Publicada en el
número 102 de El Viejo Topo (diciembre de 1996), en esta entrevista Guerra,
entre otras cosas, defiende para el PSOE una identidad clara de izquierda, y
desde esa posición tiende puentes a otras fuerzas. Pero ese encuentro no fue
posible.
Entrevista a Alfonso Guerra
El Viejo Topo
27 marzo, 2024
—Si le parece, podría usted trazar una panorámica de la situación de la izquierda
en España, de
los problemas a que se enfrenta, qué perspectivas contempla…
—Los problemas
que tiene la izquierda son los mismos en España que en cualquier parte del
mundo occidental. Existe un desconcierto provocado por las muchas cosas que han
sucedido en muy poco tiempo, como el desmoronamiento del bloque del Este. Esto
se combina además con un proceso de creación, durante por lo menos diez años,
de una cultura reaganiana en las universidades norteamericanas, trasladada
luego a la cultura europea, y que ha tenido mayor efecto en los partidos de
izquierda que en los partidos conservadores, pues estos últimos recibían un
mensaje coincidente con sus planteamientos. La izquierda, sin embargo, choca
con un nuevo esquema, el de la tecnocracia, que dice que lo prioritario no es
ya la política en sí sino lo que los datos de la realidad permiten llevar a
cabo: al Estado no se le puede pedir más que lo que el Estado puede hacer. A
partir de eso, la tecnocracia pasa a ser el lugar predominante de la política,
y prácticamente desaparece la intervención ética del político, es decir, el
manejo de los datos de la realidad pero introduciendo un componente ético. Ello
lleva a la izquierda a un proceso muy peligroso, que es lo que yo llamo
el cupio disolví, el deseo de desaparecer.
—¿Se refiere
al deseo de negarse como izquierda?
—Así es. Y la
verdad, que la derecha niegue la existencia de la izquierda se puede entender,
porque así defiende sus intereses. Pero que la propia izquierda ponga en crisis
la existencia de la izquierda, como está haciendo en estos últimos años, sólo
puede entenderse como un deseo de
disolverse, una
auto-eliminación. Esto ha generado, en la izquierda occidental, el abandono del
espíritu de la utopía, que está vista como algo fuera de la realidad, como un
desrealizar respecto de la acción política. Ello conduce al abandono de la
voluntad de transformar la sociedad, porque la izquierda se cree obligada a
demostrar, a sí misma y sobre todo a la derecha, que es tan competente en la
administración de las cosas públicas como la derecha. Y esto ha ocasionado una
pérdida de identidad enorme. Aunque ahora mismo se pueden detectar atisbos de
que algunos que sostenían estas posiciones se están dando cuenta de que estaban
equivocados.
—¿Conduce
todo ello a una pérdida de proyecto político en la izquierda?
—La izquierda,
por lo menos una cierta izquierda, tenía un concepto muy terminado de la
sociedad que quería. Un escenario final. Hoy eso ha desaparecido por completo,
afortunadamente. Pero se ha movido tanto el suelo en el que se asentaban sus
planteamientos que casi no tiene proyecto. Del proyecto perfectamente dibujado
se ha pasado a la casi desaparición del proyecto y al coyunturalismo
permanente, al reclamo continuo de pragmatismo. Se ha olvidado que tiene que
haber un proyecto de sociedad, no terminado, que, desde luego, no puede ser el
actual. El problema está en que un gran sector de la izquierda ha aceptado,
aunque no lo admita, el Pensamiento Único: sólo existe la posibilidad de lo
realmente existente. Y, desde luego, el mercado es algo real. No se acepta nada
diferente a lo realmente existente. Eso es la base del Pensamiento Único, con
el que yo no comparto nada.
—Esta
abdicación de la izquierda ha tenido una plasmación obvia en un proceso de
degeneración del lenguaje…
—Sin duda.
—… en una
eliminación de vocabulario. El lenguaje de la izquierda ha cambiado, igual que
lo ha hecho el de los medios de comunicación.
