Hoy hace tres años nos dejó nuestro amigo, autor y
colaborador Samir Amin. Fue una persona excepcional y uno de los intelectuales
marxistas más brillantes de la izquierda contemporánea.
¿Salir de la crisis del capitalismo o salir del
capitalismo en crisis?
El Viejo Topo (Hemeroteca)
12.08.2021
Dibujos
de George Grosz
El principio de la acumulación sin fin que define al capitalismo es
sinónimo de crecimiento exponencial, y éste, como el cáncer, lleva a la muerte.
Stuart Mill, que lo había comprendido, imaginaba que un “estado estacionario”
pondría término a este proceso irracional. Keynes compartía este optimismo de
la Razón. Pero ni uno ni otro estaban equipados para comprender cómo podía
imponerse la superación necesaria del capitalismo. Marx podía en cambio
imaginar el derrocamiento del poder de la clase capitalista, concentrado hoy en
manos de la oligarquía.
El capitalismo, un paréntesis en la historia
La acumulación,
sinónimo igualmente de pauperización, dibuja el cuadro objetivo de las luchas
contra el capitalismo. Pero ésta se expresa principalmente por medio del
contraste cada vez mayor entre la opulencia de las sociedades del centro,
beneficiarias de la renta imperialista y la miseria de las sociedades de las
periferias dominadas. Este conflicto se convierte por ello en el eje central de
la alternativa “socialismo o barbarie”.
El capitalismo
histórico “realmente existente” está asociado a formas sucesivas de acumulación
por expropiación, no solamente en el origen (“la acumulación primitiva”), sino
en todas las etapas de su despliegue. Una vez constituido, este capitalismo
“atlántico” partió a la conquista del mundo y lo reconfiguró sobre la base de
la permanencia de la expropiación de las regiones conquistadas, que de esta
manera se convirtieron en las periferias dominadas del sistema.
Esta mundialización
“victoriosa” demostró ser incapaz de imponerse de una manera duradera. Apenas
medio siglo después de su triunfo, que podía ya parecer que inauguraba el “fin
de la historia”, era ya puesta en entredicho por la revolución de la
semi-periferia rusa y las luchas (victoriosas) de liberación de Asia y África
que constituyen la historia del siglo XX –la primera ola de luchas por la
emancipación de los trabajadores y los pueblos.
La acumulación
por expropiación prosigue ante nuestros ojos en el capitalismo tardío de los
oligopolios contemporáneos. En los centros, la renta de monopolio de que se
beneficiaban las plutocracias oligopolísticas es sinónimo de expropiación del
conjunto de la base productiva de la sociedad. En las periferias, esta
expropiación pauperizante se manifiesta por la desposesión del campesinado y
por el pillaje de los recursos naturales de las regiones en cuestión. Ambas
prácticas constituyen los pilares esenciales de las estrategias de expansión
del capitalismo tardío de los oligopolios.
Con este
espíritu, yo sitúo la “nueva cuestión agraria” en el centro del desafío para el
siglo XXI. La desposesión del campesinado (de Asia, de África y de América
Latina) constituye la principal forma contemporánea de la tendencia a la
pauperización (en el sentido que Marx da a esta “ley”) asociada a la
acumulación. Su puesta en práctica es indisociable de las estrategias de
captación de la renta imperialista por los oligopolios, con o sin
agro-carburantes. Deduzco de ello que el desarrollo de las luchas sobre este
terreno, las respuestas que se darán a través de ellas al porvenir de las
sociedades campesinas del Sur (casi la mitad de la humanidad), dirigirán en
buena medida la capacidad o no de los trabajadores y de los pueblos para
producir avances en la ruta de la construcción de una civilización auténtica,
liberada de la dominación del capital, para la que no veo otro nombre que el de
socialismo.
El pillaje de
los recursos naturales del Sur que exige la continuación del modelo de consumo
despilfarrador en beneficio exclusivo de las sociedades opulentas del Norte
aniquila toda perspectiva de desarrollo digna de este nombre para los pueblos
afectados y constituye por ello la otra cara de la pauperización a escala
mundial. En este sentido, la “crisis de la energía” no es el producto del
enrarecimiento de algunos de los recursos necesarios para su producción (el
petróleo, por supuesto), ni tampoco el producto de los efectos destructores de
las formas energetívoras de producción y consumo en vigor.
Esta descripción –correcta– no va más allá de las evidencias banales e
inmediatas. Esta crisis es el producto de la voluntad de los oligopolios del
imperialismo colectivo de asegurarse el monopolio del acceso a los recursos
naturales del planeta, sean éstos escasos o no, para así apropiarse de la renta
imperialista, tanto si la utilización de estos recursos siguiese siendo como es
ahora (despilfarradora, energetívora) como si se sometiese a nuevas políticas
“ecologistas” correctivas. Deduzco de ello igualmente que la prosecución de la
estrategia de expansión del capitalismo tardío de los oligopolios topará
necesariamente con la resistencia cada vez mayor de las naciones del Sur.
