Enseñar la utopía en tiempos de pandemia
Fuentes: Rebelión
23/03/2020
Escribo estas
letras sin un propósito claro, preciso. No pretendo dar ninguna lección.
Seguramente aclararme un poco a mí mismo y ver si con ello busco un punto de
encuentro con alguien al otro lado de este confinamiento. Sí, definitivamente,
esa es la intención de estas notas. Buscar alguien al final de este túnel hacia
el que nos precipitamos, colectiva y, a la vez, solitaria e individualmente.
Podríamos decir que estamos también ante un colapso introspectivo. Como en la
novela de La Peste de Albert Camus, poco a poco, todo esto nos ha cogido
completamente desprevenidos. Hubo quienes se rieron en los primeros días, como
en la novela, al ver que el índice de ventas de este libro crecía al calor de
las noticias que nos iban llegando sobre la evolución del virus, el cual arroja,
igual que en ella, al ser humano frente al absurdo. El mecanismo es similar. Al
menos, quienes tuvieron la suerte de poder comprarla durante los primeros días,
hoy podrán disfrutar de una buena lectura, que habla del ser y la existencia,
del apoyo mutuo y la libertad individual frente a la indiferencia y la
autoridad. Bien es cierto que Camus hacía en ella una crítica a la restricción
de las libertades en las dictaduras, especialmente a la ocupación nazi de
Francia durante la Segunda Guerra Mundial, por lo que la novela continuará
siendo útil en los próximos meses. Guárdenla. No se desprendan todavía de sus
enseñanzas, todavía no…
Cada uno hoy
sabe cómo les sobrevino esta plaga. En mi caso, me encontraba explicando en un
Instituto de la provincia de Ávila a mis alumnos y a mis alumnas de 2º de la
ESO el Humanismo. ¿No les parece una buena paradoja? Una de las actividades que
había programado consistía en explicar el origen etimológico de la palabra Utopía,
a partir de la obra de Tomás Moro, la cual les he recomendado como lectura
voluntaria para estos días. Muchas personas ya sabrán que la etimología de este
concepto alberga dos significados, los cuales no son necesariamente
incompatibles: el primero de ellos οὐ («no») y τόπος («lugar»),
significa literalmente «no-lugar«; el segundo εὖ («bueno»
o «bien») y τόπος («lugar»), haría referencia a «el buen
lugar». Otro mundo mejor. Pues bien, resulta que la explicación se desarrolló
en medio del inicio de esta crisis y gran parte de mi alumnado no habían oído siquiera
mentar esta palabra, la cual desconocían completamente, por lo que me pareció
importante incidir en ella, dedicándole toda una sesión. Por esos días, el
tiempo todavía tenía un valor conforme a un régimen económico que nos
disciplina, obligándonos a cubrir todo el temario, deprisa, deprisa… Durante el
desarrollo de la misma, a pesar de mi empeño, me resultaba más fácil explicar
su concepto opuesto (distopía) que la palabra en cuestión. Ya saben que
la pedagogía recomienda buscar ejemplos cercanos, que nuestros alumnos y
nuestras alumnas sepan identificar fácilmente. Es ya famosa la afirmación que
plantea que en las sociedades actuales, las sociedades postmodernas, resulta
más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Y así es también
para los y las más jóvenes. Al menos hasta la semana pasada. A pesar de las
dificultades, entre todos y entre todas (todoas) conseguimos definir
cómo sería nuestra particular isla. En ella el profesorado, por supuesto, no
les mandaríamos muchos deberes. Pero ellos y ellas, claro, se portarían y
atenderían tan bien en el aula que no sería necesario, tampoco los dichosos
exámenes. Quedé bastante contento con la comprensión de un concepto tan nuevo
para ellos y para ellas, y tan cargado de El principio esperanza para
mí, tal y como plantease Ernst Bloch en su estudio clásico escrito entre 1938 y
1947, durante su exilio en Estados Unidos. No obstante, a nadie, tampoco a mí,
se le escapó la sensación irreal que, como de paradoja, representaba hablarles
de algo de este calado en medio de la propagación de una pandemia que pronto
nos delegaría a (casi) todoas a nuestras casas.
Sacando algunas
conclusiones del mundo que nos ha tocado vivir, y el cual tratamos de hacer
conocer a nuestro alumnado de la mejor forma que podemos y que sabemos, esta
plaga ha tocado las debilidades del sistema en el que estamos inmersos,
recordándonos sus múltiples miserias, una vez más. Como si por algún motivo la
realidad se empeñase en hacernos ver algo que no terminamos de comprender, a
pesar de las nefastas consecuencias fruto de esa incomprensión. Como en todas
las plagas a lo largo de la historia, no todas las personas la vivirán ni la
están viviendo del mismo modo, y así nos lo recuerdan las redes sociales, las
cuales continúan mostrándonos lo más íntimo de nuestras vidas, apelando al
sentimiento de soledad que nos rodea. Como estas letras, esos vídeos, esas
imágenes, no son más que mensajes en botellas que intentamos hacer llegar a los
demás para escapar al aislamiento, el cual no se inició necesariamente con el
estado de alarma, sino que, en buena medida, es un estado antropológico,
existencial. Pues bien, dentro de este aislamiento que se solapa al interior,
previo a la cuarentena, habrá quienes tengan más dificultades, que son dificultades
que tienen un sesgo social, material, inmediato. Esta pandemia ha roto el statu
quo que mantenía a Occidente aferrado a su torre de marfil, impenetrable. Ahora
las fronteras se cierran también para nosotros, el enemigo es invisible y está
entre nosotros, no lleva hiyab, ni habla otras lenguas, ni profesa otras
religiones. Ahora somos nosotros y nosotras quienes solicitamos ayuda para
salvarnos de este naufragio.