—El lenguaje es
una manifestación de corrientes muy profundas en las conductas humanas y
grupales. No es por casualidad que el lenguaje cambia en la izquierda. Antes,
¿en qué términos se hablaba? En términos de combate, en términos de lucha.
Decíamos, por ejemplo, que debíamos hacerle la guerra al capitalismo. Este era el
lenguaje habitual. Ahora la izquierda utiliza con frecuencia el lenguaje del
mercado. «Esto no es rentable», «el capital político»… son palabras puramente
mercantiles, que se usan en la política sustituyendo a los términos que se
utilizaban antes. Esto no es más que un reflejo, naturalmente. Refleja el hecho
de que el mercado se ha convertido, en la sociedad occidental contemporánea, en
el nuevo sagrado social. Un sagrado social al que han de rendirse todos los
otros sectores de la actividad humana, que inunda no solamente la política,
sino también la cultura, la creación,
arte. Y así, el
que niega las virtudes del mercado pasa a ser automáticamente un anticuado, un
demagogo, alguien que no está en la realidad, un nostálgico. No se permite
cuestionar una realidad que, lo sabemos perfectamente, ocasiona grandísimos
problemas a los seres humanos, a miles de millones de seres humanos. Hoy,
cualquiera que
postule la
sustitución del capitalismo por otro sistema es automáticamente eliminado del
circuito. Y efectivamente, en los medios de comunicación hay otro lenguaje.
Mucho más cercano a las transferencias comerciales y económicas que al combate
político. La economía hoy domina a la política. Y este es uno de los grandes
desafíos que tiene la izquierda: la recuperación de la razón política respecto
a la razón económica, y también la recuperación inevitable de la razón
medioambiental, que antes estaba completamente fuera del juego de la política y
que hoy, por razones de solidaridad con las generaciones futuras, debe
prevalecer obligadamente sobre la razón económica. Aunque, por supuesto, los
datos económicos hay que tenerlos en cuenta.
—¿Es
realista pensar en un regreso a las ideas y tradiciones de izquierda cuando los
partidos de esa izquierda albergan en su seno grandes corrientes que pretenden
el deslizamiento al centro político por motivos electorales?
Eso es obvio en
el caso del Partido Socialista.
—La izquierda
comprendió, primero en Europa y más tarde en España –porque la democracia llegó
más tarde a España, no olvidemos que para poder gobernar, con el objetivo de
transformar la sociedad, tenían que agrupar en torno a su proyecto a una serie
de sectores sociales que no están ideológicamente vinculados con un proyecto de
izquierda de un modo directo. Para la creación de una mayoría social suficiente
se requería el apoyo electoral de un sector de la clase media. Eso está bien
visto, pero acarrea un problema cuando por razones electorales se presta más
atención a ese sector, del que se pretende apoyo, que al propio proyecto de
izquierda. Y si sucede eso, si se desatiende al sector fundamental, la pérdida
de la identidad se va haciendo paulatinamente mayor. Entonces, lo que antes era
una convivencia de carácter electoral con un sector social-liberal, o de
liberalismo social, se convierte en una ocupación por parte de ese sector de
todo el espacio de izquierda, y es ese sector social-liberal el que da la
impronta ideológica a toda la izquierda. Eso lleva al fracaso al proyecto de
izquierda, y a los partidos a una manifiesta debilidad.
—Si nos
atenemos a los países en los que existe una democracia parlamentaria, la
izquierda, en general siempre ha renunciado a gobernar desde el propio
territorio de la izquierda. Tras ganar unas elecciones lo primero que suele
hacer son concesiones. Cuando en España el Partido Socialista alcanzó el poder,
efectivamente su discurso contenía frases del estilo de «esto son habas
contadas», «esto es lo que hay y no hay margen para otra cosa», etc.