La crisis
actual no es, pues, ni una crisis financiera ni la suma de crisis sistémicas
múltiples, sino la crisis del capitalismo imperialista de los oligopolios, cuyo
poder exclusivo y supremo corre el riesgo de ser cuestionado una vez más, tanto
por las luchas del conjunto de las clases populares como por las luchas de los
pueblos y naciones de las periferias dominadas, por “emergentes” que sean en
apariencia. Es simultáneamente una crisis de la hegemonía de los Estados
Unidos. Capitalismo de los oligopolios, poder político de las oligarquías,
mundialización bárbara, financiarización, hegemonía de los Estados Unidos,
militarización de la gestión de la mundialización al servicio de los
oligopolios, decadencia de la democracia, pillaje de los recursos del planeta,
abandono de la perspectiva del desarrollo del Sur son indisociables.
El verdadero
desafío es, pues, el siguiente: ¿conseguirán estas luchas converger para abrir
la vía –o las vías– de la larga ruta a la transición del socialismo mundial? ¿O
permanecerán separadas unas de otras, e incluso entrarán en conflicto unas
contra otras y por ello, ineficaces, dejarán la iniciativa al capital de los
oligopolios?
De una larga crisis a otra
El
desmoronamiento financiero de setiembre de 2008 ha sorprendido probablemente a
los economistas convencionales de la “mundialización feliz” y ha dejado desconcertados
a algunos de los fabricantes del discurso liberal triunfante después de “la
caída del muro de Berlín”. Si en cambio el acontecimiento no nos ha sorprendido
a nosotros –que ya lo esperábamos (sin haber predicho la fecha en que se
produciría, por supuesto, porque no tenemos una bola de cristal)–, ha sido
simplemente porque, para nosotros, se inscribía naturalmente en el desarrollo
de la larga crisis del capitalismo envejecido que se había iniciado durante los
años setenta. Vale la pena remontarse a la primera larga crisis del capitalismo
que modeló el siglo XX por lo sorprendente que es el paralelismo existente
entre las etapas del desarrollo de estas dos crisis.
El capitalismo
industrial triunfante del siglo XIX entra en crisis a partir de 1873. Los
márgenes de beneficio se hunden, por las razones puestas en evidencia por Marx.
El capital reacciona con un doble movimiento de concentración y de expansión
mundializada. Los nuevos monopolios confiscan en beneficio propio una renta
extraída de la masa de la plusvalía generada por la explotación del trabajo.
Aceleran la conquista colonial del planeta. Estas transformaciones
estructurales permiten un nuevo despegue de los beneficios. Inician la “belle
époque” –de 1890 a 1914– del dominio mundializado del capital de los monopolios
financiarizados. Los discursos dominantes de aquella época hacen un elogio de
la colonización (la “misión civilizadora”), consideran la mundialización
como más, tanto por las luchas del conjunto de las clases populares como por
las luchas de los pueblos y naciones de las periferias dominadas, por
“emergentes” que sean en sinónimo de paz, y la socialdemocracia europea se suma
a este discurso.
Y sin embargo,
la “belle époque”, anunciada como el “fin de la historia” por los ideólogos de
la época, termina con la Primera Guerra Mundial, como sólo Lenin supo ver. Y el
período subsiguiente, que se prolonga hasta el día después de la Segunda Guerra
Mundial, será un período de “guerras y revoluciones”. En 1920, una vez aislada
la revolución rusa (el “eslabón débil” del sistema), después de la derrota de
las esperanzas de revolución en Europa central, el capital de los monopolios
financiarizados restaura contra viento y marea el sistema de la “belle époque”.
Una restauración que está en el origen del hundimiento financiero de 1929 y de
la depresión que se arrastrará hasta la Segunda Guerra Mundial.
El “largo siglo
XX” –1873/1990– es por tanto el del despliegue de la primera crisis sistémica
profunda del capitalismo senil (hasta el punto de que Lenin piensa que este
capitalismo de los monopolios constituye la “fase suprema del capitalismo”), y
al mismo tiempo el de una primera oleada triunfante de revoluciones
anticapitalistas (Rusia, China) y de movimientos antiimperialistas de los
pueblos de Asia y de África.
La segunda
crisis sistémica del capitalismo se inicia en 1971 con el abandono de la
convertibilidad en oro del dólar, casi exactamente un siglo después del inicio
de la primera. Los tipos de beneficio, de inversión y de crecimiento se desmoronan
(y ya no recuperarán jamás los niveles que habían alcanzado desde 1945 a 1975).
El capital responde al desafío como en la crisis precedente por medio de un
doble movimiento de concentración y de mundialización. Erige de este modo las
estructuras que definirán la segunda “belle époque” (1990/2008) de
mundialización financiarizada que permitirá a los grupos oligopolísticos
retener su renta de monopolio. Con los mismos discursos de acompañamiento: el
“mercado” garantiza la prosperidad, la democracia y la paz; es el “fin de la
historia”. Y con la misma adhesión de los socialistas europeos al nuevo
liberalismo. Y sin embargo, esta nueva “belle époque” ha ido acompañada desde
el primer momento por la guerra, la del Norte contra el Sur, iniciada desde
1990. Y del mismo modo que la primera mundialización financiarizada tuvo como
consecuencia el 1929, la segunda ha producido el 2008. Hemos llegado
actualmente a ese momento crucial que anuncia la probabilidad de una nueva ola
de “guerras y revoluciones”. Tanto más cuanto que los poderes vigentes no
prevén sino la restauración del sistema tal como era antes del desmoronamiento
financiero.
La analogía
entre los desarrollos de estas dos crisis sistémicas largas del capitalismo
senil es impresionante. Existen sin embargo diferencias entre ellas cuyo
alcance político es importante.
