Publicado
en Octubre de 2010, este artículo describe las reflexiones fruto de su
experiencia de un filósofo que en julio de ese año visitó algunas ciudades y
realidades de China, en el ámbito de una delegación invitada por el Partido
Comunista de China.
Un instructivo viaje a China. Reflexiones de un
filósofo
El Viejo Topo
30 octubre, 2022
1
La primera cosa
que salta a la vista en el transcurso del encuentro con los representantes del
Partido Comunista de China y con los dirigentes de las fabricas, de las
escuelas y de los barrios visitados, es el acento autocrítico, digamos la
pasión autocrítica de que dan pruebas nuestros interlocutores. En este punto es
evidente la ruptura con la tradición del socialismo real. Los comunistas chinos
no dejan de señalar que el camino a recorrer es largo, y numerosos y
gigantescos son los problemas a resolver y los desafíos a enfrentar, y que, a
pesar de todo, su país continua siendo parte integrante del Tercer Mundo.
En verdad, en
el transcurso de nuestro viaje, no encontramos ese Tercer Mundo. Por lo menos
en Pekín, que fascina con su aeropuerto ultramoderno y reluciente, y aún menos
en Qingdao, donde se realizaron las regatas de los Juegos Olímpicos de 2008 y
que recuerda una ciudad occidental de una belleza y elegancia especiales y con
un nivel de vida elevado.
Tampoco
encontramos el Tercer Mundo cuando nos apartamos 1.500 kilómetros de las
regiones orientales y costeras, las más desarrolladas, y aterrizamos en
Chongqing, la enorme megalópolis que tiene un total de 32 millones de
habitantes y que, hasta hace algunos años, parecía tener dificultades para
acompañar el milagro económico. No tenemos dudas de que el Tercer Mundo aún
existe en el inmenso país asiático, pero el encuentro frustrado con él fue
consecuencia no de la voluntad de esconder los puntos débiles de la China
moderna, sino del hecho de que el impetuoso crecimiento en curso desde hace ya
más de treinta años está reduciendo, disminuyendo y fraccionando a un ritmo
acelerado el área de subdesarrollo, que se convierte en una lejanía cada vez
más remota.
En Occidente no
faltarán, a este respecto, los que van a hacer muecas: desarrollo, crecimiento,
industrialización, urbanización, milagro económico de una amplitud y duración
sin precedentes en la historia, ¡qué vulgaridad! Este esnobismo de gran señor
parece considerar insignificante el hecho de que millones de personas hayan escapado
a un destino que los condenaba a la desnutrición, al hambre y a la muerte por
inanición. Y los que encuentran que el desarrollo de las fuerzas productivas es
apenas una cuestión de bienestar económico y de consumismo deberían releer (o
leer) las páginas del Manifiesto comunista que
ponen en evidencia el idiotismo de una vida rural circunscrita a la miseria,
incluyendo la cultural, de las fronteras limitadas e impenetrables.
Cuando
visitamos hoy las maravillas de la Ciudad imperial en Pekín y, a algunos
kilómetros de distancia, la Gran Muralla, topamos con un fenómeno que no
existía en el lejano 1973, ni siquiera en el año 2000, o sea, en mis dos viajes
anteriores a China. Hoy en día salta a la vista la presencia masiva de
visitantes chinos: son turistas con características especiales: llegan frecuentemente
de un cantón remoto del enorme país; probablemente es la primera vez que
visitan la capital; en el plano cultural comienzan a apropiarse, de cierta
forma, de la noción de la civilización muy antigua de la que hacen parte; dejan
de ser simples campesinos ligados como en una prisión a la parcela de tierra
que cultivan y se convierten en verdaderos ciudadanos de un país cada vez más
abierto al mundo.
Mucho después
del horario previsto para la visita de los monumentos y museos, en la Plaza de
Tiananmen continúa el hormigueo de personas: son muchos los que esperan y
observan con orgullo el izar la bandera de la República Popular China. No, no
se trata de chauvinismo: los chinos gustan de ser fotografiados con visitantes
extranjeros (yo también fui objeto y acepté con placer peticiones de este
género); y como si invitasen al resto del mundo a festejar con ellos el regreso
de una civilización muy antigua, oprimida y humillada durante mucho tiempo por
el imperialismo. No hay la menor duda, el prodigioso desarrollo de las fuerzas
productivas no se limitó a arrancar de la miseria y de las privaciones a
centenares de millones de hombres y mujeres; les aseguró una dignidad in
dividual y nacional, les permitió ampliar considerablemente su horizonte
abriéndolo frente al enorme país del que forman parte y, más aún, frente al
mundo entero.