—Esto dicho con
carácter radical y general no es exacto. Dicho con carácter mucho más relativo
desde luego es verdad. Yo mismo lo he puesto de manifiesto en esta misma
conversación. En el caso español hay mucho de verdad y mucho de mentira en ese
principio, porque en los años de gobierno socialista, los siete u ocho primeros
sobre todo, la transformación del país fue muy intensa. Donde más se puede
apreciar es en los núcleos de población más pequeños. El salto cualitativo de
las pautas de conducta, de vida y de bienestar en los pequeños pueblos es
enorme. La igualación con los núcleos urbanos ha sido algo históricamente
extraordinario. En las ciudades es diferente; cuanto mayores son más se nota
que ha nacido una cierta insatisfacción, porque al acceder a una serie de
bienes las capas sociales que menos acceso tenían a ellos, los que ya disponían
de esos bienes han visto reducida su capacidad de disfrutarlos. Hay esperas en
los hospitales porque ahora hay más ciudadanos que pueden acceder a ellos. Se
ha disminuido mucho la diferencia que existía entre áreas urbanas grandes,
áreas urbanas pequeñas y áreas rurales. Eso no quiere decir que no se haya
producido en algunos aspectos una cierta renuncia a otras transformaciones,
porque ha habido sectores que han estado más pendientes de si la derecha
aplaudía o no lo que se hacía.
—En lo que
hace a la izquierda, en casi todos los temas importantes Izquierda Unida está
muy alejada del Partido Socialista. Me refiero a asuntos como Maastricht, por
ejemplo.
—Lo que sucede
es que Izquierda Unida no quiere ver la realidad. Del mismo modo que niego que
los datos de la realidad deban ser lo único que debe contemplar un político,
que es necesaria una intervención ética sobre esos datos, lo que tampoco se
puede hacer es no aceptar ningún dato de la realidad. Los planteamientos que
sobre Maastricht tiene Izquierda Unida lo hacen a uno un fervoroso partidario
de Maastricht, aunque uno no lo sea. El fanatismo pro-Maastricht sólo es
comparable al fanatismo anti-Maastricht. Maastricht es un instrumento, que se
puede criticar, pero vivir un fundamentalismo anti-Maastricht es una locura. En
este país de movimientos pendulares hay cuestiones en las que parece que no se
puede ser sensato, con Maastricht o con otras cosas, como por ejemplo el
aborto. Si uno dice que la mujer tiene derecho a abortar es un criminal. Un
criminal y punto, ya estamos fuera del paraíso. Y si uno dice que no tiene
derecho, entonces es un reaccionario, un vaticanista. Y yo, que soy uno de los
políticos más moderados de este país (risas), no soy ni criminal ni beato. Yo
quiero analizar los temas, con sensatez, pero aquí no te dejan hacerlo. Antes
de la firma de Maastricht, cuando no había aún fundamentalistas ni pro ni anti,
ya advertí que algunos de los objetivos serían imposibles de alcanzar. No son
posibles porque los técnicos han elegido como fórmula que todo el mundo
responda a la media de los tres mejores países, pero han elegido unos mejores
tan pequeños que no representan nada. Exagerando hiperbólicamente, para
entendernos, Luxemburgo, Holanda y Bélgica son tres barrios respecto a la
población europea. ¿Cómo puede ser que tres barrios vayan a marcar la pauta? Ni
Alemania, ni Francia, ni Italia, ni España, ni Gran Bretaña son capaces de
cumplir todas las condiciones, así que ahora ya están pensando qué operaciones
contables tendrán que hacer para estar en la moneda única…
—¿Se refiere
a ese concepto, tan curioso, de la contabilidad creativa?
—Sí. Maastricht
es un instrumento, y como tal criticable. Es un pretexto para que la gente
arregle las cuentas interiores de sus países en la medida en que se puedan
arreglar, porque las que no se pueden arreglar, no se pueden. En economía hay
que ser muy realista, no se puede decir, por ejemplo, que va a conseguirse un
déficit cero cuando no es realmente posible. Porque entonces, aún sabiéndose
que no va a conseguirse ese objetivo, se le da un tirón hacia atrás a la
economía que luego no hay manera de recuperarla. Yo siempre pongo el ejemplo de
que se puede tirar de la economía como quien tira con una cuerda de una roca.
