Tal día como hoy de 1885 moría el gran escritor francés Víctor Hugo.
Republicano convencido, poeta, dramaturgo y novelista, es considerado el máximo
exponente del Romanticismo en su país. Lo recordamos con este poema de Las
Rosas de la vida.
La Pobre Gente
El Viejo Topo
22 mayo, 2022
©Del dibujo: Yann Dalon.
La Pobre Gente
I
Es de noche. La
choza es pobre, aunque segura.
Sombrío es su
interior, mas algo se percibe
que irradia
entre las sombras de su oscuro crepúsculo.
Redes de
pescador cuelgan de sus paredes.
Y al fondo, en
un rincón, una vajilla humilde,
encima de un
arcón, destella vagamente,
y una gran cama
adviértese, echadas sus cortinas.
Cerca, un
colchón se extiende sobre unos viejos bancos,
y cinco niños
sueñan en él como en un nido
de almas. El
hogar donde unas llamas velan
alumbra el
techo oscuro, y una mujer, de hinojos,
la frente sobre
el lecho, reza y piensa, agitada.
Es su madre.
Está sola. Blanco de espuma, afuera,
contra el
viento, las rocas, las sombras y la bruma,
el torvo Océano
lanza sus oscuros sollozos.
II
Su hombre está
en el mar. Marino desde niño,
contra el
siniestro azar libra una gran batalla.
Llueva o
truene, sin falta ha de salir él siempre,
pues las
criaturas tienen hambre. Al atardecer
parte cuando
las aguas profundas van subiendo,
del dique, los
peldaños.
La mujer quedó
en casa cosiendo viejas telas,
remendando las
redes, cuidando los anzuelos,
ante el hogar
velando la sopa de pescado,
y a Dios luego
rezando cuando los niños duermen.
Él, solo,
combatido del mar, cambiante siempre,
se adentra en
sus abismos y se pierde en la noche.
¡Qué esfuerzo!
Todo es negro y frío, nada luce.
En los
rompientes, entre las delirantes olas,
el buen banco
de pesca y, sobre el mar inmenso,
el lugar móvil,
negro, cambiante y caprichoso,
tan querido a
los peces de aletas plateadas,
no es más que
un punto sólo, grande como dos chozas.
Mas, de noche,
en diciembre, con niebla y aguacero,
para encontrar
tal punto sobre el desierto inquieto
¡cómo hay que
calcular el viento y la marea,
y combinar con
tino todas las maniobras!
Bordéanlo las
olas como culebras verdes;
el mar tuerce y
se encrespa sus pliegues desmedidos,
y hace gemir de
horror los pobres aparejos.
Sueña él con su
Jeannie, solo en el mar helado,
y ésta,
llorando, llámalo, y entrambos pensamientos
se cruzan en la
noche cual dos divinos pájaros.
III
Ella reza, y la
alondra con su burlón graznido
importúnale, y
entre escollos derruidos
le aterra el
Océano, y mil distintas sombras
su espíritu
atraviesan, de mar y marineros
llevados por la
cólera furiosa de las olas;
y mientras, en
su caja, cual sangre en las arterias,
el frío reloj
late, vertiendo en el misterio
el tiempo gota
a gota, inviernos, primaveras,
las varias
estaciones; y estas palpitaciones
abren para las
almas, y a modo de bandadas
de azores y
palomas, por un lado, las cunas;
(las tumbas por
el otro.
Ella medita y
sueña: —»¡Oh Dios, cuánta pobreza!”
Sus hijos van
descalzos en invierno y verano.
No comen pan de
trigo, sólo pan de cebada.
¡Oh Dios, el
viento ruge como un fuelle de fragua!
El mar bate en
la costa como si fuera un yunque,
y las estrellas
huyen entre el negro huracán
como un turbión
de chispas por una chimenea.
Es ya la
medianoche, la hora en la que ésta
como jovial
danzante ríe y juguetea
bajo antifaz de
raso que iluminan sus ojos;
la hora en que
medianoche, bandido misterioso,
de sombra y
lluvia lleno y su frente en el cierzo,
toma a un pobre
marino tembloroso y lo estrella
contra
espantosas rocas que aparecen de pronto.
¡Qué horror!,
el hombre cuyos gritos el mar sofoca,
siente ceder y
hundirse la barca en que naufraga,
y mientras
siente abrirse las sombras y el abismo
bajo sus pies,
¡aún sueña con esa vieja argolla
de hierro, de
su muelle, bañado por el sol!
Estas tristes
visiones su corazón conturban,
negro como la
noche. Y ella tiembla y solloza.
IV
¡Oh la pobre
mujer del pescador! Qué horrible
es tener que
decirse: —»Todo cuanto yo tengo,
hermano, padre,
amante, mis hijos más queridos,
el alma de mi
alma, están en ese caos
perdidos, mi
corazón, la carne de mi carne.”
¡Ser presa de
las olas es serlo de las bestias!