Otra paradoja
de esta plaga es que ha hecho visibles a los invisibles, aquellos que, como
aquel 1 de enero de 1994, en Chiapas (México), nacieron en la noche, “la larga
noche de los 500 años”, casi tantos como la obra de Tomás Moro. Pues bien,
cajeras, transportistas, mozos de almacén, limpiadoras, autónomos, jornaleros y
jornaleras, y un largo etcétera, todoas aquellas a las que muchos
miraban por encima del hombro hace apenas unos días, hoy se revelan como lo que
son, la base del sistema. Absolutamente imprescindibles. Mientras el resto nos
confinamos, y no podemos hacer otra cosa que mirarles como con gesto de
agradecimiento: gracias por estar ahí; disculpad por no haberos echado cuentas
antes, como dicen las personas mayores. Pero a pesar de esto, el olvido es otro
de los grandes males en las sociedades actuales. Ya olvidamos las consecuencias
de la última crisis económica, ¿volveremos a olvidar de nuevo lo que han hecho
por nosotros y por nosotras todas estas personas hoy, en este preciso instante,
imprescindibles? Repaso en estos días la Genealogía de la moral de
Nietzsche (1887), en la que se preguntaba: “¿Cómo se hace para inculcar una
memoria en el animal hombre?”. Y no encontraba otra respuesta que la de
apelar al dolor: “el pasado, su parte más larga, más profunda, más dura,
nos roza y resurge en nosotros cuando nos ponemos serios” (Obras completas,
1970, pp. 922-923).
En efecto,
existen toda otra multitud de oficios y de personas anónimas que estos días se
están revelando fundamentales: personal sanitario, profesorado y otro largo
etcétera. La “multitud” que pone en marcha cada mañana el mundo, y que no son
el Rey, ni Amancio Ortega y la patronal, que no son tampoco los políticos, ni
“los mercados” (ese término inventado para ocultar a los inversores y capitales
que, como los famosos fondos buitres, después de la última crisis, se han
encargado de comportarse como auténticas aves de rapiña, a pesar y en contra de
la idea de bien común, de la mayoría). Frente a ellos, se revelan también hoy
fundamentales trabajadores y trabajadoras públicos a los que los ideólogos del
denominado neoliberalismo, o totalcapitalismo, esa hidra de mil cabezas,
ha maltratado durante tantos años, haciéndonos pensar que los individuos somos
suficientes frente al mundo, en una suerte de darwinismo social. Cuando en
realidad ahora volvemos a descubrir a fuerza de dolor que la base de la
evolución no es la competencia ni el individuo, sino la cooperación y el
colectivo. Sin esto, no hay supervivencia como especie. ¿Volveremos a olvidarlo
de nuevo cuando todo esto pase?
Por no hablar
de las personas mayores, aquellas a las que habíamos relegado al más oscuro de
los olvidos, ese que surge cuando no vemos más allá de la idea de beneficio.
Esta plaga se ceba con ellos y con ellas y nos recuerda que, hasta la semana
pasada, hemos fracasado como sociedad, que no hemos sabido protegerles. Y
serán, lo están siendo, las primeras víctimas de esta crisis, la cual apela a
los principios sobre los que estábamos destruyendo la naturaleza, la
posibilidad de vida en el planeta Tierra: el consumo, ahora paralizado, y el
beneficio, que ha acabado por determinar las relaciones entre las personas. No
es ahora el momento de ajustar cuentas, pero todo se andará. Por el momento, me
parece que debemos afrontar esta crisis con la ética de la filosofía estoica
“rebajada al nivel del pueblo”, tal y como reflexionaba Pasolini sobre las
clases subalternas de la ciudad de Roma:
“Para vivir hay
que luchar, no hay más misterio. Toca sufrir, pero también aguantar: y mientras
tanto, apañárselas, incluso con rabia. Tal vez haya un dios, cristiano,
católico, al que es necesario aplacar con velas o plegarias; y después
apañárselas. Es aquí, en la tierra, donde se nos premia y se nos castiga” (La
ciudad de Dios, 2019, p. 95).
Una ética
aplicada y aprendida a lo largo de los siglos, de resiliencia, resistencia y
rebeldía. Y después. Nadie sabe lo que vendrá después. Quizá sea útil emplear
estos días de aislamiento para imaginar otros mundos lejos de esta realidad
distópica. Imaginar la banda sonora de, como planteaba hace no mucho el sup.
Insurgente Galeno: “un mundo nuevo que, insumiso, surge de los escombros de
otro que ya cruje imperceptiblemente” (Baila una ballena, 2019). ¿Quién
sabe? Quizá para ello tengan que pasar otros 500 años.
Gustavo
Hernández Sánchez. Doctor en Historia. Grupo de Estudios Culturales A. Gramsci.
Profesor en la Escuela Pública.
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