Ahora, a ver quien empuja luego la roca con la cuerda. Entonces, dicen: vamos a
enfriar la economía. Bueno, es fácil, se toman cuatro medidas y se enfría. Pero
luego no hay quien la caliente. No hay manera. A menos de que se le dé a la
maquinita del dinero, con las consecuencias que eso tiene.
—¿Por qué es
tan importante entrar rápidamente en la moneda única?
—Desde una
perspectiva de izquierda hay que preguntarse qué es lo que conviene más a los
europeos: que Europa esté cada día más unida en todos los aspectos, o que
permanezca fragmentada. Yo tengo claro que es imprescindible la unidad, cuanto
más y cuanto antes, mejor. Hay sectores de la izquierda que creen lo contrario,
pero yo creo que cometen un error. El mundo está caminando por un sendero que a
uno puede no gustarle, pero que a veces uno no puede cambiar. Por ejemplo, hay
que paliar, reducir o eliminar los efectos negativos de la globalización
económica, pero no podemos negarla, eliminarla. Y en el mundo globalizado, por
seguir con este ejemplo, de todas las transferencias comerciales que se hacen
sólo el diez por ciento responde al pago o cobro de mercancías o servicios
reales. Lo demás son operaciones financieras. Contra eso, Europa se tiene que
defender. Y no se puede defender país a país, es imposible. Hoy día un operador
económico, en diez segundos, es capaz de arrancar 25.000 millones de dólares de
un país, tranquilamente, como hicieron en el septiembre negro… ¡Con una orden
monetaria dada por ordenador!
—¿Usted cree
que España debe ingresar en el pelotón de cabeza? ¿El precio en términos de
recesión y paro no puede ser excesivo?
—A España le
conviene empujar una Europa unida en todos los aspectos. Se ha acuñado una
frase con respecto a eso: afuera hace más frío. Si Europa construye realmente
una unidad y hay un país europeo que no está dentro, lo va a pasar peor que el
resto.
—¿Es tan
importante el plazo para entrar? ¿No se podría entrar después?
—Yo no soy
dogmático en el tema de las fechas. Y estoy seguro que no lo va a ser nadie.
Sería una locura hacer Europa así, cuando incluso dos o tres países importantes
tienen problemas numéricos para pasar. Se arreglará, aunque esto es algo que
desde los gobiernos no se puede decir. Pero, en cualquier caso, afuera hace más
frío. La construcción europea es inexorable, y hemos de sumarnos a ella si no
queremos quedarnos absolutamente fuera de por dónde va la historia. Pero esa
construcción no puede hacerse de cualquier manera.
—¿A qué se
refiere?
—Por ejemplo,
un hecho que la izquierda acepta es la total autonomía de los bancos nacionales
y del futuro banco europeo. Yo creo que ese es un error gravísimo. No puedo
entender que haya una construcción política, comercial, económica y de defensa
europeas y que las grandes decisiones que afectan a todos los sectores estén
tomadas por un banco europeo que no rinde cuentas ante ningún poder político.
—¿El quinto
poder?
—Bueno, casi el
segundo. Porque el primero son los medios de comunicación, es evidente (risas).
—Eso será
porque los partidos hacen caso a los medios, en vez de hacer caso a sus bases…
—No sólo por
eso. Los mecanismos que Marx describió de concentración de poder, que todo el
mundo ha criticado casi con sonrisas, no eran ninguna tontería. La
concentración de poder en algunos sectores de la economía mundial es
importantísimo. La revolución tecnológica y la globalización de la economía son
los grandes factores que lo han removido todo, incluyendo los medios de
comunicación. La tecnología de la información hoy está en poquísimas manos en
el mundo. Poquísimas. Claro, su poder es impresionante. Es difícil oponerse a
eso. La guerra del golfo expresa la revolución tecnológica de la información.
La CNN daba la guerra en directo: nada más falso. No dio nada
en directo, ni
siquiera en indirecto. No dio más que lo que acordó dar con unos y con otros.
