Ucrania: injerencia y geopolitica / Pedro Costa Morata
La delicada situación política que vive
Ucrania, con violentos disturbios en varias ciudades, donde una tenaz
multitud pide, entre otras cosas, la dimisión del presidente Yanukóvich,
ha de analizarse en el marco y el juego de dos fuerzas potentes y
contradictorias, presentes con desigual predominio en este país desde el momento
de la desintegración de la URSS (1991): una de ellas apunta hacia
Occidente (Unión Europea y OTAN) y la otra hacia Rusia. La primera
prolonga la estrategia occidental de inclusión en el dispositivo militar
de la OTAN de los países del Este europeo que van integrándose en la
UE, política de largo alcance
que pretende sin disimulos cercar a Rusia y en la que se pretende
incluir a Ucrania y las repúblicas del Cáucaso; la segunda constata la
influencia creciente de una Rusia que va recuperando poco a poco el
papel internacional de la extinta URSS, tras dos décadas de sustanciales
(y humillantes) pérdidas en su hinterland histórico. El cuadro
repite el panorama geoestratégico que por largos siglos ha ilustrado las
tensiones de Europa oriental, con el simple objetivo de frenar y
vigilar a Rusia en su flanco del Mar Negro
(y, de paso, su presencia en el Mediterráneo).Occidente no ceja en
atraer a Ucrania a su órbita económica, política y militar. Como ya
sucedió en la llamada “revolución naranja” de 2004 la presencia
norteamericana trabaja en ello de forma insistente, ahora con menos
escrúpulo u ocultación. Si entonces se hizo evidente la actuación de
algunas de esas fundaciones que trabajan en numerosas partes del mundo
“por la democracia” (aunque en realidad lo que hacen, sin gran
misterio, es apoyar política y financieramente a los líderes o
candidatos del gusto de Washington) ahora la injerencia norteamericana
se ha superado a sí misma con la presencia, ostentosa y provocadora, de
los senadores conservadores McCain y Murphy, que han acudido a arengar a las masas insurgentes que se supone anhelan la libertad que les prometen la UE y Occidente.
Quizás la novedad más significativa en este juego descarado de
intromisiones sea la intervención alemana, de tipo político, diplomático
y, se supone, financiero, que en esta ocasión se vuelca en Vitali Klitschko,
ese boxeador ídolo de masas que lidera el partido UDAR (acrónimo que
significa “puñetazo”), que consiguió su fama como púgil viviendo durante
años en Alemania y que ya ha anunciado su candidatura a las elecciones
presidenciales de 2015. Tanto la canciller Merkel como el ministro de Exteriores Westerwelle, la fundación Adenauer y el sensacionalista rotativo Bild apoyan
a Klitschko y, es de esperar, su alternativa política para Ucrania.
Digamos que Alemania protagoniza la injerencia euro-comunitaria pero en
beneficio propio, comprometiendo a toda la UE con sus ambiciones. Berlín
prosigue, con cada vez menos tiento (es decir, con más arrogancia) su
política de fagocitar a todos –insistamos: todos– los países del Este
forzando su integración en la UE, reúnan o no las condiciones que
habitualmente Bruselas impone. Es el Drang nach Östen de otras
veces, ese expansionismo hacia lo que la Alemania de siempre considera
espacio vital; y también como siempre en pugna con el gigante ruso,
aprovechando (o creyendo en) sus debilidades.
Ucrania ofrece, en esta coyuntura histórica, la posibilidad para la
Alemania en auge de un Estado satélite de hecho, suministrador de
materias primas sin cuento y de mano de obra barata y sumisa. Los
norteamericanos también parecen proceder por su cuenta en su descarada
ofensiva, aunque lo que pretenden es, desde luego, instalarles la OTAN a
los rusos desde Ucrania, ese flanco sur-suroeste del Mar Negro,
amenazando los movimientos de la flota basada en Sebastopol (Crimea);
este objetivo de la inclusión en la OTAN se alcanzaría siguiendo el
modelo observado en las ampliaciones europeo-orientales de los años
2004-2007, es decir, tras la etapa previa de la integración en la UE.