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¿Pero el
desarrollo de las fuerzas productivas no es sinónimo de degradación y
destrucción de la naturaleza? Estamos aquí en presencia de una preocupación, e
inclusive de una certeza evidenciada a modo de grito por la izquierda
occidental. Vemos en esto aflorar una extraña visión de la naturaleza, que es
considerada enferma si las plantas se marchitan y se secan pero que, según
parece, es considerada como perfectamente sana si los que enflaquecen y mueren
en masa son hombres y mujeres. Hay un cierto ecologismo que acaba por excavar
más profundamente el abismo que, en tanto, pretende querer criticar, entre el
mundo humano y el mundo natural.
Pero, en
cualquier caso, concentrémonos en la naturaleza en su sentido estricto. Hace
algún tiempo un historiador bastante conocido (Niall Ferguson) escribió un
artículo, publicado en Corriere della Sera, que en el título
denunciaba “la guerra de China a la naturaleza”. En realidad, ya en el largo
trayecto que, siguiendo el recorrido que va del aeropuerto de Pekín a la Gran
Muralla, y del largo tramo que, siguiendo otro camino, conduce al aeropuerto
desde el centro de la ciudad, advertimos una cantidad impresionante de árboles
obviamente recién plantados, en el marco de un proyecto muy ambicioso de
reforestación y de ampliación de la superficie forestal en que todo el país
participa. Unos días antes del fin de nuestro viaje tuvimos la posibilidad de
visitar un área ecológica de 10 kilómetros cuadrados, situada en los
alrededores de Weifang, una ciudad del nordeste en rápida expansión, dedicada
al desarrollo de alta tecnología pero que simultáneamente quiere distinguirse
por su calidad de vida. El área ecológica, cuyo acceso es libre y gratuito para
toda la gente, y que solo puede ser visitada a pie, o en un autobús descubierto
movido por electricidad, fue liberada recuperando un territorio hasta entonces
muy degradado y que actualmente resplandece con una belleza encantadora y llena
de serenidad.
El desarrollo
industrial y económico no está en contradicción con la tutela del medio
ambiente. Claro que el equilibrio entre estas dos exigencias es extremadamente
difícil en un país como China, que tiene que alimentar a un quinto de la
población mundial teniendo a su disposición apenas un séptimo de la superficie
cultivable; y en este marco es donde deben ser situados los errores llevados a
cabo y los grandes perjuicios ocasionados al ambiente en los años en que la
prioridad absoluta era el arranque económico necesario para poner fin a la
desnutrición y miseria de las masas. Pero esta fase fue felizmente rebasada;
actualmente es posible promover un ecologismo que, además de garantizar la vida
de los árboles y las flores, también sepa garantizar la vida y la salud de los
hombres y de las mujeres.
3
Ya hable de la
pasión autocritica que parece caracterizar a los comunistas chinos. Son ellos
quienes insisten en el carácter intolerable, en especial, del abismo creciente
entre ciudades y el campo, entre zonas litorales por un lado y el centro y el
oeste del país por otro. ¿Esos fenómenos no son la demostración de la
desviación capitalista de China? Es una tesis que está ampliamente difundida en
la izquierda occidental y que parece encontrar eco entre algunos miembros de
nuestra delegación multipartidaria. En el debate franco y vivo que se
desarrolla, intervengo con una puntualización, por así decir “filosófica”.
Podemos proceder a dos comparaciones bastante diferentes una de la otra.
