La rebelión de los
pensionistas
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El Viejo Topo
12 marzo, 2018
Las
pensiones públicas se han visto siempre amenazadas, pero no por las
limitaciones económicas, sino por los intereses del sistema financiero y de las
fuerzas económicas. La ofensiva ha sido constante. Ya en los años ochenta y noventa el sistema público sufrió varias
reformas, todas ellas encaminadas al empeoramiento de las condiciones para los
beneficiarios, pero ha sido en este siglo, con la llegada del euro y
principalmente con la crisis económica,
cuando el ataque ha sido férreo y ha afectado a los mismos cimientos del
sistema.
Las pensiones públicas han estado
en el centro de todas las políticas de
austeridad y de los diversos ajustes impuestos a los países miembros por
Bruselas. En España la agresión se inició en aquella fatídica noche de mayo de 2010 en la que, contra toda
lógica, Zapatero y su ministra de
Economía se entregaron sin resistencia alguna a las presiones de Alemania.
Junto al tajo dado a las retribuciones de los empleados públicos, se congelaron
las pensiones. La ofensiva continuó con la reforma acometida más tarde, en 2011, por el mismo Zapatero, en
la que ya se perfilaba el factor de
sostenibilidad; pero se consumó y perfeccionó
con la emprendida por Rajoy en 2013, con efectos letales tanto por la eliminación de la actualización anual
de la pensión por el incremento del IPC,
como por la concreción del factor de
sostenibilidad, que amenaza
seriamente la cuantía de las futuras
prestaciones.
Todas estas
modificaciones en el sistema han tenido un mismo origen, la coacción, de una o de otra forma de Bruselas. Difícilmente se
puede hablar por tanto de haber superado
la crisis, si no se les restituyen a los pensionistas sus anteriores
derechos. No puede extrañarnos, en consecuencia, el grado de virulencia que
están mostrando las múltiples manifestaciones de pensionistas. Era evidente que
cuando la inflación retornase a tasas
normales, iba a hacerse presente uno de los efectos más negativos de la reforma,
la depreciación progresiva de la
cuantía en términos reales de las prestaciones.
Durante este
tiempo, las distintas fuerzas políticas han estado mareando la perdiz sin
enfrentarse seriamente con este problema. Tan solo cuando los pensionistas se
han echado a la calle es cuando han intervenido, pero con una única finalidad:
pescar votos en río revuelto. Junto a
los muchos errores, el Pacto de
Toledo tenía dos aspectos positivos. El primero, el compromiso de todos los
partidos de no utilizar las
pensiones como arma electoral; el
segundo, garantizar a los jubilados que
sus prestaciones mantendrían el poder adquisitivo. Ambos factores parecen
haberse perdido en el momento presente.
En el tema
de las pensiones -que afecta tanto a los jubilados actuales como a los futuros-
se dan dos aspectos que, aunque conectados, conviene separar. Uno es el de la actualización anual de las
pensiones, contemplado hasta en la Carta Magna; el otro es el de la solvencia
del sistema en el futuro.
B
La actualización o no de las pensiones por el IPC es un falso problema
que solo aparece como tal cuando se rodea de falacias. En la época en la que estaba vigente la actualización de las
prestaciones por el IPC, si la inflación
había crecido más de lo esperado y había que pagar la correspondiente
diferencia a los jubilados, casi todos
los medios de comunicación asumían la mentira de que representaba un coste
adicional al erario público, lo que no es cierto, ya que con la inflación también se incrementan los
ingresos del sector público en igual o mayor cuantía.
Antiguamente
muchas familias de economía modesta cuando iban a tener un hijo afirmaban, con
cierta ironía, esa especie de máxima de que los niños traían un pan debajo del
brazo, lo cual en la mayoría de los casos no era cierto. Pero algo parecido, y
en esta ocasión sí que con razón, se puede predicar del impacto de la inflación
sobre el presupuesto del Estado. La
inflación viene con su financiación debajo del brazo, porque si bien puede
incrementar los gastos del Estado, también aumenta automáticamente todos los
ingresos.
Hacienda
afirma que este año la recaudación impositiva va viento en popa. La razón hay
que buscarla ciertamente en que la economía en términos reales está creciendo
un 3%, pero también en el incremento de
los precios, que aumenta de forma automática los ingresos del Estado. No
hay, por lo tanto, ninguna razón para
negarse a la actualización. Rechazarla es tan solo aprovechar la inflación
para hacer una transferencia de recursos del colectivo de los pensionistas a
las otras aplicaciones presupuestarias o a la reducción del déficit.
La excusa
que utiliza el Gobierno, y de alguna forma también Ciudadanos, la carencia de recursos presupuestarios,
no es aceptable. Es un tema de elección, de decisión política. ¿Por qué el recorte tiene que ser en las
pensiones y no en otras partidas de gasto? ¿Por qué no en defensa, en la
financiación de las Comunidades Autónomas, en los gastos de los Ayuntamientos o
en las inversiones públicas? ¿Por qué no prescindir de los compromisos
adquiridos con Ciudadanos de bajada de impuestos, de establecer los
complementos salariales que en el fondo suponen una subvención a los
empresarios, o de reducir las cotizaciones sociales? ¿Por qué quitar a los pensionistas lo que les corresponde para
dedicarlo a otras partidas quizás mucho más dudosas e inadecuadas?