Detrás de la crisis financiera, la crisis sistémica del capitalismo de los
oligopolios
El capitalismo
contemporáneo es en primer lugar y ante todo un capitalismo de oligopolios en
el sentido estricto del término (cosa que hasta ahora sólo había sido
parcialmente). Entiendo por esto que los oligopolios son los que controlan la
reproducción del sistema productivo en su conjunto. Son “financiarizados” en el
sentido de que solamente ellos tienen acceso al mercado de capitales. Esta
financiarización da al mercado monetario y financiero –su mercado, el mercado
en el que compiten entre ellos– el estatus de mercado dominante, que modela y
dirige a su vez los mercados del trabajo y del intercambio de productos.
Esta
financiarización mundializada se expresa por medio de una transformación de la
clase burguesa dirigente, convertida en plutocracia rentista. Los oligarcas ya
no son solamente rusos, como se dice demasiado a menudo, sino mucho más
estadounidenses, europeos y japoneses. La decadencia de la democracia es el
producto inevitable de esta concentración del poder en beneficio exclusivo de
los oligopolios.
Es igualmente
importante precisar la nueva forma de la mundialización capitalista que
corresponde a esta transformación, por oposición a la que caracterizaba a la
primera “belle époque”. Yo la he expresado con una frase: el paso del
imperialismo
conjugado en plural (el de las potencias imperialistas en conflicto permanente entre sí) al imperialismo colectivo de la Tríada (Estados Unidos, Europa, Japón).
Los monopolios
que emergieron en respuesta a la primera crisis del tipo de beneficio se
constituyeron sobre unas bases que reforzaron la violencia de la competencia
entre las principales potencias imperialistas de la época, y desembocaron en el
gran conflicto armado iniciado en 1914 y proseguido a través de la paz de
Versalles, primero, y de la Segunda Guerra Mundial después, hasta 1945. Es lo
que Arrighi, Frank, Wallerstein y yo mismo hemos calificado desde los años 1970
de “guerra de los treinta años”, una expresión que otros han hecho suya
después. En cambio, la segunda oleada de concentración oligopolística, iniciada
en los años 1970, se formó sobre unas bases muy distintas, en el marco de un
sistema que yo he calificado de “imperialismo colectivo” de la Tríada (Estados
Unidos, Europa y Japón). En esta nueva mundialización imperialista, la
dominación de los centros ya no se ejerce por medio del monopolio de la
producción industrial (como era el caso hasta aquí), sino por otros medios (el
control de las tecnologías, de los mercados financieros, del acceso a los
recursos naturales del planeta, de la información y de las comunicaciones, de
las armas de destrucción masiva). Este sistema, que yo he calificado de
“apartheid a escala mundial” implica la guerra permanente contra los Estados y
los pueblos de las periferias recalcitrantes, una guerra iniciada en 1990 por
el despliegue del control militar del planeta por Estados Unidos y sus aliados
subalternos de la OTAN.
La
financiarización de este sistema es indisociable, en mi análisis, de su
carácter oligopolístico afirmado. Se trata de una relación orgánica
fundamental. Este punto de vista no es precisamente el dominante, no ya en la
voluminosa literatura de los economistas convencionales, sino tampoco en la mayoría
de escritos críticos relativos a la crisis en curso.
II. Es este sistema en su conjunto el que está en dificultades
Los hechos están ahí: el derrumbamiento financiero está ya a punto de producir no una “recesión”, sino una verdadera depresión profunda. Pero antes incluso que el derrumbamiento financiero se han formado en la conciencia pública otras dimensiones que van más allá de la crisis del sistema. Conocemos sus grandes títulos –crisis energética, crisis alimentaria, crisis ecológica, cambio climático– y cotidianamente se producen numerosos análisis de estos aspectos de los desafíos contemporáneos, algunos de ellos de una gran calidad.
Sin embargo, yo
mantengo mi actitud crítica con respecto a este modo de tratamiento de la
crisis sistémica del capitalismo que aísla en exceso las diferentes dimensiones
del desafío. Yo redefino, pues, las diversas “crisis” como diferentes facetas
de un mismo desafío, el del sistema de la mundialización capitalista
contemporánea (liberal o no) basado en la punción que lleva a cabo la renta
imperialista a escala mundial en beneficio de la plutocracia de los oligopolios
del imperialismo colectivo de la tríada.
La verdadera
batalla se libra en este terreno decisivo entre los oligopolios que buscan
producir y reproducir las condiciones que les permiten apropiarse de la renta
imperialista, y todas sus víctimas, trabajadores de todos los países del Norte
y del Sur, pueblos de las periferias dominadas, condenados a renunciar a toda
perspectiva de desarrollo digna de este nombre.
¿Salir de la crisis del capitalismo o salir del capitalismo en crisis?
Esta fórmula la
propusimos André Gunder Frank y yo mismo en 1974.
El análisis que
propusimos de la nueva gran crisis que consideramos que se iniciaba nos había
llevado a la importante conclusión de que el capital respondería al desafío
mediante una nueva ola de concentración sobre cuya base procedería a una serie
de deslocalizaciones masivas. Conclusión que las evoluciones ulteriores han
confirmado ampliamente. El título de nuestra intervención en un coloquio
organizado por Il Manifesto en Roma aquel año (“No esperemos
a que llegue el 1984”, en referencia a la obra de George Orwell, que
había sido rescatada del olvido en aquella ocasión) invitaba a la izquierda
radical de la época a que renunciase a socorrer al capital buscando “salidas a
la crisis” y que se implicase en las estrategias para “salir del capitalismo en
crisis”.
