En
la última década, la extrema derecha ha estado en ascenso en todo el mundo.
También en España. Esta derecha radical tiene sus propias características en
cada país y muchas diferencias entre sí, pero es necesaria una hipótesis global
sobre su crecimiento.
El combate a la extrema derecha
El Viejo Topo
21 abril, 2023
Michael Löwy y Samuel González
En la última
década, la extrema derecha reaccionaria, autoritaria o abiertamente fascista ha
estado en ascenso en todo el mundo. Actualmente gobierna o repunta social y
electoralmente, en la mitad de los países del mundo. Entre los casos más
conocidos se cuentan la presidencia de Trump en Estados Unidos (2017-2021),
Modi en la India, Orbán en Hungría, Erdoğan en Turquía, Salvini (2018-2019) y
Meloni en Italia, Duterte en las Filipinas y Bolsonaro en Brasil (2019-2022).
En otros países
existen gobiernos cercanos a esta tendencia, aunque no se definan de forma tan
explícita: Rusia bajo Putin, Israel con Netanyahu, Japón con Shinzō Abe (quien
fue recientemente asesinado y gobernó entre 2012 y 2020), Austria,
Polonia, Birmania, Colombia (hasta la llegada de Petro), etc. De hecho, la
distinción entre estos dos grupos es completamente relativa y desplazable. Y,
no solo eso, sino que muestra vitales y preocupantes expresiones masivas de
movilización y refiguración social.
Neofascismo, no populismo: una respuesta a la derecha
Esta extrema
derecha tiene sus propias características en cada país. En muchos casos
(Europa, Estados Unidos, India y Birmania), el enemigo —es
decir, el chivo expiatorio— es musulmán y/o inmigrante, o incluso disidencias
políticas o sociales. En ciertos países musulmanes son las minorías religiosas
de cristianos, judíos o yazidis. En algunos casos, el nacionalismo xenófobo y
el racismo prevalecen, en otros el fundamentalismo religioso o bien el odio a
la izquierda, el feminismo, la diversidad sexual o el consumo de drogas. A
pesar de esta pluralidad, existen algunas características comunes a la mayoría
—si no a todas— estas experiencias: el autoritarismo, el nacionalismo
fundamentalista de Deutschland über alles [primero Alemania] y
sus variantes locales, como America First, O Brasil acima
de tudo, acompañado de intolerancia étnica (racista) y violencia policiaca,
militar y familiar como la única respuesta a los problemas sociales y el
crimen.
La
caracterización como fascista —o semifascista— puede aplicarse a algunos pero
no a todos. Enzo Traverso utiliza
el término posfascismo, que puede ser útil, ya que designa
continuidad y diferencia. Pero preferimos utilizar el concepto de neofascismo,
que nos parece más adecuado. El prefijo «neo» indica que se trata de algo
nuevo, que no es idéntico a los fascismos de los años 30: le faltan el corporativismo,
los partidos de masas, el exterminio de los adversarios, etc. Pero existen
características comunes: el autoritarismo, el culto del «jefe», el nacionalismo
reaccionario, el odio a la izquierda y la persecución de grupos que sirven de
«chivos expiatorios».
Al mismo
tiempo, el concepto de populismo, utilizado por algunos
científicos políticos, los medios de comunicación e incluso una parte de la
izquierda, es completamente incapaz de explicar el fenómeno en cuestión y solo
sirve para confundir e incluso ocultar el problema. Si en América Latina, desde
la década de 1930 a la de 1960 el término correspondió a algo relativamente
preciso (varguismo, peronismo, etc.), su uso en Europa y América Latina a
partir de la década de 1990 es cada vez más vago e impreciso.
Se trata de una
palabra que asimila toda una marea de experiencias y que es conducida a su
confinamiento. La tentación de equiparar experiencias disímiles se hace válida
mediante un terrible juego conceptual, en donde se colocan en el mismo plano
experiencias democráticas y populares de la izquierda y de los movimientos
populares, que escenarios en donde se exacerban los nacionalismos, localismos e
incluso el colonialismo. De esa manera el combate se diluye y extravía sus
horizontes.
