Este mes, como siempre,
publicamos en abierto un texto de la revista El Viejo Topo. Hoy compartimos con
vosotros una entrevista con Josep Burgaya a propósito del imperativo de la
movilidad y la turistificación en nuestras sociedades actuales.
TOPOEXPRESS
¿Turismo? Acelerar el movimiento, consumir el mundo.
Entrevista a Josep Burgaya
El Viejo Topo
1 septiembre,
2024
Este mes, como siempre, publicamos en abierto un texto de la revista El Viejo Topo. Hoy compartimos con
vosotros una entrevista con Josep Burgaya a propósito de la turistificación en
la actualidad.
Doctor en
Historia Contemporánea por la UAB, Josep Burgaya es ensayista y articulista,
además de profesor de la Universidad de Vic. Ha participado en numerosos
congresos y habitualmente realiza estancias en universidades extranjeras. Entre
sus obras cabe citar Populismo y relato independentista en Cataluña.
¿Un peronismo de clases medias? (2020), La máquina digital.
Feudalismo hipertecnológico en una democracia sin ciudadanos (2021)
y Tiempos de confusión. De la clase adscriptiva a la identidad electiva (2023).
Centramos esta conversación en su reciente publicación: Homo movens. El imperativo de la movilidad y la
turistificación del mundo.
—¿Qué es
el Homo movens? ¿Quiénes son (somos) Homo movens?
—Es todo
ciudadano, cualquiera de nosotros, al que se le ha impuesto una movilidad
constante tanto como imperativo económico, como social o cultural. Esta pulsión
al movimiento no tiene nada que ver con la ancestral tendencia a querer conocer
los contornos, en ir más allá del territorio de confort. Tiene poco que ver con
el conocimiento o el disfrute cultural. Se genera toda una economía del
movimiento. Esta tendencia inducida al desplazamiento se erige como un gran
negocio con el que retornamos gran parte de nuestras rentas. Por el camino
padecemos de ansiedad para estar a la altura, frustración porque nada era lo
que se nos prometió. Y todo ello, aparte de insostenible, en poco contribuye a
nuestro bienestar y a nuestra búsqueda de la felicidad.
—Pero si no
contribuye a nuestro bienestar y a nuestra búsqueda de la felicidad, ¿por qué
caemos en la trampa del fluir permanente?
—Porque es la
cultura imperante. Los valores de nuestra sociedad los genera el márquetin y la
publicidad. Moverse es una aspiración y a la vez una finalidad. Nos domina la
ansiedad y esto nos lleva a intentar surfear el mundo, nuestra frustración
laboral y personal, creyendo en la ficción que formamos parte de un mundo
global y cosmopolita. En realidad, quemamos el tiempo y en nuestra vida
activada, no hay tiempo para la reflexión, el pensamiento o la poesía.
—Aunque has
contestado en parte: ¿en qué consiste el imperativo de la movilidad al que hace
referencia en el subtítulo del ensayo? ¿Está instalado en el ADN, en los memes
del humano contemporáneo?
—Durante la
mayor parte de la historia de la humanidad, más allá de las sociedades de
cazadores-recolectores que tenían que ser nómadas por obligación, las
sociedades se han establecido de manera sedentaria y su ocupación principal no
ha sido conocer mundos ignotos sino defender su “territorio”. La vida de la
mayor parte de la gente que ha habitado este mundo, como mínimo hasta la
industrialización, se ha desarrollado en un espacio de pocas leguas. Más allá
habitaba lo desconocido, el temor y la inseguridad. El viaje fue siempre algo
de minorías acomodadas y un poco dadas a la busca de las emociones de lo distinto.
El número de viajeros, más allá de fenómenos colonizadores, fue siempre ínfimo.
Es a finales del siglo XX que, de la mano de la globalización, internet y los
vuelos baratos, se produce un crecimiento exponencial del desplazamiento y se
impone la cultura del movimiento. Una especie de huida constante de nosotros
mismos sobre la que se construye uno de los sectores industriales más
importantes del mundo.
—¿A qué
alude con la ‘turistificación del mundo’? ¿Mundo es mundo en este caso?
