Cuando Trump se sentó
con Úrsula von der Leyen en su campo de golf, lugar “exquisitamente neutral”,
tenía más que ganada la partida: diez países, entre ellos Alemania e Italia,
habían dicho ya que estaban de acuerdo con las condiciones impuestas por el jefe.
Europa expropiada
El Viejo Topo
20 agosto, 2025
DESPUES DEL
ACUERDO TRUMP/ VON DER LAYEN: EL COSTE DE LA PROTECCIÓN ES AHORA UNA
EXPROPIACION DE GRANDES DIMENSIONES
A la memoria de José Martos
Asombra que asombre. Hay una rara y singularísima unanimidad, se trata un pésimo acuerdo entre los Estados Unidos y la Unión Europea. Algunos, heroicos ellos, hablan de rendición, de humillación, de traición. Hasta José Borrell lo critica ásperamente; se demuestra, una vez más, que no hay mejor remedio para recobrar lucidez que dejar el gobierno y un cargo tan gratificante como el de Alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y de Seguridad. Por cierto, siempre me pareció significativo que la diplomacia de la UE llevara incorporada la seguridad y la defensa, eso que antes se llamaba ministerio de la guerra. Borrell, se puede decir sin exageración, lo ejerció con coherencia hasta el final: una diplomacia para la militarización y la guerra.
Lo que más me
impresiona es la desazón, la decepción, las lágrimas de aquellos que han
defendido, contra toda evidencia, la irreversible marcha de esta Unión Europea
hacia un Estado Federal capaz de convertirse en un sujeto geopolítico
determinante; sí, determinante, en un mundo que cambia radicalmente. Más Europa
y menos Estados nacionales fue su consigna favorita. La última formulación
resulta ahora enternecedora: autonomía estratégica europea. Ni más ni menos. La
foto de Úrsula von der Layen con el emperador Donald Trump lo explica todo o
casi. Se ha dicho en primera página con dolor: ¡Trump desnuda a Europa!
Así es. ¿Qué aparece tras los oropeles de la propaganda y el autobombo? Una
Europa Fortaleza en proceso de militarización, que acentúa trágicamente su
dependencia de unos EEUU en crisis, actora secundaria en una guerra por
delegación (Ucrania mediante) de la OTAN contra Rusia. Una Europa cada vez más
dividida entre una vieja derecha extrema y una extrema derecha empeñada en
demostrar que ellos son los verdaderos interlocutores del “amo y custodio” del
vínculo atlántico, defensor intransigente del Occidente verdadero. En muchos países
de la Unión, la contienda electoral se dirime cada vez más entre estas dos
versiones de las derechas, férreamente comprometidas con un liberalismo
conservador y autoritario. A su izquierda no va quedando demasiado; hay
excepciones, pero la tendencia general es la desintegración de la vieja
socialdemocracia y la progresiva desaparición de la izquierda alternativa en
sus varias versiones.
Esta es la
Unión Europea real que rinde pleitesía a Donald Trump y que, en muchos
sentidos, la explica.
La pregunta hay
que hacerla: ¿cómo entender una capitulación tan denigrante? La cuestión tiene
diversas aristas y exige algunas consideraciones previas. La primera, EEUU
tiene un sistema de alianzas organizado por círculos concéntricos. En su
centro, el Reino Unido y Australia; en un segundo nivel aparecen sus
protectorados político- militares, a saber, Alemania, Japón y Corea del Sur; en
un tercer nivel, Italia. Parece insólito, pero nunca se tiene en cuenta que
estos países fueron potencias derrotadas, vencidas, ocupadas y nuclearizadas;
dicho con más claridad, son países con una soberanía restringida, limitada. Sus
sistemas políticos y sus clases dirigentes fueron moldeadas, reconstruidas y
organizadas por los EEUU y son parte fundamental de su sistema de dominio y control
global. En segundo lugar, lo que EEUU ha ofrecido siempre es protección a los
grupos económicamente dominantes frente al enemigo externo (la URSS) y el
enemigo interno (la izquierda socialista y comunista). La hegemonía
norteamericana se forjó en Europa combinando sabiamente (lo diremos en los
términos de su academia) poder duro (OTAN e intervención permanente en los
Estados singularmente considerados), poder blando (cooptación sistemática de
las élites económicas, políticas y culturales; apoyo a las fuerzas políticas
afines y promoción del modo de vida americano, desde su casi ilimitado control
de los aparatos ideológicos y los medios de comunicación), poder estructural,
es decir, su capacidad para fijar las reglas globales del sistema internacional
y controlar las grandes instituciones, sobre todo las económicas (FMI, BM,
OMC). Claro está, la “Guerra Fría” en los países de la periferia de la
economía- mundo capitalista, en las colonias, fue caliente casi siempre y los
dispositivos de poder fueron menos sofisticados, más directos, más brutales.
