La Unión Europea financia la destrucción de la España
vaciada
Por Michael
Eaude
Rebelion / España
09/10/2024
Fuentes: Ctxt
Las subvenciones al campo suenan bien pero muchas son
una broma pesada. La realidad es que mientras los tractores y cosechadoras
destrozan el suelo, los enormes rebaños arrasan tierra, muros y arbustos.
Se
hace mucho ruido sobre la España vacía o bien, de manera más militante, la
España ‘vaciada’. Se habla para referirse a ella de la Laponia del sur, ya que
una gran parte del Estado, centrada en las provincias de Teruel, Guadalajara y
Soria, tiene una densidad de población de ocho personas por kilómetro cuadrado,
teóricamente menor que Laponia. Esta zona, llamada también la Serranía
Celtibérica, es el mayor desierto demográfico de la Unión Europea. La aldea en
esta zona donde paso el verano tuvo 300 habitantes en los años cincuenta. Ahora
tiene cuatro residentes permanentes –y dos de estos tienen 89 años–, aunque
unas ochenta personas comparten la cena anual en agosto. Pronto será solo una
aldea para las vacaciones de verano.
Las
razones de la caída de población en las zonas rurales son bastante claras y
conocidas. La pobreza extrema, exacerbada bajo la dictadura de Franco, obligó a
mucha gente a dejar la tierra y buscar trabajo en las nuevas fábricas de las
ciudades. Mi suegro no quería marcharse de la aldea en las montañas de
València. Le gustaba la tierra, “pero en Barcelona había más futuro para
nuestros hijos,” suspiró. En la España de 1940, el 50,52% de la población
trabajaba en la agricultura; en 1975, el 20%; y en 2013, el 4,19% (cifras del
Instituto Nacional de Estadística).
La
aldea ha pasado por tres etapas en el último siglo. Primero, hubo décadas de
máxima población en una economía de subsistencia. Era un pueblo de
minifundistas y de pastores. La gente cultivaba cada metro posible de una
tierra montañosa y pedregosa. En las laderas de los barrancos y de las montañas
se limpió de piedras cada parcela. Hoy, mirando para arriba o bien hacia abajo
por el barranco, parece mentira que la gente pudiera crear y trabajar los
pequeños campos en terraza, allanando cada parcela en una cuesta empinada. Los
muros de piedra seca se construyeron con gran habilidad y labor colectiva. Cada
aliaga se recogía para leña. Los caminos y los lindes se limpiaban. En el
pueblo había dos o tres familias de “ricos” que podían comer todo el año,
aunque no tanto como habrían deseado y necesitado; la mayoría pasaba hambre.
Emigración
Luego
la segunda etapa, la emigración, representó el abandono de la tierra. Mucha
gente emigraba para trabajar en las nuevas fábricas, y no solo en las fábricas.
Mi suegro trabajó en Barcelona en una lechería, en una fundición y en la
construcción antes de conseguir un “buen” trabajo en una gran empresa
farmacéutica. Como él, muchos pasaban el invierno trabajando en Barcelona y
volvían para sembrar y cosechar en primavera y verano. Muchas mujeres fueron a
servir, a menudo con apenas 13 años, con alojamiento y comida (no siempre
suficiente) pero sin sueldo. Bajo el franquismo, la emigración llegó a su punto
máximo. Mis suegros se casaron en los años cuarenta y vivieron realquilados en
pisos de L’Hospitalet y Barcelona. Mi suegro trabajaba en la fábrica cinco días
por semana y pasaba los fines de semana en múltiples otros trabajos; mi suegra
cuidaba la casa y cosía ropa. Lograron comprar dos pisos y criar un hijo y dos
hijas. Su experiencia de pluriempleo no era atípica.
La
emigración era normal porque millones la hicieron, pero era traumática para
cada persona obligada a abandonar el pueblo y la casa donde se crió para vivir
en condiciones precarias en ciudades en las que no siempre eran bien recibidos.
La vida del pueblo representaba lavar la ropa y la vajilla en el riachuelo,
cagar con los animales en la cuadra, trabajar sin parar desde el amanecer hasta
el anochecer. La ciudad representaba tener tiendas, una lavadora, un baño o luz
eléctrica. Por otra parte, el pueblo significaba tener tu propia casa en vez de
una habitación realquilada o un piso diminuto, el espacio del campo y la
belleza de las montañas; mientras la ciudad representaba la explotación
sirviendo en casas o trabajando en la fábrica.