Pensar
—¡Cielos!— que el agua juegue con sus cabezas,
desde el hijo,
grumete, al marido, patrón,
y que el viento
soplando por sus trompas horribles
sobre ellos
desate su larga y loca trenza,
y tal vez a
esta hora se encuentren en peligro,
sin que saber
podamos lo que están ahora haciendo
más que para
enfrentarse a ese abismo sin fondo,
a esas oscuras
simas donde no hay ni una estrella,
¡tienen sólo
una plancha con un poco de tela!
¡Terrible angustia!
Corren todas sobre las rocas.
Las olas suben;
háblanles, grítanles: —»Devolvédnoslos”.
Mas ¡ay! qué es
lo que puede decirse al pensamiento
del mar,
siempre sombrío, y siempre trastornado!
Jeannie está
aún más triste. ¡Su esposo está allá solo!,
en esta áspera
noche, bajo el frío sudario,
sin ayuda. Sus
hijos son aún pequeños. Madre,
dices: «¡Si
fueran grandes! ¡Qué solo está!” ¡Quimeras!
Mañana, cuando
partan ya acompañando al padre
dirás entre
sollozos: «¡Oh, si aún pequeños fueran!”
V
Toma ella su
linterna y su capote. Es la hora
de ir a ver si
regresa y si la mar mejora,
si ya es de día
y el mástil muestra su gallardete.
¡Vamos! De casa
sale. La brisa matutina
no sopla aún.
No hay nada. No está esa línea blanca
en el confín en
donde se aclaran las tinieblas.
Llueve. Oh, qué
siniestra la lluvia, de mañana.
Parece que el
día tiembla, que está incierto y dudoso,
y que al igual
que un niño, llora al nacer el alba.
Sale. No hay
luz alguna en ninguna ventana.
De repente, a
sus ojos que buscan el camino,
con una rara
mezcla de lúgubre y de humana
una pobre
casucha, decrépita, aparece,
sin luz ni
fuego alguno; su puerta bate el viento;
sobre sus
viejos muros hay un techo oscilante,
y el cierzo en
él retuerce repugnantes rastrojos,
sucios y amarillentos
como un río revuelto.
«¡Vaya!”, no me
acordaba de esta pobre viuda
—se dice—; mi
marido la encontró el otro día
enferma y
solitaria; voy a ver cómo anda”.
Golpea ella la
puerta; escucha, no hay respuesta,
y Jeannie bajo
el viento del mar tirita y tiembla.
«¡Enferma! ¡Y
sus hijos andan tan mal nutridos!…
No tiene más
que dos, pero está sin marido”.
Golpea otra vez
la puerta. «¡Eh, vecina, vecina!”
Pero la casa
calla. «Oh Dios —se dice inquieta—,
¡cómo duerme
que no oye ni aun tras llamar tanto!”
Pero esta vez
la puerta, como si de repente
los objetos
sintieran una piedad suprema,
triste, giró en
la sombra y abrióse por sí misma.
VI
Entró, y su
linterna iluminó la negra
estancia muda
al borde de las rugientes olas.
Como por un
cedazo caía agua del techo.
Yacía al fondo
echada una terrible forma;
una mujer
inmóvil, descalza y boca arriba,
con la mirada
oscura y un espantoso aspecto,
un cadáver; —un
tiempo madre jovial y fuerte—;
el desgreñado
aspecto de la miseria muerta;
los despojos
del pobre tras su tenaz combate.
Pender dejaba
ella un frío y yerto brazo
con su mano ya
verde, en medio de la paja,
y brotaba el
horror de aquella boca abierta
por la que
alma, huyendo, siniestra, había lanzado
¡el grito de la
muerte que oye la eternidad!
Cerca donde
yacía la madre de familia,
dos niños muy
pequeños, un varón y una hembra,
en una misma
cuna sonreían en sueños.
Sintiéndose
morir, su madre habíales puesto
sobre sus pies
su manto, sus ropas sobre el cuerpo,
para que en esa
sombra que nos deja la muerte,
no hubieran de
sentir perderse la tibieza,
y así calor
tuvieran en tanto que frío ella.
VII
¡Cómo duermen
los dos en esa pobre cuna!
Su aliento es
apacible y sus frentes serenas,
cual si no
hubiera nada capaz de despertarlos,
ni siquiera las
trompas del Juïcio Final,
pues que,
inocentes siendo, a juez ninguno temen.
La lluvia ruge
afuera cual si fuera un diluvio.
Del techo, a
veces, cae con las rachas del viento
una gota de
lluvia sobre esa frente yerta
y corre por su
rostro cual si fuera una lágrima.
Las olas suenan
como la campana de alarma.
La muerta oye
la sombra con expresión absorta.
VIII
Pero Jeannie
¿qué ha hecho en casa de la muerta?
Bajo su amplia
capa ¿qué es lo que ella se lleva?
¿Qué es lo que
transporta al salir de la puerta?
¿Por qué su
pecho late? ¿Por qué apresura el paso?
¿Por qué así,
vacilante, entre las callejuelas
corre sin
atreverse a volver la cabeza?