—A un fenómeno
de transformación de grandes partes del planeta, y especialmente de las
ciudades, que al ponerse al servicio de esta industria se ven modificados y
pierden su autenticidad, convirtiéndose en parques temáticos que ya no están al
servicio del bienestar de sus pobladores, sino de sus visitantes. La economía,
el espacio público, los servicios y el bienestar mudan. Las ciudades se
encarecen, se gentrifican y expulsan a sus ciudadanos, los cuales tienen que
hacer frente a precios mucho más elevados en vivienda, hostelería y
alimentación, y no les queda más remedio que huir hacia las periferias. Se
sienten desposeídos, expulsados de un entorno que generaron y les pertenecía.
No es solamente la masificación y la pérdida de la tranquilidad lo que provocan
las grandes hordas viajeras. Cambian el “lugar”, lo plastifican y lo envuelven
para convertirlo en un producto de consumo que nada tienen que ver con la
realidad que podía resultar atractiva.
—¿Hacer
turismo es viajar?
—No, ni mucho
menos. El viaje era algo relevante para conocer, en su normalidad, otra
realidad y el que la preparación y el proceso de traslado (el itinerario)
resultaba tan fundamental como el destino. Turismo es ir a un lugar
prefabricado porque nos lo imponen las pautas de consumo del capitalismo
actual, donde el proceso para “llegar” debe ser mínimo. Consumimos destinos en
forma de fotografías. Viajar era conocer, hacer el turista es disponer de una
foto más en nuestro currículo consumidor con tal de adquirir, al menos
aparentemente, un halo de cosmopolitismo y conocimiento que en realidad no
adquirimos. Podríamos comprar unas postales y quedarnos en casa. El medio
ambiente, como mínimo, lo agradecería. El problema, es que ya no es posible el
viaje. Todos somos turistas, lo queramos o no. El nicho de mercado del “viaje
auténtico” es lo mismo, pero pagando más. Turistas los hay en todas partes y, a
menudo, quienes nos atienden son trabajadores migrantes extremamente mal
pagados.
—Le pregunto
más tarde por esos bajos salarios. ¿Turismo es progreso (en algunos de sus
sentidos positivos) o más bien es todo lo contrario?
—La
masificación turística, la turistificación, no es progreso sino un signo de
debilidad. Un cierto grado de recepción turística, que no sobrepase el 2% del
PIB, es compatible con modelos de desarrollo avanzados. La dependencia de este
sector por encima del 10% (en España es de un 13% y en Barcelona del 14%)
resulta una apuesta perdedora. Es un sector muy frágil y cambiante, sensible a
las sensaciones de seguridad/inseguridad, que depende de mano de obra barata,
que destruye los destinos, encarece vivienda y servicios y que gran parte del
movimiento de riqueza que promueve va a parar a grandes compañías
internacionales y no a los destinos. La función de España y de Barcelona como
gran centro de acogida turística resulta de país pobre y, en realidad,
empobrece. Va en detrimento de apuestas más estratégicas, con mayor
productividad y más valor añadido.
—Pero, en el
caso de Barcelona por ejemplo, ¿quiénes, qué sectores sociales apostaron por
convertirla en “la millor botiga del món”?
—La burguesía
actual es de mirada más bien corta. Se comporta como los personajes de Santiago
Rusiñol. Mentalidad de tenderos y de “peix al cove”. Jordi Pujol los
representaba muy bien. Una idea de país y de ciudad meramente provinciana,
faltada de toda grandeza. Se conforman con ser empleados de las grandes
multinacionales o bien acoger las franquicias de las marcas o de los hoteles
internacionales. Que Joan Gaspart haya representado, durante años, al
empresariado turístico explica muchas cosas. Lo realmente curioso es que la
política, especialmente la de izquierdas, haya comprado a estos personajes e
intereses.
—Le pido un
comentario de texto sobre una de las citas (de Gerhard Nebel) con las que abre
el libro: “Un país que se abre al turismo se cierra metafísicamente. A partir
de entonces ofrece un decorado, pero ya no su potencia mágica. El turismo es
uno de los grandes movimientos nihilistas, una de las grandes epidemias de
occidente”.