Vincent Bevis lo explica bien en su libro, el Método Yakarta.
La Unión
Europea, a pesar de las estupideces que suele decir Donald Trump, fue desde su
origen una construcción impulsada, tutelada y, en último término, guiada por
las diversas Administraciones norteamericanas. Toda estructura de poder tiende
a reproducirse y ganar más peso e influencia; la UE también ha cumplido ese
papel, siempre entre “un quiero y no puedo”, y, a veces, un no debo. Ha
habido momentos de mayor o menor autonomía, pero ésta siempre ha sido relativa,
dependiendo del cuadro internacional, de la dinámica interna de la Unión y,
sobre todo, de las necesidades de los EEUU. Hay una etapa histórica que explica
con mucha precisión la dinámica de la Unión Europea actual y da muchas pistas
sobre los problemas actuales; me refiero al fin de la URSS y a la
desintegración del Pacto de Varsovia. Era un momento fundante. Bush padre
agradeció los servicios prestados a las elites soviéticas y apostó claramente
por un Nuevo Orden Internacional bajo hegemonía clara, nítida, de los EEUU. El
siglo XXI sería norteamericano. En ese Nuevo Orden la Unión Europea y la
OTAN jugarían un papel especialmente relevante; al final, se estableció una
división del trabajo entre ellas, ajustadas según una estrategia que
privilegiaba en cada momento el vínculo atlántico, es decir, los intereses
globales de los EEUU.
La respuesta de
las clases dirigentes europeas es conocida: el Tratado de Maastricht, la rápida
integración de los países del Este, la ampliación de la OTAN, y, fundamental,
la unidad alemana. En esto tampoco cabe engañarse demasiado. La “vieja Europa”,
decadente y con sueños de grandeza caducos, daba vida a la “nueva Europa” con
los ex países socialistas como vanguardia armada, liberales, nacionalistas y
aliados privilegiados de los EEUU. Acto inaugural, 1999: los 78 días de
bombardeo de la OTAN sobre una Yugoeslavia en proceso de desmembramiento
definitivo; por cierto, sin el mandato del Consejo de Seguridad de las NNUU.
Primakov, jefe de gobierno ruso en ese momento, tomó nota de lo que llegaba;
junto con él, los dirigentes chinos comprendieron, después del bombardeo
intencionado de su embajada en Belgrado, que la PAX americana inauguraba un
periodo de guerras y de conflictos y, sobre todo, que no duraría mucho. Perfil
bajo geopolítico y a reconstruirse, sabiendo que el factor tiempo sería clave.
La historia cuenta; cada vez más.
Biden y Trump
fueron dos respuestas a la crisis de la hegemonía norteamericana, siempre, no
hay que olvidarlo, desde una dialéctica compleja entre la realidad interna del
país y el declive imperial en un mudo que cambiaba rápidamente. Hilary Clinton
era la escogida, pero, contra todo pronóstico, ganó el candidato republicano.
Éste, como siempre, habló mucho, no hizo casi nada y demostró una incapacidad
de gestión clamorosa; al menos no se metió en ningún conflicto e intentó, sin
éxito, salirse alguno de ellos. Hoy sabemos que el “Rusiagate” fue una
operación de inteligencia urdida por los demócratas y en alianza con eso que se
ha dado en llamar “el Estado profundo”. Aún así, hizo falta una “gran coalición
“de intereses y enormes recursos económicos para ganar a un Trump que denunció
fraude desde el primer momento. ¿Qué política ganaba con Biden? ¿Qué América
volvía? El viejo equipo de la Sra. Clinton había diseñado una estrategia
internacional aceptable para las clases medias, con un objetivo preciso:
revertir el declive, oponerse firmemente a un nuevo orden internacional sobre
bases no norteamericanas. El mundo unipolar tenía que ser redefinido, ampliando
su base, incorporando a la Unión Europea, dándole más protagonismo a los
británicos y a un Japón que seria decisivo en el conflicto con el único
competidor realmente global: China. La “trilateral” (pace Brzezininski) devenía
en “Occidente colectivo” democrático y “woke”, opuesto al tradicional
autoritarismo de una Eurasia en proceso de reorganización “espacio-temporal” en
torno a un trípode formado por Rusia, Irán y China.