¿Qué es, pues,
lo que ella oculta con un aire turbado
entre su lecho
en sombras? ¿Qué puede haber robado?
IX
Cuando ella
entró en su casa, las rocas de la costa
blanqueaban ya.
Una silla puso junto a su cama,
y se sentó muy
pálida, cual si un remordimiento
la abatiese. Su
frente puso en la cabecera
y, por unos instantes,
con voz entrecortada
habló mientras
que lejos, ronca, la mar bramaba.
«—¡Pobre
hombre, Dios mío! ¿Qué va a decir? ¡Ya tiene
tantas
preocupaciones! ¿Cómo pudo ocurrírseme?
¡Cinco niños a
cuestas! ¡Y trabajando tanto!…
¿No habían
bastantes penas, y ahora voy a darle
otra más?… —Oh,
¿es él? No, aún no. Hice mal.
Diré, si me
golpea: Tienes razón. ¿Es él?
Aún no. Mejor.
La puerta tiembla como si alguien
entrara. Pero
no. ¡Pobre hombre!, oír
que regresa él
ahora ¿es que va a darme miedo?”
Luego Jeannie
quedóse temblando y pensativa,
cada vez más
hundiéndose en una angustia íntima,
perdida entre
sus cuitas igual que en un abismo,
sin escuchar
siquiera los ruidos exteriores,
los negros
cormoranes volando vocingleros,
las olas, la
marea, la cólera del viento.
Ruidosa y clara
abrióse la puerta de repente,
dejando un
blanco rayo entrar en la cabaña,
y el pescador,
alegre, con sus chorreantes redes
en el umbral
mostróse, y «Así es la mar”, le dice.
X
Jeannie gritó:
«¡Eres tú!”, y fuerte contra el pecho
estrechó a su
marido cual si fuera un amante,
y besó su
chaqueta arrebatadamente
en tanto que él
decía: «¡Aquí estoy ya, mujer!”,
y mostraba en
su frente, que el fuego esclarecía,
su alma franca
y buena que Jeannie iluminaba.
«—Me han robado
—le dice—; el mar es una selva.”
«—¿Qué tiempo
ha hecho? —Duro. —¿Y la pesca? —Muy mala.
Pero mira: te
abrazo, y ya me siento a gusto.
No pude pescar
nada, y destrocé las redes.
El diablo
andaba oculto en el viento que aullaba.
¡Qué noche!
Hubo un momento que creí entre el estruendo
que el barco se
volcaba, y se rompió la amarra.
Pero dime, ¿qué
has hecho tú durante este tiempo?”
Ella sintió en
la sombra un estremecimiento.
«—¿Quién, yo?
¡Dios mío!, nada, lo que suelo hacer siempre.
Coser y oír
rugir el mar como un gran trueno.
Tuve miedo”.
«—El invierno es duro, mas da igual”.
Luego,
temblando como quien se ha portado mal,
«—A propósito…
—dijo—, nuestra vecina ha muerto.
Ayer debió
morir, en fin, ya poco importa,
al caer el sol,
después que partiérais vosotros.
Dos niños deja
ella, muy pequeños aún.
Se llama uno
Guillaume, y la otra Madelaine;
él todavía no
anda, la niña apenas habla.
Esa buena mujer
vivía en la miseria”.
Cobró él un
grave aspecto, y echando en un rincón
su gorro de
forzado, mojado por las olas,
«—¡Diablos!
—dijo— rascándose, absorto, la cabeza.
Teníamos cinco
niños, con éstos serán siete.
Ya alguna
noche, a veces, sin cenar nos quedábamos
los meses del
invierno. ¿Cómo haremos ahora?
Bueno, no es
culpa mía. Eso es tan sólo asunto
de Dios. Aun
así, es un grave accidente.
¿Por qué habría
de llevarse a esa pobre mujer?
¡Qué cuestión
tan difícil! ¡Mucho mayor que un puño!
Para entender
todo esto, hay que tener estudios.
¡Criaturas!,
tan pequeños no podrán trabajar.
Mujer, vete a
buscarles, pues si se han despertado,
estarán
asustados de estar junto a un cadáver.
Es su madre ¿no
ves?, que llama a nuestra puerta;
abrámosla a
esos niños. Vivirán con los nuestros.
A todos los
tendremos, de noche, en las rodillas.
Vivirán como
hermanos de nuestros cinco hijos.
Cuando vea el
Señor que hay que buscar comida
para esos
nuevos niños junto a los que tenemos,
para esa
pequeñina y para su hermanito,
Él hará que
cojamos más abundante pesca.
Beberé sólo
agua y haré doble trabajo.
He dicho. Ve a
buscarles. Mas, ¿qué tienes? ¿Qué pasa?
Tú sueles hacer
siempre las cosas más deprisa.
«—Mira, aquí
están”, le dice, abriendo las cortinas.
(Versión de
Carlos Clementson, de su antología inédita «Las Rosas de la vida» (Grandes
Siglos de la Poesía Francesa).
Fuente: Mundo Poético.
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