La pobreza que se ve desde el
espacio: la vida de los jornaleros del Mar de Plástico que dan de comer a
Europa
Por Pablo
Miranzo
Rebelion / España
24/08/2024
Fuentes: El
Salto
La provincia de Almería tiene 33.000 hectáreas de invernaderos y un 36% de
sus trabajadores son migrantes atraídos por la facilidad de emplearse aunque
tengan que soportar la precariedad laboral y vivir en chabolas.
Son las 12h
cuando un camión de la Cruz Roja se acerca por el camino de tierra que lleva al
asentamiento de Atochares, el mayor poblado de infraviviendas de Almería,
habitado por unos 800 migrantes que trabajan en los invernaderos. Tan pronto
como el conductor apaga el motor, los voluntarios descienden del vehículo y
comienzan a repartir chaquetas, zapatos y agua: dos garrafas de seis litros
para cada persona.
“Llevamos dos
semanas sin agua”, se queja Omar, joven marroquí, mientras espera el turno para
recoger sus botellas y las de los amigos que en ese momento aún están
trabajando. “La gente llega después de trabajar todo el día, con este calor, y
tienen que irse a caminar kilómetros hasta otro grifo porque los del
asentamiento están rotos”, lamenta.
Omar carga las
garrafas de agua hasta su casa, una chabola con el tejado de plástico medio
derretido por el incendio que sufrió hace unos meses. “Pudimos frenarlo entre
tres personas lanzando toallas y agua antes de que las llamas se propagaran a
otras casas”. En octubre de 2021 no tuvieron tanta suerte y el incendio se
extendió por el asentamiento dejando a 200 personas sin hogar. El
plástico y la madera utilizado en las viviendas, además de las precarias
instalaciones eléctricas, elevan al máximo el riesgo de incendio.
Calor asfixiante
A pocos metros
de su cabaña, en un espacio similar, vive Nabil Aouich, de 26 años. En las
paredes de su cabaña, adornadas con telas, se puede leer “8 de octubre de
2023”, fecha en la que Nabil llegó a Atochares para trabajar en los
invernaderos de tomate. Estos días de Ramadán, Nabil no tiene mucho trabajo y
los pasa junto a otros jóvenes marroquíes del campamento. Es abril y el calor
ya es asfixiante en el campamento de Atochares, donde el verano pasado el
termómetro llegó a los 44 grados.
Resguardados de
un sol cada día más intenso, juegan videojuegos en sus móviles y escuchan las
canciones del rapero Morad en bucle a través de un altavoz inalámbrico. Los
jóvenes que acaban en los asentamientos se encuentran en extrema vulnerabilidad
quedando expuestos a extorsiones por parte de redes de trata de personas. El
uso de sustancias para evadirse de los problemas es común entre los más jóvenes
en los asentamientos. En San Isidro de Níjar, por ejemplo, hay tiendas que
venden Norlatex, un pegamento utilizado por chicos en situación de calle en
Marruecos como droga extremadamente barata.
Hamza Eliraj,
de 26 años, también está recién llegado a España y apenas se defiende con el
idioma. Omar, que pese a su juventud ya se considera un veterano en el
asentamiento los dos años que ha vivido en él, le traduce. “Gastó 7.000 euros
para llegar hasta aquí y salió de Marruecos con la idea de llegar a Almería
porque aquí hay trabajo”. Hamza tomó el camino largo, rodeó media Europa para
llegar a los invernaderos. Un vuelo a Estambul desde donde arrancó un viaje de
tres meses en los que hubo cruces de frontera a pie mientras atravesaba Grecia,
Bulgaria, Serbia, Hungría, Austria y Francia para finalmente cruzar en un
autobús los Pirineos para llegar hasta Almería.
La
normalización de estos asentamientos, 25 años después de que se levantara la primera chabola,
se nota en algunas casas que ya cuentan con muros de ladrillo. También en la
existencia de tiendas que los propios habitantes han abierto, como la de
Abdelkrim Kaabouch. Este migrante marroquí de 39 años dejó su ciudad, Kenitra,
para trabajar en los campos de Almería. Lo hizo hasta que sufrió una lesión de
espalda que le impidió seguir con el trabajo en los invernaderos por la extrema
dureza de sus condiciones.
El último
informe de Almería Acoge cifra en 44 los asentamientos de trabajadores
agrícolas solo en la zona de Níjar. Atochares es uno de los más grandes y por
eso cuenta con pequeñas tiendas, un aula al aire libre donde el Servicio
Jesuita a Migrantes da clases de español, grifos instalados entre la población
y oenegés, y hasta un club nocturno. No es la realidad de la mayoría de
asentamientos, que son mucho más pequeños e incomunicados y por eso ha surgido
la figura de las furgonetas-tienda que durante las últimas horas de la tarde,
cuando termina la jornada de trabajo en los invernaderos, recorren cargadas de
enseres los poblados para vender productos básicos a los trabajadores.