Podemos establecer un parangón entre el “socialismo de mercado” y el socialismo
que llamamos de nuestros “deseos”, un socialismo en cierta forma maduro, y por
tanto poner en evidencia los límites, las contradicciones, las desarmonías, las
desigualdades que caracterizan al primero; son los propios comunistas chinos
los que insisten en el hecho de que el país que dirigen está apenas en la “fase
primaria del socialismo”, fase destinada a durar hasta la mitad del siglo,
confirmando la gran duración y complejidad del proceso de transición necesario
para llegar a la edificación de una sociedad nueva. Pero eso no hace lícito
confundir el “socialismo de mercado” con el capitalismo. Como ilustración de la
diferencia radical que subsiste entre los dos podemos intentar recurrir a una
metáfora. En China estamos en presencia de dos trenes que se separan de la
estación llamada “subdesarrollo” para avanzar en dirección a la estación
“desarrollo”. Si uno de esos trenes es muy rápido, el otro es de velocidad más
reducida; por causa de eso, la distancia entre los dos aumenta progresivamente,
pero no podemos olvidar que los dos avanzan en la misma dirección; es también
necesario recordar que no faltan los esfuerzos para acelerar la velocidad del
tren relativamente menos rápido y que, de cualquier modo, dado el proceso de
urbanización, los pasajeros del tren más rápido son cada vez más numerosos. En
el ámbito del capitalismo, por el contrario, los dos trenes en cuestión avanzan
en direcciones opuestas. La última crisis ha puesto a la vista de todos un
proceso en acción desde hace varias décadas: el aumento de la miseria de las
masas populares y el desmantelamiento del Estado social van a la par de la
concentración de la riqueza en manos de una restringida oligarquía parasitaria.
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Y, en tanto,
entre los comunistas chinos crece la intolerancia en lo que se refiere a la
separación entre las zonas litorales y las áreas del centro-oeste, entre las
ciudades y el campo y en el seno de la propia ciudad. Es una actitud observada
con sorpresa y agrado por toda nuestra delegación de Europa occidental.
Esta intolerancia
se exhibe de forma aguda en Chongqing, la metrópoli situada a 1.500 kilómetros
de distancia de la costa. La consigna (¡Vamos para el Oeste!), que llama a
extender al centro y al oeste del enorme país los prodigiosos desarrollos del
Este, fue lanzada hace ya diez años. Los primeros resultados son visibles: por
ejemplo, el Tíbet y Mongolia interior exhiben en los últimos años una tasa de
crecimiento superior a la media nacional. No es el caso de Xinjiang donde, en
2009 (el año de la crisis), en relación a la media nacional del 8,7%, el PIB
“sólo” aumentó el 8,1%. Y fue en Xinjiang precisamente, que se derramó, durante
las últimas semanas y meses, una nueva ola de financiamientos y de incentivos.
Pero ahora, además de las regiones habitadas por minorías nacionales, a las que
el gobierno central dedica evidentemente una atención especial, se trata de
aplicar a nivel general una aceleración decisiva y un significado nuevo y más
radical a la política de ¡Vamos para el oeste!
Transformada en
un municipio autónomo bajo la dependencia directa del gobierno central (en esta
misma situación están Pekín, Shanghái y Tianjin) y pudiendo así beneficiarse de
incentivos y de apoyos de todo tipo, Chongqing aspira a volverse la nueva
Shanghái, es decir, aspira no sólo a rebasar el atraso sino a alcanzar el nivel
de la China más avanzada, y constituirse en un punto de referencia también en
el plano mundial. La megalópolis situada en el interior del gran país asiático
aparece frente a nuestros ojos como un enorme astillero: la actividad para
potenciar las infraestructuras se desarrolla plenamente, tal como la
construcción de fábricas, de oficinas, de alojamientos civiles; las filas de
árboles recién plantadas y cuidadosamente tratadas salta a la vista, tal como
los campos verdes que franquean y a veces también separan calles y avenidas.
Sí, porque más allá del milagro económico, Chongqing persigue un objetivo aún
más ambicioso: pretende presentarse ante toda la nación como un “nuevo modelo”
de desarrollo, regulando mejor y de modo más “armonioso” las relaciones en el
interior de la ciudad, entre la ciudad y el campo y entre el hombre y la
naturaleza. En aquello que vendrá a ser la nueva Shanghái, la referencia a Mao
Tsetung es permanente, y no solo se trata de un homenaje necesario al gran
protagonista de la lucha de liberación nacional del pueblo chino, al padre de
la patria que, y no es por casualidad está en la Plaza de Tiananmen y en los
billetes de banco; se trata de que en serio han retomado el “pensamiento de Mao
Tsetung”, inscrito en el Estatuto del Partido Comunista de China. En Chongqing
tenemos la nítida impresión de que comienzan los debates y, presumiblemente, la
lucha política para la preparación del Congreso previsto a efectuarse en dos
años.
