viernes, 20 de marzo de 2020

EL MIEDO ES UNA DE LAS CARACTERÍSTICAS DEL SER HUMANO, PERO ES UNA, NO LA CONVIRTAMOS EN LA CARACTERÍSTICA ÚNICA, QUE ES POSIBLE POR EL CAMINO QUE SE LLEVA, NO NOS CONVIRTAMOS EN PURO MIEDO, QUE ES POSIBLE POR EL CAMINO QUE SE LLEVA. EL ANTÍDOTO PARA EL MIEDO ES EL SABER. LA ESPERANZA ES OTRA DE LAS CARTERÍSTICAS DEL SER HUMANO. LA ESPERANZA NO ES UNA GILIPOLLEZ PARA SER CREÍDA A TONTAS Y LOCAS PARA EVADIRSE DE LA REALIDAD, SINO ASENTADA EN UNA BASE LÓGICA Y RACIONAL LA BASE DE LA ESPERANZA ES EL SABER OBJETIVO, RACIONAL Y CONSCIENTE. Y ESTE TIPO DE SABER NO TIENE QUE COINCIDIR NECESARIAMENTE CON EL SABER OFICIAL UNIVERSITARIO




Escrito por: Javier Martínez Cortés
Enero - Febrero 2012
 


¿El miedo se aprende en la sociedad?

“El hombre es una caña, la más débil de la naturaleza” –sospechó Pascal-– “pero es una caña que piensa”. Esta combinación de debilidad y pensamiento está en la base del desarrollo de las culturas humanas. El ser humano se sintió animal amenazado y su cerebro –aún en proceso de desarrollo– le dijo que podría tratar de protegerse fabricando algo con lo que defenderse de sus amenazas. Había nacido el homo faber.

La cultura surgió como necesidad de proteger de sus peligros a la débil caña humana. Porque, consciente de su debilidad, el ser humano había sentido miedo. Y había encontrado en la cultura –esto es, en la construcción de artificios mediante su inteligencia– la defensa para sus miedos. La cultura surgió para proteger al ser humano.

Pero, probablemente muy pronto, los seres humanos, producto de la evolución, pudieron comprobar que otras “cañas débiles” semejantes a ellos, eran sin embargo, aún más débiles. Y los instrumentos, que les servían para defenderse de los depredadores de otras especies, podían también ser usados contra la propia especie.

Y el ser humano se convirtió en depredador de sus semejantes. La cultura sufría así, vista desde nuestra altura temporal, una perversión. “Homo homini lupus” sentenció Hobbes, ya a millones de años, para justificar el nacimiento del Estado.

¿Hay un miedo “natural”?

El miedo está por tanto implícito en la conciencia del ser humano, ante los peligros que le amenazan. La vida es esencialmente afirmativa y la sostiene el instinto de conservación. Una de las necesidades básicas en toda existencia es la de seguridad. Toda amenaza a esta seguridad provoca la reacción espontánea del miedo. En este sentido, el experimentar miedo es un fenómeno que podría considerarse natural.

Ahora bien, el motivo por el que se experimenta el miedo es aprendido en el interior de la propia cultura. Por ello, nuestros miedos son tan diferentes. (No son los mismos los miedos ante el cáncer que ante la práctica del vudú.)

Así, el miedo se produce siempre en circunstancias sociales. Posee un contenido social e histórico que evoluciona con el desarrollo de las culturas. El miedo participa de la función protectora de la vida, aunque a veces no sea real sino imaginario. Un miedo prudente –que solemos denominar “precaución”– constituye una salvaguardia de la existencia. (“Vivir” supone siempre la prueba existencial de superar no sólo incertidumbres sino miedos).

El hombre como productor de miedo. Los miedos hoy

Desde la perspectiva de las modernas sociedades ya desarrolladas, nos costó mucho aceptar la necesidad del miedo. En la sociedad de la abundancia, la seguridad tenía que ser abundante. Ello promocionó el sustancioso filón económico de las Sociedades de Seguros e hizo patente la idea de que sugerir algún tipo de miedo (una epidemia vírica) era rentable puesto que promocionaba la compra de la medicación previa.

Desde siempre, el miedo de los demás supuso una cuota de poder (léase “El Príncipe” de Maquiavelo). Pero ahora, además, proporcionaba un negocio. Dentro de lo que puede caber, se apoyaba en la idea de una mayor seguridad para nuestra salud. Menos inocente, y muy rentable, incluso en época de crisis económica, es la fabricación y venta de armas a otros países. Siempre hay mercado para ellas: todos los países que las adquieren, por pobres que sean, lo hacen para proporcionar una mayor seguridad frente a sus enemigos (a los que tal vez se piensa atacar). Este maridaje entre seguridad y armas agresivas se ha impuesto en nuestra retórica occidental. Los anticuados Ministerios de Guerra se han transmutado en modernos Ministerios de Defensa.

En la práctica real, con distintas palabras, hay una glorificación de la violencia. La producción cultural del miedo (al margen de catástrofes naturales) ha tenido ya un carácter exponencial. “Cultural” aquí quiere decir: con el artificio de una técnica cada vez más sofisticada, añadida al marketing ideológico sobre “el enemigo”. Ya no hay distancias que antes separaban a las personas. Hoy conocemos que nuestro planeta está envuelto en violencia y amenazas –explícitas o no– de violencia. Como si nos poseyera una imagen cainita de lo que es convivir sobre la Tierra.