Por supuesto que Alemania no plantará cara a una Rusia decidida a
liberar sus fronteras de amenazas indeseables (es pronto para Berlín
para enfrentarse a Moscú en el terreno estratégico, y cuando esto se
produzca será con toda probabilidad en el Báltico). Pero lo lógico es
pensar en la sintonía, básica y global, entre la Unión Europea y los
Estados Unidos a la hora de frenar a Rusia.
Visible y comprensiblemente Rusia se incomoda, se impacienta y se apresta a decir que no.
Ucrania es su reto más decisivo, una vez “perdidas” sus fronteras de
los países bálticos, Rumanía y Bulgaria. Por eso, porque Moscú considera
que ya ha sufrido demasiadas amenazas y cercos, se niega a ceder en
Georgia y en Ucrania, y pretende ir recuperando cuotas de seguridad en
las repúblicas centroasiáticas, donde ya existen bases militares
norteamericanas procedentes de esos años de debilidad (aunque hubo
cierta aquiescencia debido al problema de Afganistán, asunto también
preocupante para Moscú). Para Rusia, Ucrania y también Bielorrusia
constituyen territorios donde no puede consentir amenazas militares por
numerosas razones en las que los elementos estratégicos son evidentes y
quizás predominantes, pero no los únicos; han de añadirse los vínculos
étnicos y religiosos (la gran “nación eslavo-ortodoxa”, de funcionalidad
histórica innegable), los lingüísticos (el 30 por 100 de la población,
de las regiones orientales y meridionales, es rusófona, incluida
Crimea), el carácter de territorio ineludible para el trasiego del gas
siberiano hacia Europa…
La dramática crisis global en que ha vivido Rusia desde que se deshizo el sistema soviético y se alzaron con el poder el clan Yeltsin y
sus neoliberales supuso en el ámbito de la política exterior una
dolorosa pérdida de influencia y de control sobre territorios que hasta
entonces pertenecían a la rígida órbita del poder soviético. La breve
guerra de Georgia de agosto de 2008 –demoledora para ese país, cuyo
gobierno osó desafiar a Moscú impelido, sin duda, por los Estados
Unidos– marcó en el terreno de los hechos que la Rusia del momento ya no
era la que hubo de encajar –con su protesta pero incapaz de oponerse al
decidido oportunismo occidental de extender su ámbito de influencia
global hasta sus fronteras– el menosprecio y la hostilidad de Occidente
con la integración masiva y acelerada en la UE y la OTAN de países que
constituyeron su espacio de seguridad durante 70 años. Y en relación con
Georgia, donde la presencia militar norteamericana era y es un hecho,
Moscú ya advirtió que “no consentirá su integración en la OTAN”. Que no
descarte Occidente que Rusia pueda asestar algún zarpazo más en
semejantes coyunturas, si es que los cálculos erróneos de alguno de sus
vecinos le da pie.
La Rusia de Putin –por más que carezca de los estándares
occidentales aplicables a un sistema democrático, a la economía de libre
mercado o a los derechos humanos– tiene previsto recuperar con
contundencia su papel pasado y eso debiera de considerarse bueno para
las relaciones internacionales globales. Las intervenciones de Moscú en
crisis como la de Siria o la del Irán nuclear constatan ese avance y, de
forma inevitable, el final de la superioridad norteamericana como
potencia única universal, que tantos desmanes le ha permitido perpetrar
en todo el planeta desde 1991. Esto conlleva, o así debiera ser, un
avance desde Europa en la comprensión, al menos geoestratégica, del
mundo eslavo y, muy especialmente, de Rusia (la actual y la de siempre).
(*) Pedro Costa Morata es ingeniero, sociólogo y periodista.
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