Cuando el pueblo ya no tenga
qué comer, se comerá a los ricos
Por Vijay Prashad
Rebelion
| 21/01/2023 |
Fuentes: Instituto
Tricontinental de Investigación Social [Imagen: Maruja Mallo (España), La
Verbena, 1927]
El 8 de enero,
grandes multitudes vestidas con los colores de la bandera brasileña descendieron sobre
la capital del país, Brasilia. Invadieron edificios federales, entre ellos el
Congreso, el Tribunal Supremo y el palacio presidencial, y vandalizaron bienes
públicos. El ataque, llevado a cabo por partidarios del expresidente Jair
Bolsonaro, no fue una sorpresa, ya que los golpistas llevaban días planeando “manifestaciones
de fin de semana” en las redes sociales. Cuando Luiz Inácio Lula da Silva
(conocido como Lula) fue formalmente investido como
nuevo presidente de Brasil una semana antes, el 1 de enero, no hubo tal
tumulto; parece que los vándalos esperaban a que la ciudad estuviera tranquila
y Lula fuera de la ciudad. A pesar de todas sus fanfarronadas, el ataque fue un
acto de extrema cobardía.
Mientras tanto, el derrotado Bolsonaro no estaba siquiera cerca de Brasilia. Huyó de Brasil antes de la investidura —presumiblemente para escapar de la persecución— buscando refugio en Orlando, Florida (Estados Unidos). Aunque Bolsonaro no estaba en Brasilia, las y los bolsonaristas, como se conoce a sus partidarios, dejaron su huella por toda la ciudad. Incluso antes de que Bolsonaro perdiera las elecciones frente a Lula el pasado octubre, Le Monde Diplomatique Brasil sugirió que el país iba a experimentar un “bolsonarismo sin Bolsonaro». Esta predicción se ve respaldada por el hecho de que el Partido Liberal, de extrema derecha, que sirvió de vehículo político a Bolsonaro durante su presidencia, detenta las mayores bancadas tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado del país, mientras que la influencia tóxica de la derecha persiste tanto en los órganos electos de Brasil como en el clima político, especialmente en las redes sociales.
Mayo
(Egipto), Un soir à Cannes [Una tarde en Cannes], 1948.
Los dos hombres
responsables de la seguridad pública en Brasilia —Anderson Torres (secretario
de Seguridad Pública del Distrito Federal) e Ibaneis Rocha (gobernador del
Distrito Federal)— son cercanos a Bolsonaro. Torres fue
ministro de Justicia y Seguridad Pública en el gobierno de Bolsonaro, mientras
que Rocha apoyó
formalmente su candidatura. Mientras los bolsonaristas preparaban su asalto a
la capital, ambos hombres parecían haber abdicado de sus responsabilidades:
Torres estaba de vacaciones en
Orlando, mientras que Rocha se tomó la tarde libre el último día laborable
antes de la intentona golpista. Por esta complicidad en
la violencia, Torres fue destituido de su cargo y enfrenta cargos, mientras que
Rocha está suspendido. El gobierno federal se hizo cargo de la seguridad y ha
detenido a más de mil de
estos “nazis fanáticos”, como los llamó Lula.
Hay buenas razones para
afirmar que estos “nazis fanáticos” no merecen una amnistía.
Las consignas y los carteles que invadieron Brasilia el 8 de enero eran menos sobre Bolsonaro y más sobre el odio de los golpistas hacia Lula y el potencial de su gobierno popular. Este sentimiento lo comparten grandes sectores empresariales —principalmente el agronegocio— que están furiosos con las reformas propuestas por Lula. El ataque fue, en parte, el resultado de la frustración acumulada por personas a las que las campañas de desinformación intencionadas y el uso del sistema judicial para desbancar al Partido de los Trabajadores (PT), el partido de Lula, han llevado a creer que Lula es un delincuente, aunque los tribunales hayan dictaminado que esto es falso. También fue una advertencia de las élites brasileñas. La naturaleza desordenada del ataque contra Brasilia se asemeja al ataque del 6 de enero de 2021 contra el Capitolio de Estados Unidos por parte de partidarios del expresidente estadounidense Donald Trump. En ambos casos, las ilusiones de la extrema derecha, ya sea sobre los peligros del “socialismo” del presidente estadounidense Joe Biden o del “comunismo” de Lula, simbolizan la oposición hostil de las élites al más leve retroceso de la austeridad neoliberal.