Conviene en
este momento, librarnos de un equívoco posible: no está en discusión la
política de reforma y de apertura definida hace más de treinta años en la
Tercera Sesión Plenaria del XI Comité Central (18-22 de Diciembre de 1978); en
el estatuto del PCCh está inscrita también la “teoría de Deng Xiaoping” y la
“importante idea de las tres representaciones”, a pesar de que la categoría de
“pensamiento” tiene una importancia mayor que la categoría de “teoría” (que
hace referencia a una coyuntura, a pesar de ser una coyuntura de largo plazo) y
a que la categoría de “idea” (la cual, por más importante que sea, designa una
contribución sobre un aspecto determinado).
Pero, por
encima de todo, nadie quiere volver a la situación en que en China no había
“igualdad” sino en el sentido en que los dos trenes de la metáfora que utilicé
varias veces estaban ambos parados en la estación “Subdesarrollo” o se
separaban de ella lentamente. No, de ahora en adelante se puede considerar como
definitiva mente adquirida la conciencia de que el socialismo no es la
distribución por igual de la miseria. Tanto más que una “igualdad” de esas es
totalmente ilusoria y puede igualmente funcionar al contrario.
Cuando la
miseria alcanza un cierto nivel, puede contener el riesgo de muerte por
inanición. En ese caso, por más modesto y reducido que sea el pedazo de pan que
garantice la supervivencia a los más afortunados, se consagra para siempre una
desigualdad absoluta, la desigualdad absoluta que se mantiene entre la vida y
la muerte. Fue, antes de la introducción de la política de reforma y de
apertura, lo que se constató en los años más trágicos de la República Popular
China; consecuencia además ya sea de la herencia catastrófica derivada del
pillaje y de la
opresión imperialista, ya sea del cruel embargo impuesto por Occidente, o ya
sea de los graves errores practicados por la nueva dirección política. Se
mantiene firme la centralidad de las competencias para el desarrollo de las
fuerzas productivas, pero esa centralidad puede ser interpretada de modos
sensiblemente diferentes…
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La persona que
fue llamada para dirigir Chongqing es Bo Xilai, el brillante ex-ministro de
comercio exterior. Es una circunstancia que nos permite reflexionar sobre el
proceso de formación del grupo dirigente en China. Un representante del
gobierno central que, en el desarrollo de su función, se distinguió y adquirió
un prestigio, también a nivel internacional, es enviado a la provincia para
afrontar una tarea de naturaleza diferente y de proporciones gigantescas.
Combatiendo la corrupción de modo capilar y radical y proponiendo en la teoría
y en la práctica real del gobierno un “modelo nuevo”, destinado a quemar etapas
en la liquidación de las desigualdades, que se volvieron intolerables, y en la
realización de una “sociedad armoniosa”, Bo Xilai suscitó un debate nacional;
es fácil prever su presencia en una posición eminente en el grupo dirigente que
saldrá del XVIII Congreso del PCCh, a pesar de que sería un error dar por
descontado el resultado del debate (y de la lucha política) en curso. Por
tanto: al concluir un periodo de incertidumbres, de conflictos y de violencias,
a la
primera
generación de revolucionarios que tenía como centro a Mao Tsetung la sucedió la
segunda generación de revolucionarios con Deng Xiaoping en el centro. Seguirán
después las tercera y cuarta generaciones de revolucionarios teniendo en su
centro, respectivamente, a Jiag Zemin y Hu Jintao. Del próximo Congreso del
Partido y del Estado saldrá la quinta generación de revolucionarios. Es una
perspectiva abierta en su tiempo por Deng Xiaoping que confirmo así su
clarividencia y su lucidez en la construcción del Partido y del Estado; la
personalización del poder y el culto a la personalidad fueron rebasados; se
puso fin a la ocupación vitalicia de los cargos políticos; se afirmó un proceso
de formación y de selección del grupo dirigente que, hasta ahora, ha dado
excelentes resultados.