—Lo que se
llama apertura turística es, en realidad, una entrega. El turismo no genera
nada nuevo y empequeñece y deforma lo que ocupa. Y, es cierto, incluso el
patrimonio artístico que poseemos pasa a ser un decorado de cartón-piedra. La
pregunta básica continúa siendo: ¿a quién deben servir los territorios o las
ciudades, a sus habitantes o bien ser el espacio en que construir un negocio
que los destruye? La intensidad del movimiento imposibilita la vida sobre el
territorio, a la vez que el destino turístico pierde el encanto que algún día
tuvo. Es un fenómeno imposible a la escala hacia la que vamos y no tiene nada
de creativo. En realidad, a los que lo practicamos como si no hubiera un
mañana, no nos aporta nada más que la práctica de un pasatiempo. Es un ocio, una
distracción, con muchos efectos colaterales, de muchas externalidades
negativas.
—¿Qué
importancia tiene en un país medio como España la industria del turismo?
—Tiene mucha
importancia, demasiada. Fue una apuesta franquista para captar ahorro europeo
que, desarrollado sin planes ni sistemas de contención, arrasó con todo. El
turismo de “sol y playa” ha destruido gran parte de la zona costera
mediterránea en forma de un continuum urbano sin criterio, consumidor de
territorio y escasamente sostenible. El sol y los precios baratos seducían a
los europeos ávidos de playa y de la “falsa autenticidad” del sur del
continente. Se recalificó todo lo susceptible de serlo y mucho más. Nació una
industria local formada por grandes hoteleros y constructores a los cuales se
plegaban los ayuntamientos. España depende, de manera escandalosa, del turismo,
lo que implica, además, una enorme dependencia de los grandes touroperadores y
de las plataformas de internet. Accedemos, mayoritariamente, a un turismo de
bajo coste y poca capacidad adquisitiva. Hay que forzar mucho las cosas para
mantener bajos precios, papel que le corresponde a los bajos salarios que se
paga a la mano de obra inmigrante del sector de la hostelería. Si no, las
hordas se desviarán hacia Croacia, Grecia, Túnez o Marruecos. Es una apuesta
perdedora, muy adictiva, de la que resulta difícil salirse. Nadie,
políticamente, quiere poner coto a un sector tan influyente.
—De acuerdo,
pero imaginemos que alguien nos dice: sus críticas son interesantes, razonables,
pero no hay otra. España debe jugar ese papel en la economía internacional. No
hay más, no puede ocupar otras posiciones, somos lo que somos: sol, turismo y
poca cosa más. Pensar en otra situación es utopía, una bonita utopía
irrealizable.
—Sí, pero esto
no es cierto. España puede desarrollar, y de hecho lo hace, otras actividades.
Disponemos de recursos naturales, de capital humano, de tecnología y una gran
tradición industrial. No estamos condenados a encadenarnos a la industria
turística, la cual, se quiera o no, debe ir disminuyendo paulatinamente su
papel. En el low cost, no podemos competir a no ser que demos por
bueno el “nuevo esclavismo” instaurado en el sector abusando de la mano de obra
migrante. Cierto que en la distribución internacional de la producción se nos
quiera atribuir esta función, pero debemos resistirnos. Hace 50 años Finlandia
debía de proveer de madera y bacalao a Europa Occidental. Hoy lo es de
tecnología y conocimiento.
—¿Qué
opinión le merecen los movimientos de oposición a la llegada de más turistas a
sus ciudades, a sus comunidades? Pienso en Canarias o en Amsterdam, por
ejemplo, aunque también ha habido protestas en ciudades como Barcelona, Madrid,
Venecia o Nápoles. ¿Es simple y pasajera turismofobia indocumentada?
—Los
movimientos críticos con el turismo resultan lógicos y han tardado mucho en
hacerse patentes. Hay ciudades y territorios como las Islas, que ya no tienen
más capacidad de carga. Ya no se puede vivir y pagar unos costes desorbitados.
