Esta
charla –transcrita por Américo Cristófalo– Fue publicada con autorización del
gran maestro de las letras en la revista literaria Quimera nº 103-104 en
Octubre de 1991. La charla se llevó a cabo en Buenos Aires, en el marco de un
“Taller literario”.
Así escribo mis cuentos
El Viejo Topo
17 marzo, 2023
por Jorge Luis Borges
Acaban de
informarme que voy a hablar sobre mis cuentos. Ustedes quizás los conozcan
mejor que yo, ya que yo los he escrito una vez y he tratado de olvidarlos, para
no desanimarme he pasado a otros; en cambio tal vez alguno de ustedes haya
leído algún cuento mío, digamos, un par de veces, cosa que no me ha ocurrido a
mí. Pero creo que podemos hablar sobre mis cuentos, si les parece que merecen
atención. Voy a tratar de recordar alguno y luego me gustaría conversar con
ustedes que, posiblemente, o sin posiblemente, sin adverbio, pueden enseñarme
muchas cosas, ya que yo no creo, contrariamente a la teoría de Edgar Allan Poe,
que el arte, la operación de escribir, sea una operación intelecmal. Yo creo
que es mejor que el escritor intervenga lo menos posible en su obra. Esto puede
parecer asombroso; sin embargo no lo es, en todo caso se trata curiosamente de
la doctrina clásica. Lo vemos en la primera línea –yo no sé griego– de La
Ilíada de Homero, que leemos en la versión tan censurada de
Hermosilla: «Canta, Musa, la cólera de Aquiles». Es decir, Homero, o los
griegos que llamamos Homero sabía, sabían, que el poeta no es el cantor, que el
poeta (el prosista, da lo mismo) es simplemente el amanuense de algo que ignora
y que en su mitotogía se llamaba la Musa. En cambio los hebreos prefirieron
hablar del espíritu, y nuestra psicología contemporánea, que no adolece de excesiva
belleza, de la subconciencia, el inconsciente colectivo, o algo así. Pero, en
fin, lo importante es el hecho de que el escritor es un amanuense, él recibe
algo y trata de comunicarlo, lo que recibe no son exactamente ciertas palabras
en un cierto orden, como querían los hebreos, que pensaban que cada sílaba del
texto había sido prefijada. No, nosotros creemos en algo mucho más vago que
eso, pero en cualquier caso en recibir algo.
El Zahir
Voy a tratar
entonces de recordar un cuento mío. Estaba dudando mientras me traían y me
acordé de un cuento que no sé si ustedes han leído; se llama El
Zahir. Voy a recordar como llegué yo a la concepción de ese cuento.
Uso la palabra «cuento» entre comillas ya que no sé si lo es o qué es, pero, en
fin, el tema de los géneros es lo de menos. Croce creía que no hay géneros; yo
creo que sí, que los hay en el sentido de que hay una expectativa en el lector.
Si una persona lee un cuento, lo lee de un modo distinto de su modo de leer
cuando busca un artículo en una enciclopedia o cuando lee una novela. Los
textos pueden no ser distintos pero cambian según el lector, según la
expectativa. Quien lee un cuento sabe o espera leer algo que lo distraiga de su
vida cotidiana, que lo haga entrar en un mundo no diré fantástico –muy
ambiciosa es la palabra– pero sí ligeramente distinto del mundo de las
experiencias comunes.
Ahora llego
a El Zahir y, ya que estamos entre amigos, voy a contarles
cómo se me ocurrió ese cuento. No recuerdo la fecha en la que escribí ese
cuento, sé que yo era director de la Biblioteca Nacional, que está situada en
el Sur de Buenos Aires, cerca de la iglesia de La Concepción; conozco bien ese
barrio. Mi punto de partida fue una palabra, una palabra que usamos casi todos
los días sin damos cuenta de lo misterioso que hay en ella (salvo que todas las
palabras son misteriosas): pensé en la palabra inolvidable,
unforgettable en inglés. Me detuve, no sé por qué, ya que había oído
esa palabra miles de veces, casi no pasa un día en que no la oiga; pensé qué
raro sería si hubiera algo que realmente no pudiéramos olvidar. Qué raro sería
si hubiera, en lo que llamamos realidad, una cosa, un objeto –¿por qué no?– que
fuera realmente inolvidable.