Creíamos que veíamos la guerra, y no vimos nada de ella. Con ese extraordinario
poder se puede falsificar la realidad. Y el poder político se pliega muchas veces
frente al poder mediático.
—Ese es un
tema capital, pero me gustaría retroceder un poco. Hablaba de que la
independencia del Banco Europeo es un disparate.
—Sí, claro que
es un disparate. Hace ya bastantes años se tomó la decisión de liberar la
circulación de capitales. Se ha producido esa liberación sin que haya un
instrumento europeo capaz de controlarla. ¿Cómo es posible que no haya un
organismo internacional capaz de frenar, o al menos paliar, los tremendos
efectos de las tormentas monetarias, que pueden llegar casi a destruir las
economías de países enteros? No hay ningún organismo, ni siquiera se ha
planteado. Liberar los capitales sin ningún organismo que controle… es una
locura, es como empezar la casa por el tejado. Es insólito que los bancos
nacionales sean autónomos, que la política económica de un país pueda estar
dirigida por organismos que no tienen en cuenta las políticas de los gobiernos.
—Es lamentable
tener que insistir en los tópicos, pero parece cierto que la Europa que se
construye es más que nada la Europa del capital ¿Qué hay de la Europa del
trabajo?
—Si Europa no
hace un esfuerzo puede quedar reducida a jugar el papel de un gran hotel y un
gran museo. Los norteamericanos, los japoneses y los nuevos tigres del sudeste
asiático vendrán a admirar la belleza histórica y llenarán hoteles
magníficamente instalados. No habrá más, porque la deslocalización de las
empresas es escandalosa. La propia Europa está permitiendo deslocalizaciones
escandalosas para justificar la necesidad de la reducción de las prestaciones
sociales. Continuamente se nos está diciendo que en Europa los estados ya no
soportan las prestaciones sociales porque la competitividad exterior reduce los
precios de los productos. Hay que bajar las prestaciones porque en otros países
se produce más barato. Pero: ¿por qué es más barato? Porque allí no hay
sindicatos con capacidad para reivindicar, las autoridades locales tienen mucho
más ancha la manga para permitir cualquier tipo de explotación, los salarlos
son muchísimo más bajos… ¿Esta competitividad obliga a rebajar las
prestaciones? Seamos serios, ¡si son los europeos los que se llevan las
empresas allí! Para mí, el paradigma es Alemania. Los alemanes explican que
están en una situación complicada porque han incorporado a Alemania del Este,
que estaba en una situación económica precaria. Y eso lo tenemos que costear
entre todos. Pero cuando un alemán decide instalar una empresa suya en otro
sitio no lo hace en lo que era la Alemania oriental, sino que la instala en
Polonia, en la República checa, donde los márgenes para ellos son infinitamente
superiores. Eso es de una hipocresía absoluta. La OIT, la Organización
Internacional del Trabajo, hoy está asediada. Quieren eliminar su acción porque
es el organismo llamado a exigir que los derechos de los trabajadores de los
países que se han convenido en más competitivos se equiparen a los de los
europeos.
—Para ello
debería producirse algo de lo que, en mi opinión, existen todavía pocas trazas,
y es la construcción de una unidad política europea que vaya más allá de la
monetaria y económica.
—Hay que
avanzar en ese sentido. Porque además, y eso la izquierda no lo quiere ver, o
colocamos a Alemania en un proyecto común europeo o Alemania seguirá siendo
Alemania. La historia no nos dice que Alemania haya sido precisamente un
elemento estabilizador, sino todo lo contrario. Ha habido ya dos intentos, y no
deberíamos permitir un tercero. Es muchísimo mejor que Alemania y Francia
discutan de tomates en una mesa a que se confronten a base de cañonazos. La
insatisfacción de la izquierda ante la construcción europea no puede desembocar
en una ceguera ante el hecho de que es preciso anclar a Alemania en un proyecto
común.
—Usted opina
que la izquierda no cree en la construcción de la unidad política europea…
—Sectores.
Sectores de la izquierda.
—Sectores
importantes de la izquierda. Pero, ¿cree la derecha?
