estatales de 2007 el PP tuvo el 36,1%, en 2011 el 37,53% y en
2015 el 27,05%. Por su parte la evolución del PSOE ha sido el 35,31%, 27,79% y
25,02%, respectivamente. Sumando los resultados entre los dos grandes partidos,
vemos que en las municipales del 2007 llegaron al 71,41% del censo, bajando al
65,32% en 2011 y cayendo al 52,07% en 2015; es decir, el bipartito ha perdido
el 19,34%. Como venimos diciendo, es muy difícil cuantificar con alguna
exactitud la influencia de la corrupción en este retroceso. Sabemos que C,s,
con su demagógica campaña de «limpieza», ha obtenido un muy magro 6,55% a pesar
de los altibajos del apoyo mediático. Si sumamos PP y C,s vemos que el
nacionalismo español más reaccionario ha obtenido el 33,60% comparado con el 37,53%
de las municipales de 2011, sólo un 3,93% menos: poco castigo «limpiador» para
tanta corrupción.
Es
más arriesgado hacer estas mismas cuentas entre el PSOE y Podemos e IU y otras
candidaturas surgidas recientemente, porque la mayoría no existían en las
municipales de 2011. A todo esto hay que añadir un dato muy significativo: la
participación ha sido del 63,27% en 2007, el 66,23% en 2011, y el 64,93% en
2015, o sea, que la abstención ha aumentado un 1,30% en medio de la «crisis
perfecta», lo que ha ido sobre todo en detrimento de la derecha, pero no en
forma de oposición frontal a su política y a su corrupciones, sino como llamada
de atención dentro del mismo bloque reaccionario.
Resumiendo,
todo indica que los efectos de la corrupción han hecho más daño al centrismo
reformista de PSOE-Podemos, y a las fuerzas de izquierda que le han apoyado o
se han presentado por su cuenta, que al bloque de centro derecha hegemonizado
por el PP. Las encuestas de intención de voto para las próximas elecciones
generales de noviembre de 2015 realizadas tras el 24-M sugieren, hasta ahora,
una relativa tendencia a la recuperación del PP y del PSOE a costa de un
estancamiento de C,s y Podemos, respectivamente. De confirmarse esta dinámica
de recuperación se validaría la tesis de que no debemos sobrevalorar el efecto
concienciador de las corrupciones en la lucha por democratizar la política
estatal ya que, en realidad, está arraigado en lo más hondo del nacionalismo
español, lo que resulta muy preocupante, muy preocupante, como iremos viendo.
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