Ese fue mi
punto de partida, bastante abstracto y pobre; pensar en el posible sentido de
esa palabra oída, leída, literalmente inolvidable, unforgettable,
unvergasselich, inouviable. Es una consideración bastante pobre, como
ustedes han visto. En seguida pensé que si hay algo inolvidable, ese algo debe
ser común, ya que si tuviéramos una quimera por ejemplo, un monstruo con tres
cabezas (una cabeza creo que de cabra, otra de serpiente, otra creo que de
perro, no estoy seguro), lo recordaríamos ciertamente. De modo que no habría
ninguna gracia en un cuento con un minotauro, con una quimera, con un unicornio
inolvidables; no, tenía que ser algo muy común. Al pensar en ese algo común
pensé, creo que inmediatamente, en una moneda, ya que se acuñan miles y miles y
miles de monedas todas exactamente iguales. Todas con la efigie de la libertad,
o con un escudo o con ciertas palabras convencionales. Qué raro sería si
hubiera una moneda, una moneda perdida entre esos millones de monedas, que
fuera inolvidable. Y pensé en una moneda que ahora ha desaparecido, una moneda
de veinte centavos, una moneda igual a las otras, igual a la moneda de cinco o
a la de diez, un poco más grande; qué raro si entre los millones, literalmente,
de monedas acuñadas por el Estado, por uno de los centenares de Estados,
hubiera una que fuera inolvidable. De ahí surgió la idea: una inolvidable
moneda de veinte centavos. No sé si existen aún, si los numismáticos las
coleccionan, si tienen algún valor, pero en fin, no pensé en eso en aquel
tiempo. Pensé en una moneda que para los fines de mi cuento tenía que ser
inolvidable; es decir, una persona que la viera no podría pensar en otra cosa.
Luego me
encontré ante la segunda o tercera dificultad… he perdido la cuenta. ¿Por qué
esa moneda iba a ser inolvidable? El lector no acepta la idea, yo tenía que
preparar la inolvidabilidad de mi moneda y para eso convenía suponer un estado
emocional en quien la ve, había que insinuar la locura, ya que el tema de mi
cuento es un tema que se parece a la locura o a la obsesión. Entonces pensé,
como pensó Edgar Allan Poe cuando escribió su justamente famoso poema El
Cuervo, en la muerte hermosa. Poe se preguntó a quién podía
impresionar la muerte de esa mujer, y dedujo que tenía que impresionarle a
alguien que estuviese enamorado de ella. De ahí llegué a la idea de una mujer,
de quien yo estoy enamorado, que muere, y yo estoy desesperado.
Una mujer poco memorable
En ese punto
hubiera sido fácil, quizás demasiado fácil. que esa mujer fuera como la perdida
Leonor de Poe. Pero no, decidí mostrar a esa mujer de un modo satírico, mostrar
el amor de quien no olvidará la moneda de veinte centavos como un poco
ridículo; todos los amores lo son para quien los ve desde afuera.
Entonces, en
lugar de hablar de la belleza del love splendor, la convertí
en una mujer bastante trivial, un poco ridícula, venida a menos, tampoco
demasiado linda. Imaginé esa situación que se da muchas veces: un hombre
enamorado de una mujer, que sabe por un lado que no puede vivir sin ella y al
mismo tiempo sabe que esa mujer no es especialmente memorable, digamos, para su
madre, para sus primas, para la mucama, para la costurera, para las amigas; sin
embargo, para él, esa persona es única.
Eso me lleva a
otra idea, la idea de que quizás toda persona sea única, y que nosotros no
veamos lo único de esa persona habla en favor de ella. Yo he pensado alguna vez
que esto se da en todo, si no fijémonos que en la Naturaleza, o en Dios (Deus
sirve Natura, decía Spinoza) lo importante es la cantidad y no la calidad. Por
qué no suponer entonces que hay algo, no sólo en cada ser humano sino en cada
hoja, en cada hormiga, único, que por eso Dios o la Naturaleza crea millones de
hormigas; aunque decir millones de hormigas es falso, no hay millones de
hormigas, hay millones de seres muy diferentes, pero la diferencia es tan sutil
que nosotros los vemos como iguales.