Ma allá de la esperanza filosófica y de la retórica política, está la historia tan reciente de nuestro convulso siglo XX. Esta historia produjo un fundado miedo a reiterar los problemas. Resultaba indispensable superar con un destino común los enfrentamientos y las muertes.


El miedo en escenarios menores

El miedo se puede producir en escenarios menores. Incluso dentro de la familia y la “polis”, instrumentos que los seres humanos se dieron para protegerse, aunque en la práctica impusieran una violencia social, aceptada por miedo (inferioridad de la mujer, esclavitud). Pero hoy, en sociedades donde se vive bajo el ideograma de la libertad, el miedo adquiere un carácter sangriento. Óiganse las noticias cotidianas sobre “violencia de género” y recuérdese la historia de la ex-Yugoslavia con sus enfrentamientos étnicos y religiosos.

La mirada occidental de Hegel, en el siglo XIX, vio que la Historia universal no se podía considerar un muestrario de la dicha humana. Pero pensó que la cultura (la de Occidente, claro) evolucionaba hacia la libertad como meta última.

Hoy nos cuesta admitir este horizonte último de Hegel. No es que no hayamos formulado como derechos “inalienables” los debidos a la libertad de la persona. Sin infravalorar la necesidad y la exigencia de esta formulación, también en Occidente hemos encontrado fórmulas dotadas de nombres respetables para infringir algunos de esos derechos (no es lícito ejercer la tortura, pero sí “someter a presión” a la persona humana).

Más allá de la esperanza filosófica, y de la retórica política, está la historia –tan reciente– de nuestro convulso siglo XX. Europa con sus guerras y sus ensayos de exterminio étnico, Japón con su experiencia de la bomba atómica… han conocido la difusión de un terror masivo.

Ello produjo un fundado miedo a la reiteración de los problemas (es prudente sentir miedos). Resultaba indispensable superar, con un destino común, los enfrentamientos dramáticos y las muertes masivas (literalmente de millones de personas). Las potencias vencedoras en la guerra del 14 fracasaron en dotar a Europa de una paz duradera (no tuvieron suficiente miedo). La cultura europea –políticos y economistas– de la posguerra de 1914, fue una “cultura fracasada”; no fue capaz de prever los futuros problemas que, recrudecidos, volvieron a reproducirse dos décadas después.

Con esta memoria se produjo un esfuerzo colectivo de los líderes europeos por superar nacionalismos. Trataron de crear, por etapas, una “Unión Europea”, basada en la unión económica. El proceso aún está por completar con medidas políticas cuya ausencia se deja hoy notar. Pero produjo una conciencia de “guerra imposible” en Europa, y un auge económico sin precedentes hasta entonces.

Hoy, en un contexto político y económico diferente, la crisis financiera y económica (tal vez más compleja que la crisis de 1927), amenaza al euro –una moneda sin Estado– y pone en riesgo la misma Unión Europea.

En esta situación, sería oportuno plantearnos el tema de los miedos “oportunos” y de las “culturas fracasadas”.

¿Qué es una “cultura fracasada?

Una cultura fracasada es aquella en la que el sistema de organización social se problematiza por unas cuestiones que desbordan las soluciones ofrecidas. ¿Podría estarse acercando el Occidente europeo a este límite? Porque se “construye” en Europa hoy un tipo de miedo nuevo para los europeos de los últimos cincuenta años. Miedo para el que las soluciones ofrecidas por la clase política dirigente no parece ofrecer una esperanza tangible. Al menos para las economías periféricas de la zona euro.

Miedo, no a la guerra, sino más difuso y anónimo. Un miedo al futuro económico de muy extensas capas de población. Miedo que se extiende al paro masivo, al deterioro creciente de las condiciones laborales, a la pérdida de la vivienda e incluso a la perspectiva de una pobreza vergonzante.

Y ello en sociedades que guardan el recuerdo reciente de una abundancia, en algunos casos cercana al despilfarro, pero que también permitió a muchos el acceso a un estándar de vida decoroso, propio de la clase media–baja. Todo ello se está viniendo abajo aceleradamente.
Estamos sin signos de bonanza en el horizonte. El euro sigue enfermo, acosado por “los mercados intranquilos” (que se siguen enriqueciendo).

Es duro poner este final al tema del miedo. El pesimismo no es la estrella bajo la cual pueda vivir el individuo sano. Pero tampoco es sano, incluso es perjudicial a la luz de la Historia, esconder los miedos de la población, traducidos a duras realidades, bajo la capa de la retórica política de un mañana venturoso. Y este es el miedo que en Europa estamos ahora aprendiendo. Aunque pensemos que todavía Europa no es una cultura fracasada.

La “caña débil” de Pascal no es hoy tan débil, desde luego. Pero lo que resulta dudoso ante los resultados es que piense acertadamente sobre la posible solución de los problemas que, desde hace varios años, la están desbordando.©


Javier Martínez Cortés
Sociólogo




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