Hoy
cumpliría 60 años David Graeber, fallecido en Venecia en septiembre pasado. La
antropología y las ciencias sociales perdieron a uno de sus grandes. Él se
consideraba un anarquista, pero no veía el anarquismo como una identidad
excluyente.
¿Por qué hay tan pocos anarquistas en la academia?
El Viejo Topo
2 septiembre, 2021
Ésta es una
cuestión pertinente ya que hoy en día el anarquismo como filosofía política
está en apogeo. Los movimientos anarquistas o inspirados en el anarquismo
crecen por todas partes; los principios anarquistas tradicionales —autonomía,
asociación voluntaria, autoorganización, ayuda mutua, democracia directa— se
pueden encontrar tanto en las bases organizativas del movimiento de la
globalización como en una gran variedad de movimientos radicales en cualquier
parte del mundo. Los revolucionarios de México, Argentina, India y otros
lugares han ido abandonando cada vez más los discursos que abogaban por la toma
del poder y han empezado a formular ideas diferentes acerca de qué podría
significar una revolución. Es cierto que la mayoría utiliza todavía con timidez
la palabra «anarquista», pero como ha señalado recientemente Barbara Epstein,
el anarquismo ya ha ocupado sobradamente el lugar que el marxismo tenía en los
movimientos sociales de los años sesenta. Incluso aquellos que no se consideran
a sí mismos anarquistas se ven abocados a definirse en relación a éste e
inspirarse en sus ideas.
Sin embargo, esto
apenas se refleja en las universidades. La mayoría de académicos suele tener
una idea muy vaga sobre qué es el anarquismo, o lo rechazan sirviéndose de los
estereotipos más burdos. («¡Organización anarquista! ¿Acaso no constituye eso
un contrasentido?») En los EE.UU. hay miles de académicos marxistas de una
escuela u otra, pero apenas una docena de profesores dispuestos a
autodenominarse anarquistas.
¿Se trata de
una cuestión de tiempo? Es posible. Quizá en unos años las universidades estén
a rebosar de anarquistas, pero no albergo grandes esperanzas. Parece que el
marxismo tiene una afinidad con la universidad que el anarquismo nunca tendrá.
Después de todo, se trata del único gran movimiento social inventado por un
académico, aunque luego se convirtiera en un movimiento que perseguía la unión
de la clase obrera. La mayoría de los ensayos sobre la historia del anarquismo
afirman que sus orígenes fueron similares a los del marxismo: el anarquismo se
presenta como una creación de ciertos pensadores decimonónicos —Proudhon,
Bakunin, Kropotkin, etc.—, fuente de inspiración de organizaciones obreras, que
se vería envuelto en luchas políticas, dividido en corrientes… El anarquismo,
en los relatos más comunes, se suele presentar como el pariente pobre del marxismo,
teóricamente un poco cojo, el cual se ve compensado, sin embargo, en el plano
ideológico por su pasión y sinceridad. Pero de hecho, la analogía es forzada,
en el mejor de los casos. Los «padres fundadores» decimonónicos nunca creyeron
haber inventado nada particularmente nuevo. Los principios básicos del
anarquismo —autoorganización, asociación voluntaria, ayuda mutua— se refieren a
formas de comportamiento humano que se consideraba habían formado parte de la
humanidad desde sus inicios. Lo mismo se puede decir de su rechazo del Estado y
de todas las formas de violencia estructural, desigualdad o dominio (anarquismo
quiere decir, literalmente, «sin gobernantes»), y también del reconocimiento de
que todas estas formas se relacionan y refuerzan hasta cierto punto entre sí.
Estas ideas nunca se presentaron como el germen de una nueva doctrina. Y de
hecho, no lo eran: se puede encontrar constancia de gente que defendió
semejantes argumentos a lo largo de la historia, a pesar de que todo apunta a
que, en casi todo momento y lugar, estas opiniones raramente se expresaban por
escrito. Nos referimos, por lo tanto, menos a un cuerpo teórico que a una
actitud o incluso podríamos decir una fe: el rechazo de cierto tipo de
relaciones sociales, la confianza en que otras serán mucho mejores para
construir una sociedad habitable, la creencia de que tal sociedad podría
realmente existir.
Si además se
comparan las escuelas históricas del marxismo y el anarquismo, se observa que
se trata de proyectos fundamentalmente diferentes. Las escuelas marxistas
poseen autores. Así como el marxismo surgió de la mente de Marx, del mismo modo
tenemos leninistas, maoístas, trotskistas, gramscianos, althusserianos… (Nótese
que la lista está encabezada por jefes de Estado y desciende gradualmente hasta
llegar a los profesores franceses). Pierre Bourdieu señaló en una ocasión que
si el mundo académico fuese como un juego en que los expertos luchan por el
poder, uno sabría que ha vencido cuando esos mismos expertos empiecen a
preguntarse cómo crear un adjetivo a partir de su nombre. Es precisamente
para preservar la posibilidad de ganar este juego que los intelectuales
insisten en continuar usando en sus discusiones teorías de la historia del tipo
«Gran Hombre», de las que sin duda se mofarían en cualquier otro contexto. Las
ideas de Foucault, como las de Trotsky, nunca son tratadas como un producto
directo de un cierto medio intelectual, resultado de conversaciones
interminables y de discusiones en las que participan cientos de personas, sino como
el producto del genio de un solo individuo o, muy ocasionalmente, de una mujer.
