Escrito por: Javier Martínez Cortés
Enero - Febrero 2012
¿El miedo se
aprende en la sociedad?
“El hombre es
una caña, la más débil de la naturaleza” –sospechó Pascal-– “pero es una
caña que piensa”. Esta combinación de debilidad y pensamiento está en la
base del desarrollo de las culturas humanas. El ser humano se
sintió animal amenazado y su cerebro –aún en proceso de desarrollo– le
dijo que podría tratar de protegerse fabricando algo con lo que defenderse
de sus amenazas. Había nacido el homo faber.
La cultura surgió como necesidad de proteger de
sus peligros a la débil caña humana. Porque, consciente de
su debilidad, el ser humano había sentido miedo. Y había encontrado
en la cultura –esto es, en la construcción de artificios mediante su
inteligencia– la defensa para sus miedos. La cultura surgió para
proteger al ser humano.
Pero, probablemente muy pronto, los
seres humanos, producto de la evolución, pudieron comprobar que otras
“cañas débiles” semejantes a ellos, eran sin embargo, aún más
débiles. Y los instrumentos, que les servían para defenderse de los
depredadores de otras especies, podían también ser usados contra
la propia especie.
Y el ser humano se convirtió en depredador de sus
semejantes. La cultura sufría así, vista desde nuestra altura temporal,
una perversión. “Homo homini lupus” sentenció Hobbes, ya a millones
de años, para justificar el nacimiento del Estado.
¿Hay un miedo “natural”?
El miedo está por tanto implícito en la
conciencia del ser humano, ante los peligros que le amenazan. La vida
es esencialmente afirmativa y la sostiene el instinto de
conservación. Una de las necesidades básicas en toda existencia es la
de seguridad. Toda amenaza a esta seguridad provoca la reacción espontánea
del miedo. En este sentido, el experimentar miedo es un fenómeno que
podría considerarse natural.
Ahora bien, el motivo por el que se
experimenta el miedo es aprendido en el interior de la propia
cultura. Por ello, nuestros miedos son tan diferentes. (No son los mismos
los miedos ante el cáncer que ante la práctica del vudú.)
Así, el miedo se produce siempre en
circunstancias sociales. Posee un contenido social e histórico que
evoluciona con el desarrollo de las culturas. El miedo participa de la
función protectora de la vida, aunque a veces no sea real sino
imaginario. Un miedo prudente –que solemos denominar “precaución”–
constituye una salvaguardia de la existencia. (“Vivir” supone siempre
la prueba existencial de superar no sólo incertidumbres sino miedos).
El hombre como productor de miedo. Los miedos hoy
Desde la perspectiva de las modernas
sociedades ya desarrolladas, nos costó mucho aceptar la necesidad del
miedo. En la sociedad de la abundancia, la seguridad tenía que
ser abundante. Ello promocionó el sustancioso filón económico de las
Sociedades de Seguros e hizo patente la idea de que sugerir algún
tipo de miedo (una epidemia vírica) era rentable puesto que
promocionaba la compra de la medicación previa.
Desde siempre, el miedo de los demás supuso una
cuota de poder (léase “El Príncipe” de Maquiavelo). Pero ahora,
además, proporcionaba un negocio. Dentro de lo que puede caber, se
apoyaba en la idea de una mayor seguridad para nuestra
salud. Menos inocente, y muy rentable, incluso en época de
crisis económica, es la fabricación y venta de armas a
otros países. Siempre hay mercado para ellas: todos los países
que las adquieren, por pobres que sean, lo hacen para proporcionar una
mayor seguridad frente a sus enemigos (a los que tal vez se piensa
atacar). Este maridaje entre seguridad y armas agresivas se ha
impuesto en nuestra retórica occidental. Los anticuados
Ministerios de Guerra se han transmutado en modernos Ministerios de
Defensa.
En la práctica real, con distintas palabras, hay
una glorificación de la violencia. La producción cultural del miedo (al
margen de catástrofes naturales) ha tenido ya un carácter
exponencial. “Cultural” aquí quiere decir: con el artificio de una
técnica cada vez más sofisticada, añadida al marketing ideológico sobre
“el enemigo”. Ya no hay distancias que antes separaban a las
personas. Hoy conocemos que nuestro planeta está envuelto en violencia y
amenazas –explícitas o no– de violencia. Como si nos poseyera una
imagen cainita de lo que es convivir sobre la Tierra.
Ma allá de la
esperanza filosófica y de la retórica política, está la historia tan reciente
de nuestro convulso siglo XX. Esta historia produjo un fundado miedo a reiterar
los problemas. Resultaba indispensable superar con un destino común los
enfrentamientos y las muertes.
El miedo en escenarios menores
El miedo se puede producir en escenarios menores.
