No era un gag, era de
veras. Netanyahu, un pacifista de la cabeza a los pies como todo el mundo sabe,
solicita el Nobel de la Paz para Trump, ese personaje de comic que
recientemente bombardeó Irán. No era un gag, era de veras.
Trump y el Nobel de la Paz
El Viejo topo
13 julio, 2025
LA PAZ, SEGÚN EL IMPERIO: CÓMO EL PREMIO NOBEL SE CONVIRTIÓ EN UNA HERRAMIENTA DE LA GEOPOLÍTICA
En julio de
2025, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu le entregó una carta de
nominación, para el Premio Nobel de la Paz, al presidente de Estados Unidos,
Donald Trump.
En el mundo que
imaginábamos hace unas décadas, un mundo en el que el Premio Nobel de la Paz
evocaba recuerdos de Martin Luther King, Desmond Tutu o incluso Yitzhak Rabin,
tal iniciativa así podría haber provocado indignación o sarcasmo.
Pero hoy
suscita sorpresa no porque sea chocante, sino porque era de esperar. Al fin y
al cabo, Trump ya se había nominado a sí mismo mediante los Acuerdos de
Abraham, acuerdos que pretendían normalizar las relaciones entre Israel y
varios regímenes árabes eludiendo la cuestión central: Palestina.
El Premio Nobel
de la Paz nunca estuvo divorciado del poder. Pero solía aparentarlo. En las dos
últimas décadas, sin embargo, su apariencia de neutralidad se ha ido
desvaneciendo. Ahora el premio a menudo refleja las prioridades ideológicas de
Occidente –promoción de la democracia, liberalización, “paz a través de la
fuerza” ignorando cualquier compromiso genuino con la justicia estructural, la
desmilitarización o la no violencia.
Cabe
preguntarse: ¿la paz de quién, celebra realmente el Premio Nobel?
La concesión
del premio en 2009 a Barack Obama, apenas nueve meses después de su llegada a
la presidencia, marcó un punto de inflexión. No se le concedió por lo que había
hecho, sino por lo que había prometido. Ese mismo año, Estados Unidos
intensificó los ataques con aviones no tripulados en Pakistán, y en 2010, las
operaciones de la OTAN se intensificaron en Afganistán.
No se
recompensó la paz, sino la promesa de un apetecible imperio.
Cuando Malala
Yousafzai recibió el premio en 2014, este era tan merecido como políticamente
conveniente. Se trataba de una víctima de los talibanes, un símbolo de la
atacada educación femenina, pero también una figura de la que Occidente podía
apropiarse
fácilmente para la narrativa de su misión civilizatoria. El premio de Malala se
convirtió en un símbolo de empoderamiento individual, pero desconectado de
cualquier crítica a las estructuras globales que producen pobreza, guerra y
patriarcado.
Mientras tanto,
ese mismo año, los palestinos de Gaza se recuperaban de una brutal ofensiva
israelí de 51 días que mató a más de 2.000 personas. No hubo aquí Nobel. Al
parecer, la única paz que cuenta es la de quienes se alinean perfectamente con
el capitalismo liberal, no la de quienes se resisten a sus engranajes.
Históricamente,
el premio ha sido concedido por un comité designado por el Parlamento noruego,
una institución integrada en la órbita política occidental. Su selección
refleja sus ansiedades y prioridades geopolíticas. Por ejemplo, en 2010, el
disidente chino
Liu Xiaobo ganó el premio, lo que llevó a China a congelar sus relaciones
diplomáticas con Noruega. Su elección –aunque basada en legítimas
preocupaciones por los derechos humanos– no se debía sólo a su disidencia, sino
a ser una forma de afirmar la autoridad moral occidental sobre una China en
ascenso.
Compárese esto
con el silencio absoluto sobre Julian Assange o Edward Snowden, figuras cuyas
revelaciones pusieron al descubierto vastos imperios de vigilancia y crímenes
de guerra. Su búsqueda de la paz era demasiado incómoda, demasiado
perturbadora. Su verdad no era reconocida.
En la era del
«orden basado en normas», la paz ya no es la ausencia de violencia o el triunfo
de la justicia. Es una marca de fábrica, comercializable, ideológicamente
segura. Los premios Nobel se eligen ahora por su valor simbólico: reflejan una
versión de la paz que tranquiliza más que desafía al sistema dominante. Son
“pacificadores”; que rara vez perturban el imperio.
Esto es
especialmente peligroso para el Sur Global. Los movimientos de liberación,
desde Irán a Palestina pasando por el Congo, suelen ser tachados de
«radicales», «violentos» o «poco realistas», independientemente de su
naturaleza popular o de sus reivindicaciones éticas. Sus visiones de la paz,
que exigen redistribución, soberanía o el desmantelamiento de las estructuras
neocoloniales, no suelen ser reconocidas por el comité del Nobel. Porque la
paz, según el imperio, nunca debe ser revolucionaria.
Consideremos la
situación actual en Gaza. Más de 57.000 palestinos han muerto en el último año
bajo los bombardeos israelíes. El derecho internacional se viola
sistemáticamente. Las resoluciones de la ONU están bloqueadas. Estados Unidos
sigue enviando armas. Sin embargo, ningún miembro del comité del Nobel
considera seriamente la resistencia de un pueblo ocupado como candidata a la
paz. La paz es
lo que se
concede a los poderosos cuando ponen fin a su violencia, nunca a los oprimidos
cuando exigen dignidad.
Esto no es mera
hipocresía; es disciplina ideológica. El premio ayuda a estructurar una
conciencia global en torno a normas aceptables. Nos dice a quién celebrar, a
quién compadecer y a quién borrar.
¿Qué habría que
hacer entonces?
No necesitamos
nuevos premios. Necesitamos un nuevo vocabulario. La paz no debe significar
sumisión al capitalismo liberal o el mero cese de la guerra abierta. La paz
debe redefinirse como la restauración de la justicia, el derecho a la soberanía
y el desmantelamiento de la dominación imperial. Debe incluir la liberación
económica, la reparación del medio ambiente y la dignidad cultural.
Esto no es
utópico, sino práctico. Porque sin justicia, la paz seguirá siendo un eslogan,
no una estructura.
El problema no
es sólo el Premio Nobel de la Paz, sino lo que revela sobre la gobernanza
mundial. Incluso conceptos como «derechos humanos», «desarrollo» y «democracia»
se han convertido en campos de batalla para el control ideológico.
Las
instituciones occidentales presentan su versión de estos universales, dejando
de lado las interpretaciones indígenas, islámicas, socialistas o afrocéntricas.
Para escribir
una visión alternativa de la paz, debemos empezar desde los márgenes: desde
Gaza, desde Teherán, desde Caracas. Debemos escuchar a los movimientos que
sobreviven bajo el asedio.
Debemos
reconocer que la paz no se construye con bombas y que la dignidad no se
consigue a través de sanciones.
Hasta entonces,
el Premio Nobel de la Paz seguirá siendo lo que ahora es: un premio para
quienes se sienten cómodos en el imperio, no los que hacen que el mundo sea más
justo.
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