El populismo se
define como una posición política que apoya al pueblo contra la élite, que
se puede aplicar a casi cualquier movimiento o partido político. Cuando
este pseudoconcepto es aplicado a los partidos de extrema
derecha, conduce —voluntaria o involuntariamente— a su legitimación, a hacerlos
más aceptables, evitando los términos problemáticos de racismo, xenofobia,
fascismo o extrema derecha.
El populismo también
es utilizado de manera deliberadamente desconcertante por los ideólogos
neoliberales para lograr una amalgama entre la extrema derecha y la izquierda
radical, caracterizada como populismo de derecha y populismo
de izquierda que se opone a las políticas neoliberales. En Europa se
utiliza la noción de «euroescépticos» para generar esta equiparación. Es justamente
la región en donde enfrentamos un muro ideológico que es preciso derribar. En
América Latina esa fórmula ha sido utilizada ya al demonizar, en apariencia y
equivalentemente, a la extrema derecha golpista y militarista y a la extrema
izquierda, que sería, de acuerdo a su lógica, movimientista o guerrillerista.
Hipótesis a cuestas, heridas a contrarreloj
¿Cómo
explicamos este espectacular ascenso de la extrema derecha, en forma de
gobiernos pero también de partidos políticos que aún no gobiernan y tienen una
amplia base electoral e influyen en la vida política de países como Francia,
Bélgica, Italia, Holanda, Suiza, Suecia, Dinamarca, Brasil y Estados Unidos y
más? Es difícil proponer una explicación general para fenómenos tan diferentes
que expresan contradicciones específicas de cada país o región del mundo; pero
como se trata de una tendencia planetaria, al menos debemos intentar formular
algunas hipótesis.
Una explicación para
rechazar sería aquella que atribuye el ascenso de la derecha radical a las olas
migratorias, particularmente en Estados Unidos y Europa. Las y los migrantes
son el pretexto conveniente, la mercancía en el comercio de fuerzas xenófobas y
racistas, pero de ninguna manera la causa de su éxito. Además,
la extrema derecha está floreciendo en muchos países: Brasil, India, Filipinas…
donde apenas se hace mención a la inmigración.
La explicación
más obvia, y sin duda una relevante, es que la globalización capitalista, que
también es un proceso de homogeneización y subsunción cultural brutal, produce
y reproduce a escala mundial formas de pánico de identidad (el término es de
Daniel Bensaïd), lo que lleva a manifestaciones nacionalistas y/o religiosas
intolerantes y favorece conflictos étnicos o confesionales. Cuanto más poder
económico pierden las naciones, más proclaman la inmensa gloria de su
nación por encima de todo.
Otra
explicación sería la crisis financiera del capitalismo, que ha causado
depresión económica, desempleo y marginación social desde 2008, y se agudizó
atrozmente durante la pandemia de estos años. Este factor puede haber sido
importante para hacer posible la efervescencia en torno de Trump o Bolsonaro,
pues permitió propulsar los intereses económicos de ciertas capas sociales,
pero lo es menos para Europa: la extrema derecha es muy poderosa en los países
ricos menos afectados por la crisis, como son Austria o Suiza, mientras que en
los países más afectados por la crisis —como el Estado español o Portugal—,
donde la izquierda y la centroizquierda son hegemónicas, la extrema derecha
permanece relativamente marginal. Es importante observar cómo también el pánico
a la extrema derecha desplaza al electorado de la izquierda radical hacia la
centroizquierda, como ocurrió en las últimas elecciones en Portugal, en donde
el Bloque de Izquierda y el Partido Comunista retrocedieron.