Cuando
pasábamos tiempo en el pueblo con mi suegra al final de su vida, no quería
salir de su propia casa y el jardín que había creado en lo que antes era la
era. Le dolía ver el abandono del campo. Los caminos antes despejados se
perdían bajo zarzas, ramas caídas o arbustos. Los agricultores combinaban
campos, a veces obliterando lindes y machacando la tierra con sus tractores,
que reemplazaron los machos que no compactaban la tierra cuando la labraban e
incluso la fertilizaban. La huerta a ambos lados del riachuelo se perdía
progresivamente, dando lugar a campos de cereales. Las terrazas que subían las
montañas, es decir los terrenos más remotos y empinados, se abandonaban y los
muros de piedra seca empezaban a derrumbarse. “Me da mucha pena cómo se pierden
los campos,” decía ella. Muchos otros mayores hace veinte años se expresaban
igual. Un día, un forestal local respondió a una de ellas: “Míralo de otra
manera. Los arbustos y los árboles vuelven, con más animales y más verde”. Pero
era de poco confort para la gente mayor. Es verdad que el abandono significó
que la naturaleza volvió después de décadas de cultivar y limpiar todo,
un rewilding espontáneo. Incluso, el abandono trajo beneficios
prácticos: un pastor jubilado me contó que en las tormentas de hace cincuenta
años el agua corría por las laderas de las montañas desarboladas, llevando
tierra y a veces ovejas a los barrancos. Ahora, con más bosque, esto no pasa.
Destrucción
Recientemente,
en los últimos quince años, una tercera etapa, la destrucción, asola el pueblo.
Es una destrucción avanzando a pasos agigantados, causada por la
sobreexplotación de la tierra. Donde se puede, las parcelas se juntan. En julio
enormes cosechadoras rozan las casas del pueblo y en pocos minutos siegan un
campo que hace cincuenta años necesitaba diez personas trabajando con hoces durante
doce horas. Los grandes tractores y las enormes cosechadoras compactan la
tierra, destruyendo así la estructura del suelo y disminuyendo su fertilidad. A
veces las pequeñas parcelas combinadas parecen las llanuras de Canadá o Estados
Unidos, no de València o Aragón.
Antes, había gente del pueblo que tenía sus rebaños. Podría haber 30 o hasta 100 ovejas en cada rebaño. Salían con los pastores al monte y, después de la cosecha, pastaban en el rastrojo de los campos. Ahora, hay dos rebaños con unas 800 ovejas cada uno. Son negocios, no una parte de la economía de subsistencia. Los propietarios viven en otros pueblos y los pastores son jóvenes, casi siempre inmigrantes, a menudo del norte de África sin ninguna conexión personal con el pueblo. Las ovejas rompen la tierra seca en verano, soltando piedras. Cualquier lluvia fuerte arrastra esta tierra hacia el mar, a pesar del aumento de bosque por el abandono de los cultivos. Los rebaños enormes también rompen los muros de piedra seca: lo que permaneció durante centenares de años se destruye en dos o tres. Además, comen cualquier atisbo de hierba, raíces incluidas. Hoy en día, bastante terreno parece lunar a causa de este pastoreo excesivo en las tierras comunes: un pedregal con tierra polvorienta. Se puede ver un rebaño desde la distancia: levanta una nube de polvo en estos veranos secos como si fueran las manadas de búfalos del oeste norteamericano.
Bueno,
¿no se puede parar semejante destrozo? Con dificultad, ya que esta tercera
etapa, de destrozo del terreno para sacar beneficios a corto plazo para el
empresario, tiene el apoyo de la Unión Europea y, por consiguiente, del Estado
español. La agricultura de secano a pequeña escala no es rentable sin
subvenciones. La ganadería con grandes rebaños, sí es rentable. Pero tanto la
ganadería como la agricultura tienen el apoyo de las subvenciones europeas,
especialmente la primera. Las subvenciones europeas suenan bien: el ‘pago
verde’ para los agricultores y ganaderos es “un pago para prácticas agrícolas
beneficiosas para el clima y el medio ambiente” (Fondo Español de Garantía
Agraria – FEGA). Es una broma pesada: en realidad, mientras los tractores y cosechadoras
destrozan el suelo, los enormes rebaños arrasan tierra, muros y arbustos como
un ejército avanzando en tanques. Es lo contrario del greening anunciado.
