Tal día
como hoy en 1955 moría Albert Einstein. Creador y rebelde. Científico eminente,
particularmente sensible ante los problemas socio-políticos de su época,
librepensador humanista. Amó la razón, despreció el poder, alabó la
desobediencia civil.
Carta a Sigmund Freud
El Viejo Topo
18 abril, 2022
Desde Caputh
(Potsdam), Albert Einstein escribió a Freud el 30 de julio de 1932, un año
antes de que el nazismo tomase el poder en Alemania. La elección del
corresponsal fue decisión suya, al igual que el motivo central de la
correspondencia: arrojar luz sobre la manera de liberar a los seres humanos de
la fatalidad de la guerra[1].
Freud contestó desde Viena apenas un mes más tarde, septiembre de 1932,
señalando que cuando se enteró de que Einstein se proponía invitarle a un
intercambio de ideas sobre un tema que le interesaba y que le parecía digno del
interés de los demás, lo aceptó de muy buen grado, sin vacilación.
Estimado señor
Freud:
Tengo la
satisfacción, a instancias de la Sociedad de Naciones y de su Instituto
Internacional para la Cooperación Intelectual, con sede en París, de poder
analizar un problema libremente escogido por mí con una persona de mi elección,
en el marco de un intercambio libre de opiniones, lo que me da una oportunidad
única de dialogar con usted sobre la pregunta que, tal y como están las cosas
en la actualidad, resulta la más importante de las que se le plantean a la
civilización: ¿Hay una manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de
la guerra? Es sabido que, debido a los progresos de la técnica, de esta
pregunta depende la existencia de la humanidad civilizada; y, sin embargo, los
apasionados esfuerzos por resolverla han fracasado de forma alarmante hasta la
fecha. Yo creo que también entre los seres humanos que se ocupan práctica y
profesionalmente de este problema existe el deseo, resultado de una cierta
sensación de impotencia, de interrogar a personas que, debido a su actividad
científica habitual, mantienen la distancia necesaria respecto de todos los
aspectos de la vida. En cuanto a mí, la habitual orientación de mi pensamiento
no me permite formarme una idea acerca de las profundidades del querer y del
sentir humanos. Por lo tanto, en el presente intercambio de opiniones no puedo
hacer gran cosa más que intentar formular la pregunta acertadamente y, por
medio de la anticipación de las respuestas más obvias, darle a usted la
oportunidad de dilucidar la cuestión echando mano de su profundo conocimiento
de la vida de los instintos humanos. Confío en que usted podrá indicarnos unos
métodos educativos que hasta cierto punto se alejan de la política para
eliminar los obstáculos psicológicos. La persona inexperta en temas
psicológicos intuye la existencia de estos obstáculos, pero no sabe cómo
valorar sus correlaciones y su variabilidad. Puesto que me considero una
persona libre de sentimientos nacionalistas, el aspecto exterior o, mejor
dicho, organizativo del problema me resulta sencillo: que los Estados creen una
autoridad legislativa y judicial para la solución de todos los conflictos que
surjan entre ellos. Que cada Estado se comprometa a someterse a las leyes
sancionadas por la autoridad legislativa, a acudir al tribunal en todos los
casos de conflicto, a acatar sin reservas sus decisiones y a ejecutar todas las
medidas que dicho tribunal considere necesarias para la realización de sus
decisiones. En este punto se encuentra la primera dificultad: un tribunal es
una institución humana cuya tendencia a permitir que influencias
extrajudiciales afecten a sus decisiones es tanto mayor cuanta menos fuerza
tiene a su disposición para imponer sus decisiones. Es un hecho con el que
debemos contar: el derecho y la fuerza están unidos de forma inseparable, y las
decisiones de un organismo judicial se aproximan más al ideal de justicia de
una comunidad, en cuyo nombre e interés se emiten los fallos, cuantos más
medios coercitivos pueda procurarse esta comunidad para que su ideal de
justicia sea respetado. En la actualidad [1932], sin embargo, estamos lejos de
poseer una organización supraestatal que se halle en condiciones de dictar sentencias
de indiscutible autoridad y de obtener por medio de la fuerza la obediencia
absoluta para su ejecución. Se abre paso aquí, pues, la primera constatación:
el camino a la seguridad internacional pasa por la renuncia sin condiciones de
los Estados a una parte de su libertad de acción o, mejor dicho, de su
soberanía, y parece indudable que no existe otro camino para alcanzar esta
