Antígona
El Viejo Topo
24 agosto, 2022
Hace dos mil
quinientos años se escribían en Grecia poemas hermosísimos. Ahora ya casi no
son leídos más que por gentes que se especializan en su estudio, lo que
es una lástima. Pues esos viejos poemas son tan humanos que están todavía muy
cerca de nosotros y pueden interesar a todos. Serían aun más conmovedores para
el común de los hombres, aquellos que saben lo que es luchar y sufrir, que para
la gente que ha pasado toda su vida entre las cuatro paredes de una biblioteca.
Entre esos
viejos poetas Sófocles es uno de los más grandes. Escribió piezas de teatro,
dramas y comedias; no conocemos de él más que algunos dramas. En cada uno de
esos dramas el personaje principal es un ser valiente y altivo que lucha
completamente solo contra una situación intolerablemente dolorosa; se inclina
bajo el peso de la soledad, de la miseria, de la humillación, de la injusticia;
por momentos su coraje se quiebra; pero se mantiene firme y jamás deja que la
desgracia lo degrade. Así esos dramas, aunque dolorosos, no dejan nunca
una impresión de tristeza. Más bien se guarda una impresión de serenidad.
Antígona es el título de uno de esos dramas. El tema es la historia de un ser humano
que, totalmente solo, sin ningún apoyo, se coloca en oposición contra su propio
país, contra las leyes de su país, contra el jefe de Estado, y por
supuesto muy pronto es condenado a muerte.
Eso ocurre en
una ciudad griega llamada Tebas. Dos hermanos, después de la muerte de su
padre, se disputan el trono; uno de ellos obliga al otro a exilarse
y se convierte en rey. El exilado ha encontrado apoyo afuera y vuelve para
atacar su ciudad natal, a la cabeza de un ejército extranjero, con la
esperanza de retomar el poder. Hay una batalla; los extranjeros son puestos en
fuga, pero los dos hermanos se encuentran en el campo de lucha y se matan
mutuamente.
Su tío se
convierte en rey. Decide que los dos cadáveres no serán tratados de la misma
manera. Uno de los hermanos ha muerto por defender su patria: su cadáver
será enterrado con todos los honores convenientes. El otro ha
muerto atacando a su propio país: su cuerpo será abandonado sobre la tierra,
dejado como presa para las bestias y los cuervos. Hay que saber que para los
griegos no había peor desgracia ni peor humillación que ser tratado de esa
manera después de muerto. El rey comunica su decisión a los ciudadanos y hace
saber que quienquiera intente sepultar el cadáver maldito será condenado a
muerte.
Los dos
hermanos muertos han dejado dos hermanas que son todavía jovencitas. Una de
ellas, Ismena, es una criatura dulce y tímida, como hay tantas. La otra,
Antígona, tiene un corazón amante y un valor heroico. No puede soportar el
pensamiento de que el cuerpo de su hermano sea tratado de esa manera
vergonzosa. Entre los dos deberes de fidelidad, la fidelidad a su hermano
vencido y la fidelidad a su patria victoriosa, no vacila un instante.
Rehusa abandonar a su hermano, ese hermano cuya memoria es
maldecida por el pueblo y el Estado. Decide enterrar el cadáver a pesar de la
prohibición del rey y de la amenaza de muerte.
El drama
comienza con un diálogo entre Antígona y su hermana Ismena. Antígona quisiera
que Ismena la ayudara. Ismena está espantada; su carácter la inclina más a la
obediencia que a la rebelión.
Tenemos que
someternos a los más fuertes,
ejecutar todas sus órdenes, aunque fueran todavía más penosas. Yo
obedeceré a los que están en el poder.
No estoy hecha para levantarme contra el Estado.
A los ojos de Antígona esta sumisión es una cobardía. Obrará sola. Mientras
tanto los ciudadanos de Tebas, felices por la victoria y la paz reconquistada,
celebran el alba del nuevo día:
Rayo de sol,
traes a Tebas la luz más hermosa. Por fin te has mostrado,
ojo del dorado día...
Pronto se dan cuenta de que alguien ha intentado empezar a sepultar el
cadáver; no tardan en prender a Antígona mientras lo hace; la llevan ante el
rey. Para él, en este asunto hay ante todo una cuestión de autoridad. El orden
del Estado exige que la autoridad del jefe sea respetada. En lo que acaba de
hacer Antígona ve en primer lugar un acto de desobediencia. Ve también un acto
de solidaridad con un traidor de la patria. Por eso le habla duramente: En
cuanto a ella, no niega nada. Se sabe perdida. Pero no se turba ni un instante.
Tus órdenes, a
lo que pienso, tienen menos autoridad que las leyes no escritas e
imprescriptibles de Dios. Todos los que están aquí presentes me aprueban.
Lo dirían, si el temor no les cerrara la boca.
Pero los jefes poseen muchos privilegios, y sobre todo el de obrar y
hablar como les plazca .
Un diálogo se
establece entre ellos. Él juzga todo desde el punto de vista del Estado; ella
se coloca siempre en otro punto de vista, que le parece superior. Él recuerda
que los dos hermanos no han muerto en las mismas condiciones:
— Uno
atacaba su patria, el otro la defendía.
