Hoy
hace 45 años moría en Roma Luchino Visconti, uno de los grandes creadores en la
historia del cine. Agudo cronista de la decadencia de la civilización burguesa,
Visconti sigue vivo, como todos los grandes clásicos de la cultura y el cine.
Luchino Visconti sigue vivo
El Viejo Topo
17 marzo, 2021
Luchino
Visconti sigue vivo, como todos los grandes clásicos de la cultura en general y
del cine en particular. Aparte de diversos ensayos sobre su vida y su obra[1] de
todas las versiones editadas en DVD de sus películas, también se puede
encontrar la parte más reconocida de su filmografía en la plataforma FILMIN, la
más abierta al cine de autor, al gran cine clásico.
Recordemos por
sí hace falta que Luchino Visconti (Milán, 1906-Roma, 1976), director de teatro
(actividad de la que solamente tenemos noticias en los estudios sobre su obra)
y uno de los directores más interesantes del cine italiano, y del cine de todos
los tiempos, quizás especialmente en los años sesenta-setenta que marcan el
apogeo de su obra.
Luchino fue un
marxista que provenía del sector más refinado de la aristocracia italiana.
Heredó de su padre, Giuseppe Visconti, duque de Modrone, un título nobiliario,
así como el amor por el teatro y por la cultura. Nunca ocultó su condición
homosexual. Según cuentan en las biografías, aunque en su juventud le apasionan
las carreras de caballos, el joven aristócrata —de ideas avanzadas, obviamente
nada bien vistas en la Italia de Mussolini— decide hacer carrera en la decoración
y en el cine. Trabaja en Francia con Jean Renoir, de quien es ayudante para la
adaptación de Máximo Gorki, Los bajos fondos (1937) y
diseñador de vestuario en Une partie de campagne (1936).
La Segunda
Guerra Mundial interrumpe esta colaboración y cuando Renoir emprende el camino
del exilio hacia EE UU, será Visconti quien con Pierre Koch
terminará Tosca (1940), con un reparto formado por Imperio
Argentina, Rossano Brazzi y el inmenso Michel Simon. Este será el primer
eslabón de una cadena de inspiración que corre, de la escena a la pantalla,
como un lazo suntuoso a lo largo de la vida de un hombre apasionado, a la vez,
de Verdi y todo el arte lírico, de Shakespeare y el melodrama, de la Historia y
de la belleza que Rilke, imaginando la de los ángeles, describió como
“terrible”.
Su acercamiento
al marxismo más todas las fuerzas inspiradoras de Visconti se encuentran, así,
unidas, aunque sean divergentes, y enfrentadas a mundos tal vez menos separados
que complementarios, cruzados por fallos, errores y desastres.
Teatro o,
mejor, ópera de nuestras realidades, la obra cinematográfica de Luchino
Visconti se inspira en elementos o acontecimientos situados, por lo general, en
un tiempo histórico comprendido entre 1850 y 1950, con varias excepciones
como La caída de los dioses (1959), donde repitió
con Dirk Bogarde, filme situado en un contexto cercano a la noche de
los cuchillos largos en pleno auge nazi y Confidencias (Retrato
de familia en interior, 1974) otra reflexión sobre la decadencia de una
burguesía abocada a complicidades fascistas[2]. Ópera
en este digamos contexto preferencial, porque su intuición, su sentido de la
realidad lírica y de la historia han sabido muy pronto, desde su tercera
película, fundar un arte cuya grandeza y perfección plástica alcanza a menudo
una magnífica plenitud. Rechazado por la censura su proyecto de adaptación de
una novela de Verga, Visconti adapta la escabrosa El cartero siempre
llama dos veces, de James Caín, sobre la que Holly realizó dos
variaciones, resultando especialmente memorable la primera, The Postman
Always Rings Twice (Tay Garnett, 1946), con John Garfieid y
Lana Turner. La de Visconti se titulará Obsesión (Ossessione,
1943) y señala el arranque de lo que en la dopoguerra será
el neorrealismo, una expresión, que hará escuela, del jefe de montaje Mario
Serandrei al visionar la película. No hay que decir que en su momento Obsesión (1943)
fue un escándalo nacional, y su proyección fue prohibida por casi todas las
autoridades locales, mientras que, tras la guerra. Luchino estuvo a punto de
ser fusilado por los alemanes en retirada, y la acusación de comunista partía
de esta película.
