Esta aguda reflexión sobre el poder –sobre el poder desnudo–
fue incluida en el volumen La seguridad comprometida. Nuevos desafíos, amenazas
y conflictos armados, por Caterina García y Ángel J. Rodrigo, Madrid, Tecnos,
2008, pp. 169-174.
Sobre poder y libertad
El Viejo Topo
9 enero, 2023
1. En los
primeros años de la década de los cincuenta del siglo pasado, cuando, una vez
terminada la segunda guerra mundial, se entró en la primera fase de la llamada
“guerra fría”, el filósofo Bertrand Russell y el físico Albert Einstein
acuñaron la expresión poder desnudo. Calificaban así, como desnudo, un
tipo de configuración del poder que, siendo formalmente democrático, o sea,
basándose en la representación, en el parlamentarismo y en la aceptación verbal
de la pluralidad de los partidos políticos, se ejercía de forma autoritaria al
limitar o conculcar las libertades de las personas y de los grupos a los que el
poder mismo consideraba disidentes.
Para decirlo
abreviadamente: poder desnudo es el tipo de configuración del
poder que caracteriza a lo que en EE.UU. se llamó macartismo. Russell y
Einstein distinguían esta articulación del poder de lo que fue el totalitarismo
nazi o estalinista, pero veían en la forma que estaba tomando este poder, y
sobre todo en su ejercicio cotidiano, un peligro para las libertades semejante
al que habían representado en su inicio, en la llamada sociedad de masas,
aquellas formas de totalitarismo.
Por debajo de
la expresión poder desnudo, acuñada críticamente, había una
preocupación que se puede resumir así: al fundirse el poder político-ideológico
con el poder militar y con el poder económico de las grandes corporaciones, el
Estado lo es todo (o casi todo) y la sociedad civil se hace gelatinosa, se
disuelve, y, hablando con propiedad, se la convierte en incivil. Se
la empuja desde arriba, desde el Poder (que ahora se escribirá con mayúsculas)
a hacerse incivil. Uno de los rasgos de esa incivilidad es que entonces se
reduce o se limita la libertad de los ciudadanos en nombre de la seguridad (del
Estado, de la nación, de la patria, etc.).
Basta con leer
lo que se ha ido publicando estos últimos años sobre la época del macartismo,
después de la desclasificación de tantos documentos secretos, para llegar a la
conclusión de Russell y Einstein tenían razón en su calificación del poder de
entonces y motivos sobrados para temer por las libertades y por la libertad.
Podríamos, ciertamente, introducir matices, como suelen hacer los filósofos de
la política, para distinguir entre totalitarismo y autoritarismo, entre
Leviatán y Behemot[1],
o entre formas distintas de autoritarismo político, pero hay que reconocer que
en lo que estaban diciendo por entonces Russell y Einstein, que no eran
filósofos de la política, está ya lo esencial para nuestro asunto de hoy.
Pues salvando
todo lo que haya que salvar, o sea, el cambio de los tiempos y de los
personajes y las implicaciones de la llamada globalización, nos encontramos
ahora en una situación que se asemeja a aquella: el poder vuelve a
aparecer desnudo y el riesgo de limitación o conculcación de
las libertades individuales y de los derechos conquistados colectivamente
vuelve a sentirse con la misma intensidad que entonces. Una vez más, los
poderes que entran en la configuración del Poder están aduciendo que la
seguridad es más importante que cualquier otra cosa (que el derecho, que los
derechos). Con lo cual la libertad decae.
Y, como antaño,
esta defensa de la seguridad se está haciendo formalmente en nombre de la
Libertad con una mayúscula que, como entonces, acaba siendo una cruz clavada en
las cabezas de los otros. En este caso en las cabezas de todos aquellos que se
niegan a entender los valores de la civilización en la misma acepción que la
Compañía del Gran Poder. Hay quien piensa que eso empezó después del 11 de
septiembre de 2001, pero seguramente es más verdad decir que empezó ya en 1991,
con la primera guerra del golfo Pérsico, aunque, evidentemente, la evidencia
del poder desnudo se ha acentuado desde 2001.
