Dicho en
breve: no tenemos más remedio que reconocer que la literatura no ha
transformado al mundo, y el mundo es el que ha transformado, y no sólo
socialmente, a la literatura. Artículo publicado en Quimera 119, junio de 1993.
Sobre literatura, compromiso y transformación social
El Viejo Topo
22 marzo,
2023
Repito estas palabras lentamente –literatura, compromiso, transformación social–, pronuncio las sílabas como si en cada una de ellas todavía se escondiese un significado secreto a la espera de ser revelado o simplemente reconocido, intento reencaminarlas para la integridad de un sentido primero, restauradas del desgaste del uso, purificadas de las vulgaridades de la rutina, y me encuentro, sin sorpresas, ante dos vías de reflexión, quién sabe si las úni-cas posibles, recorridas ya mil veces, es cierto, pero a las que nuestro ineludible destino regresa siempre, cuando la continua crisis en la que viven los seres humanos –seres en crisis, por excelencia, y humanos quizás por eso mismo– deja de ser crónica habitual, para volverse aguda y, al cabo de un tiempo, culturalmente insustentable.
Cómo parece ser la situación de este hombre que hoy somos y de este tiempo
en que vivimos
La primera vía de reflexión, que desde ahora, y pidiendo perdón a quien piense lo contrario, me atrevería a calificar de ingenua sería la de de una tendencia muy corriente que consiste en incluir a la literatura entre los agentes de transformación social, entendiéndose tal denominación, en este caso, no tanto como referida a las consecuencias sociales de los factores estéticos, pero sí a supuestas influencias determinantes, en el orden ético y en el orden axiológico, independientemente del carácter positivo o negativo de sus manifestaciones. De acuerdo con este modo de pensar, y extrapolando, en beneficio del raciocinio, contenidos y formas históricamente diferenciados, para poder abarcar en una única visión la enseñanza, la literatura y la cultura en general, tendríamos que coincidir hoy, a pesar de los desmentidos trágicos de la realidad, con la panglosiana convicción de nuestros ochocentistas y optimistas abuelos, para quienes abrir una escuela equivalía a cerrar una cárcel. Que vengan las estadísticas escolares y judiciales a decimos si la masificación de la enseñanza se ha configurado, de hecho, como suficiente prevención o antídoto eficaz contra la masificación de los crímenes, que es, sin duda, una de las características de nuestro fin de siglo…
Dejemos
entonces las escuelas a un lado, dejemos a otro lado la cultura en general,
dejemos el arte, la filosofía y la ciencia, para cuya adecuada ponderación me
faltarían el saber y la autoridad, y volvamos a la literatura y a su relación
con la sociedad. Vamos a mantenemos discretamente en los dominios de lo ético y
lo axiológico (sin los cuales hay que reconocer que cualquier examen de una
transformación social determinada, sea cual sea su época, tendría que
satisfacerse con poco más que una tabla de pesos y medidas) y reconozcamos, por
mucho que esa verificación castigue nuestra confianza, que las obras de los
grandes creadores literarios del pasado, de Ho-mero a Cervantes, de Dante a
Shakespeare, de Camoens a Dostoievski, a pesar de la excelencia de pensamiento
y la suerte de belleza que diversamente nos propusieron, no parecen haber
originado, en sentido pleno, ninguna transformación social efectiva, aun
teniendo una fuerte y a veces dramática influencia en comportamientos
individuales y generacionales. En el plano de la ética, de los valores, del
respeto humano, apetece decir, sin cinismo, que la humanidad (me estoy
refiriendo, claro está, a lo que solemos designar mundo occidental) sería
exactamente lo que es hoy si Goethe no hubiera venido al mundo. Y que,
reforzando esta idea, no consta que la lectura de los Fioretti de San
Francisco de Asís hubiese salvado siquiera a una sola de las víctimas de la
Inquisición…
Es admisible,
entonces, afirmar que la literatura, aun cuando por razones religiosas o políticas
