DESCIFRAR CHINA (II)
¿Capitalismo o socialismo?
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SEPTIEMBRE 2020 | CAPITALISMO, CHINA, SOCIALISMO
Vientosur
Desequilibrios
sin neoliberalismo ni financiarización
China introdujo un modelo con
regulaciones estatales muy alejadas del patrón neoliberal. Se integró a la
globalización con una elevada presencia del sector público y con gran
incidencia gubernamental en las normas de inversión. Impuso limitaciones al
nivel de las ganancias, a la distribución de los dividendos y a la
transferencia de los beneficios al exterior (Andreani; Herrera, 2013). La nueva
potencia se asoció al capitalismo mundializado con reglas muy distintas a las
imperantes en ese sistema.
La gravitación de las empresas estatales
es ilustrativa de esa estrategia. Luego de un intenso proceso de
privatizaciones, las compañías del sector público conforman un núcleo
minoritario, pero con dimensiones 14 veces mayores al promedio de la economía.
Están localizadas, además, en las ramas estratégicas del petróleo, el gas, el
acero, los seguros, las telecomunicaciones y la banca (Treacy, 2020).
China tiene un stock de activos del
sector público equivalente al 150% del PIB anual, lo que triplica el acervo del
sector privado. Sólo Japón cuenta con un stock semejante, mientras que en las
principales economías ese porcentual no supera el 50%. Las mismas diferencias
se observan en la gravitación de la inversión pública y en el peso de las
empresas estatales con activos gigantescos (Roberts, 2020, 2018, 2017).
Es importante registrar, además, el
elevado grado de centralización de esas compañías, que operan bajo la
supervisión directa del Partido Comunista. Esas empresas garantizan el
suministro de insumos baratos a toda la estructura productiva.
El grado de privatización actual de la
economía china es muy controvertido. Algunas estimaciones destacan la nítida
preeminencia de ese sector(Hart-Landsberg,2011)y otras restringen su incidencia
dominante al 30% de PBI (Merino, 2020). Pero todos los analistas coinciden en
resaltar el continuado papel protagónico de las firmas estatales.
Otro rasgo distintivo del modelo ha sido
la conservación de la tierra como propiedad pública. Esa condición está
determinada por las exigencias de soberanía alimentaria, en un país que
concentra el 22% de la población mundial con tan sólo el 6% de la tierra
cultivable. La relación per cápita de utilización del suelo para la nutrición
es 10 veces inferior al nivel imperante en Francia (Andreani, Herrera, 2013).
Las modalidades de la propiedad agraria
común han sido muy diversas. La pequeña producción ha persistido, las formas
comunales perdieron peso frente al ámbito privado y el despegue de los años 80
se basó en el crecimiento exponencial de todo el sector. Allí se generaron los
primeros excedentes para la industrialización posterior. Como el volumen de la
población urbana saltó del 20 al 50% del total, la expansión del agro fue indispensable
para asegurar el abastecimiento alimentario de las ciudades. La propiedad
pública garantizó ese equilibrio (Amin, 2013).
El derecho a
utilizar pequeños terrenos cumple, además, una función protectora de los
trabajadores migrantes, cuando el incremento del desempleo los expulsa de las
ciudades. Cuentan con una especie de seguro social agrario frente a los
vaivenes del mercado laboral (Au Loong, 2016). Las tensiones que generaría la
implementación en el agro de las privatizaciones introducidas en el suelo
urbano han disuadido esa extensión. El patrón del agrobusiness que el neoliberalismo impuso en el
grueso del planeta no rige en China.
En ese país tampoco prevalece la
financiarización vigente en el grueso de las economías occidentales. Las regulaciones
acotan especialmente el ingreso y egreso de los capitales. Ese flujo está
controlado por distintos mecanismos cambiarios, que protegen a la economía de
los temblores financieros internacionales (Amin, 2018).
Ese control de las divisas no sólo otorga
a China grandes ventajas en la gestión de cualquier crisis. Ha permitido la
conversión de los ingresos de la exportación en créditos bancarios orientados a
la industrialización. Con esos mismos dispositivos se limita también la fuga de
capital y la expatriación de las ganancias. La nueva clase adinerada ha sido
inducida a reciclar internamente sus beneficios y a tolerar la intermediación
del Banco Central en la gestión de sus fondos.