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¿Pero hasta
donde podemos considerar como socialista el “socialismo de mercado” teorizado y
practicado por el Partido Comunista de China? En la heterogénea delegación que
viene de Occidente no faltan las dudas, las perplejidades, las críticas
abiertas. Se desarrolla un debate, abierto y encendido, más de una vez inducido
por nuestros interlocutores y anfitriones. No hay duda de que, con la
consolidación de la política de reforma y apertura, el área de la economía
estatal se redujo y el área de la economía privada creció. ¿Estaremos en
presencia de un proceso de restauración del capitalismo? Los comunistas chinos
hacen notar que el papel central y dirigente del Estado (y del Partido
Comunista) se mantiene firme. ¿Cuál es?
El panorama
económico y social de la China de hoy se caracteriza por la presencia
simultánea de las formas más diversas de propiedad: propiedad del Estado;
propiedad pública (en este caso el propietario no es el Estado central sino,
por ejemplo, un municipio); sociedades por acciones en el marco de las cuales
la propiedad del Estado o la propiedad pública tienen la mayoría absoluta, o en
su caso una mayoría relativa, o un porcentaje significativo del paquete de
acciones; propiedad cooperativa; propiedad privada. En estas condiciones se
hace muy difícil calcular con rigor el porcentaje de las economías estatal y
pública. Cuando regresé a casa, encontré un número especialmente interesante
del International Herald Tribune; leo en él un cálculo efectuado
por un profesor de la prestigiosa Universidad de Yale, precisamente Chen Zhiwu
(un norteamericano, por tanto de origen chino, que está tal vez en una posición
privilegiada para orientarse en la lectura de la economía del gran país
asiático) indicando que “el estado controla tres cuartas partes de la riqueza
de China” (7 de Julio del 2010, pág. 18). Es preciso sumar a esto un dato
generalmente olvidado: en China la propiedad del suelo está enteramente en
manos del Estado; los campesinos gozan de un usufructo sobre él, que también
pueden vender, pero no su propiedad. En lo que se refiere a la industria, otros
cálculos atribuyen un peso más reducido al Estado. En todo caso, los que
imaginan un proceso gradual e irreversible de retirada del Estado de la
economía están completamente engañados. En el Newsweek del 12
de Julio, un artículo de Isaac Stone Fish llama la atención sobre las “empresas
propiedad del Estado que dominan de modo creciente la economía china”. En todo
caso –reafirma el semanario norteamericano– en el desarrollo del oeste (que a
partir de ahora se diseña con toda amplitud y profundidad), el papel de la
empresa privada será más reducido del que desempeñó en su tiempo en el
desarrollo del este.
Los camaradas
chinos nos hacen notar que, al introducir fuertes elementos de competencia, el
área económica privada contribuyó en último análisis al refuerzo del área del
Estado y pública, que fue así obligada a desembarazarse del burocratismo, de la
falta de empuje, de la ineficiencia, del clientelismo. En efecto, gracias a las
reformas de Deng Xiaoping, las empresas estatales o controladas por el Estado
gozan actualmente de una solidez y de una competitividad sin precedentes en la
historia del socialismo. Es un punto que puede ser aclarado a partir de
un número de The Economist (10-16 de Julio 2010) que compro y
hojeo en el confortable aeropuerto de Pekín, en tanto espero el vuelo de
regreso; el artículo de fondo señala que cuatro de los diez bancos mundiales
más importantes son actualmente chinos. Esos bancos, contrariamente a los
bancos
occidentales,
gozan de excelente salud, “ganan dinero”, pero “el Estado mantiene la mayoría
de las acciones y el Partido Comunista nombra a sus más altos dirigentes, cuya
retribución es una fracción de la de sus homólogos occidentales”.
Además de ello,
esos dirigentes ”tienen que responder a una autoridad superior a la de la
bolsa”, o sea, a las autoridades de un Estado dirigido por el Partido
Comunista. El prestigioso semanario financiero inglés no alcanza a comprender
estas inauditas novedades; tiene esperanza y apuesta a que las cosas van a
cambiar. Hoy hay un hecho que aparece a la vista de todo el mundo: economía
estatal y pública no es sinónimo de ineficacia, como pretenden los paladines
del neoliberalismo, y los bancos no tienen que pagar a sus dirigentes como a nababs
para que sean competitivos en el mercado interno e internacional.