No es por
casualidad que Visconti trabajó con Zavattini, a quien debe los guiones más
discutibles de su filmografía (Le notti bianche, 1957, basada
en la novela homónima de Fiódor Dostoyevski), si Obsesión es
tan sombría, tan negativa y pesimista como lo serán algunas películas de De
Sica, Blasetti u Olmi, y si sin duda marcó una época, fue sin ninguna
teorización por parte de un director cuya concepción del cine negro o la
reflexión sobre la historia rechazaron siempre el didactismo y el
sentimentalismo demagógico. Con la libertad pactada (en Italia hubo otro pacto
de transición con los fascistas, que no fueron depurados, aunque los partisanos
ejecutaron a un buen número de cabecillas), si bien, al contrario que el PCE,
el PCI no dejó de desarrollarse en la medida en que jugó el papel de una
socialdemocracia enérgica, iluminada además por la aureola del Octubre ruso y
la Resistencia).
Hay un momento
clave: es cuando en 1948 Visconti rueda la mítica La terra
trema, un alegato obrerista digno del mejor cine social que exasperó
a un nuevo régimen dominado por la Iglesia y el mundo de los
negocios (y la conexión made in USA), y detrás del cual ya empieza a mover los
hilos Il Divo[3], o sea, Andreotti. Llamada también Episodio
del mar, digna del mejor Joris Ivens, la película guardará el título
general, inapropiado y célebre, de una trilogía de la que sólo existe una
parte, ya que las otras dos no consiguieron financiarse. Fue cuando la
Democracia Cristiana le declaró la guerra por su actitud de denuncia y sus
compromisos políticos, imperdonable en un aristócrata que no
pierde su tiempo en la dolce vita, y que se atenga al principio de
“la ropa sucia se lava en casa”.
Se puede hablar
perfectamente de una trilogía, aunque se trate de trilogía imprevista. Es la
que reúne Obsesión, La tierra tiembla y Rocco y
sus hermanos, que aquí fue estrenada en su día bastante malformada por
la censura, aunque luego fue recuperada íntegramente y así la tenemos en DVD.
Estamos hablando de tres películas que son el retrato sociológico de la Italia
de los pobres, de sus ambiguas violencias, de sus migraciones hacia la ilusión.
De un hecho cualquiera, Visconti sabe retener lo que es significativo para
integrarlo en la trama fílmica, desprovisto de toda complacencia; sólo le
importa lo que es representativo, lo que, gracias a los poderes fantásticos e
inmediatos de la imagen, sugiere o denuncia. Aquí habría que añadir la fábula
maravillosamente melodramática de Bellísima (1951), con una
pletórica Anna Magnani, y con la que Visconti ironiza sobre el reverso de la
ilusión sacrosanta, sobre el templo del sueño: Cinecittá.
Parece obvio
que tras haber dado sus primeros pasos bajo los auspicios del realismo poético
francés, el realismo de Visconti, lírico en la expresión plástica de la
historia y del espacio, en la composición y el movimiento de cada secuencia y
cada plano, se apoyan sobre testimonios y supuestos que de otro modo
resultarían ásperos. La reconstrucción de un entorno no es solamente un
problema de decorados, ámbito en el que el antiguo ayudante de Renoir es un
maestro; se contaba que sí había que evocar un armario de ropa elegante, esa
ropa elegante tenía que estar allí aunque la cámara no abriera sus puertas.