Las elites
europeas se sumaron entusiastas a esta política y establecieron una sólida
alianza con una clase dirigente norteamericana con la que compartían cultura,
análisis y, sobre todo, objetivos. Claro está, había que disciplinar a aliados
que no acababan de entender la gravedad del momento y la necesidad de poner fin
viejas políticas. La voladura del “Nord Stream” 1 y 2 demostró que los EEUU
iban en serio y que se ponía fin (era uno de los objetivos fundamentales de la
nueva estrategia) a cualquier posible alianza entre Rusia y Alemania (pace
Mackinder). Algunos pensaron que era el momento para reclamar más autonomía y
marcar perfil; no duró mucho y pronto la OTAN (EEUU) controló la agenda
política real y terminó siendo la dirección efectiva de la Unión Europea.
Insisto, las élites europeas compartían la estrategia de la Administración
Biden: Rusia primero, después China. El factor tiempo era clave. Se había
perdido un tiempo precioso con la Presidencia Trump y los progresos
tecnológico-militares de Rusia y China eran tan relevantes que pronto podrían
hacer irreversible la llegada de un Nuevo Orden Internacional Multipolar.
Ucrania era la línea de demarcación y fractura. El Occidente colectivo llevaba
años preparándose para la batalla decisiva: crear las condiciones para obligar
a Rusia a escoger entre la guerra o la derrota estratégica. El objetivo era
cambio de régimen y desintegración de la Rusia de Putin.
Las cosas no
salieron como se esperaba. Rusia no colapsó y, corriendo riesgos muy serios, se
reconstruyó política, económica, financiera y técnico-militarmente. Ucrania, a
pesar de los ingentes recursos humanos y materiales aportados por el Occidente
colectivo, pasó pronto a posiciones defensivas; la guerra de desgaste y el arte
operativo ruso fueron erosionando sus capacidades militares, sus reservas
estratégicas y resquebrajando los fundamentos de un régimen político construido
(Maidan 2014) para enfrentarse a Rusia como Estado y, también, como
civilización. Hubo un dato absolutamente revelador: El Sur global, votara lo
que votara en la Asamblea general de la ONU, entendió desde el principio que el
conflicto ucraniano formaba parte de una estrategia del Occidente colectivo
para para defender su “Orden“, sus “reglas“ y sus ”privilegios”. No hablar
demasiado y aprovecharse (ganar autonomía) de las oportunidades de un mundo que
marchaba hacia la multipolaridad.
Cuando Trump se
sentó con doña Úrsula von der Layen en su campo de golf, lugar “exquisitamente
neutral”, tenía más que ganada la partida: diez países, entre ellos Alemania e
Italia, habían dicho que estaban de acuerdo con las condiciones impuestas por
el jefe. Todo menos una crisis con los EEUU ahora. Si de algo sabe Trump, al
fin y al cabo “señor del ladrillo”, es negociar. Esta vez no hizo falta
chantajear y ni amenazar, rendición completa. Lo acordado es conocido:
aranceles del 15% para los productos de la UE; acero y aluminio al 50%. Compra
de combustibles fósiles por valor de 750.000 millones de dólares en tres años e
inversiones, sobre todo en armas, por un importe de 600.000 millones. Se trata
de un acuerdo-marco que obliga a negociar y poner negro sobre blanco un conjunto
de medidas y de instrumentos económicos y diplomáticos de dimensiones
relevantes. Lo firmó un jefe de Estado y una Presidenta de la Comisión que
actuó como si ella fuese su equivalente; no era el caso. Es más, dudo mucho que
tuviera las competencias jurídico-políticas necesarias para llegar a un pacto
de este nivel. El acuerdo, insisto, con números, plazos e instrumentos
financieros debe pasar por el Parlamento y, sobre todo, por el Consejo. De lo
convenido a lo que se apruebe definitivamente, queda mucho. Sobre todo, porque
hay un problema de factibilidad: lo estipulado tiene tales consecuencias
técnico- productivas, de gestión y de implementación que hay muchas dudas de
que sea viable.