se dedicó a un misionarismo de buenos consejos y a una ingeniería de almas
nuevas, no sólo no contribuyó, como tal, a una modificación positiva y duradera
de las sociedades sino que provocó, muchas veces, insanos sentimientos de
frustración individual y colectiva, resultantes de un balance negativo entre
las teorías y las prácticas, entre lo dicho y lo hecho, entre una letra que
proclamaba un espíritu y un espíritu que no se reconocía en la letra. Bastante
más fácil sería, para quien se empeñe en descubrir en todas las cosas mutuas
relaciones de causa-efecto, reunir pruebas de la maléfica influencia de la
literatura (de una parte de ella, por lo menos) en las costumbres y en la
moral, y por lo tanto en la sociedad, tarea, además, bastante favorecida por la
presencia obsesiva, por ejemplo, de algunas de esas obras y algunos de esos
autores en el imaginario sexual de millones de personas, alimentando fantasmas
y fantasías a los que, de otro modo, faltarían referencias, abono, modelos, en
otras palabras, una completa filosofía de la vida… Entendidas así tales
relaciones, y adoptando la actitud, más común de lo que se imagina, de aquéllos
que creen que algo sólo tiene verdadera existencia a partir del momento en que
existe la palabra que lo nombra, el sadismo se habría revelado al mundo cuando
el Marqués de Sade, siendo un niño, le arrancó por primera vez las alas a una
mosca, y el masoquismo también tuvo que esperar el día en que la pequeña alma
de Sacher-Masoch, tal vez a la misma edad, e imitando, sin saberlo, el ejemplo
de los místicos de todas las religiones, entendió que era primero posible, y
después deseable pasar del sufrimiento en el placer al placer en el
sufrimiento. Al cabo de milenios, después de una larguísima espera, de tanto
tiempo perdido, el sádico y el masoquista pudieron finalmente encontrarse,
reconocerse como complementarios y, de esta forma, inaugurar la felicidad.
Este camino,
tan breve, por la primera de las vías de reflexión que se nos presentan,
aquélla que se asentaba en el presupuesto de que la literatura,
independientemente del significado moral o amoral de sus expresiones, habría
ejercido o ejercería todavía influencia en la sociedad, al punto de
constituirse como uno de sus agentes transformadores, nos ha conducido, creo, a
una conclusión pesimista y aparentemente no extrapolable: la de su
irresponsabilidad esencial. Irresponsabilidad, digo, en el sentido restringido
de que no será legítimo atribuir al ciclo de La Guerra de las Dos Rosas de Shakespeare, tomemos este ejemplo, la culpa de un eventual aumento, en
número y en gravedad, de los crímenes públicos o privados en general, como de
la misma manera no tendremos derecho a acusar al autor de Ricardo III de no haber
podido lograr, gracias a lo que se espera sea la lección amonestadora y
edificante de toda la tragedia, que los reyes y los presidentes se mataran
menos y los particulares se respetasen más. Unos a otros y a sí mismos, debe
añadirse.
Si la
literatura es de hecho irresponsable, en la doble acepción de que no le puedan
ser imputados, aunque sólo sea parcialmente, ni el bien ni el mal de la
humanidad, y por lo tanto no está obligada, ya sea para hacer penitencia como
para felicitarse, a prestar declaración en ningún tribunal de opinión, si, por
el contrario, actúa, en su hacerse, como un reflejo más o menos inmediato del
estado mental de las sociedades y de sus sucesivas transformaciones, entonces,
la segunda vía de reflexión propuesta, aquella que, quizá con excesivo
radicalismo, precisamente acabaría por mostrar a la literatura como mero y obediente
sujeto, incluso en sus aparentes rebeliones, se interrumpe cuando aún no
habíamos dado los primeros pasos, reconduciéndonos así irónicamente al punto de
partida, a la bifurcación de los caminos, a la eterna interrogación sobre
lo que debe ser y para qué debe servir la literatura cuando, en la vida
cultural de los pueblos, se instala el sentimiento inquietante de que, no
habiendo aparentemente dejado de ser, manifiestamente ha dejado de servir.