Kartick Chandra
Pyne (India), Workers [Trabajadores], 1965.
Los ataques a
las sedes gubernamentales en Estados Unidos (2021) y Brasil (2023), así como el
reciente golpe de
Estado en Perú (2022), no son eventos azarosos; debajo de ellos
hay un patrón que requiere ser examinado. En el Instituto Tricontinental de
Investigación Social nos hemos dedicado a este estudio desde nuestra fundación
hace cinco años. En nuestra primera publicación, En las ruinas
del presente (marzo de 2018), ofrecimos un análisis
preliminar de este patrón, que desarrollaré más adelante.
Tras el colapso
de la Unión Soviética en 1991 y el marchitamiento del proyecto del Tercer Mundo
como consecuencia de la crisis de la deuda, se impuso el programa de
globalización neoliberal impulsado por Estados Unidos. Este programa se
caracterizó por la retirada del Estado de la regulación del capital y por la
erosión de las políticas de bienestar social. El marco neoliberal tuvo dos
consecuencias principales: en primer lugar, un rápido aumento de la desigualdad
social, con el crecimiento de los multimillonarios en un extremo y el
crecimiento de la pobreza en el otro, junto con una exacerbación de la
desigualdad en el eje Norte-Sur; y en segundo lugar, la consolidación de una
fuerza política “centrista” que pretendía que la historia, y por lo tanto la
política, habían terminado, quedando solo la administración (que en Brasil se
denomina bien centrão, o “centro”). La mayoría de los países del
mundo fueron víctimas tanto de la agenda de austeridad neoliberal como de esta
ideología del “fin de la política”, que se hizo cada vez más antidemocrática,
abogando por que los tecnócratas estuvieran al mando. Sin embargo, estas
políticas de austeridad, que afectan de lleno a la humanidad, crearon su propia
nueva política en las calles, una tendencia que fue presagiada por los
“disturbios del FMI” y los “disturbios del pan” de la década de 1980 y que más
tarde se fusionó en las protestas “antiglobalización”. La agenda de la
globalización impulsada por Estados Unidos produjo nuevas contradicciones que
desmentían el argumento de que la política había llegado a su fin.
La Gran
Recesión que se inició con la crisis financiera mundial de 2007-2008 invalidó
cada vez más las credenciales políticas de los “centristas” que habían
gestionado el régimen de austeridad. El Informe sobre la Desigualdad en el Mundo 2022 es
una acusación contra el legado del neoliberalismo. Hoy en día, la desigualdad
de la riqueza es tan grave como en los primeros años del siglo XX: en promedio,
la mitad más pobre de la población mundial posee solo 4.100 dólares por adulto
(en paridad de poder adquisitivo), mientras que el 10 por ciento más rico posee
771.300 dólares, aproximadamente 190 veces más riqueza. La desigualdad de
ingresos es igualmente dura: el 10% más rico absorbe el 52% de los ingresos
mundiales, mientras que el 50% más pobre sólo dispone del 8,5%. La situación
empeora si nos fijamos en los ultrarricos. Entre 1995 y 2021, la riqueza del 1%
más rico creció astronómicamente, acaparando el 38% de la riqueza mundial,
mientras que el 50% más pobre solo «alcanzó un aterrador 2%», escriben los
autores del informe. Durante el mismo periodo, la proporción de la riqueza
mundial en manos del 0,1% más rico pasó del 7% al 11%. Esta riqueza obscena
—que en gran medida no paga impuestos— proporciona a esta pequeña fracción de
la población mundial un poder desproporcionado sobre la vida política y la
información, y reduce cada vez más la capacidad de supervivencia de los
sectores pobres.