Tampoco se trata de que la política marxista se haya organizado como una
disciplina académica o de que se haya convertido en un modelo para medir, cada
vez más, el grado de radicalidad
de los intelectuales. En realidad, ambos procesos se han desarrollado en
paralelo. Desde la perspectiva de la academia, esto ha producido resultados
satisfactorios —el sentimiento de que debe existir algún principio moral, de
que las preocupaciones académicas deben ser relevantes para la vida de la
gente—, pero también desastrosos: han convertido gran parte del debate
intelectual en una parodia de la política sectaria, en la que todos se
esfuerzan por caricaturizar los argumentos del otro no solo para mostrar lo
erróneos que son, sino sobre todo lo malévolos y peligrosos que pueden llegar a
ser. Y todo ello cuando las discusiones que se plantean se sirven de un
lenguaje tan hermético que solo quienes se hayan podido permitir siete años de
estudios superiores podrán tener acceso a ellas.
Consideremos
ahora las diferentes escuelas del anarquismo. Hay anarcosindicalistas,
anarcocomunistas, insurreccionalistas, cooperativistas, individualistas,
plataformistas… Ninguna le debe su nombre a un Gran Pensador; por el contrario,
todas reciben su nombre de algún tipo de práctica o, más a menudo, de un
principio organizacional. (Significativamente, las corrientes marxistas que no
reciben su nombre de pensadores, como la autonomía o el comunismo consejista, son
las más próximas al anarquismo). A los anarquistas les gusta destacar por su
práctica y por cómo se organizan para llevarla a cabo y, de hecho, han
consagrado la mayor parte de su tiempo a pensar y discutir precisamente eso.
Los anarquistas jamás se han interesado demasiado por las cuestiones
estratégicas y filosóficas que han preocupado históricamente a los marxistas.
Así los anarquistas consideran que cuestiones como «¿son los campesinos una
clase potencialmente revolucionaria?» es algo que deben decidir los propios
campesinos. ¿Cuál es la naturaleza de la forma mercancía? En lugar de ello,
discuten sobre cuál es la forma verdaderamente democrática de organizar una
asamblea y en qué momento la organización deja de ser enriquecedora y coarta la
libertad individual. O sobre qué ética debe prevalecer en la oposición al
poder: ¿qué es acción directa?, ¿es necesario (o correcto) condenar
públicamente a alguien que asesina a un jefe de Estado?, ¿o puede ser
considerado el asesinato un acto moral, especialmente cuando evita algo
terrible, como una guerra?, ¿cuándo es correcto apedrear una ventana?
En resumen:
1. El marxismo
ha tendido a ser un discurso teórico o analítico sobre la estrategia
revolucionaria.
2. El
anarquismo ha tendido a ser un discurso ético sobre la práctica revolucionaria.
Obviamente,
todo lo que he dicho hasta ahora no deja de ser un poco caricaturesco (ha
habido grupos anarquistas muy sectarios y muchos marxistas libertarios,
partidarios de la práctica, incluyéndome posiblemente a mí). De todas formas,
tal y como he señalado, esto implica una gran complementariedad potencial entre
ambos. Y de hecho, la ha habido: Mijaíl Bakunin, aparte de discutir con Marx
sobre cuestiones de índole práctico en incontables ocasiones, también tradujo
personalmente El Capital al ruso. Pero, además, facilita la comprensión de por
qué hay tan pocos anarquistas en la academia. No se trata simplemente de que el
anarquismo no emplee una teoría elevada, sino que sus preocupaciones se
circunscriben sobre todo a las formas de práctica; insiste, antes que nada, en
que los medios deben ser acordes con los fines; no se puede generar libertad a
través de medios autoritarios. De hecho, y en la medida de lo posible, uno debe
anticipar la sociedad que desea crear en sus relaciones con sus amigos y
compañeros. Esto no encaja demasiado bien con trabajar en la universidad, quizá
la única institución occidental, además de la iglesia católica y de la
monarquía británica, que ha permanecido inalterable desde la Edad Media,
promoviendo debates intelectuales en hoteles de lujo y pretendiendo incluso que
todo ello fomenta la revolución. Al menos, cabe esperar que un profesor
abiertamente anarquista cuestione cómo funcionan las universidades —no me
refiero aquí a solicitar un departamento de estudios anarquistas— y eso, por
supuesto, le iba a traer muchas más complicaciones que cualquier cosa que jamás
pudiera escribir.
Fuente: La Peste.org
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