Incluso dentro de la familia y la “polis”, instrumentos que los seres
humanos se dieron para protegerse, aunque en la práctica
impusieran una violencia social, aceptada por miedo (inferioridad de
la mujer, esclavitud). Pero hoy, en sociedades donde se vive bajo el
ideograma de la libertad, el miedo adquiere un carácter sangriento.
Óiganse las noticias cotidianas sobre “violencia de género” y
recuérdese la historia de la ex-Yugoslavia con sus enfrentamientos étnicos
y religiosos.
La mirada occidental de Hegel, en el siglo XIX,
vio que la Historia universal no se podía considerar un muestrario de la
dicha humana. Pero pensó que la cultura (la de Occidente,
claro) evolucionaba hacia la libertad como meta última.
Hoy nos cuesta admitir este horizonte último de
Hegel. No es que no hayamos formulado como derechos “inalienables” los
debidos a la libertad de la persona. Sin infravalorar la necesidad y
la exigencia de esta formulación, también en Occidente hemos encontrado
fórmulas dotadas de nombres respetables para infringir algunos de
esos derechos (no es lícito ejercer la tortura, pero sí “someter a
presión” a la persona humana).
Más allá de la esperanza filosófica, y de
la retórica política, está la historia –tan reciente– de nuestro
convulso siglo XX. Europa con sus guerras y sus ensayos de exterminio
étnico, Japón con su experiencia de la bomba atómica… han conocido la
difusión de un terror masivo.
Ello produjo un fundado miedo a la reiteración de
los problemas (es prudente sentir miedos). Resultaba indispensable
superar, con un destino común, los enfrentamientos dramáticos y las
muertes masivas (literalmente de millones de personas). Las potencias
vencedoras en la guerra del 14 fracasaron en dotar a Europa de una paz
duradera (no tuvieron suficiente miedo). La cultura europea –políticos y
economistas– de la posguerra de 1914, fue una “cultura fracasada”; no
fue capaz de prever los futuros problemas que, recrudecidos, volvieron
a reproducirse dos décadas después.
Con esta memoria se produjo un esfuerzo
colectivo de los líderes europeos por superar nacionalismos. Trataron
de crear, por etapas, una “Unión Europea”, basada en la unión
económica. El proceso aún está por completar con medidas políticas
cuya ausencia se deja hoy notar. Pero produjo una conciencia de “guerra
imposible” en Europa, y un auge económico sin precedentes hasta
entonces.
Hoy, en un contexto político y
económico diferente, la crisis financiera y económica (tal vez más
compleja que la crisis de 1927), amenaza al euro –una moneda sin Estado– y
pone en riesgo la misma Unión Europea.
En esta situación, sería oportuno plantearnos el
tema de los miedos “oportunos” y de las “culturas fracasadas”.
¿Qué es una “cultura fracasada?
Una cultura fracasada es aquella en la que
el sistema de organización social se problematiza por unas cuestiones
que desbordan las soluciones ofrecidas. ¿Podría estarse acercando el
Occidente europeo a este límite? Porque se “construye” en Europa hoy
un tipo de miedo nuevo para los europeos de los últimos
cincuenta años. Miedo para el que las soluciones ofrecidas por la
clase política dirigente no parece ofrecer una esperanza tangible. Al
menos para las economías periféricas de la zona euro.
Miedo, no a la guerra, sino más difuso y
anónimo. Un miedo al futuro económico de muy extensas capas de
población. Miedo que se extiende al paro masivo, al deterioro creciente
de las condiciones laborales, a la pérdida de la vivienda e incluso a
la perspectiva de una pobreza vergonzante.
Y ello en sociedades que guardan el
recuerdo reciente de una abundancia, en algunos casos cercana al
despilfarro, pero que también permitió a muchos el acceso a un estándar de
vida decoroso, propio de la clase media–baja. Todo ello se está
viniendo abajo aceleradamente.
Estamos sin signos de bonanza en el horizonte. El
euro sigue enfermo, acosado por “los mercados intranquilos” (que se siguen
enriqueciendo).
Es duro poner este final al tema del miedo. El
pesimismo no es la estrella bajo la cual pueda vivir el individuo sano.
Pero tampoco es sano, incluso es perjudicial a la luz de la
Historia, esconder los miedos de la población, traducidos a duras
realidades, bajo la capa de la retórica política de un mañana venturoso. Y
este es el miedo que en Europa estamos ahora aprendiendo. Aunque
pensemos que todavía Europa no es una cultura fracasada.
La “caña débil” de Pascal no es hoy tan
débil, desde luego. Pero lo que resulta dudoso ante los resultados es
que piense acertadamente sobre la posible solución de los problemas que,
desde hace varios años, la están desbordando.©
Javier Martínez
Cortés
Sociólogo
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