Lo acordado hay
que relacionarlo con dos cumbres casi simultaneas: la de la Haya y la de la UE
y China. En la primera, los EEUU consiguieron todo lo quisieron y más. Rearme
general, compra masiva de armas y, es la otra cara, la aceptación de que no
habría un complejo militar e industrial unificado europeo. La clave está en la
letra pequeña: los Estados se financiarán y, sobre todo, se endeudarán
individualmente, hasta llegar al 3’5 del PIB, más el 1’5 de gastos asociados a
seguridad y defensa. Se reproduce la jerarquización existente entre los Estados
según sus capacidades reales y se deja a Alemania la dirección efectiva del
proceso. La cumbre Unión Europea/China fue un fiasco y, sin embargo, pudo ser
decisiva. ¿Por qué? Porque Trump quiere que la UE se sume a su estrategia
tecnológica, financiera y político-militar contra China, es decir, que se
“desacople” del gran imperio del centro. Conclusión: más dependencia de los
EEUU y, sobre todo, renuncia de la Unión Europea a ser un sujeto autónomo en
unas relaciones internacionales en proceso de mutación.
Si se entiende
con una perspectiva de medio y largo plazo, la política de Trump, se
comprenderá rápidamente que no se trata de ocurrencias, de caprichos o de
respuestas improvisadas a una mala coyuntura geopolítica; no, es mucho más que
eso. Lo que el Presidente de los EEUU dice a sus los aliados del Occidente
colectivo es claro y distinto: si queréis conservar este Orden Internacional y
sus normas básicas que tanto os han beneficiado, tenéis que sacrificaros hoy
por la “gran potencia imprescindible” del mundo. Así de simple: acumulación por
expropiación, empezando por los aliados. Otra cosa muy distinta es que salga
bien. Dicho de otra forma: los aliados deben financiar el coste pasado,
presente y futuro de su protección promoviendo la reindustrialización de los
EEUU, comprando armas y energía al por mayor e invirtiendo en tecnología
decisivas. En definitiva, crear un espacio económico, comercial, tecnológico y
político militar integrado según las necesidades de una Norteamérica en crisis.
No hace falta tener mucha imaginación geopolítica para entender que se trata de
prepararse activamente para una guerra global. El repliegue sobre sí mismo de
Occidente, la creación de líneas de fractura y una presión permanente sobre las
zonas clave del planeta tiene mucho que ver con una estrategia prolongada y
sostenida contra un Sur Global en proceso, caótico muchas veces, de
(re)construcción.
Hay un dato que
se deja a un lado en los dramáticos análisis sobre traiciones, humillaciones y
demás agresiones. Me refiero, a la guerra por delegación de UE contra Rusia.
Trump puede amenazar y chantajear porque la UE y la OTAN están en guerra en
Ucrania y, lo que es peor, perdiéndola. El asunto podría explicarse así:
tener como enemigo existencial de esta Europa a Rusia implica necesariamente la
dependencia estructural y permanente de los EEUU. Solo pueden vencer con su
apoyo logístico, sus bases militares, sus tecnologías y sus capacidades
estratégicas. Y viceversa: la autonomía estratégica europea será posible con un
acuerdo de paz, seguridad y desarrollo con Rusia. Las clases dirigentes
europeas escogieron otro camino: negociar desde posiciones de fuerza y
bloquearla geopolíticamente. En esto nunca hubo diferencias sustanciales entre
la OTAN y la Unión Europea. El conflicto ucraniano servía a un doble propósito:
construir un potente y creíble enemigo externo que legitimara una salida
militarista a la crisis de la UE. El tiempo y los fracasos complicaron mucho la
situación; ahora se trata de algo más importante, encontrar soluciones a una
grave situación económica vía rearme e impedir, cueste lo que cueste, la
victoria política de Rusia. Para convencer a Trump, para comprometerlo con la
guerra en Ucrania, están dispuestos a entregarle todo o casi; les va en ello
algo más que el prestigio. Si Rusia gana, se debilitará seriamente a una
política (vínculo atlántico) y se definirá una nueva arquitectura de seguridad
que cuestionará, en sus fundamentos, la Unión Europea tal como la conocemos hoy
y a una OTAN en peligro de desintegración.
Lo que viene
ahora dependerá mucho de los EEUU. Trump sabe que la guerra en Ucrania está
perdida y su frente político-militar, al borde del colapso. La Unión Europea,
empezando por Alemania, se oponen radicalmente a un acuerdo que, de una u otra
forma, implique una victoria para Rusia. El Presidente imperial, insisto, que
ha conseguido de sus aliados todo lo que quería hasta llegar a la humillación,
no está dispuesto a entronizar a Putin como el estadista que cambió la relación
de fuerzas en Europa y puso las bases de un nuevo sistema de seguridad global.
La reunión de Alaska dará muchas pistas sobre los limites reales y las
percepciones de los actores fundamentales. La paz por medio de la fuerza
implica jugar al límite, corriendo siempre el riesgo de perder el control de la
situación. Con Trump los peligros se acentúan. Veremos.
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