Aunque el
determinismo de la conclusión puede humillar ciertas vanidades literarias, más
inclinadas de lo que aconsejaría la modestia a magnificar su papel en la
República de las Letras y en la sociedad en general, pienso que no tendremos
más remedio que reconocer que la literatura no ha transformado ni transforma socialmente
al mundo, y que el mundo es el que ha transformado y va transformando, y no
sólo socialmente, a la literatura. Puesta así la cuestión, en términos simples,
se objetará que después de que nos han cerrado los cami-nos, ahora vienen a
cerramos las puertas y que, encerrado en este círculo, vicioso y perverso como
ninguno, al escritor, como tal, no le quedará nada más que trabajar sin
esperanza de influir realmente en la vida de su época, limitado a producir los
libros que la necesidad de diversión de la sociedad, sin su parecer, le va
encargando, y con los cuales se satisfacen él y ella, o, en el caso de haber
sido reconocido al proyectarse sobre el cosmos, como poseedor del talento
suficiente, escribir obras que su tiempo comprenderá mal o a las que será
hostil, dejando al futuro la responsabilidad de un juicio definitivo que,
eventualmente seguro y justo en ese caso específico, incurrirá, infaliblemente,
en errores de apreciación cuando, en el presente, sea llamado a pronunciarse
sobre las obras contemporáneas. En verdad, el escritor cuando escribe no se
encuentra solo, está también rodeado de oscuridad, y creo que no abusaré de mi
limitada facultad de imaginar si digo que hasta la propia luz de la obra –poca
o mucha, todas la tienen– lo ciega. De esta particular ceguera no lo podrá
curar ninguna crítica, ningún juicio, ninguna opinión, por más fundamentadas y
útiles en algunos planos que se le presenten, ya que son emitidos, todos ellos,
desde otro lugar.
¿En qué quedamos entonces? Si las sociedades no se dejan transformar por la literatura, aunque ésta en alguna que otra ocasión pueda haber tenido en las sociedades alguna influencia superficial, o si por el contrario, es la literatura la que se encuentra permanentemente acosada por sociedades como éstas de hoy, que no exigen más que las fáciles variantes de una misma anestesia del espíritu que llaman frivolidad y brutalidad, cómo podremos nosotros, sin olvidar las lecciones del pasado y las insuficiencias de una reflexión dicotómica que se limitaría a hacernos viajar entre la hipótesis, nunca satisfactoriamente verificada, de una literatura agente de transformaciones sociales, y la evidencia de una literatura, esta otra, que no parece ser capaz de hacer más que recoger los destrozos y enterrar las víctimas de las batallas sociales, ¿cómo podremos, insisto, aunque provoquemos la buria de las futilidades mundanas y el escarnio de los señores del mundo, volver a un debate sobre literatura y compromiso, sin que parezca que estamos hablando de restos fósiles?
Espero que en
un futuro próximo no falten respuestas a esta pregunta y que cada una de ellas,
o todas juntas, puedan hacemos salir de la dolorosa y resignada parálisis de
pensamiento y acción en que parecernos complacernos. Por mi parte, me limito a
proponer, sin más rodeos, que regresemos rápidamente al Autor, a esa concreta
figura de hombre o mujer que está detrás de los libros y sin la cual la
literatura no sería nada, no para que nos diga cómo escribió sus grandes o
pequeñas obras (lo más probable es que no lo sepa), no para que nos eduque y
nos guíe con sus lecciones (que muchas veces es el primero en no seguir), sino,
simplemente, para que nos diga quién es, en la sociedad en que estamos él y
nosotros, para que se muestre todos los días como ciudadano de este presente,
aunque, como escritor, crea estar trabajando para el futuro. El problema no
está en que, supuestamente, se hayan extinguido las razones y las causas de
orden social, ideológico o político que, con resultados estéticos tan variables
en cuanto a las intenciones, llevaron a lo que se llamó Literatura de
compromiso, en el sentido modemo de la expresión; el problema está, más
crudamente, en que el escritor, por regla general, ha dejado de comprometerse y
que muchas de las teorizaciones en que hoy nos dejamos envolver no tienen otra
finalidad que constituirse como evasiones intelectuales, modos de ocultar, a
nuestros propios ojos, la mala conciencia y el malestar de un grapo de personas
–los escritores– que, después de haberse observado a sí mismos, durante mucho
tiempo, como luz divina y farol del mundo, añaden ahora, a la oscuridad
intrínseca del acto creador, las tinieblas de la renuncia y de la abdicación
cívicas.
Después de
muerto, el escritor será juzgado según aquello que hizo. Reivindiquemos,
en cuanto está vivo, el derecho a juzgarlo también por aquello que es.
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