seguridad. Una ojeada al fracaso de los sin duda serios esfuerzos de los
últimos decenios para conseguir este objetivo, hace que todos percibamos con
claridad que existen enormes fuerzas psicológicas que paralizan estos
esfuerzos. Algunas de estas fuerzas son evidentes. La necesidad de poder del
sector dominante se resiste en todos los Estados a una limitación de sus
derechos de soberanía. Dicha necesidad de poder se alimenta con frecuencia de
un afán de poder material y económico de otro sector. Me refiero sobre todo al
pequeño pero decidido grupo de aquellos que, activos en todos los Estados e
indiferentes a las consideraciones y limitaciones sociales, ven en la guerra,
la fabricación y el comercio de armas una oportunidad de obtener ventajas
personales, o sea, de ampliar su esfera de poder personal. Esta sencilla
constatación supone, sin embargo, sólo un primer paso hacia la comprensión del
estado de las cosas. Inmediatamente se plantea la pregunta: ¿Cómo es posible
que la citada minoría pueda poner a las masas al servicio de sus deseos, si
estas, en el caso de una guerra, sólo obtendrán sufrimiento y pérdidas? (Cuando
me refiero a las masas, no excluyo a aquellos que, en calidad de soldados de
cualquier graduación, han hecho de la guerra su oficio, con la convicción de
que sirven a la defensa de los bienes más preciados de su pueblo y de que, a
veces, la mejor defensa es el ataque). Aquí la respuesta más indicada es: la
minoría de los dominantes tiene sobre todo la escuela, la prensa y casi siempre
también las organizaciones religiosas bajo su control. Con estos medios, domina
y dirige los sentimientos de las masas, al tiempo que los convierte en sus
instrumentos. Pero tampoco esta respuesta ofrece una solución completa, ya que
puede plantearse la siguiente pregunta: ¿Cómo es posible que las masas se dejen
enardecer hasta llegar al delirio y la autodestrucción por medio de los recursos
mencionados? La respuesta sólo puede ser: en los seres humanos anida la
necesidad de odiar y de destruir. Esta predisposición permanece latente en las
épocas en las que impera la normalidad y se manifiesta sólo en circunstancias
excepcionales; puede, sin embargo, ser fácilmente despertada e intensificada
hasta alcanzar la psicosis colectiva. Aquí parece residir el problema más
profundo de todo el aciago conjunto de factores que estamos analizando. Este es
el punto que sólo el gran conocedor de los instintos humanos puede dilucidar.
Todo esto nos lleva a una última pregunta: ¿es posible dirigir el desarrollo
psíquico de los seres humanos de tal manera que éstos se vuelvan más
resistentes a las psicosis del odio y de la destrucción? De ninguna manera pienso
aquí sólo en las llamadas masas incultas. De acuerdo con mi experiencia, son
sobre todo los denominados intelectuales los que sucumben con mayor facilidad a
las funestas sugestiones colectivas, puesto que no acostumbran tener un
contacto directo con la realidad, sino que la experimentan por medio de su
forma más cómoda y cabal, la del papel impreso. Para acabar, una última cosa:
hasta ahora sólo me he referido a la guerra entre Estados; es decir, a los
llamados conflictos internacionales. Soy consciente de que la agresividad
humana obra también bajo otras formas y en otras condiciones (pienso, por
ejemplo, en las guerras civiles, originadas antaño por motivos religiosos, hoy
en día por causas sociales; o, también, en la persecución de minorías nacionales).
No obstante, he destacado conscientemente la más representativa y desastrosa,
en tanto que desenfrenada, forma de conflicto entre comunidades humanas, porque
considero que ésta nos permite conocer, sin demasiados rodeos, los medios para
evitar los conflictos bélicos. Sé que usted, en sus escritos, ha contestado
tanto directa como indirectamente a todas las preguntas relacionadas con el
problema que nos interesa y nos preocupa. Con todo, sería de gran utilidad que
usted expusiera por separado el problema de la pacificación del mundo a la luz
de sus nuevos conocimientos, puesto que de una exposición de este tipo podrían
resultar empeños fértiles. Le saludo amistosamente. Suyo, A. Einstein
Nota:
[1] He usado la siguiente traducción: Albert Einstein y Sigmund
Freud, ¿Por qué la guerra?, Barcelona, Minúscula, 2001, págs.
63-65. Agradezco al profesor Francisco Fernández Buey su llamada de atención
sobre el interés de este intercambio epistolar.
Carta reproducida en el nº 254 de El Viejo Topo, marzo de 2009.
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