Entonces, ¿qué
es estar enamorado? Estar enamorado es percibir lo que de único hay en cada persona,
eso único que no puede comunicarse salvo por medio de hipérboles o de
metáforas. Entonces por qué no suponer que esa mujer, un poco ridícula para
todos, poco ridícula para quien está enamorado de ella, esa mujer muere. Y
luego tenemos el velorio. Yo elegí el lugar del velorio, elegí la esquina,
pensé en la Iglesia de la Concepción, una iglesia no demasiado famosa ni
demasiado patética, y luego al hombre que después del velorio va a tomar un
guindado a un almacén. Paga, en el cambio le dan una moneda y él distingue en
seguida que hay algo en ella –hice que fuera rayada para distinguirla de las
otras. Él ve la moneda, está muy emocionado por la muerte de la mujer, pero al
verla ya empieza a olvidarse de ella, empieza a pensar en la moneda. Ya tenemos
el objeto mágico para el cuento. Luego vienen los subterfugios del narrador
para librarse de esa que él sabe que es una obsesión. Hay diversos
subterfugios: uno de ellos es perder la moneda. La lleva, entonces, a otro
almacén que queda un poco lejos, la entrega en el cambio, trata de no fijarse
en qué esquina está ese almacén, pero eso no sirve para nada porque él sigue
pensando en la moneda.
Luego llega a
extremos un poco absurdos. Por ejemplo, compra una Libra Esterlina con San
Jorge y el dragón, la examina con una lupa, trata de pensar en ella y olvidarse
de la moneda de veinte centavos ya perdida para siempre, pero no logra hacerlo.
Hacia el final del cuento el hombre va enloqueciendo pero piensa que esa misma
obsesión puede salvarlo. Es decir, habrá un momento en el cual ya el universo
habrá desaparecido, el universo será esa moneda de veinte centavos. Entonces él
–aquí produje un pequeño efecto literario– él, Borges, estará loco, no sabrá
que es Borges. Ya no será otra cosa que el espectador de esa perdida moneda
inolvidable. Y concluí con esta frase debidamente literaria, es decir, falsa:
«Quizás detrás de la moneda esté Dios». Es decir, si uno ve una sola cosa, esa
cosa única es absoluta. Hay otros episodios que he olvidado, quizás alguno de
ustedes los recuerde. Al final, él no puede dormir, sueña con la moneda, no
puede leer, la moneda se interpone entre el texto y él casi no puede hablar
sino de un modo mecánico, porque realmente está pensando en la moneda, así
concluye el cuento.
El libro de arena
Bien, ese
cuento pertenece a una serie de cuentos en la que hay objetos mágicos que
parecen preciosos al principio y luego son maldiciones, sucede que están
cargados de horror. Recuerdo otro cuento que esencialmente es el mismo y que
está en mi mejor libro, si es que yo puedo hablar de mejores libros. El
libro de Arena. Ya el título es mejor que El Zahir, creo
que zahir quiere decir algo así como maravilloso, excepcional. En este caso,
pensé antes que nada en el tímlo: El libro de Arena, un libro
imposible, ya que no puede haber libros de arena, se disgregarían. Lo llamé
libro de arena porque consta de un número infinito de páginas. El libro tiene
el número de la arena, o más que el presumible número de la arena. Un hombre
adquiere ese libro y, como tiene un número infinito de páginas, no puede
abrirse dos veces en la misma.
Este libro
podría haber sido un gran libro, de aspecto ilustre; pero la misma idea que me
llevó a una moneda de veinte centavos en el primer cuento, me condujo a un
libro mal impreso, con torpes ilustraciones y escrito en un idioma desconocido.