La dinámica arrolladora del fenómeno turístico hace morir de éxito los
principales destinos. Y el problema es que vamos a más. Si no crecen las cifras
se considera inapropiado para el sector, pero también para buena parte de los
gobernantes. Ámsterdam o Venecia ya realizan márquetin inverso para hacer
desistir a los visitantes. Con 600.000 habitantes, Ámsterdam recibe 20 millones
de visitantes, los cuales se concentran en unos pocos espacios. En Venecia ya
solamente quedan 50.000 habitantes, no se puede vivir allí si no tienes un
negocio turístico. Hay tornos de entrada, es aberrante. Algo similar se puede
decir de Barcelona, con 30 millones de visitantes. El concepto de
“turismofobia”, que el periodismo ha comprado, me resulta inaceptable. No es
desprecio al visitante o a lo nuevo como si fuéramos unos provincianos, es la
necesidad de recuperar el carácter vivible de la ciudad. No es repudio a lo
extranjero, sino a la falta de planificación y pacificación del fenómeno
turístico.
—Pero ¿cómo
se podía regular, si se trata de eso, el número de visitantes a España?
¿Encareciendo los costes turísticos, por ejemplo?
—Creo que
el low cost ha sido y es una apuesta nefasta. Hay que ir a
otro tipo de turismo que, con otros precios, se autorregulará disminuyendo el
número de viajes per cápita, que es de lo que se trata. Solamente encarecer
implica hacer una apuesta clasista. De todas maneras, el freno y pacificación
del turismo debe ser algo global que requiere que internalice los costes
ambientales reales, que se dé primacía en las ciudades a sus habitantes, de
proteger los espacios naturales, de desalojar una parte importante de la
primera línea de costa, que cualquier nuevo equipamiento deba demostrar su
“neutralidad” de carbono…
—Mirando con
luces medias y largas, el turismo, tal como lo estamos viviendo estos últimos
años, ¿es sostenible? Si no es, ¿por qué?
—No, el
concepto de “turismo sostenible” es un oxímoron. Sacamos el mago de la botella
al difundir que todos podríamos viajar constantemente, de manera barata y sin
efectos secundarios. Resulta una idiotez. En el último año, hicieron turismo al
extranjero unos 1.500 millones de personas. Cada año hay más clases medias
emergentes que se lo pueden permitir, especialmente en países asiáticos. Si no
hacemos nada, en 2030 se desplazarán más de 2.200 millones. Los aeropuertos y
sistemas de comunicación están saturados. El impacto medioambiental resulta
enorme. Nada como la aviación contribuye más al cambio climático. Ya sé que es
una mala noticia y que pude inducir a creer que practicamos un cierto elitismo,
pero el turismo actual no es generalizable a 7.000 millones de personas. Si la
contención se hace con el precio, volverán a viajar especialmente las clases
pudientes. Hay que racionalizarlo y, esto, significa un decrecimiento viajero per
cápita. El aeropuerto de Barcelona, o el de Madrid, no dan para más. ¿Seguro
que resulta racional doblarlos?
—¿Quiénes
sacan tajada de todo esto? ¿Quiénes se benefician más de una industria que
algunos críticos llaman el quinto o sexto jinete de la Apocalipsis?
—Fundamentalmente
es una industria de la que se aprovechan las grandes plataformas de internet
(Booking, e-Dreams, Airbnb…), los grandes grupos hoteleros transnacionales y
las compañías aéreas, especialmente las especializadas en low cost.
Ahí se queda el 80% del gasto turístico. A partir de ahí, a nivel local, son
hoteleros y el sector de la restauración, además de los que controlan los
apartamentos y alquileres turísticos. En estos últimos, también hay grandes
grupos de tenedores nacionales e internacionales, además de los locales que
explotan unas pocas plazas. El sector local de la industria se nutre básicamente
de los 100 euros de promedio que gastan diariamente los visitantes. El gran
negoció no está en la destinación. En cambio, el lugar tiene que hacer frente a
todos los efectos colaterales.
Estamos ante la
privatización y degradación de un bien colectivo.
—Se habla en
ocasiones de que Barcelona-2024 más que una ciudad es, esencialmente, un
“parque temático”, sobre todo en determinados nudos de la ciudad. ¿Es así, no
es algo exagerada la afirmación?