Hay varios
factores de la configuración del poder actual que, en mi opinión, están
condicionando el recorte de las libertades. Los enumeraré telegráficamente. El
primero es la desterritorialización (relativa) del Poder con mayúsculas. El
segundo es la pérdida, también relativa, del poder de actuación y decisión de
los estados nacionales. El tercero es la presión constante del Estado (que a
veces se declara mínimo) sobre la sociedad civil para su articulación
dependiente. El cuarto es el proceso acelerado de homogeneización cultural como
consecuencia de la globalización neoliberal. Y el quinto es la fusión
progresiva del antes llamado “cuarto poder” con el Poder en sí.
No me voy a
detener aquí a analizar los efectos negativos de cada uno de estos factores.
Para hacerse una idea de lo que significa el nuevo poder desnudo bastará
con mencionar tres cosas. Una: la justificación indirecta de la tortura (a
propósito de la barbarie civilizada en Irak y Guantánamo). Dos: la
justificación, en este caso directa, de la limitación de derechos y libertades
en nombre de la seguridad por parte de los principales Estados. Y tres: la
justificación tácita de algo que hace sólo cuatro décadas, en un mundo bipolar,
era motivo de escándalo para cualquier liberal digno de ese nombre, a saber: la
soberanía limitada. La aceptación e interiorización de la tortura del
otro, del recorte de las libertades en nombre de la seguridad y de la
limitación de las soberanías, ya no en nombre de un “gobierno mundial”, como
querían Russell y Einstein sino directamente en nombre de los intereses
económicos y geoestratégicos del Imperio, tiene que verse, de nuevo, como un
retorno a la sociedad incivil forzado por el poder desnudo. Y lo más chusco es
que esto se está haciendo en nuestros días invocando, desde el poder,
precisamente la sociedad civil y el Estado mínimo.
Si he empezado
mencionando la reflexión de Russell y Einstein sobre una época anterior,
también neoconservadora, es porque tengo la convicción de que una de las pocas
formas que los humanos han inventado hasta ahora para solventar el gran
problema de la incomprensión o incomunicación entre generaciones, de la cual
brota la ofuscación de la memoria, es la transmisión, como en una
carrera de relevos, de las experiencias vividas por los de más edad. Las
experiencias tienden a independizarse de los hombres que las vivieron. Por
ello, para ser compartidas, estas experiencias, que, sin su vivencia, siempre
serán consideradas como cosas abstractas por los más jóvenes, están pidiendo a
voces creencias comunes, convicciones también compartidas. Para conquistar y
fortalecer la democracia se necesita, por tanto, un delicado equilibrio entre
tradición y renovación, entre memoria histórica e invención socialmente
productiva.
Hubo un tiempo
en que este delicado equilibrio sólo podía lograrse a través de la palabra,
puesto que la escritura era cosa de minorías selectas. Hoy en día, en cambio,
la nostalgia de la buena palabra tiende a veces a asimilar el predominio de la
cultura de la imagen con el malestar cultural, con el desasosiego de la
cultura. Se dice incluso que la cultura de la imagen ha contribuido a la
pérdida de la memoria histórica de los más jóvenes. Esto es inexacto. En nuestro
tiempo las imágenes compiten denodadamente con la palabra dicha y con la
palabra escrita en la ofuscación de la memoria de las mayorías, cierto es, pero
también en la siempre renovada tentativa por configurar una nueva cultura para
una inmensa minoría. No en balde el cine tiene ya sus clásicos contemporáneos
apreciados intergeneracionalmente.
La tendencia a
echar la culpa del desasosiego cultural a la última y más potente de las nuevas
tecnologías producidas por la especie humana es casi tan vieja como la historia
de la tecnología y, con toda seguridad, simultánea a las boberías del optimismo
tecnocrático. Pero esa tendencia es también tan unilateral como el bobalicón
quedarse con la boca abierta ante los nuevos inventos que transforman el mundo
de la producción simbólica. No nos conviene, por tanto, encerrarnos en
controversias que reproduzcan dinámicas unilaterales conocidas. Lo que hace
falta en nuestras circunstancias es conocer mejor los motivos por los cuales la
pérdida de memoria histórica sigue siendo tan pertinaz a pesar de los
medios tecnológicos que tenemos a nuestro alcance.