—Es que la
derecha nunca ha creído en eso.
—Entonces,
¿cómo se va a construir?
—Pues por la
pura necesidad. Porque es imprescindible. Si no, Europa no va a contar en nada.
El mundo en los últimos años ha cambiado muchísimo, y sabemos más de lo que
sabíamos antes respecto de cómo está organizado el mundo. Lo que era un orden
de confrontación ha pasado a ser un desorden internacional. Antes, el mundo era
bipolar. Los EE.UU. y la Unión Soviética representaban los dos polos
contrapuestos. Hoy es un mundo unipolar en apariencia, pero multipolar en la
realidad. Por ejemplo EE.UU., si bien hoy sigue siendo el número uno en el
terreno militar, ya no lo es en términos económicos. Tanto es así que cuando
acude a los aliados por la guerra del golfo, acude pasando la gorra, para que
paguen entre todos porque él no puede pagar ese coste. Curiosamente, los países
europeos, sobre todo algunos, apoyan eso decididamente, y digo curiosamente
porque hay un componente de la guerra del golfo y su rebrote reciente que no se
quiere ver y que a mí me parece elemental: a los EE.UU. no les conviene la
unión europea. Y claro, la inestabilidad en el golfo representa el
encarecimiento del crudo, y por tanto retraso en la implantación de la moneda
única en Europa.
—¿Da usted
por hecho que en términos económicos Japón está hoy por encima de Estados
Unidos?
—Probablemente.
Y para colmo, Japón está ocupando los centros de investigación de los Estados
Unidos. Los grandes centros de investigación norteamericanos hoy están nutridos
por asiáticos. Japoneses, coreanos, indios… La investigación tiene una
influencia enorme. La izquierda, a regañadientes, aceptó que la investigación
militar tenía que existir porque arrastraba a la investigación civil, un
argumento que es una falacia y que, como Simón, he denunciado en el desierto
durante toda mi vida sin que nadie me escuchara. Ahora se puede comprobar: los
dos países que tenían prohibida la investigación militar a resultas de la
segunda guerra mundial, Japón y Alemania, son los dos países punteros
económicamente, porque han dedicado todos sus recursos a la investigación
civil, mientras que la Unión Soviética, que lo dedicaba todo a la investigación
militar, ahora no sabe ni siquiera transformar sus resultados en fabricación
industrial civil. Con esa falacia se han justificado los enormes presupuestos
destinados a armamento.
—El hecho de
que la política económica sea cada vez más LA política, ¿no pone en crisis la
forma partido político?
—Los partidos
políticos tienen defectos gravísimos, que se deben criticar, pero la negación
del sistema de partidos ¿es un intento de sustituirlos por quién? ¿Por grupos
de presión, por los magnates de las finanzas, por los demagogos con vocación de
futuro? Hay un planteamiento que ya empieza a circular, el de la democracia
electrónica, la teledemocracia, el referéndum permanente a través de mecanismos
electrónicos. Ya se puede consultar a cada hogar qué deciden los ciudadanos
sobre lo grande y sobre lo pequeño. El problema es quién conforma la opinión
general. Evidentemente, sólo el que posee los mecanismos, la televisión, los
grandes medios. La teledemocracia es un fraude absoluto mientras no haya
capacidad de llegar a esos medios por parte de todos, y no sólo del poder
económico instalado en los medios. En España hubo un momento en que se vio con
claridad: los bancos empezaban a comprar
los grandes
medios. Ahora parece que hay una cierta retirada, y la penetración se lleva a
cabo a través de fiduciarios o intermediarios. Pero antes incluso ponían la
cara, eran Banesto, el Central, los que compraban los grandes medios, lo cual
era un escándalo. Ahora no deja de ser lo mismo, pero un poquito más
maquillado.
—Sin
embargo, es evidente que en la calle existe un desprestigio de lo que
comúnmente se llama la clase política, y de los partidos en general de manera
que mucha gente hoy ya no vota a alguien, sino que vota contra alguien, o al
mal menor. ¿No demuestra eso que se ha falseado el fundamento de la democracia?