He proseguido
esta línea de análisis con una obstinación que no lamento. Propuse entonces una
conceptualización de las nuevas formas de dominación de los centros
imperialistas basada en la afirmación de nuevos modos de control sustitutivos
del antiguo monopolio de la exclusiva industrial, lo que la ascensión de los
países calificados después de “emergentes” ha confirmado. Calificaba yo la
nueva mundialización en construcción de “apartheid a escala mundial”,
refiriéndome a la gestión militarizada del planeta que perpetuaba en unas
condiciones nuevas la polarización indisociable de la expansión del
“capitalismo realmente existente”.
La segunda oleada de emancipación de los pueblos: ¿un “remake” del siglo XX
o algo mejor?
No hay
alternativa a la perspectiva socialista. El mundo contemporáneo está gobernado por unas oligarquías. Oligarquías
financieras en Estados Unidos, en Europa y en el Japón, que dominan no
solamente la vida económica, sino también la política y la vida cotidiana.
Oligarquías rusas a su imagen y semejanza que el Estado ruso trata de
controlar. Estatocracia en China. Autocracias (en ocasiones ocultas tras una
fachada de democracia electoral “de baja intensidad”) inscritas en este sistema
mundial en otros lugares del resto del planeta.
La gestión de
la mundialización contemporánea por estas oligarquías está en crisis. Las
oligarquías del Norte dan por descontado que seguirán en el poder una vez
superada la crisis. No se sienten en absoluto amenazadas. Por contra, la
fragilidad de los poderes de las autocracias del Sur es, por su parte,
perfectamente visible. La mundialización en curso es, por ello, frágil. ¿Será
cuestionada por la revuelta del Sur, como ya sucedió durante el pasado siglo?
Es probable. Pero triste. Porque la humanidad solamente avanzará por la vía del
socialismo, única alternativa humana al caos, cuando los poderes de las
oligarquías, de sus aliados y de sus servidores sean derrotados a la vez en los
países del Norte y en los del Sur.
¡Viva el
internacionalismo de los pueblos frente al cosmopolitismo de las oligarquías!
¿Podrá
recuperarse el capitalismo de los oligopolios financiarizados y
mundializados? El capitalismo es “liberal” por naturaleza, si
entendemos por “liberalismo” no ese bonito calificativo que el término sugiere,
sino el ejercicio pleno y completo de la dominación del capital no solamente
sobre el trabajo y sobre la economía, sino sobre todos los aspectos de la vida
social. No hay “economía de mercado” (expresión vulgar para referirse al
capitalismo) sin “sociedad de mercado”. El capital prosigue obstinadamente
este único objetivo: el Dinero. La acumulación por la acumulación. Marx, y
después de él otros pensadores críticos como Keynes, lo comprendieron
perfectamente. Pero no así nuestros economistas convencionales, los de
izquierda incluidos.
Este modelo de
dominación exclusiva y total del capital fue impuesto con obstinación por las
clases dirigentes a lo largo de la gran crisis hasta 1945. Solamente la triple
victoria de la democracia, del socialismo y de la liberación nacional de los
pueblos había permitido, de 1945 a 1980, la sustitución de este modelo
permanente del ideal capitalista por la coexistencia conflictiva de los tres
modelos sociales regulados que han sido el “Welfare State” de la
socialdemocracia en el Oeste, los socialismos realmente existentes en el Este y
los nacionalismos populares en el Sur. El debilitamiento y el posterior
hundimiento de estos tres modelos ha hecho posible después un retorno a la
dominación exclusiva del capital, calificada de neoliberal.
He asociado
este nuevo “liberalismo” a un conjunto de características nuevas que a mi modo
de ver merecen la calificación de “capitalismo senil”. El libro que lleva este
título, publicado el año 2001, fue probablemente uno de los pocos libros
escritos en aquella época que, lejos de ver en el neoliberalismo mundializado y
financiarizado el “fin de la historia”, analizaba este sistema del capitalismo
senil como inestable, condenado a hundirse, precisamente a partir de su
dimensión financiarizada (su “talón de Aquiles”, escribía yo).
Los economistas
convencionales han permanecido obstinadamente sordos a toda puesta en cuestión
de su dogmática. Hasta el punto de que fueron incapaces de prever el
hundimiento financiero de 2008. Aquellos a los que los medios de comunicación
dominantes han presentado como “críticos” apenas merecen este calificativo.
Stiglitz sigue convencido de que el sistema tal como era –el liberalismo
mundializado y financiarizado– puede recuperarse con unas cuantas correcciones.
Amartya Sen predica la moral sin atreverse a pensar el capitalismo realmente
existente tal como es necesariamente.
Los desastres
sociales que el despliegue del liberalismo –“la utopía permanente del capital”,
he escrito yo– no podía dejar de provocar han inspirado muchas nostalgias del
pasado reciente o lejano. Pero estas nostalgias no permiten responder al
desafío. Pues son el producto de un empobrecimiento del pensamiento crítico
teórico que se había prohibido progresivamente comprender las contradicciones
internas y los límites de los sistemas del período posterior a la Segunda
Guerra Mundial, cuyas erosiones, derivas y hundimientos han aparecido como
cataclismos imprevistos.