En este sentido
hay que pensar que el tipo de reflexión sobre democracia y memoria histórica
que hace falta ahora no es político, ni tampoco apolítico, sino más bien prepolítico:
previo a la consideración política propiamente dicha, y, por tanto, más básico,
más fundamental. La reducción politicista de los problemas que nos agobian, que
son psico-sociales y culturales, a la simpleza de la encuesta sociológica o al
instrumental cálculo electoralista es, me parece, la vía más rápida para seguir
ignorando los motivos del disgusto y del malestar cultural que azotan a las
sociedades europeas. Estos, el disgusto y el malestar cultural, aumentan en
nuestras sociedades, y minan la confianza de las gentes en el tipo de
democracia establecida, no sólo (como se cree a veces) por la corrupción de
unos cuantos políticos profesionales, sino porque, junto a ésta, se va haciendo
cada vez más patente una contradicción insuperable del sistema.
Esta
contradicción podría formularse así: la necesidad de una conciencia de especie
implicada en la crisis económico-ecológica global de nuestro planeta, en este
vivir en un régimen de permanente «trampa adelante» (si se me permite traer a
colación la expresión del gran historiador Ramón Carande para caracterizar las
dificultades de otro Imperio), choca fuertemente con la no-contemporaneidad de
las vivencias de las pseudo-especies excluyentes en que continúa dividida la
Humanidad en la época de la plétora miserable. La cultura de la imagen, y en
primer lugar la presencia prepotente de «la bicha» (como, con razón, ha llamado
Rafael Sánchez Ferlosio a la televisión), hace especialmente agudo este
conflicto, porque resaltan hasta límites psicológicamente insoportables
la no-contemporaneidad de las situaciones y de las respuestas
que, sin embargo, se dan simultáneamente en el mundo, en un
mundo de cuyos sufrimientos y alegrías en las cuatro esquinas podríamos saberlo
todo ya casi al instante.
2. Precisamente
por el carácter tan fundamental de esta contraposición entre simultaneidad de
los acontecimientos y no-contemporaneidad de las respuestas subjetivas en un
mundo globalizado que es al mismo tiempo una plétora miserable, me permitiré
llamar la atención sobre dos cosas que se vienen haciendo en el análisis
sociopolítico de los últimos tiempos en Europa y en los Estados Unidos de
Norteamérica. Aunque minoritarias por el momento, ambas son atractivas y dan
esperanza en lucha por las libertades y frente al poder desnudo.
La primera es
la aproximación crítica al sentido del tiempo subjetivo, humanizado, o sea, al
sentido de los tiempos vividos por las personas con conciencia; una reflexión,
ésta, que tiene su origen en la vindicación feminista (pero no sólo feminista)
de cambiar los tiempos del trabajo y del ocio, los tiempos que
dedicamos actualmente al cuidado de los otros, sobre todo, de nuestros mayores,
y a la atención de uno mismo, los tiempos de lo público y de lo privado. Pues
sólo una consideración crítica de este tipo puede hacernos caer en la cuenta de
los sustanciales cambios que está experimentando en nuestras sociedades la
comunicación intergeneracional. No es casual la presencia y el protagonismo que
tuvieron las mujeres, y no sólo ni principalmente euro-norteamericanas, en la
reunión del Foro Social Mundial que tuvo lugar en Bombay, en el que se
planteaba justamente una recivilización de la sociedad global.
Y la segunda es
el trabajo que vienen realizando en las últimas décadas los juristas sensibles
y responsables que luchan por una democratización radical de las Naciones
Unidas y por un Tribunal Penal Internacional realmente independiente y con
capacidad decisoria. En cierto modo es una paradoja de nuestro tiempo, que dice
mucho de los vientos neo-conservadores que corren, el que los juristas simplemente
demócratas estén convirtiéndose en la vanguardia del pensar y el hacer
político-social. Pues en otros tiempos, no tan lejanos, de vanguardias
revolucionarias, la defensa del derecho, de los derechos y de las libertades
del individuo, venía siendo considerada, a lo sumo, cosa de la buena voluntad,
cosa de las “almas bellas” (como se decía). Ahora sabemos, en cambio, que la
encarnación del espíritu de Beccaria (pues eso es lo que significa la lucha en
positivo contra la tortura y la pena de muerte, contra la impunidad, el poder
desnudo y la persistencia de la barbarie) viene a ser la a de
ese abecedario que hay que aprender para juntar dos palabras que no siempre han
ido juntas pero que conviene juntar: libertad y liberación.