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Es probable que
el área económica privada satisfaga ulteriores exigencias. Primero que todo,
hace más fácil la introducción de la tecnología más avanzada de los países
capitalistas: no olvidemos que en ese punto los EEUU procuran aún imponer un
embargo contra China. Pero hay otro punto, del que me doy cuenta cuando
visitamos el muy avanzado parque industrial de Weifang. En ciertos casos son
los chinos de ultramar quienes fundaron las empresas privadas: estudiaron en el
extranjero (sobre todo en los EEUU), obteniendo excelentes resultados y
acumulando en ocasiones algún capital. Regresan ahora a la patria con una
decisión que suscita consternación en los países en los que se habían establecido.
¿Cómo es posible que intelectuales de primer nivel abandonen la “democracia”
para regresar a la “dictadura”? Pero además del llamamiento patriótico que los
invita a participar en el esfuerzo colectivo de todo un pueblo para que China
alcance los niveles más avanzados de desarrollo, de tecnología y de
civilización, estos chinos de ultramar son también atraídos por la perspectiva
de hacer valer sus talentos y su experiencia tanto en las Universidades como en
las empresas privadas de alta tecnología que fundan. En otros términos, estamos
frente a la continuación política del frente unido teorizado y practicado por
Mao no sólo en el transcurso de la lucha revolucionaria sino también durante
varios años después de la fundación de la República Popular de China.
Pero entremos
finalmente en esas fábricas de propiedad privada. Con o sin chinos de ultramar,
nos reservan grandes sorpresas. Los que salen a nuestro encuentro son en primer
lugar miembros del Comité del Partido, cuyas fotografías están destacadas en
los diversos servicios. En las conversaciones aparecen casi casualmente los
condicionamientos que pesan sobre la propiedad. Esta se ve obligada o
presionada a reinvertir una parte considerable de las ganancias (a veces hasta
el 40%) en el desarrollo tecnológico de la empresa; otra parte de las
ganancias, cuyo porcentaje es difícil de calcular, es utilizada para
inversiones de carácter social (por ejemplo, la construcción de escuelas
profesionales que son entregadas al Estado o al municipio, o en su caso al
auxilio de las víctimas de una catástrofe natural). Si recordamos que estas
empresas dependen fuertemente del crédito concedido por un sistema bancario
controlado por el Estado y si pensamos también en la presencia en el interior
de esas empresas del Partido y del sindicato, se impone una conclusión: en esas
empresas privadas el poder de la propiedad privada está equilibrado y limitado
por una especie de contrapoder.
¿Pero cuál es
el papel desempeñado por el Partido y por el sindicato? Las respuestas que
recibimos no satisfacen a todos los miembros de la delegación. Ciertamente,
haciendo eco nuevamente a una tendencia bastante divulgada en la izquierda
occidental, concentran su atención exclusivamente en el nivel de los salarios.
Nuestros interlocutores chinos, por el contrario, nos explican que, además de
la mejoría de las condiciones de vida y de trabajo de los obreros, se preocupan
por la contribución que las empresas puedan dar para el desarrollo de la
economía y de la tecnología de toda la nación. De este intercambio de ideas
vemos nuevamente surgir la oposición entre dos figuras en las que Lenin insiste
en el ¿Qué hacer? El exponente de la izquierda occidental, que
llama a los obreros chinos a rechazar todos los compromisos con el poder del
Estado en su lucha por salarios más elevados, cree ser radical, incluso
revolucionario. En realidad se coloca en la estela del reformista o, peor aún,
del “secretario” corporativista “de un sindicato cualquiera” que Lenin censura
por perder de vista la lucha de emancipación en sus diversos aspectos
nacionales e internacionales, volviéndose así, en ocasiones, punto de apoyo de
“una nación que explota a todo el mundo” (en aquella época Inglaterra). El
revolucionario “tribuno popular” se conduce de una forma muy diferente. Claro
que, en relación con 1902 (año de la publicación del ¿Qué hacer?),
la situación ha cambiado radicalmente. En China el “tribuno popular” puede
contar con el apoyo del poder político; lo que no quiere decir que para ser
revolucionarios, él, aprovechando las enseñanzas de Lenin, no deba saber
encarar el conjunto de las relaciones políticas y sociales a nivel nacional y a
nivel internacional. Se impone un aumento consistente de los salarios que está
ya previsto, favorecido o promovido por el propio poder central (como es
reconocido por la propia gran prensa internacional) y este aumento además de
mejorar las condiciones de vida y de trabajo de los obreros, intenta
acrecentar el
contenido tecnológico de los productos industriales y consolidar así la economía
china en su conjunto, haciéndola menos dependiente de las exportaciones.