Sin embargo, en
el vacío creado por estos retrocesos del pensamiento teórico crítico, una toma
de conciencia de nuevas dimensiones de la crisis sistémica de civilización ha
encontrado una forma de abrirse camino. Me refiero a los ecologistas. Pero los
Verdes, que han pretendido distinguirse radicalmente tanto de los Azules
(conservadores y liberales) como de los Rojos (socialistas), se han quedado
atrapados en un callejón sin salida porque no han sabido integrar la dimensión
ideológica del desafío en una crítica radical del capitalismo.
Todo estaba,
pues, en su lugar para asegurar el triunfo –pasajero, de hecho, pero que se
vivió como “definitivo”– de la alternativa calificada de “democracia liberal”.
Un pensamiento miserable –un auténtico no pensamiento– que ignora lo que sin
embargo había dicho Marx respecto a esta democracia burguesa que ignora que los
que toman las decisiones no son los afectados por ellas. Quienes deciden gozan
de la libertad reforzada por el control de la propiedad; son hoy los
plutócratas del capitalismo de los oligopolios, y los Estados que son sus
deudores. Por la fuerza de las cosas los trabajadores y los pueblos afectados
son poco más que sus víctimas. Pero tales pamplinas pudieron parecer creíbles,
por un momento, debido a las derivas de los sistemas de la postguerra, cuyos
orígenes era incapaz de comprender la miseria de los dogmáticos. La democracia
liberal pudo entonces parecer el “mejor de los sistemas posibles”.
Actualmente,
los poderes vigentes, que no habían previsto nada, se esfuerzan por restaurar
ese mismo sistema. Su éxito eventual, como el de los conservadores de los años
1920 –a los que Keynes denunció sin encontrar eco en su época– no hará más que
agravar la amplitud de las contradicciones que están en el origen del
hundimiento financiero del 2008.
No menos grave
es el hecho de que los economistas “de izquierda” han incorporado desde hace
tiempo lo esencial de las tesis de la economía vulgar y han aceptado la idea
–errónea– de la racionalidad de los mercados. Estos economistas han concentrado
sus esfuerzos en la definición de las condiciones de esta racionalidad,
abandonando a Marx –que fue quien descubrió la irracionalidad de los mercados
desde el punto de vista de la emancipación de los trabajadores y los pueblos–,
considerándolo “obsoleto”. En su perspectiva, el capitalismo es flexible, se
ajusta a las exigencias del progreso (tecnológico e incluso social) si se le
obliga a ello. Estos economistas de “izquierda” no estaban preparados para
comprender que la crisis que ha estallado era inevitable. Y están todavía menos
preparados para hacer frente a los desafíos a los que se ven confrontados
los pueblos por este mismo hecho. Al igual que los demás economistas vulgares
tratarán de reparar los daños sin comprender que es necesario, para hacerlo con
éxito, iniciar otro camino, el de la superación de las lógicas
fundamentales del capitalismo. En vez de tratar de salir del capitalismo en
crisis, piensan poder salir de la crisis del capitalismo.
Crisis de la hegemonía de los Estados Unidos
La reunión del
G20 (Londres, abril de 2009) no inició en absoluto una “reconstrucción del
mundo”. Y no es casual que fuese seguida después por la de la OTAN, el brazo
armado del imperialismo contemporáneo, y por el refuerzo de su implicación
militar en Afganistán. La guerra permanente del “Norte” contra el “Sur” ha de
continuar.
Se sabía ya que
los gobiernos de la Tríada –Estados Unidos, Europa, Japón– perseguían el
objetivo exclusivo de una restauración del sistema tal como era antes de
setiembre de 2008, y no hay que tomar en serio las intervenciones en Londres
del presidente Obama y de Gordon Brown, por una parte, ni las de Sarkozy y
Angela Merkel, por otra, destinadas a la galería. Las supuestas “diferencias”
destacadas por los medios de comunicación, sin consistencia real, responden
exclusivamente a las necesidades que tienen los dirigentes de hacerse valer
ante sus ingenuas opiniones públicas. “Refundar el capitalismo”, “moralizar las
operaciones financieras”: palabras altisonantes para evitar abordar las
verdaderas cuestiones. Por ello, la restauración del sistema, que no es
imposible, no resolverá ningún problema sino que más bien acentuará su
gravedad. La “comisión Stiglitz”, convocada por las Naciones Unidas, se
inscribe en esta estrategia de construcción de un trampantojo. Evidentemente no
se puede esperar otra cosa de los oligarcas que controlan a los poderes reales
y a sus deudores políticos. El punto de vista que he desarrollado en mi
libro La crisis [de inminente aparición en El Viejo Topo], que
pone el acento en las relaciones entre la dominación de los oligopolios y la
financiarización necesaria de su gestión de la economía mundial –indisociables
una de otra– ha sido confirmado por los resultados del G20.
Más interesante
es el hecho de que los líderes de los “países emergentes” invitados han
guardado silencio. Una sola frase inteligente fue pronunciada en el transcurso
de esta jornada circense, por parte del presidente chino Hu Jintao, que comentó
“de pasada”, sin insistir y con una sonrisa (¿socarrona?) que será preciso
abordar finalmente la instauración de un sistema financiero mundial que no esté
basado en el dólar. Unos cuantos comentarios posteriores establecieron
inmediatamente la relación –correcta– con las propuestas de Keynes en 1945.