Necesitaba eso para el prestigio del libro, y lo llamé Holy Writ –escritura
sagrada–, la escritura sagrada en una religión desconocida. El hombre lo
adquiere, piensa que tiene un libro único, pero luego advierte lo terrible de
un libro sin primera página (ya que si hubiera una primera página habría una
última). En cualquier parte en la que él abra el libro, habrá siempre algunas
páginas entre aquélla en la que él abre y la tapa. El libro no tiene nada de
particular, pero acaba por infundirle horror y él opta por perderlo y lo hace
en la Biblioteca Nacional. Elegí ese lugar en especial, porque conozco bien la
Biblioteca.
Así, tenemos el
mismo argumento: un objeto mágico que realmente encierra horror.
Pero antes yo
había escrito otro cuento titulado Tlon, Uqbar, Orbis
Tertius. Tlon, no se sabe a qué idioma corresponde. Posiblemente a una
lengua germánica. Uqbar sugiere algo arábigo, algo asiático. Y luego, dos
palabras claramente latinas: Orbis Tertius, mundo tercero. La idea era
distinta, la idea es la de un libro que modifique el mundo.
Yo he sido
siempre lector de enciclopedias, creo que es uno de los géneros literarios que
prefiero porque de algún modo ofrece todo de manera sorprendente. Recuerdo que
solía concurrir a la Biblioteca Nacional con mi padre; yo era demasiado tímido
para pedir un libro, entonces sacaba un volumen de los anaqueles, lo abría y
leía. Encontré una vieja edición de la Enciclopedia Británica, una edición muy
superior a las actuales ya que estaba concebida como libro de lectura y no de
consulta, era una serie de largas monografías. Recuerdo una noche especialmente
afortunada en la que busqué el volumen que corresponde a la D-L, y leí un
artículo sobre los druidas, antiguos sacerdotes de los celtas, que creían
–según César– en la transmigración (puede haber un error de parte de César).
Leí otro artículo sobre los Drusos del Asia Menor, que también creen en la
transmigración. Luego pensé en un rasgo no indigno de Kafka: Dios sabe que esos
drusos son muy pocos, que los asedian sus vecinos, pero al mismo tiempo creen
que hay una vasta población de Drusos en la China y creen, como los Druidas, en
la transmigración. Eso lo encontré en aquella edición, creo que del año 1910, y
luego en la de 1911 no encontré ese párrafo, que posiblemente soñé; aunque creo
recordar aún la frase Chínese druses –Drusos Chinos– y un
artículo sobre Dryden, que habla de toda la triste variedad del infierno, sobre
el cual ha escrito un excelente libro el poeta Eliot; eso me fue dado en una
noche.
Y como siempre
he sido lector de enciclopedias, reflexioné –esa reflexión es trivial también,
pero no importa, para mí fue inspiradora– que las enciclopedias que yo había
leído se refieren a nuestro planeta, a los otros, a los diversos idiomas, a sus
diversas lecturas, a las diversas filosofías, a los diversos hechos que
configuran lo que se llama el mundo físico. ¿Por qué no suponer una
enciclopedia de un mundo imaginario?
Una enciclopedia imaginaria
Esa
enciclopedia tendría el rigor que no tiene lo que llamamos realidad. Dijo
Chesterton que es natural que lo real sea más extraño que lo imaginado, ya que
lo imaginado procede de nosotros, mientras que lo real procede de una
imaginación infinita, la de Dios. Bueno, vamos a suponer la enciclopedia de un
mundo imaginario. Ese mundo imaginario, su historia, sus matemáticas, sus
religiones, las herejías de esas religiones, sus lenguas, las gramáticas y
filosofías de esas lenguas, todo, todo eso va a ser más ordenado, es decir, más
aceptable para la imaginación que el mundo real en el que estamos tan perdidos,
del que podemos pensar que es un laberinto, un caos. Podemos imaginar,
entonces, la enciclopedia de ese mundo, o esos tres mundos que se llaman, en
tres etapas sucesivas, Tlon, Uqbar, Orbius Tertius. No sé cuántos ejemplares
eran, digamos treinta ejemplares de ese volumen que, leído y releído, acaba por
suplantar la realidad; ya que la historia real que no entendemos, su filosofía
corresponde a la filosofía que podemos admitir fácilmente y comprender: el
idealismo de Hume, de los hindúes, de Schopenhauer, de Berkley, de Spinoza.