Otro
aspecto es que estos rebaños pastan en condiciones ecológicas, pero los
corderos no se convierten en comida ecológica. Un empresario de ovejas en el
Rincón de Ademuz (València) me explicó que utiliza antibióticos de manera
habitual. “No puedo esperar meses hasta que me crezcan los corderos. Claro que
les doy tratamiento,” dice. Esta práctica está prohibida por la UE, pero hay un
hueco legal: se puede utilizar antibióticos como “tratamiento preventivo”. El
lema es cantidad no calidad. Tampoco hay ningún circuito local. Al empresario
citado le llevan sus corderos a un matadero gigante en Lleida.
Hay
también en la asignación de subvenciones agrícolas y ganaderas un nivel de lo
que se puede llamar corrupción o, más cortésmente, una habilidad de mirar al
otro lado de parte de las autoridades para, se supone, mantener población en la
zona o a veces, se sospecha, favorecer a amigos o parientes. Se ven en los
pueblos de montaña numerosos casos de gente jubilada que recibe subvenciones.
Por ejemplo, en la zona dónde vivo, en el año 2022, una mujer de unos 85 años
recibió 2.685 euros; y un hombre de más de 80 años recibió 25.600€. Son dos
entre muchas personas jubiladas que reciben subvenciones.1 Se
supone que no hay inspectores de la Política Agrícola Común (PAC) que lleguen
sin aviso de Bruselas. Así que las subvenciones son un fracaso: contribuyen al
destrozo del campo y apoyan a unos pocos agricultores y empresarios de ovejas.
Ni conservan el campo, ni fijan o atraen población nueva.
Las
movilizaciones del campo en febrero y marzo de 2024 realzaron el papel de la
PAC, mostrando como está al servicio de las grandes explotaciones: cuanta más
tierra tiene una agricultora más subvención recibe. Es una herramienta de la
Unión Europea en favor de la producción masiva de comida por las empresas
agroalimentarias. Nada o poco hace para conservar la tierra o dar apoyo a
pequeños ganaderos y campesinos.
A
pesar de las subvenciones, queda poca gente para trabajar la tierra. La mayoría
son mayores, muchos por encima de la edad de jubilación. No se ve un relevo
generacional. La gran cuestión sigue siendo pues, ¿cómo parar o revertir la
despoblación de la Laponia del sur? Una tendencia que se nota en los últimos
años es que hay un ligero aumento de jóvenes profesionales que llegan de las
ciudades. Traductoras, arquitectos, escritores, incluso administrativos/as de
todo tipo (los llamados ‘nómadas digitales’ –aunque no son nómadas se supone,
sino migrantes, pero ‘migrantes’ tiene una connotación negativa para las clases
dominantes). Más y más gente trabaja en casa después del covid. Con la
extensión de Internet por casi todo el campo español, es factible para
muchos/as trabajar en un pueblo. Los alicientes existen: las casas son más
baratas; el cambio climático hace que las ciudades cementadas de la costa sean
menos atractivas; la vida es más tranquila y menos contaminada; puedes tener un
huerto o mirar la vía láctea.
Un
goteo de nuevos/as residentes es bienvenido, pero no soluciona el problema
básico: ¿quien trabajará la tierra?, ¿quien producirá la comida localmente? Si
nadie lo hace, el campo será bosque (rewilding) y turismo. Y si hay
muchos/as nuevos/as nómadas/migrantes digitales, el precio de la vivienda
subirá y los jóvenes locales tendrán aún más razón para emigrar (nómadas no
digitales).