—Barcelona fue
una ciudad con muchos atractivos reales, pero también simbólicos relacionados
con la cultura y la modernidad. Ahora es un parque de atracciones con algunos
vestigios de reclamo cultural y patrimonial. La afirmación no es para nada
exagerada. La desmesura del crecimiento de esta actividad incluso puede llevar
a perder esta condición. Cuando se visita masivamente la Sagrada Familia, en
realidad se siente el atractivo de una “rareza”, más que un goce
arquitectónico. La fijación en Gaudí es una desmesura que, en el caso del
templo expiatorio, aún resulta más increíble dado que no deja de ser una
recreación faraónica de su proyecto. Barcelona ya no es lo que fue, ni tampoco
puede volver a serlo. Las características atractivas de una ciudad se pierden
para siempre cuando ésta se turistifica.
—¿Qué hay de
cierto en que los trabajadores vinculados a la industria turística son uno de
los sectores peor remunerados, con salarios más bajos, con peores condiciones
laborales, con menos posibilidades de conciliar vida laboral y vida familiar?
—Los costes bajos
que exige la industria turística se sostienen sobre bajos salarios. El salario
medio del sector no supera los 18.000 euros anuales. Por comparar, en la
industria supera los 40.000 euros. Un mundo de salarios mínimos cuando se hacen
contratos dentro de la ley. Resulta evidente que es un sector en el que aún hay
mucho trabajo en negro y cargas horarias desorbitadas y fuera de convenio
colectivo. Trabajos duros y jornadas de sobreexplotación. Es el caso de “las
kellys” que limpian y arreglan las habitaciones hoteleras. Estas condiciones
resultan poco aceptables para los trabajadores locales, y es por ello que el
sector se sostiene sobre la “adaptabilidad laboral” de los contingentes
migratorios. Extranjeros atendiendo extranjeros. Situaciones sociales y económicas
diferentes que se encuentran en “otro lugar”.
—¿Cuáles son
los principales efectos (positivos y negativos) de los pisos turísticos? ¿Es un
sector convenientemente regulado? ¿Podría haber más control?
—Los
apartamentos de uso turístico tienen un impacto muy negativo sobre el acceso a
la vivienda de la ciudadanía. Al sacar de la oferta de alquiler convencional
tal cantidad de viviendas, el impacto sobre los precios de alquiler resulta muy
grande. También impacta en el mercado de compraventa. Grandes tenedores se
hacen con nuevos o viejos edificios para uso turístico. Un fenómeno
especulativo que condiciona, y mucho, el mercado de la vivienda teniendo en
cuenta que, a la vez, no hay políticas públicas sólidas y eficientes para
promover vivienda de carácter público. El sector de alquileres turísticos tiene
que estar férreamente regulado y controlado. Hacerlo sobre las plataformas como
Airbnb resulta crucial. Aunque técnicamente pueda resultar difícil y que la
perspectiva de negocio convierte a los especuladores en muy imaginativos, se
puede y se debe hacer mucho más.
—¿Mucho más?
Por ejemplo…
—La
turistificación presiona el mercado de la vivienda, por lo que se requieren
políticas públicas que hagan posible que la consecución de una vivienda digna y
accesible económicamente no sea imposible. Hay que penalizar a los grandes
tenedores, expropiar las viviendas “cautivas” en manos de los bancos, impedir
la especulación extranjera, establecer ayudas, créditos suaves, aumentar las
promociones de vivienda protegida, obligar a la construcción de vivienda social
a los grandes promotores, tasar precios máximos, proteger a los inquilinos,
impedir los desalojos con efectos sociales nocivos… Airbnb debería estar
literalmente prohibido, mientras que las posibilidades de uso turístico de
viviendas privadas, muy restringido.
—Habla en el
libro de un turismo básicamente sexual. ¿Qué tipo de turismo es ese? ¿Quiénes
lo practican? ¿Cuáles son los principales lugares de destino?