Esta “observación”
nos remite de nuevo a la realidad: la crisis del sistema del capitalismo de los
oligopolios es indisociable de la crisis de la hegemonía de los Estados Unidos,
ya sin aliento. Pero ¿quién tomará el relevo? Ciertamente no lo hará “Europa”,
que no existe al margen del atlantismo y que no tiene ninguna ambición de
independencia, como la asamblea de la OTAN lo demostró una vez más.
¿China? Esta
“amenaza”, que los medios de comunicación invocan hasta la saciedad (un nuevo
“peligro amarillo”) sin duda para legitimar el alineamiento atlantista, carece
de fundamento. Los dirigentes chinos saben que su país no dispone de los medios
para tomar el relevo, y ellos no tienen la voluntad de tomarlo. La estrategia
de China se limita a trabajar en pro de una nueva mundialización sin hegemonía.
Algo que ni Estados Unidos ni Europa consideran aceptable.
Por
consiguiente, las probabilidades de un desarrollo posible que vaya en este
sentido se basan todavía íntegramente en los países del Sur. Y no es ninguna
casualidad que la CNUCED (Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio
y el Desarrollo) sea la única institución de la familia de las Naciones Unidas
que ha tomado iniciativas muy diferentes de las de la comisión Stiglitz.
Tampoco es casualidad que su director, el tailandés Supachai Panitchpakdi,
considerado hasta hoy como un perfecto liberal, ose proponer en el informe de
la organización titulado The Global Economic Crisis, con fecha de
marzo de 2009, unos avances realistas que se inscriben en la perspectiva de un
segundo momento del “despertar del Sur”.
China, por su
parte, ha iniciado la construcción –progresiva y controlada– de sistemas financieros
regionales alternativos liberados del dólar. Iniciativas que completan, en el
plano económico, la promoción de las alianzas políticas del “grupo de Shangai”,
el obstáculo principal al belicismo de la OTAN.
La asamblea de
la OTAN, reunida en abril de 2009, ratificó la decisión de Washington, no de
iniciar su desentendimiento militar, sino al contrario la de acentuar su
amplitud, siempre con el pretexto falaz de la lucha contra el “terrorismo”. El
presidente Obama emplea pues todo su talento para tratar de salvar el programa
de Clinton y de Bush de control militar del planeta, única forma de prolongar
los días de la hegemonía americana amenazada. Obama ha marcado unos puntos y ha
obtenido la capitulación sin condiciones de la Francia de Sarkozy –el fin del
gaullismo– que se ha reintegrado en el mando militar de la OTAN, lo que parecía
difícil mientras Washington hablaba con la voz de Bush, carente de inteligencia
aunque no de arrogancia. Además, Obama se puso, como Bush, a dar lecciones, sin
preocuparse demasiado de respetar la “independencia” de Europa, ¡invitándola a
aceptar la integración de Turquía en la Unión Europea!
Hacia una segunda ola de luchas victoriosas por la emancipación de los
trabajadores y de los pueblos
¿Son posibles nuevos avances en las luchas de emancipación de los pueblos? La gestión política de la dominación mundial del capital de los oligopolios es necesariamente de una violencia extrema. Pues para conservar su posición de sociedades opulentas, los países de la Tríada imperialista se ven obligados a reservarse para su beneficio exclusivo al acceso a los recursos naturales del planeta. Esta nueva exigencia está en el origen de la militarización de la mundialización que yo he calificado de “imperio del caos” (título de una de mis obras, publicada en el 2001), expresión que después han utilizado otros.
En la estela
del despliegue del proyecto de Washington de controlar militarmente el planeta,
de llevar a cabo a este efecto “guerras preventivas” con la excusa de luchar
“contra el terrorismo”, la OTAN se ha autocalificado de “representante de la
comunidad internacional”, y de este modo ha marginado a la ONU, la única
institución cualificada para hablar en nombre de ésta.
Por supuesto,
estos objetivos reales no pueden ser reconocidos. ¡Para disfrazarlos, las
potencias implicadas han optado por instrumentalizar el discurso de la
democracia y se han otorgado un “derecho de intervención” para imponer el
“respeto a los derechos humanos”!
Paralelamente,
el poder absoluto de las nuevas plutocracias oligárquicas ha vaciado de contenido
la práctica de la democracia burguesa. Mientras que antiguamente la gestión de
la misma exigía la negociación política entre los diferentes componentes
sociales del bloque hegemónico necesario para la reproducción del poder del
capital, la nueva gestión política de la sociedad del capitalismo de los
oligopolios puesta en marcha por medio de una despolitización sistemática,
funda una nueva cultura política del “consenso” (siguiendo el modelo de Estados
Unidos) que sustituye al ciudadano activo, condición de una democracia
auténtica, por el consumidor y el espectador político. Este “virus liberal”
(para utilizar el título de otra de mis obras, ésta publicada en el año 2005)
ha abolido la abertura a opciones alternativas posibles y la ha sustituido exclusivamente
por el consenso en torno al mero respeto formal a la democracia electoral
procedimental.
La asfixia
primero y el hundimiento después de los tres modelos de gestión social evocados
más arriba está en el origen del drama. La página de la primera oleada de
luchas por la emancipación ya ha sido girada, la de la segunda ola todavía no
se ha abierto. En la penumbra que las separa se “perfilan los monstruos”,
como escribe Gramsci.