El
informe Perspectivas
Económicas Mundiales del Banco Mundial (enero de 2023)
prevé que, a finales de 2024, el producto interno bruto (PIB) de 92 de los
países más pobres del mundo será un 6% inferior al nivel previsto en vísperas
de la pandemia. Entre 2020 y 2024, se prevé que estos países sufran una pérdida
acumulada de PIB equivalente aproximadamente al 30% de su PIB de 2019. A medida
que los bancos centrales de los países más ricos endurecen sus políticas
monetarias, se agota el capital para inversiones en las naciones más pobres y
aumenta el costo de las deudas ya contraídas. La deuda total de estos países
más pobres, señala el Banco Mundial, “es la más alta de los últimos 50 años”.
Aproximadamente uno de cada cinco de estos países está “efectivamente bloqueado
en los mercados mundiales de deuda”, frente a uno de cada quince en 2019. Todos
estos países —excepto China— “sufrieron una contracción de la inversión
especialmente aguda, de más del 8%” durante la pandemia, “un descenso más
profundo que en 2009”, en plena Gran Recesión. El informe estima que la
inversión agregada en estos países será en 2024 un 8% inferior a la prevista en
2020. Ante esta realidad, el Banco Mundial ofrece el siguiente pronóstico: “La
lentitud de la inversión debilita la tasa de crecimiento de la producción
potencial, reduciendo la capacidad de las economías para aumentar los ingresos
medios, promover la prosperidad compartida y reembolsar las deudas”. En otras
palabras, las naciones más pobres se hundirán más profundamente en una crisis
de la deuda y caerán en una condición permanente de crisis social.
El Banco
Mundial ha dado la voz de alarma, pero las fuerzas del “centrismo” —en deuda
con la clase multimillonaria y la política de austeridad— simplemente se niegan
a apartarse de la catástrofe neoliberal. Si un líder de centroizquierda o de
izquierda intenta sacar a su país de la persistente desigualdad social y de la
polarizada distribución de la riqueza, se enfrenta a la ira no solo de los
«centristas», sino también de los ricos tenedores de bonos del Norte, del Fondo
Monetario Internacional y de los Estados occidentales.
Después de que
Pedro Castillo ganara la presidencia de Perú en julio de 2021, no se le
permitió practicar ni siquiera una forma escandinava de socialdemocracia; las
maquinaciones golpistas contra él comenzaron antes de que tomara posesión. Las
políticas civilizadas que acabarían con el hambre y el analfabetismo
simplemente no están permitidas por la clase multimillonaria, que gasta enormes
cantidades de dinero en think tanks y medios de comunicación
para socavar cualquier proyecto de decencia y financiar a las peligrosas
fuerzas de la extrema derecha, que desplazan la culpa del caos social de los
ultra-ricos libres de impuestos y del sistema capitalista hacia los pobres y
marginados.
La insurrección delirante de Brasilia surgió de la misma dinámica que produjo el golpe de Estado en Perú: un proceso en el que las fuerzas políticas “centristas” son financiadas y llevadas al poder en el Sur Global para garantizar que sus propios ciudadanos permanezcan al final de la cola, mientras que los ricos tenedores de bonos libres de impuestos del Norte Global permanecen al frente.
Ivan Sagita
(Indonesia), A Dish for Life [Un plato de por vida], 2014.
En las
barricadas de París, el 14 de octubre de 1793, Pierre Gaspard Chaumette,
presidente de la Comuna de París que cayó él mismo en la guillotina a la que
envió a muchos otros, citó estas bellas palabras de Jean-Jacques Rousseau:
“Cuando el pueblo ya no tenga qué comer, se comerá a los ricos”.
Fuente: https://thetricontinental.org/es/newsletterissue/brasilia-ataque-ultraderecha/
No hay comentarios:
Publicar un comentario