Las (justas)
reivindicaciones salariales inmediatas no pueden comprometer la realización del
objetivo estratégico de refuerzo de un país que, con su crecimiento económico,
frena cada vez más los planes del imperialismo o de su “hegemonía”, como
nuestros interlocutores chinos prefieren decir de modo más diplomático.
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Finalmente,
última pieza de escándalo: en homenaje a “la importante idea de las tres
representaciones”, hasta los empresarios son aceptados en las filas del Partido
Comunista de China. Y de nuevo surgen las preocupaciones y las angustias de
algunos miembros de la delegación europea: ¿estaremos asistiendo al
aburguesamiento del Partido que debe garantizar el sentido de la marcha
socialista de la economía de mercado? Para comenzar los interlocutores chinos
hacen notar que el número de empresarios aceptados en las filas del
Partido
(después de un riguroso proceso de verificación y selección) es insignificante
en comparación con una masa de militantes que casi alcanza los 80 millones; en
otras palabras, se trata de una presencia simbólica. Pero esta explicación no
es suficiente. Vemos que algunos de esos empresarios desempeñan un papel
nacional: en ciertos sectores de la economía han suprimido o reducido la
dependencia tecnológica de China del extranjero; en ocasiones, no solo en el
plano objetivo sino más de modo consciente algunos de ellos se colocaron en la
primera fila en la lucha librada por el Partido Comunista desde 1949: la lucha
para derrotar el imperialismo pasando de la conquista de la independencia en el
plano político a la conquista de la independencia también en el terreno
económico y tecnológico. En un mundo que se caracteriza cada vez más por
la knowledge economy, o sea por una economía basada en el
conocimiento, puede acontecer que el héroe del trabajo stajanovista de la URSS
de Stalin asuma el aspecto totalmente nuevo de un técnico súper-especializado
que, lanzando una empresa de alto valor tecnológico, aporte una contribución
importante para la defensa y para el refuerzo de la patria socialista.
Podemos hacer
una última consideración. En la onda del “socialismo de mercado” se constituyó
un nuevo estrato burgués en rápida expansión. La cooptación de algunos de sus
miembros en el marco del Partido Comunista significa una decapitación política
de este nuevo estrato, del mismo modo que en la sociedad burguesa la cooptación
por parte de la clase dominante de algunas personalidades de extracción obrera
o popular estimula la decapitación política de las clases subalternas.
9
Llego al
momento de sacar conclusiones. En mi inglés claudicante, las expongo en ocasión
de algunos banquetes y, sobre todo, de la cena que precede al viaje de regreso
y que se desarrolla en presencia entre otros de Huang Huaguang, director
general del gabinete para Europa occidental del Departamento Internacional del
Comité Central del PCCh. Todos los participantes en el viaje son invitados a
expresarse con gran franqueza. En mis intervenciones intento dialogar también
con los otros miembros de la delegación de Europa occidental, pero sobre todo
con ellos.
Cuando declaran
encontrarse apenas en el estadio primario del socialismo y prevén que esa fase
va a durar hasta la mitad del siglo XXI, los comunistas chinos reconocen
indirectamente el peso que las relaciones capitalistas continúan ejerciendo en
su país, inmenso y tan variado. Por otro lado, el monopolio del poder político
en las manos del Partido Comunista (y los otros ocho partidos menores que reconocen
su dirección) está a la vista de todo el mundo. A un observador atento tampoco
debe escapársele el hecho de que, situadas como están en una posición de
subalternidad en el plano económico, político y social, las propias empresas
privadas, más que llevadas por la lógica de la máxima ganancia, son
estimuladas, empujadas y presionadas a respetar una lógica diferente y
superior: la del desarrollo cada vez más generalizado y cada vez capilarmente
difundido tanto de la economía como de la tecnología nacional. En último
análisis, a través de una serie de mediaciones, igualmente esas empresas
privadas están sujetas y subordinadas al “socialismo de mercado”. Y por tanto
esos sermones moralistas que una cierta izquierda occidental no se cansa de
soltarle al Partido Comunista de China son, por un lado, redundantes y
superfluos y, por otro, infundados e inconsistentes.
Evidentemente,
es siempre legítimo formular dudas y críticas sobre el “socialismo de mercado”.