En el Norte,
estas evoluciones están en el origen de la pérdida de sentido de la práctica
democrática. Este retroceso se disfraza con las pretensiones del discurso
llamado “post-modernista”, según el cual naciones y clases habrían ya evacuado
la escena para dejar su lugar al “individuo”, convertido en el sujeto activo de
la transformación social.
En el Sur,
otras ilusiones ocupan hoy el primer plano de la escena. Bien sea la de un
desarrollo capitalista nacional autónomo que se inscriba en la mundialización,
ilusión muy poderosa entre las clases dominantes y medias de los países
“emergentes”, reforzada por los éxitos inmediatos de los últimos decenios. O
las ilusiones pasadistas (para-étnicas y para-religiosas) en los países
marginados.
Más grave es el
hecho de que estas evoluciones confirman la adhesión general a la “ideología del
consumo”, a la idea de que el progreso se mide por el crecimiento cuantitativo
de éste. Marx había demostrado que es el modo de producción el que determina el
del consumo y no al revés, como pretende la economía vulgar. La perspectiva de
una racionalidad humanista superior, fundamento del proyecto socialista, se
pierde entonces de vista. El potencial gigantesco que la aplicación de la
ciencia y de la tecnología ofrece a la humanidad entera, y que tendría que
permitir el desarrollo real de los individuos y de las sociedades, tanto en el
Norte como en el Sur, es despilfarrado por las exigencias de su sumisión a las
lógicas de la prosecución indefinida de la acumulación del capital. Más grave
aún, los progresos continuos de la productividad social del trabajo están
asociados a un despliegue vertiginoso de los mecanismos de la pauperización
(visibles a escala mundial, entre otras cosas, por la ofensiva generalizada
contra las sociedades campesinas), como ya había visto Marx.
La adhesión a
la alienación ideológica producida por el capitalismo no afecta solamente a las
sociedades opulentas de los centros imperialistas. Los pueblos de las
periferias, en su mayor parte mayoritariamente privados del acceso a unos
niveles de consumo aceptables, ofuscados por las aspiraciones a un consumo
análogo al del Norte opulento, pierden la conciencia de que la lógica del
despliegue del capitalismo histórico hace imposible la generalización del
modelo en cuestión al planeta entero.
Se comprenden
entonces las razones por las cuales el hundimiento financiero del 2008 ha sido
el resultado exclusivo de la agudización de las contradicciones internas
propias de la acumulación del capital. Ahora bien, solamente la intervención de
las fuerzas portadoras de una alternativa positiva permite imaginar una salida
del simple caos producido por la agudización de las contradicciones internas
del sistema (yo he contrapuesto con este espíritu al modelo de superación de un
sistema históricamente obsoleto la “vía revolucionaria” por la “decadencia”).
Y, en el estado actual de las cosas, los movimientos de protesta social, a
pesar de su visible aumento, siguen siendo en conjunto incapaces de poner en
cuestión el orden social asociado al capitalismo de los oligopolios, a falta de
un proyecto político coherente a la altura de los desafíos.
Desde este
punto de vista, la situación actual es muy diferente de la que prevalecía en
los años 1930, cuando se enfrentaban las fuerzas portadoras de opciones
socialistas, por una parte, y los partidos fascistas, por otra, produciendo en
un caso la respuesta nazi y en otro el New Deal y los Frentes populares.
La
profundización de la crisis no podrá evitarse, ni siquiera en la hipótesis del
éxito eventual –no imposible– de una recuperación temporal del sistema de
dominación del capital de los oligopolios. En estas condiciones la
radicalización de las luchas no es una hipótesis imposible, aunque los
obstáculos a vencer siguen siendo considerables.
En los países
de la Tríada, esta radicalización implicaría que se introdujese en el orden del
día la expropiación de los oligopolios, lo que parece estar excluido del futuro
visible. En consecuencia, la hipótesis de que, pese a las turbulencias
provocadas por la crisis, la estabilidad de las sociedades de la Tríada no vaya
a ser puesta en cuestión, ya no se puede descartar. El riesgo de un “remake” de
la oleada de luchas de emancipación del siglo pasado, es decir, de una nueva
puesta en cuestión del sistema exclusivamente a partir de algunas de sus
periferias, es serio.
Una segunda
etapa del “despertar del Sur” (para retomar el título de mi libro, publicado en
el año 2007, que ofrece una lectura del período de Bandung como el primer
tiempo de este despertar) está al orden del día. En la mejor de las hipótesis,
los avances producidos en estas condiciones podrían obligar al imperialismo a
retroceder, a renunciar a su proyecto demencial y criminal de control militar
del planeta. Y en esta hipótesis el movimiento democrático en los países del
centro podría contribuir positivamente al éxito de esta neutralización. Por
añadidura, el retroceso de la renta imperialista de la que se benefician las
sociedades afectadas, producido por la reorganización de los equilibrios
internacionales en favor del Sur (en particular de China) podría perfectamente
contribuir al despertar de una conciencia socialista. Pero, por otro lado, las
sociedades del Sur seguirían teniendo que enfrentarse a los mismos desafíos que
en el pasado, que producirían los mismos límites a sus avances.