La no
actualización puede considerarse un robo, un verdadero expolio. Constituye sin justificación un impuesto
específico a los pensionistas. Impuesto que tiene un carácter acumulativo,
lo que produce a medio plazo efectos devastadores en las pensiones. Imaginemos
una inflación promedio anual del 2%. El primer año la no actualización es
equivalente a un impuesto del 2%, el segundo año sería de un 4% (1,02 x 1,02),
del 6% el tercer año (1,02 x 1,02 x 1,02). Y así sucesivamente. El año diez, el
impuesto acumulativo sería equivalente al 22%. El año veinte, el impuesto sería
del 48%. Es decir, para una persona que llevase 20 años de jubilación, la
pensión sin actualización anual sería la mitad de lo que le correspondería si
se hubiese actualizado año a año.
La protesta
de los pensionistas está obligando a todos los partidos a pronunciarse. El
Gobierno se está viendo forzado a dar una alternativa, alternativa que no es
fácil de entender. Se trata de conceder
a algunos pensionistas una desgravación fiscal. Todos los gobiernos tienen
la tentación, contra la lógica más elemental de la Hacienda Pública, de conceder las ayudas sociales como
minoración de ingresos, en lugar de a través del correspondiente capítulo de
gastos. Además de los muchos defectos que la teoría impositiva predica de
los gastos fiscales, hay que señalar que
la finalidad de la administración tributaria es la de cobrar los impuestos y
perseguir el fraude, no la de gestionar las pensiones. Para este cometido,
ya está el Ministerio de Trabajo.
Aun cuando
no se conoce bien en qué va a consistir el alcance concreto de la medida, se
puede afirmar que solo hay una
explicación para huir de la actualización anual de las pensiones por el IPC
y establecer en su lugar una prestación
social a los pensionistas. La razón hay que buscarla en que el coste de
esta ayuda será muy inferior al de la actualización, seguramente porque el
número de beneficiarios será muy reducido, pero también y principalmente porque
la prestación no será acumulativa y en el caso de la actualización, sí.
El Gobierno en su argumentación está utilizando cifras que pueden
inducir a engaño. Afirma que la pensión media ha crecido en el
último año el 14%. El dato puede ser
cierto, pero la razón no es, tal como se asegura, porque ese haya sido el
incremento de las pensiones individuales, sino porque las prestaciones de
los jubilados que abandonan el sistema es sustancialmente inferior a la de los
jubilados que se incorporan, lo que es más bien revelador de cómo la cuantía de
las pensiones se deteriora a lo largo del tiempo, y eso que hasta ahora se han
venido actualizando por el IPC.
Desde el Ministerio de Trabajo,
departamento del que han surgido las reformas más duras y reaccionarias (no sé
por qué los pensionistas se fueron a manifestar ante el Ministerio de Hacienda
en lugar de ir al de Trabajo, que es el que elaboró la ley), se ha filtrado un
cuadro que ha recogido algún periódico de Madrid. Pretende mostrar cómo evolucionará en el futuro el porcentaje del gasto
en pensiones sobre el PIB, si se actualizasen las prestaciones por el IPC.
Distingue varios escenarios según el incremento real de la economía, pero
curiosamente la hipótesis que escoge para la inflación siempre es la misma,
1,8%. La razón es evidente, los datos son idénticos sea cual sea la inflación;
incluso si esta fuese cero y por lo tanto no hubiese ninguna actualización de
las prestaciones. No sé si los datos son buenos o malos. Solo el ministerio tiene
las tripas, y conoce las hipótesis sobre las que se han elaborado, pero cuadros como este se vienen
confeccionando desde los años ochenta sin que jamás se haya acertado en las
previsiones a tan largo plazo. En cualquier caso, lo que es seguro es que
la evolución del porcentaje del gasto sobre el PIB no depende de la inflación
ni de que se actualicen las pensiones. Otra
cosa es que se quiera aprovechar la inflación para rebajar las prestaciones a
los jubilados y conseguir así que el gasto total se reduzca. En ese caso es
innegable que cuanto mayor sea el IPC, mayor será el recorte que se dé en
términos reales a las pensiones y menor, el gasto total, lo que no tiene mucho
sentido.
Ante el tema
de la revalorización, el líder de Ciudadanos se pone trascendente y afirma que
ese no es el problema, sino que hay que acudir al tema de la sostenibilidad a
largo plazo, y habla de crear empleo, de subir los salarios, de arreglar el
problema de la natalidad, de la conciliación. Todo eso está muy bien, pero, mientras se consigue, permítase a los
jubilados actuales no perder al menos poder adquisitivo. Es la falsa
parábola de la caña y el pez, que tanto emplean los que se oponen a las
prestaciones sociales. Lo de enseñar a
pescar puede ser muy bueno, pero mientras aprende, désele el pez al que lo
necesita, porque mientras aprende o no se ha podido morir de hambre. Algo
parecido ocurre con las pensiones. Mientras
se crea empleo, se corrige la tasa de natalidad o se suben los salarios,
manténgase el poder adquisitivo de los pensionistas.
La viabilidad del sistema público de pensiones no se puede cifrar en el
mero hecho de rebajar poco a poco las prestaciones, que es lo que se lleva
haciendo reforma tras reforma. Eso no es hacerlo viable, sino destruirlo paso a
paso. Además, así soluciona el problema cualquiera. El
remedio tampoco puede venir ni de la natalidad ni de la conciliación, ni
siquiera del empleo y de los salarios en sí mismos. Para mostrar y asegurar la viabilidad del sistema hay que sacar las
pensiones del estrecho margen de la Seguridad Social y de las cotizaciones y
situarlo entre todas las obligaciones del Estado y de un Estado Social que es
el que establece nuestra Constitución. Pero este aspecto merece un artículo
completo, así que lo dejamos para la próxima semana.
Artículo
publicado originalmente en el blog del autor Contrapunto
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