Esto queda claro con los interiores de Rocco y sus hermanos, pero
sobre todo en las suntuosas naturalezas muertas de Senso (1954)
o de El gatopardo (1963), dos de las
mayores obras sobre la historia realizadas para el cine, y que denotan una
escrupulosa atención (histórica y social marxista, aunque también psicológica;
la lucha de clases es cualquier cosa menos simple) a los objetos, los
vestuarios, los gestos…Es así aunque se trate de los pescadores (que no son
actores) de Mi Trezza hablando en su dialecto en La tierra tiembla…
Resulta
igualmente cierto que la obra de Visconti ha dado al cine, además de una
magistral lección de estética, una galería de figuras ejemplares. Los verdaderos
vencedores son raros; los vencidos, omnipresentes Rocco (uno de los mejores
papeles del nuevo cine italiano, el más elevado de Alain Delon) y, de todos sus
componentes, en especial Annie Girardot, en el papel de su vida. Opondrá en
vano al destino esta especie de santidad dostoievsquiana que encontramos
también en Luis II, y que condena a ambos. El tabú del incesto vence a Gianni (Jean
Sorel) y su amor por Sandra (Claudia Cardinale), obra basada
en unos poemas de Giacomo Leopardi. Los amantes de Senso, la
colaboracionista Alida Valli y el ocupante Farley Granger, se autodestruyen y
Helmuth Berger provoca una verdadera asunción del mal en La caída de
los dioses. Hay mucho del propio Visconti en la imagen de un
irrepetible Burt Lancaster que abandona, sonriendo, un mundo que ya
le habla abandonado; deja como legado una felicidad insolente, soberbia y
única, a Claudia Cardinale y Delon, la única pareja feliz, en ese momento de
partida, del universo viscontiniano (El gatopardo).
Visconti dedicó
la misma minuciosidad con estos que con los personajes de la corte
de Baviera. Sabe que la verdad se carga de sentido sólo en función del poder
del texto, de la unidad interna de la obra. En Appunti su un fatto di
cronaca no reconstruye el asesinato de una niña: le basta con mostrar
la Italia atroz en la que ella vivía. Quizás sea la ausencia de raíces, de
motivación, de situación de Meursault, cuyo drama vuelve a representar Marcello
Mastroianni, lo que esconde o anula la tragedia, y hace de su malograda
adaptación de El extranjero (1967), de Albert Camus, uno de
los fracasos del director, aunque nadie podrá decir que se trata de una obra
sin interés. La recreación de un medio social o de un momento de la historia
favorece un excepcional genio plástico, que evoluciona desde los gritos
de Obsesión, o los blancos y negros de La
tierra tiembla, hasta el impresionismo refinado de la
adaptación del Thomas Mann con música de Mahler de Muerte en Venecia (1975),
o a un romanticismo desesperado de la pintura de Gaspar-David Friedricti
de Ludwig, un viejo proyecto suyo y conocido aquí
como El rey loco (1973).[4]
Pero de estas
recreaciones nace la verdad de la obra: la mirada que Visconti pone sobre la
civilización y los hombres es, esencialmente, una mirada poética, en el sentido
más fuerte y más creador del término. Ahora bien, una poesía creadora es
también una poesía crítica: de ahí la ambigüedad de la belleza y esta amargura
que el concepto de nostalgia no recubre totalmente cuando se analiza El
gatopardo, Sandra, Muerte en Venecia o las dos
partes de Ludwig. El paso, la evolución de la obra desde la
estilización de la realidad (o del realismo…), como en Obsesión, a
la puesta en ópera de la historia, se acompaña de una vuelta al retrato
psicológico. Retrato bajo los trazos de Burt Lancaster, que fue el príncipe
Salinas en El gatopardo, la película que a mi me llevó
a descubrir una cosa que se llamaba marxismo, y del cual no había encontrado
pistas hasta entonces.
Después de la
fascinación que ejerció Visconti sobre la generación del 68,
resulta lamentable que se haya dado una caída en el olvido, caída que abarca
además al cine italiano de la segunda postguerra, el más importante después del
de Hollywood, y con muchos valores a su favor. Hollywood no tuvo ni a Visconti
ni a Pasolini ni a Fellini, entre otros.
Notas
[1] Entre los múltiples ensayos en torno a Luchino, el último y más
combativo es el de Andrés de Francisco: Visconti y La
Decadencia (Otra mirada a la modernidad), El Viejo Topo, 2019.
[2] En la segunda hay en el original una referencia a la
familia Martínez-Bordiu que aquí la censura –obviamente- modificó con la broma
de establecer la conexión con el presidente francés Giscard D´Estaing, que se
nos antoja menos venenoso.
[3] Vale la pena ver Il Divo (Paolo
Sorrentino. 2008), un retrato inmisericorde del “capo entre los
capos” como sugiere agudamente F. Ford Coppola en la tercera entrega de El
padrino.
[4] Anotemos que en su edición en DVD se puede ver la película integra,
algo que costó aquí años y quedó limitado a los locales más cinéfilos.
Artículo
publicado originalmente en Viento Sur.
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