El principal instrumento de esa
regulación financiera son los bancos de propiedad estatal. Una veintena de
entidades controlan el 98% de las operaciones y manejan los monumentales
depósitos que orientan el crédito. Un corolario de esa supervisión es la
ausencia de financiarización en los tres terrenos de ese dispositivo. El auto-financiamiento
de empresas, la titularización de los bancos y el endeudamiento de los hogares
son muy secundarios en comparación a cualquier economía occidental (Lapavitsas,
2016: 227).
Con su prescindencia del neoliberalismo y
la financiarización, China se ahorró muchos desequilibrios que afectan a sus
competidores. Pero no ha podido soslayar las contradicciones que introduce el
capitalismo. Esas tensiones irrumpieron con la sustitución de modelo
mercantil-planificado por el esquema de privatización de las grandes empresas.
China es el principal epicentro mundial
de la superproducción y esos sobrantes empujan a redoblar la búsqueda de
mercados externos. Esa compulsión deriva en picos de sobre-inversión interna,
que su vez alimentan la especulación inmobiliaria, el endeudamiento creciente y
las operaciones financieras en las sombras.
Neoliberales
y heterodoxos
La impresionante irrupción de China
suscita admiración, temor e incomprensión. La elite occidental no logra
hilvanar una interpretación coherente de lo ocurrido. Oscila entre el reproche
a la continuidad del comunismo y la alegría por el giro pro-capitalista.
Algunos sospechan que la nueva potencia mantiene con disfraces su viejo régimen
y otros celebran su conversión al ideario de mercado.
Estas incoherencias repiten las
reacciones de la guerra fría frente al apogeo económico de la URSS. Esa
expansión generaba en 1950-60 tanto odio como envidia, entre los intelectuales
orgánicos del imperialismo occidental. Pero la tónica finalmente dominante
frente a China es la confrontación, con todo tipo de fábulas sobre el peligro
rojo o amarillo.
Lo neoliberales suelen explicar el
crecimiento chino por su meritoria adopción del capitalismo. Omiten el
antecedente socialista y presuponen una falsa identidad entre la vigencia del
mercado y la preeminencia de las privatizaciones. La primera norma operó
durante un largo tiempo en estrecha combinación con la planificación y la
segunda ha quedado acotada por los límites al neoliberalismo y la
financiarización.
El desarrollo chino refuta todos los
mitos del capitalismo desregulado. Ese modelo no prevaleció en ninguna de las
tres fases del desenvolvimiento económico del país. El impulso inicial se
consumó bajo estrictas reglas de planificación centralizada, el período siguiente
incorporó mecanismos de gestión mercantil y el curso actual contiene formas
capitalistas acotadas por la regulación estatal. La simplificada creencia que
las reglas del beneficio rescataron a esa economía de su “estancamiento
socialista” es una fantasía de los derechistas, que no logran digerir la
extraordinaria expansión de un modelo ajeno a sus recetas.
Ese desconcierto se traduce en
esquizofrénicas loas y repudios al “orden”, la “jerarquía” o la “disciplina”,
que observan en el funcionamiento del sistema económico chino. Esas
características son elogiadas como sinónimo de “progreso capitalista” o
denigradas como evidencias de la “dictadura comunista”. La coherencia brilla
por su ausencia entre los neoliberales, a la hora de evaluar la irrupción de la
nueva potencia asiática.
La heterodoxia convencional presenta a
China como el principal ejemplo del capitalismo regulado. En general rehúye el
debate conceptual sobre el significado de esa categoría. Simplemente refuta las
ensoñaciones neoliberales de un crecimiento, guiado por la mágica presencia de
la mano invisible del mercado. Esa crítica subraya la constante preeminencia de
la regulación estatal en cada avance consumado por el país. Describe
correctamente la decisiva ausencia del neoliberalismo y la financiarización,
pero supone que la simple continuidad de esa estrategia garantiza el sendero
del progreso.
Esa mirada reduce todos los secretos del
desarrollo a la presencia dominante del estado. Omite que muchos países
contaron con largos períodos de primacía estatal, sin superar el atraso ante la
continuada primacía del capitalismo dependiente. Al desconocer que el logro de
China se cimentó inicialmente, en mayúsculas transformaciones de tono
anticapitalista, se transmite un diagnóstico incompleto y sesgado.
Los teóricos del capitalismo regulado
olvidan que sus principios estuvieron totalmente ausentes en el debut de
proceso y no cumplieron ningún rol importante durante la combinación del plan
con el mercado. Han aparecido finalmente con formas muy singulares en la
actualidad. La historia de los últimos dos siglos contiene incontables ensayos
de regulación capitalista fallida que China no imitó.
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