La
consideración de China como la mayor amenaza para Occidente es recogida
crecientemente sin matices por numerosos medios y analistas, reforzando la
convicción de que nuestro modelo económico, cultural y sociopolítico se halla
en serio peligro.
El peligro no es China
El Viejo Topo
16 junio, 2022
La
consideración de China como una amenaza, la mayor de todas, para Occidente es recogida
crecientemente sin matices por numerosos medios y analistas, reforzando la
convicción de que nuestro modelo económico, cultural y sociopolítico se halla
en serio peligro. Es este el discurso bipartidista que emana de la Casa Blanca
o del Pentágono (de Trump a Biden), de la OTAN, etc., y que los halcones
dominantes, demócratas y republicanos, repiten como un estribillo recurrente. Y
ahí, por extensión, vamos todos detrás, ya seamos liberales o socialdemócratas,
europeos o asiáticos.
¿Tiene
sustento? Lo primero es reconocer que China, en efecto, se ha convertido en un
país relevante. Es la segunda economía mundial y su presencia global es
cabalmente reconocible. Sin embargo, también es cierto que si nos atenemos a
varios índices blandos (desde su renta per cápita al IDH) o duros (el nivel de
su gasto en defensa y su proyección, por ejemplo) aún le falta bastante para
ser considerada una potencia integral, más allá de los valores absolutos. Por
otra parte, debe significarse que por más que se esfuercen los apologetas de la
amenaza, su expansión global tiene por bandera el comercio y no sus capacidades
o ambiciones militares. Exagerar su poder es una de las constantes recurrentes
para justificar que hablamos ciertamente de una amenaza creíble.
¿Dónde está de
veras el peligro? El mayor peligro para Occidente no es China sino el deterioro
de nuestro propio sistema, que parece haber normalizado peligrosas tendencias
como el desapego democrático o las desigualdades. A su corrección no se aplica
la energía debida mientras se desvía la atención para estigmatizar al “rival
sistémico” y endosarle nuestras penas. Un informe reciente de Oxfam, por
ejemplo, indica que la riqueza de las grandes fortunas creció en 24 meses lo
mismo que en dos décadas. La riqueza de los milmillonarios ha crecido en los
últimos 24 meses lo mismo que lo hizo en 23 años. Su patrimonio equivale ahora
al 13,9% del PIB mundial, un porcentaje altísimo si lo comparamos, por ejemplo,
con el del año 2000, cuando la riqueza total de los milmillonarios suponía el
4,4% del PIB mundial. Es decir, se ha multiplicado a más del triple en tan solo
dos décadas, siendo estos dos últimos años responsables de una parte importante
de ese incremento. En el tiempo que tarda en surgir un nuevo milmillonario, un
millón de seres humanos pueden verse arrastrados a la pobreza.
Otro tanto
ocurre con tantas servidumbres institucionalizadas que imperan bochornosamente
sobre el bien común, sacrificado en el altar de los intereses de los grandes y
todopoderosos complejos, desde el militar industrial al energético,
farmacéutico, financiero o mediático. Esos sí que constituyen un peligro mayor
para la estabilidad occidental. No es China quien amenaza nuestra ruina.
Y otro peligro
es la ceguera consciente, la negativa a admitir que en los últimos 30 años, el
mundo ha cambiado de forma significativa y que urge buscar fórmulas para una
adaptación incluyente. La lógica objetiva impondría una negociación para el
compromiso de una gobernanza compartida.
El fracaso de
la guerra comercial y tecnológica parece ahora dar pábulo al ardor belicista
disponiendo un doble cerco, económico y militar, contra China. Así vistas las
cosas, es comprensible que en Beijing también se diga que “Occidente es el
peligro”, aunque también en China cabría decir otro tanto respecto al
señalamiento de un enemigo exterior como recurso para tapar las taras internas.
Porque también en China, el mayor peligro es su inestabilidad, que obedece a
múltiples razones: políticas, socioeconómicas, territoriales…
Ignorando adrede
el significado de su cultura e historia, presentar a China como “el peligro”
sirve a un propósito: encaminarse a marchas forzadas a la reedición de una
guerra fría en la que aspiramos a salir de nuevo victoriosos con la esperanza
de así preservar la hegemonía occidental de los últimos siglos, sustentada en
el expansionismo a todos los niveles y por todos los medios a nuestro alcance.
Probablemente
no estaríamos en esta tesitura si China se conformara con ser la fábrica del
mundo para mayor goce de nuestras multinacionales o no aspirase a participar,
desde el ejercicio de su soberanía, con la cuota que le corresponda en la
gestión de los asuntos globales.
China ni es
modelo para Occidente ni aspira a serlo. Ni en lo político ni en lo cultural ni
en otros aspectos sistémicos. Afirmar las “singularidades chinas” como nervio
estructural de su proyecto sistémico lo invalida de facto para reeditar el
mesianismo, ya sea de signo liberal o no, que algunos se resisten a caducar. Lo
que China pretende es que se le reconozca como lo que es, un “país grande” que
tiene una visión de sí mismo y de lo demás diferente; y su exigencia de
respeto, invita a creer que no se dejará amilanar fácilmente.
Enarbolando el
dedo acusatorio, tampoco se favorecerá el cambio de mentalidad ni un hipotético
aggiornamento de China. Solo daremos alas a ese enrocamiento que, a
la postre, también ayudaría a crear las condiciones para ese conflicto que
debiéramos desde ya tratar de evitar apostando por el apaciguamiento de las
tensiones y un diálogo clarificador.
Confío en que
quienes piensan que China es un peligro no piensen también que quienes habiendo
estudiado China durante décadas desde dentro y desde fuera (aunque quizá no
desde Washington) no compartimos esa visión y seguimos apostando por vías
constructivas, no nos consideren también ahora “peligrosos”. A juzgar por
algunas actitudes, en más de un caso, poco falta ya para eso.
Publicado en el Observatorio de la Política
China.
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