¿Hay que tratar de la misma manera al honesto y al culpable?
— ¿Quién sabe si esas distinciones son válidas entre los muertos?
— Un enemigo, aunque está muerto no se convierte por eso en amigo.
— No he nacido para compartir el odio sino el amor.
A estas conmovedoras palabras el rey responde con una condena a muerte:
— Y bien, vé a
la tumba y ama a los muertos si tienes necesidad de amar.
Llega Ismena; ahora quisiera compartir la suerte de su hermana, morir con
ella. Antígona no lo permite y trata de calmarla:
Tú has elegido
vivir, yo morir.
Sé valiente, vive. Para mí, mi alma ya está muerta.
El rey hace
llevar a las dos muchachas. Pero su hijo, que es el novio de Antígona, viene a
interceder ante él por la que ama. El rey no ve en este acto más que un nuevo
atentado contra su autoridad. Es preso sobre todo de una violenta cólera cuando
el joven se permite decirle que el pueblo tiene piedad de Antígona. El debate
pronto se transforma en querella. El rey exclama:
— ¿Acaso no me
corresponde a mí solo gobernar este país?
— No hay ciudad que sea cosa de un solo hombre.
— ¿Entonces la ciudad no pertenece al jefe?
— Podrías muy bien, en ese sentido, reinar sobre un país desierto.
El rey se
obstina. El joven se encoleriza, no logra nada y se va desesperando. Algunos
ciudadanos de Tebas que han asistido a la querella, admiran el poder del amor:
Amor invencible
en el combate, «amor que te deslizas en las casas,
¡tú que te aposentas
en las delicadas mejillas de las jóvenes!
Vas más allá de los mares.
Entras en los establos de los campesinos.
¿Nadie te escapa, ni los dioses inmortales,
ni los hombres que no viven más que un día!
Y quien ama es loco.
En ese momento aparece Antígona, conducida por el rey. La tiene de las
manos, la arrastra a la muerte. No la matarán, pues los griegos creían que
traía mala suerte derramar la sangre de una doncella; pero será peor. La
enterrarán viva. La meterán en una caverna y tapiarán la caverna, para que
agonice allí lentamente en las tinieblas, hambrienta y asfixiada. No tiene ya
más que unos pocos instantes. En el momento en que se encuentra en el umbral mismo
de la muerte y de una muerte tan atroz, la altivez que la sostenía se quiebra.
Llora.
Volved los ojos
hacia mí, ciudadanos de mi patria,
recorro mi último camino.
Veo los últimos rayos de sol,
Jamás veré otros.
No escucha·ninguna buena palabra. Los que allí se encuentran se guardan muy
bien, en presencia del rey, de darle muestras de simpatía; se limitan a
recordarle fríamente que mejor hubiera hecho en no desobedecer. El rey, con el
tono más brutal, le ordena que se apure. Pero ella no puede resolverse
todavía al silencio:
He aquí que me
arrastran tomándome de las manos,
a mí virgen , a mí sin esposo, a mí que no tuve mi parte
en el matrimonio, ni en la crianza de los hijos.
Abandonada como me veis, sin ningún amigo, ¡ay!
voy a entrar totalmente viva en la fosa de los muertos.
¿Cuál es el crimen que he cometido ante Dios?
¿Por qué, desdichada, debo todavía dirigir mi mirada
hacia Dios? ¿A quién puedo llamar en mi ayuda? ¡Ah!
Porque hice el bien me hacen tanto mal.
Pero si ante Dios lo que me infligen es legítimo
en medio de mis sufrimientos reconocerá mis errores.
Si son ellos los que se equivocan, no les
deseo más
dolores que los que me hacen padecer injustamente.
El rey pierde la paciencia y termina por arrastrarla a la fuerza. Vuelve
después de haber hecho tapiar la caverna donde la ha arrojado. Pero entonces le
tocará el turno de sufrir. Un adivino que sabe predecir el futuro le anuncia
las peores desgracias si no libera a Antígona: después de una larga y violenta
discusión, cede. Se abre la cueva y se encuentra a Antígona que está ya muerta
pues logró estrangularse a sí misma; se encuentra también a su novio que abraza
convulsivamente al cadáver. El joven se había dejado emparedar voluntariamente.
Cuando ve a su padre se levanta y en un acceso de furor impotente se mata
ante sus ojos. La reina al saber del suicidio de su hijo se mata también.
Vienen a anunciarle esta nueva muerte al rey. Ese hombre que tan bien sabía
hablar como jefe se hunde anonadado por la pena. Y los ciudadanos de
Tebas concluyen:
Las altivas
palabras de los hombres orgullosos se pagan con
terribles desgracias; y así envejeciendo aprenden la moderación.
Nota:
[1] Este artículo fue publicado originalmente por Simone Weil
en una revista dirigida a obreros (Entre nous, chronique de
Rosieres, Rosieres, 16 de mayo de 1936). Con él quiso dar comienzo a
un antiguo proyecto suyo: hacer accesible a las masas populares las grandes
obras de la filosofía griega. La traducción castellana, de María Eugenia
Valentié, fue publicada en: S. Weil, La fuente griega, Editorial
Sudamericana, Buenos Aires 1961. Se reproduce aquí con autorización de
esa Editorial (nota del editor).
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