Supongamos que esa enciclopedia funde el mundo cotidiano y lo reemplaza.
Entonces, una vez escrito el cuento, aquella misma idea de un objeto mágico que
modifica la reahdad lleva a una especie de locura; una vez escrito el cuento
pensé: «¿qué es lo que realmente ha ocurrido?» Ya que, qué sería del mundo
actual sin los diversos libros sagrados, sin los diversos libros de filosofía.
Ese fue uno de los primeros cuentos que escribí. Ustedes observarán que esos
tres cuentos de apariencia tan distinta, Tlon, Uqbar, Orbis Tertius; El
Zahir y El libro de Arena, son esencialmente el
mismo: un objeto mágico intercalado en lo que se llama mundo real. Quizás piensen
que yo haya elegido mal, quizás haya otros que les interesen más. Veamos por lo
tanto otro cuento: Utopía de un hombre que está cansado. Esa
utopía de un hombre que está cansado es realmente mi utopía. Creo que
adolecemos de muchos errores: uno de ellos es la fama. No hay ninguna razón
para que un hombre sea famoso. Para ese cuento yo imagino una longevidad muy
superior a la actual. Bernard Shaw creía que convendría vivir 300 años para
llegar a ser adulto. Quizás la cifra sea escasa; no recuerdo cuál he fijado en
ese cuento: lo escribí hace muchos años. Supongo primero un mundo que no esté
parcelado en naciones como ahora, un mundo que haya llegado a un idioma común.
Vacilé entre el esperanto u otro idioma neutral y luego pensé en el latín.
Todos sentimos la nostalgia del latín, las perdidas declinaciones, la brevedad
del latín. Me acuerdo de una frase muy linda de Browning que habla de ello:
«Latin, marble’s language» –latín, idioma de mármol. Lo que se dice en latín
parece, efectivamente, grabado en el mármol de un modo bastante lapidario.
Pensé en un hombre que vive mucho tiempo, que llega a saber todo lo que quiere
saber, que ha descubierto su especialidad y se dedica a ella, que sabe que los
hombres y mujeres en su vida pueden ser innumerables, pero se retira a la
soledad. Se dedica a su arte, que puede ser la ciencia o cualquiera de las
artes actuales. En el cuento se trata de un pintor. Él vive solitariamente,
pinta, sabe que es absurdo dejar una obra de arte a la realidad, ya que no hay
ninguna razón para que cada uno no sea su propio Velázquez, su propio
Shakespeare, su propio Schopenhauer. Entonces llega un momento en el que decide
destruir todo lo que ha hecho. Él no tiene nombre: los nombres sirven para
distinguir a unos hombres de otros, pero él vive solo. Llega un momento en que
cree que es conveniente morir. Se dirige a un pequeño establecimiento donde se
ad-ministra el suicidio y quema toda su obra. No hay razón para que el pasado
nos abrume, ya que cada uno puede y debe bastarse. Para que ese cuento fuese
contado hacía falta una persona del presente; esa persona es el narrador. El
hombre aquél le regala uno de sus cuadros al narrador, quien regresa al tiempo
actual (creo que es contemporáneo nuestro). Aquí recordé dos hermosas
fantasías, una de Wells y otra de Coleridge. La de Wells está en el cuento
titulado The Time Machine –La máquina del tiempo–, donde el
narrador viaja a un porvenir muy remoto, y de ese porvenir trae una flor, una
flor marchita; al regresar él esa flor no ha florecido aún. La otra es una
frase, una sentencia perdida de Coleridge que está en sus cuadernos, que no se
publicaron nunca hasta después de su muerte, y dice simplemente: «Si alguien
atravesara el paraíso y le dieran como prueba de su pasaje por el paraíso una
flor y se despertara con esa flor en la mano, entonces ¿qué?»
Eso es todo, yo
concluí de ese modo: el hombre vuelve al presente y trae consigo un cuadro del
porvenir, un cuadro que no ha sido pintado aún. Ese cuento es un cuento triste,
como lo indica su título: Utopía de un hombre que está cansado.
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