Turismo
La
solución a la despoblación que dan por todos lados las autoridades es el
turismo. Todos los municipios trabajan para atraer a turistas. Eduardo Aguilar,
presidente de la Mancomunidad del Rincón de Ademuz, explicó en una entrevista
en Levante, que: “[El turismo]… Debe ser nuestro motor para que no
nos sigan cerrando servicios, como los bares”. Un problema gordo del turismo es
que todos los pueblos buscan realzar sus atractivos en competencia con los
demás. En una conversación hace varios años, el mismo Eduardo Aguilar me dijo,
frustrado: “Fíjate, han salido los estrechos del Ebrón en un artículo en El
País sobre diez sitios remotos a visitar en España, cuando nosotros
tenemos una garganta aún más espectacular.” El artículo de El País se
refería a los estrechos de El Cuervo, a menos de 5 kilómetros de su pueblo,
Castielfabib. Tuvo efecto: las visitas a los estrechos de El Cuervo aumentaron
mucho.
El
turismo interno aumenta con el declive en el turismo exterior –es decir, menos
gente viaja fuera del Estado. Pero hay un techo, especialmente con los aumentos
en el coste de la vida, el final de la gasolina asequible y una ansiedad por la
pobreza que puede llegar.
Se
sabe también que el turismo es la supuesta panacea que estropea todo lo que
toca. Los citados Estrechos del Río Ebrón en El Cuervo son una maravilla de la
naturaleza, pero las pasarelas construidas, las pisadas de mucha gente y la
basura que deja hacen que cada año ese gran atractivo devenga menos atrayente.
El turismo tampoco asienta mucha población. Ayuda a que haya bares, casas
rurales, hoteles y restaurantes, beneficiando a los propietarios y a algunos
empleados/as, pero no resuelve el problema de la despoblación. En la entrevista
citada, Eduardo Aguilar comenta que han probado agricultura ecológica como
aliciente, pero ha fracasado. Sin embargo, es probable que haya un espacio real
para este tipo de agricultura, ya que la demanda va en aumento, aunque aún es
muy minoritaria. Se puede pensar en muchas bayas que se pueden cultivar en
zonas montañosas, como grosellas negras y rojas, uva espina o arándanos, o bien
en cereales cultivados de manera ecológica. Otra opción podría ser proteína
animal producida realmente de forma ecológica. Por ejemplo, es imposible
comprar huevos ‘0’ o corderos ecológicos en el Rincón de Ademuz.
Hace
70 años la gente emigraba de la montaña para trabajar en las ciudades. La
solución tiene que estribar en una nueva migración. Eduardo Aguilar dijo en el
artículo citado: “El boom de la construcción trajo a muchas personas migrantes,
pero se han ido también porque ya no queda trabajo.” Es verdad. No obstante,
una política activa de atraer a inmigrantes, por ejemplo ofreciendo casa (hay
muchas vacías) y terreno a base de un compromiso de restaurar la casa y quedar
al menos diez años, podría funcionar. Italia ha estado en la vanguardia de
atraer a nuevos residentes, ofreciendo casas por un euro en sus 5.000 pueblos
con menos de 5.000 residentes. Pero ¡ojo!, el proyecto italiano pos-pandemia,
financiado por la Unión Europea, se enfoca en atraer a los ‘nómadas digitales’
y animar a la renovación de casas para el turismo rural. ¡El turismo de nuevo,
no la agricultura! El proyecto se orienta a los italianos de las ciudades o a
gente del norte de Europa (‘nómadas’, no inmigrantes). Hay un rechazo político
de la inmigración del sur, una inmigración de gente pobre que puede conducir a
una renovación o continuidad en el pastoreo o la agricultura. Muchos migrantes
desde África, Pakistán o Siria saben cultivar la tierra. También, claro,
semejante oferta debería insistir en rebaños más pequeños y la agricultura
ecológica, en vez de la destrucción actual de vida animal y plantas a causa del
pastoreo excesivo y fertilizantes e insecticidas químicos (pero este tema hay
que dejarlo para otro artículo).
Por
las guerras y el cambio climático muchísima gente emigra para sobrevivir o
mejorar sus vidas. Hace décadas una emigración vació los pueblos. Una nueva
migración puede llenarlos de nuevo. Pero para que fuera posible, hay que ganar
una batalla política contra el racismo de los gobiernos, que causa miles de
muertes intentando frenar la migración. Si se permitiera que llegara una nueva
migración, podría revivir los pueblos tristes y los campos abandonados de la
España vaciada. Sería la cuarta etapa: siguiendo la destrucción, la
regeneración.
1.
En esta dirección del FEGAse se puede
consultar los datos de las subvenciones de cualquier población española.
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