Mauro es uno de
los que compra los productos básicos en una furgoneta. Su poblado ni siquiera
tiene nombre y está a varios kilómetros de la tienda más cercana. Está en la
zona de El Barranquete, al borde de la carretera que va hacia el pueblo de los
Albaricoques, escenario de películas de spaghetti wéstern
como La muerte tenía un precio o Por un puñado de
dólares. Llegó de Senegal y vive junto con otras 15 personas en unas
chabolas con un pequeño patio en el que han instalado un pequeño gimnasio
casero con pesas de hormigón (que ahora nadie utiliza por el Ramadán). “La vida
aquí es dura. Trabajo y envío dinero pero no puedo traer a mi familia mientras
esté viviendo en una chabola porque no es un espacio adecuado para criar a mis
hijos”, cuenta.
Paradójicamente,
es posible ver el mar de plásticos que forman los invernaderos almerienses
desde el espacio, pero es muy difícil para los foráneos ver de cerca el
interior de este microcosmos. Las empresas propietarias de más hectáreas de
cultivo tienen políticas de no colaboración con la prensa desde hace años, aunque
esta animadversión se puede comprobar en casi cualquier rincón de la zona.
Desahucios y expulsiones
A pocos
kilómetros del invernadero de tomates de Abde están los restos de El Walili, un
asentamiento de trabajadores del campo que fue desalojado en 2021 por orden del
Ayuntamiento de Níjar. Unas excavadoras apoyadas por medio centenar de agentes
de la Guardia Civil y un helicóptero desalojaron y demolieron el campamento que
hoy es un terreno baldío lleno aún de restos que recuerdan que allí vivían casi
500 personas: cepillos de dientes, colchones, plásticos y ropa.
Aunque el
pretexto para el desahuciar y expulsar a esta comunidad de jornaleros fuera el
de garantizar la seguridad de sus habitantes, las pocas viviendas construidas
para el realojo –como las situadas en Los Grillos– no llegan a
cubrir las necesidades de todas las personas que aquel día perdieron su casa,
ni las miles que aún viven en chabolas. De nada sirvieron las protestas, cortes
de carretera y concentraciones por parte de organizaciones sociales de la zona
como la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía. Actualmente solo
el 26,9% de los trabajadores del campo en Níjar está empadronado y
prácticamente la totalidad de los entrevistados por Almería Acoge confiesan que
lo consiguieron de forma irregular, pagando, debido a las dificultades para
conseguir una vivienda. La situación documental es otro impedimento para dejar
los asentamientos ya que el 76% de los hombres que viven en ellos están en
situación administrativa irregular, no tienen papeles, una tasa que empeora
en el caso de las mujeres llegando al 86,8%.
Tras el
desalojo, el Sindicato Andaluz de Trabajadores llamó a la huelga de trabajadores del campo en
solidaridad con estas personas, a la vez que acusó a Esperanza Pérez, la
alcaldesa del PSOE de Níjar, de haber mentido a residentes, sindicatos, ONG y
parroquias. Sin embargo, el problema habitacional de las y los trabajadores
migrantes de Almería parece no tener solución, pese que lleva décadas en las
agendas de periódicos, instituciones y sindicatos.
No había muchas diferencias entre el asentamiento de Atochares y el de El Walili, salvo que este último se encontraba a la vista de los turistas que van a las playas del Parque Natural de Cabo de Gata. En la misma carretera que conecta el poblado de Atochares con los restos de El Walili, una pintada en una pared de un almacen recuerda a los conductores la situación de injusticia que se vive en la zona: “Asentamientos = terrorismo patronal”.
Un trabajador migrante recoge los plásticos rotos de un invernadero en la zona de San Isidro de Níjar. Pablo Miranzo
Mustafa, de 26 años, posa dentro del asentamiento de Atochares. El joven marroquí dejó atrás Agadir para huir de la pobreza y llegó a Almería en septiembre de 2023. Pablo Miranzo.
Dos jóvenes marroquíes trabajadores del campo, Hamza Eliraj (izquierda) y Nabil Aouich (derecha), descansan por el Ramadán en el asentamiento de Atochares a las afueras de San Isidro de Níjar, Almería. Pablo Miranzo
Abdelkrim Kaabouch, migrante marroquí de 39 años, posa en el campamento de Atochares dentro de la tienda en la que trabaja desde que un accidente laboral le impidió seguir trabajando en los invernaderos de Almería. Pablo Miranzo
Zeid, trabajador marroquí, recoge tomates en un invernadero en Barranquete, Almería. Pablo Miranzo
Migrantes magrebíes preparan un cordero para ser sacrificado durante la festividad musulmana de Eid Mubarak en el asentamiento de Atochares. Pablo Miranzo
Trabajadores del campo de origen marroquí preparan un cordero tras ser sacrificado durante la festividad musulmana de Eid Mubarak en el asentamiento de Atochares, Almería. Pablo Miranzo
Primera comida consistente en la casquería del cordero durante la fiesta del sacrificio o Eid Mubarak entre migrantes marroquíes en el asentamiento de Atochares, Almería. Pablo Miranzo
Trabajadores del campo de origen marroquí toman el fresco durante la noche de la fiesta del sacrificio en el campamento de Atochares. Pablo Miranzo
Un trabajador del campo revisa su móvil durante la noche de la fiesta del sacrificio en el campamento de Atochares, Almería. Pablo Miranzo
Una pintada en
un almacén agrícola la que se lee “Asentamientos: terrorismo patronal” en San
Isidro de Níjar, Almería. Pablo Miranzo
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