—Sexo y turismo
siempre han tenido relación. Todo período vacacional va ligado a un imaginario
de aventura sexual. Será luego cierto o no, pero las ofertas de destinaciones
turísticas nos inducen a pensar en ello. Los “amores de verano” forman parte de
nuestro imaginario romántico. Pero aparte de esto, hay un turismo
declaradamente de tipo sexual, que tiene que ver, se disimule más o menos, en
poder acceder a prostitución barata e idealizada en territorios lejanos. Cuba,
Tailandia, Brasil, países del Este de Europa… tienen, entre otros, este predominio
en el inconsciente colectivo como destinación. El carácter de comercio sexual
organizado se maquilla aduciendo que son lugares de “mente más abierta” y mayor
liberalidad. Engaño o autoengaño. Una forma de alargar el carácter colonial de
algunos territorios.
—Asocia el
turismo con la crítica marxiana al fetichismo de la mercancía. ¿Nos puede hacer
una síntesis? ¿Qué es eso de la alienación mercantilizada?
—El imperativo
del movimiento sobre el que se sostiene la práctica del turismo es claramente
un caso de alienación. Viajamos de manera encorsetada, fomentada y
mercantilizada. El resultado es una extracción de rentas sin que haya
satisfacción de necesidad alguna y que, a veces, contribuye a profundizar
nuestra frustración. Es la cara B del trabajo, una forma de “felicidad
paradójica” según el concepto de Gilles Lipovetsky. La finalidad del turismo no
es nuestro bienestar, felicidad o descanso. Es un negocio que descansa sobre
una cultura que nos impone este movimiento como parte de nuestra cultura aspiracional.
En el sentido marxista, la mercancía tiene una función que va mucho más allá de
su función o necesidad. Poseerla, nos induce a creer que formamos parte de un
imaginario de élite del que, en realidad, estamos lejos de pertenecer.
—Cuando se
habla de gentrificación, ¿de qué se habla exactamente?
—De procesos de
especulación en determinados barrios urbanos, especialmente en el centro
histórico de las ciudades, que pasa por desplazar a sus habitantes hacia los
márgenes de la ciudad para construir viviendas de alto standing,
hoteles y zonas de consumo de lujo. En general, previo a este, se impone un
proceso de degradación del barrio para “justificar” una intervención pública de
saneamiento, monumentalización y entrega de las posibilidades de negocio a grupos
inmobiliarios. Un proceso clave en Barcelona, en Madrid o Nueva York. La gente
sencilla que habitaba unos decadentes centros mientras los pudientes se iban a
las ciudades-jardín de los extrarradios, ahora son expulsados porque los
turistas y los sectores sociales acomodados quieren volver al centro y gozar de
la ciudad-servicio después de décadas de aburrimiento con el cortacésped de las
urbanizaciones. En este proceso hay grandes ganadores, pocos, y muchos
perdedores que ven encarecerlo todo y se ven inducidos a marchar. Un proceso de
desposesión. El centro y algunos barrios ya no es lugar para pobres.
—Habla en
algún momento de una “clase nómada” de trabajadores del mundo de Internet. ¿Qué
tipo de clase es esa? ¿Por qué nómada?
—Internet ha
posibilitado que algunas profesiones no tengan nada que ver en dónde se reside.
Solamente se necesita una buena conexión a internet y que la ciudad sea
atractiva. Son los nómadas digitales, hípsters que participan de manera extrema
de la cultura de la movilidad. Son los auténticos homo movens. No
son de ninguna parte y se instalan, siempre provisionalmente, en las ciudades
globales con un cierto caché de modernidad. Tienen buena capacidad adquisitiva
y pretenden vivir intensamente el ocio de donde paran. Pueden vivir en
Barcelona –en este momento hay más de 100.000 con estas características–, pero
también en Lisboa, Ámsterdam, Londres, Rio o Bali. No crean estructuras
tecnológicas en donde se ubican y no dejan nada. Solamente han contribuido a la
gentrificación, al aumento de precios y a la turistificación. No buscan conocer
la ciudad “auténtica” sino encontrar la idea que se han hecho de ella.