Un nuevo internacionalismo de los trabajadores y de los pueblos es
necesario y posible. El capitalismo histórico será pues lo que se
quiera, menos duradero. No es más que un paréntesis breve en la historia. Su
cuestionamiento fundamental –que nuestros pensadores contemporáneos, en su gran
mayoría no creen “posible” ni siquiera “deseable”– es sin embargo la condición
ineludible de la emancipación de los trabajadores y de los pueblos dominados
(los de las periferias, el 80% de la humanidad). Y las dos dimensiones del
desafío son indisociables. No será posible salir del capitalismo solamente
mediante la lucha de los pueblos del Norte ni solamente por la lucha de los
pueblos dominados del Sur. Sólo será posible salir del capitalismo cuando –y en
la medida en que– estas dos dimensiones del mismo desafío se articulen una con
otra. No es “seguro” que esto vaya a pasar, en cuyo caso el capitalismo será
“superado” por la destrucción de la civilización (más allá del malestar en la
civilización, para decirlo con las palabras de Freud), y tal vez por la
destrucción de la vida en el planeta. El escenario de un “remake” posible del
siglo XX permanecerá pues de este lado de las exigencias de un compromiso
de la humanidad en la larga ruta de la transición al socialismo mundial. El
desastre liberal impone una renovación de la crítica radical del capitalismo.
El desafío es aquel al que ha de hacer frente la construcción/reconstrucción
permanente del internacionalismo de los trabajadores y de los pueblos, frente
al cosmopolitismo del capital oligárquico.
La construcción
de este internacionalismo solamente puede abordarse por el éxito de nuevos
avances revolucionarios (como los iniciados en América Latina y en el Nepal)
que abran la vía a la perspectiva de una superación del capitalismo.
En los países
del Sur, el combate de los Estados y de las naciones por una mundialización
negociada sin hegemonías –forma contemporánea de la desconexión– sostenido por
la organización de las reivindicaciones de las clases popùlares puede
circunscribir y limitar los poderes de los oligopolios de la Tríada
imperialista. Las fuerzas democráticas en los países del Norte han de apoyar
este combate. El discurso “democrático” propuesto y aceptado por la mayoría de
las izquierdas tal como son, las intervenciones “humanitarias” conducidas en su
nombre como las prácticas miserables de la “ayuda” apartan de sus
consideraciones la confrontación real con este desafío.
En los países
del Norte los oligopolios son ya visiblemente “bienes comunes” cuya gestión no
puede confiarse únicamente a los intereses particulares (cuyos resultados
catastróficos la crisis ha demostrado). Una izquierda auténtica tiene que tener
la audacia de contemplar la nacionalización de los mismos, etapa primera
ineludible en la perspectiva de su socialización por la profundización de la
práctica democrática. La crisis en curso permite concebir la cristalización
posible de un frente de las fuerzas sociales y políticas que concentre a todas
las víctimas del poder exclusivo de las oligarquías instauradas.
La primera ola
de luchas por el socialismo, la del siglo XX, puso de manifiesto los límites de
las socialdemocracias europeas, de los comunismos de la Tercera Internacional y
de los nacionalismos populares de la era de Bandung, la asfixia primero y el
hundimiento después de sus ambiciones socialistas. La segunda ola, la del siglo
XXI, ha de extraer las lecciones de ello. En particular, asociar la
socialización de la gestión económica y la profundización de la democratización
de la sociedad. No habrá socialismo sin democracia, pero tampoco se producirá
ningún avance democrático al margen de la perspectiva socialista.
Estos objetivos
estratégicos invitan a pensar la construcción de “convergencias en la
diversidad” (para retomar la expresión utilizada por el Foro Mundial de las
Alternativas) de las formas de organización y de las luchas de las clases
dominadas y explotadas. Y no es mi intención condenar de antemano a aquellas de
estas formas que, a su manera, entronquen con las tradiciones de las
socialdemocracias, de los comunismos y de los nacionalismos populares, o se
aparten de ellas.
Desde esta perspectiva me parece necesario pensar en la renovación de un marxismo creador. Marx no ha sido nunca tan útil y necesario para comprender y transformar el mundo, hoy tanto o más que ayer. Ser marxista con este espíritu es partir de Marx y no detenerse en él, o en Lenin, o en Mao, como han hecho los marxismos históricos del pasado siglo. Es dar a Marx lo que le corresponde: la inteligencia de haber iniciado un pensamiento crítico moderno, crítico de la realidad capitalista y crítico de sus representaciones políticas, ideológicas y culturales. El marxismo creador tiene que perseguir el objetivo de enriquecer sin vacilaciones este pensamiento crítico por excelencia. No tiene que temer integrar en él todas las aportaciones de la reflexión, en todos los dominios, incluidos aquellos que han sido considerados, equivocadamente, como “extraños” por los dogmáticos de los marxismos históricos del pasado.
Traducción
de Josep Sarret.
Nota:
Las
tesis presentadas en este artículo han sido desarrolladas por el autor en su
obra La crise, sortir de la crise du capitalisme ou sortir du
capitalisme en crise (Ed. Le Temps des Cerises, París 2009; trad.
española La crisis.Salir de la crisis del capitalismo o salir del
capitalismo en crisis. Ed. El Viejo Topo, diciembre de 2009).
Fuente: Texto publicado en el nº 263 de El Viejo Topo,
diciembre de 2009.
No hay comentarios:
Publicar un comentario