Por arriba, el
poder desnudo de nuestro tiempo ha cristalizado en la ideología de la “guerra
entre civilizaciones”, que es tal vez la ideología más anti-ilustrada que hemos
conocido desde el siglo XVIII. Tanto que, con razón, se ha dicho que más bien
habría que hablar de guerra entre barbaries. Esta ideología se difunde a todas
horas y, a pesar de su trivialidad, lo cierto es que desde 1991 ha ido cuajando
entre muchas personas, bien por inadvertencia o ignorancia, bien por interés. Pero
¿cómo explicar la cosa desde abajo, desde la sociedad civil que se quiere civil,
desde la reencarnación del espíritu de Beccaria que trata de juntas las
palabras libertad y liberación?
Tal vez así. Lo
que algunos autores han llamado “melancolía democrática” en esta reaparición
del poder desnudo es en buena parte efecto de la ampliación de la conciencia de
la no-contemporaneidad en un mundo de contemporáneos, consecuencia,
por tanto, de una acumulación de conocimientos que han podido ser
generalizados, universalizados, gracias a las tecnologías de la información y
la comunicación, sin que al mismo tiempo, y esto es lo esencial, haya podido
desarrollarse una nueva sensibilidad a la altura de las
necesidades de la conciencia de especie. Pues la sensibilidad propia
de la moral mesopotámica (y de sus variantes euro-norteamericanas) sigue
perdurando en nosotros junto al inigualable saber que ya proporciona, en el
ámbito de la individualidad, el alargamiento de la vida media de las
personas. Sabe más el diablo por viejo que por diablo, se decía
hasta hace poco. Y sufre por ello, habrá que añadir pronto.
En el plano
psico-social los cuernos del conflicto al que estoy apuntando son: de un lado,
la inigualable acumulación de saber sobre el mundo que sólo da la edad, y, de
otro, la persistencia y acentuación de la vieja sensibilidad fragmentadora de
los sentimientos de la especie. El mundo se empequeñece ante la capacidad de
conocer que dan las nuevas tecnologías y el alargamiento de la vida pero al
mismo tiempo se hace grande, y terrible, como decía Antonio
Gramsci, por la no-contemporaneidad, por la inadaptación de la
sensibilidad al conocimiento, sobre todo en las zonas económicamente más
desarrolladas del planeta. Esta inadecuación se tiene que pagar con un profundo
desasosiego: son muchas las personas que, al verse sin capacidad de actuación
para cambiar el mundo de base, oscilan entre la justificación encubierta de la
xenofobia y el racismo (que es siempre la reacción contra el prójimo más débil)
y la anomia depresiva.
Para salir de
tal encrucijada la memoria histórica es esencial. Y para recuperar la memoria
histórica hace falta encontrar un lenguaje común, un lenguaje que permita
comunicar intersubjetivamente las vivencias de este desasosiego
intergeneracional. De ahí la ocurrencia de empezar con la reflexión de Russell
y Einstein sobre el poder desnudo. No porque en ella estén pensados ya todos
los problemas que ahora nos preocupan al tratar de la limitación de las
libertades en nombre de la seguridad. Y menos porque yo esté pensando que haya
que adoctrinar ahora a los más jóvenes a partir de las teorías de aquellos dos
grandes sobre la necesidad de un “gobierno mundial” y cosas así, sino por algo
más sencillo y hasta más elemental: justamente por la forma en
que ellos plantearon el conflicto entre poder y libertad, por el lenguaje en
que expresaron lo que les preocupaba. Que me parece un lenguaje todavía
comprensible para quienes desconfían, con razón, del uso y abuso que en esta
parte del mundo hacemos de las grandes palabras deshonradas.
Nota:
[1] NE. Behemot, Bahamuth o Bégimo es una bestia
mencionada en Job 40:10-19. Metafóricamente, su nombre ha llegado a ser usado
para connotar algo extremadamente grande o poderoso.
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