—Suponga que
un trabajador/a, muy poco viajado hasta el momento, argumenta / protesta en los
siguientes términos: “¡Mecachis en la mar salada! Hasta hace muy poco han
viajado básicamente las “clases propietarias” y, desde hace unas décadas, un
amplísimo sector de las clases medias. Y ahora que nosotros, los menos
pudientes, los currantes de toda la vida, sobre todo cuando nos jubilamos,
podemos hacer algún viaje, nada que ver con viajes de lujo, nos vienen unos
teóricos o filósofos del “ser y su incesante fluir” y nos dicen que es
necesario parar, que no queda otra, que hay que viajar mucho menos (y lo dicen
pese a que muchos de ellos no paran de viajar para aquí y para allá). ¿Dónde
está la justicia? ¿Por qué no dejan de viajar ellos? ¡Qué se han creído estos
nuevos déspotas eco-ilustrados!”. ¿Qué le parece esta posición? ¿Qué podríamos
decirle?
—Las pulsiones
o intereses personales, que pueden estar bien justificados, en muchos casos
resultan imposibles cuando lo valoramos y analizamos de manera agregada. Todo
el mundo tiene el “derecho” de viajar a Venecia, por poner un ejemplo, pero de
manera agregada no es posible que miles de millones de personas se trasladen, a
la vez, a este mismo destino. Resulta imposible. La actividad turística, como
tantas otras cosas, hay que analizarla y valorarla por su impacto agregado, por
lo que puede conllevar la suma de voluntades. Es aquí donde se imponen
restricciones que son inevitables. Lo mismo pasa con todo lo que induce al
impacto sobre el clima. Yo, individualmente, no genero el calentamiento global,
pero mis hábitos de consumo y comportamiento, una vez generalizados, son
imposibles de sostener. Y es cierto que uno de los sectores que más impacta
sobre la imposibilidad del turismo, aparte de los jóvenes, son los jubilados.
Salud y poder adquisitivo se lo permiten. Hacen lo que quizás no pudieron hacer
de jóvenes, pero no resulta posible mantenerlo y aún generalizarlo mucho más.
Quizás, todos deberíamos plantearnos si necesitamos viajar tanto, y que
buscamos en esta especie de huida hacia ninguna parte.
—En los
compases finales del libro, habla usted de exigir “planteamientos políticos
sólidos destinados a priorizar desarrollos económicos sostenibles y que creen
estructuras con recorrido, en lugar de la filosofía del “toma el dinero y
corre”, que es esta y no otra la estrategia que subyace en este sector y en el
estado actual del capitalismo”. ¿Quiénes defienden esos planteamientos
críticos? ¿Observa usted en el panorama político actual fuerzas que razonen y
actúen en los términos que usted señala? ¿No es esa, en definitiva, la
naturaleza del capitalismo? ¿No es pedir peras al rosal razonar y pensar en
esos términos?
—Estoy de
acuerdo que esto entra en la lógica del capitalismo actual. Siempre crecer,
siempre correr, aunque sea hasta el abismo. Yo me quedo con la idea de Keynes
de que, mientras no podamos superar el sistema económico actual, al menos hay
que protegerlo de sí mismo. Porque tiende a la autodestrucción y, por el
camino, a la trituración de la sociedad. Nos guste, o no, el turismo es una
industria que debe decrecer, especialmente en los países que, como España, se
han hipotecado con él. Quizás es un poco tarde, y de las adicciones cuesta
curarse. Políticamente, hasta para la izquierda, resulta más cómodo jugar a
ser business friendly que a desarrollar análisis críticos
sobre sectores y actividades. Pero, habrá que hacerlo. Cuanto más tardemos más
difícil será afrontarlo. Quizás, cuando se haga, ya se habrá destruido por
parte del turismo todo el capital económico, social y cultural sobre el que se
estableció. El entorno de Chernóbil como metáfora.
—¿Quiere
añadir algo más?
—Deberíamos
controlar algunas pulsiones inducidas, como la del movimiento continuado y la
aceleración, porque son poco más que la mercantilización absoluta de nuestro
tiempo. Abandonar caminos trillados, que no son más que túneles, y construir
una vida a nuestra medida. Un modo slow (lento) en el que la
tecnología y el movimiento tuvieran un lugar mucho más modesto. Las ciudades y
territorios Smart (inteligentes) van a ser en realidad los que
se desarrollen al servicio de sus ciudadanos. Desmercantilizemos nuestras
vidas.
—Adelante con
la desmercantilización. Gracias por el libro y por la entrevista.
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