Estos procesos
tienen lugar en sociedades capitalistas en las que el neoliberalismo ha
dominado desde la década de 1980, destruyendo los vínculos y solidaridades
sociales, profundizando las desigualdades sociales, las injusticias y la
concentración de la riqueza. También es preciso tener en cuenta el
debilitamiento de la izquierda comunista, tras el colapso del llamado
«socialismo realmente existente», sin que otras fuerzas de izquierda más
radicales logren ocupar este espacio político.
Estas
explicaciones son útiles, al menos en algunos casos, pero son insuficientes.
Todavía no contamos con un análisis global para un fenómeno de esa dimensión y
que tiene lugar en un momento histórico particular.
¿Retorno a los
30?
La historia no
se repite: podemos encontrar similitudes o analogías, pero los fenómenos
actuales son muy diferentes de los modelos del pasado. Por encima de todo, no
tenemos, todavía, Estados totalitarios comparables a los de antes de la guerra.
El análisis marxista clásico del fascismo lo definió como una reacción del gran
capital, con el apoyo de la pequeña burguesía, ante la amenaza revolucionaria
del movimiento obrero.
Uno se pregunta
si esta interpretación realmente explica el auge del fascismo en Italia,
Alemania o Japón en los años veinte y treinta. En cualquier caso, no es
relevante en el mundo de hoy, donde en ninguna parte hay una amenaza
masiva y abiertamente revolucionaria. Sin mencionar el hecho obvio de que el
gran capital financiero muestra poco entusiasmo por el nacionalismo de
la extrema derecha, aunque siempre está listo para adaptarse a él cuando sea
necesario. Se trata de un panorama histórico mucho más complejo y defensivo en
la relación entre capital y trabajo pues, a pesar de la crisis económica y el
ascenso de la extrema derecha, no es posible admirar un movimiento proletario
potente y radical.
Brasil: un botón de muestra
Quizás el
fenómeno de Bolsonaro en Brasil parezca ser el más cercano al fascismo clásico,
con su culto a la violencia y el odio visceral hacia la izquierda y el movimiento
obrero; pero a diferencia de varios partidos europeos, desde la FPO austriaca
hasta la FN francesa (ahora Rassemblement national, RN), no tiene raíces en los
movimientos fascistas del pasado, representados en el caso brasileño por el AIB
liderado por Plinio Salgado en la década de 1930.
Tampoco
convierte al racismo en su bandera principal, a diferencia de la extrema
derecha europea, o tribales o religiosas como en el caso de algunas tendencias
en Asia y África. Ciertamente, hizo algunas declaraciones racistas, pero este
no fue en absoluto el enfoque central de su campaña. Desde este punto de vista,
se parece más bien al fascismo italiano de la década de 1920, antes de la
alianza con Hitler.
Observamos
varias diferencias significativas comparando a Bolsonaro con la extrema derecha
europea: en primer lugar, la importancia del tema de la lucha contra la
corrupción, el antiguo caballito de batalla de la derecha conservadora en
Brasil, y en diversos países de América Latina, desde la década de 1950.
Bolsonaro ha logrado manipular la indignación popular legítima contra los
políticos corruptos. Este tema no está ausente en el discurso de la extrema
derecha en Europa, pero está lejos de ocupar un lugar central.
Segundo, el
odio por la izquierda o la centroizquierda (el PT brasileño, por ejemplo), fue
uno de los principales temas de movilización de Bolsonaro. Se encuentra menos
en Europa, excepto en las fuerzas fascistas de las antiguas democracias populares.
Pero en este caso, es una manipulación (demonización) que se refiere a una
experiencia real del pasado. Nada como esto en Brasil: el discurso
violentamente anticomunista de Bolsonaro (o de otras tendencia en este
continente, como ocurre en Venezuela o incluso en México) no tiene nada que ver
con la realidad brasileña presente o pasada. Es aún más sorprendente, ya que la
Guerra Fría terminó hace décadas, la Unión Soviética ya no existe, y el PT (O
incluso Morena o el PSUV) obviamente no tiene nada que ver con el comunismo (en
todas las definiciones posibles de este término).