Pero por lo menos en un punto considero que debería serle posible a la
izquierda llegar a un consenso. La política de reforma y de apertura
introducida por Deng Xiaoping no significó de forma alguna la homologación de
China al Occidente capitalista como si el mundo entero pasase a ser
caracterizado por un mapa en calma. En realidad, a partir precisamente de 1979
se desarrolló una lucha que escapó a los observadores más superficiales pero
cuya importancia se manifiesta con una evidencia cada vez mayor. Los EEUU y sus
aliados esperaban reafirmar una división internacional del trabajo sobre esta
base: China se tenía que limitar a la producción, a bajo precio, de mercancías
desprovistas de contenido tecnológico real. En otras palabras, estaban a la
espera de conservar y acentuar el monopolio occidental de la tecnología; en ese
plano, China, como todo el Tercer Mundo, debería continuar sufriendo una
relación de dependencia respecto a la metrópoli capitalista. Se comprende bien
que los comunistas chinos hayan interpretado y asumido la lucha para hacer
fracasar ese proyecto neo-colonialista como la continuación de la lucha de
liberación nacional; no hay una verdadera independencia política sin una
verdadera independencia económica; ¡por lo menos los que se reclaman marxistas
deberían estar de acuerdo con esta verdad! Gracias al mantenimiento encubierto
del monopolio de la tecnología, los EEUU y sus aliados pretendían continuar
dictando las leyes de las relaciones internacionales. Con su extraordinario
desarrollo económico y tecnológico, China ha abierto las puertas a una
democratización de las relaciones internacionales. Los comunistas y también
todos los verdaderos demócratas deberían congratularse con ese resultado.
Actualmente hay mejores condiciones para la emancipación política y económica
del Tercer Mundo.
En este punto
conviene desembarazarnos de un equívoco que hace difícil la comunicación entre
el PCCh y la izquierda occidental en conjunto. Igualmente en medio de las
oscilaciones y contradicciones de todo tipo, desde su fundación la República
Popular de China se empeñó en luchar no contra una, sino contra dos
desigualdades, una de carácter interno y la otra de carácter internacional. En
su argumentación de la necesidad de la política de reforma y apertura que
planteaba Deng Xiaoping, en una conversación el 10 de Octubre de 1978, llamaba
la atención hacia el hecho de que el “foso” tecnológico estaba en vías de
ampliarse en comparación con los países más avanzados. Estos se desenvolvían “a
una velocidad tremenda”, en tanto que China corría el riesgo de quedar cada vez
más rezagada (Selected Works, vol. 3, pág. 143). Pero si fallara en llegar a la
cita con la nueva revolución tecnológica, se encontraría en una situación de
debilidad semejante a la que estaba entregada, indefensa, en las guerras del
opio y la agresión del imperialismo. Si fallase en esa cita, además del daño a
sí misma, China provocaría un importante perjuicio a la causa de la
emancipación del Tercer Mundo. Es preciso añadir que, precisamente porque supo
reducir de forma drástica la desigualdad (económica y tecnológica) en el plano
internacional, China está hoy en mejores condiciones, gracias a los recursos
económicos y tecnológicos que acumuló entonces, para enfrentar el problema de
la lucha contra la desigualdad en el plano interno.
El “siglo de las
humillaciones” de China (el periodo que va de 1840 a 1949, es decir, desde la
primera guerra del opio a la conquista del poder por el PCCh) coincidió
históricamente con el siglo de la más profunda epravación moral de
Occidente: guerras de opio con la devastación infligida a Pekín en el Palacio
de Verano y con la destrucción y el pillaje de las obras de arte que le siguió;
expansionismo colonial y el recurso a prácticas esclavistas y genocidas en
detrimento de las “razas inferiores”; guerras imperialistas; fascismo, nazismo,
con la barbarie capitalista, colonialista y racista que alcanzó su auge. De la
forma en cómo Occidente sepa encarar el renacimiento y el regreso de China,
podremos evaluar si está decidido a tener realmente un ajuste de cuentas con el
siglo de más profunda depravación moral. ¡Que por lo menos la izquierda sepa
ser interprete de la cultura más avanzada y más progresista de Occidente!
Traducción: Pável Blanco Cabrera para El Viejo Topo número
273 de octubre 2010.
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