En tercer
lugar, mientras que la extrema derecha europea denuncia la globalización
neoliberal, específicamente en contra de la Unión Europea, en nombre del
proteccionismo y el nacionalismo económico y se pronuncia contra las finanzas
internacionales, Bolsonaro presentó un programa económico ultra neoliberal
e incluso neocolonial: más mercado, apertura a la inversión extranjera,
privatización y una alineación total con las políticas de Estados Unidos. Esto,
sin duda, explica la masiva concentración de las clases dominantes en su
candidatura, una vez que se notó la impopularidad obvia del candidato de la
derecha tradicional Geraldo Alckmin.
Lo que tienen
en común Trump, Bolsonaro y la extrema derecha europea son tres temas de
agitación sociocultural reaccionaria: primero, el autoritarismo, la adhesión a
un hombre fuerte (un reforzamiento patriarcal), un líder, capaz de restaurar
el orden y la justicia. Segundo, una ideología represiva, que incluye el
culto a la violencia policial, así como un recrudecimiento del orden jurídico.
Por ejemplo, reclamar la restauración de la pena de muerte y la distribución de
armas a la población para su defensa contra los delincuentes y las
personas designadas como peligrosas. Tercero, intolerancia contra las
minorías sexuales, especialmente las personas LGBTI, el derecho de las mujeres
a decidir sobre su propio cuerpo, específicamente en el caso del aborto. Se
trata de temas que tienen cierto éxito en convocar a sectores religiosos
reaccionarios, ya sea católico en Francia y México o neopentecostalista en
Brasil.
Estos tres
ámbitos, junto con la guerra contra la corrupción, fueron decisivos
para la victoria de Bolsonaro en su momento y continúan siendo la una sólida
base para su movimiento gracias a la difusión masiva de noticias falsas en las
redes sociales (queda por explicar, en términos éticos y sociales, por qué
tanta gente ha creído estas mentiras gigantescas). Pero aún nos falta una
explicación convincente del increíble éxito de su candidatura y en general de
su movimiento, a pesar de la violencia y brutalidad de sus discursos de la
guerra civil, su misoginia, su falta de programas y su descarado amparo a la
dictadura militar y la tortura.
Antifascistas, hoy y siempre
¿Cómo luchar
contra esto? No existe una fórmula mágica para luchar contra esta nueva ola
parda. El llamado realizado por Bernie Sanders para la generación de un Frente
Antifascista Mundial es una propuesta excelente, y reclamamos su vigencia. Al
mismo tiempo, deben formarse amplias coaliciones en defensa de las libertades
democráticas en cada país en cuestión.
De hecho, la
izquierda radical de Estados Unidos y de otros países experimentan un
florecimiento muy interesante en torno al antifascismo. Pasando por la juventud
libertaria, procedente de diversas tendencias, pero propensa a unificarse en
torno a la táctica del black bloc y de diversas organizaciones
como el crecimiento de Socialistas Democráticos de América (DSA), las
juventudes trans que se abren paso en medio de cercos que todavía perviven,
Blacks Lives Matter, entre muchas otras experiencias. Es posible anunciar un
renovado espíritu que se alimenta de las entrañas de las contradicciones
anticapitalistas y renueva las propias posibilidades de una izquierda radical
de masas.
Es necesario
considerar que el sistema capitalista, especialmente en tiempos de crisis,
produce y reproduce constantemente fenómenos como el fascismo, los golpes de
Estado y los regímenes autoritarios, incluyendo los denominados golpes
«parlamentarios» que atravesó América Latina. La raíz de estas tendencias es
sistémica, y la alternativa debe ser radical, es decir, antisistémica. En 1938,
Max Horkheimer, uno de los principales pensadores de la Escuela de Frankfurt,
escribió: «Si no quieres hablar sobre el capitalismo, no tienes nada que decir
sobre el fascismo». En otras palabras, el antifascismo consistente y
consecuente es necesariamente anticapitalista.
Fuente: Jacobin.
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