—Si se entiende
la democracia como el establecimiento de unas reglas de juego que permiten a
los ciudadanos cada x años decidir quién administra los recursos públicos, si
ahí se agota el término democracia, entonces claro… Pero yo no tengo esa
concepción de la democracia, para mí es algo mucho mas amplio. Democracia
significa establecer un compromiso social. No sólo –y ese es el gran dilema–
administrar los recursos, sino hacerlo de manera que se transforme la sociedad
en lo que es injusta, y que esa transformación sea irreversible. Hoy, la
tendencia en Occidente es alcanzar grandes consensos políticos en casi todo,
pero eso es un error. Los consensos hay que lograrlos en temas que no pueden
ser discutidos: Constitución, terrorismo, los grandes principios. Pero llevarlo
a las políticas es un error. Porque entonces no hay distinción, desaparecen los
límites de separación entre izquierda y derecha. Algunos dicen desde la
izquierda que esos límites han desaparecido. Nada más falso. En las políticas,
cada partido tiene que tener su propio proyecto. Eso recuperaría conexión con
la sociedad, porque el ciudadano corriente lo que ve es que en la mayoría de
los temas los partidos políticos dicen más o menos lo mismo. Y esto se debe a
que tanto en la derecha como en sectores de la izquierda se tiene la idea que
no hay márgenes para actuar diferenciadamente; antes ya hemos hablado de eso.
Pero los márgenes no son tan pequeños… Gobernar es establecer un sistema de
prioridades, ésa es de verdad la función de un gobierno. Pero quiero subrayar
que una cosa son los condicionantes que actúan limitando las prioridades, y otra
el discurso con el que se da legitimidad a lo que se hace. La acción de
gobierno en España, en Francia, en Alemania, cuando la ha ejercido la izquierda
no ha estado tan separada de la sociedad como a veces lo ha estado el discurso
explicativo de esa acción de gobierno. Es decir, a veces se llevaban a cabo
transformaciones sociales importantísimas pero se explicaban con razonamientos
tecnocráticos, que legitimaban más lo contrario que lo que se estaba haciendo.
Es absolutamente increíble que la izquierda pueda caer en este tipo de error.
Pero ha caído.
—Me voy a
permitir hacerle un reproche al PSOE. Después de su gran victoria se produjo
–me pregunto si fomentada– una importantísima desmovilización social
—No fue
enseguida, eso empezó a producirse a partir del 86. A ello contribuyeron
distintas cosas. Primero, el movimiento sindical se separó de la acción de
gobierno debido a la ley de pensiones del 85. Una ley que por la que hoy están
apostando los sindicatos, fíjese que curioso. Allí se pasó de los dos a los
ocho años para medir la pensión y vaya lo que ocurrió; ahora se pasa de los
ocho a los trece o a los quince con la firma de los sindicatos. La vida es así…
—Quizá los
sindicatos creían que las cosas iban a ser aún peor.
—Sí, ahora la
política cotidiana se hace a base de amenazas. Luego, la amenaza se rebaja, y
la gente se dirige al patíbulo casi a gusto. Pero entonces se produjo la huelga
de las pensiones, y después hubo una especie de depresión post-parto con el
referéndum de la OTAN, que había producido una gran movilización. Y aquí
quisiera abrir un paréntesis: nunca se ha dicho, ni siquiera por los que ahora
se arrepienten de haber convocado el referéndum de la OTAN, que quizá
estaríamos negociando todavía el preingreso en la Unión Europea si no se
hubiera convocado el referéndum. Por otra parte, el programa electoral
socialista del 86 no contenía las concreciones que tenía el del 82. Todo esto
generó una cierta desmovilización, a la que contribuyó que los sindicatos entraran
en una situación de debilidad muy acusada. Se ha impuesto una cultura
individualista, la gente busca refugio seguro y mullido en su propio hogar,
cada uno va a lo suyo y el movimiento grupal desaparece, pero no totalmente.
Desaparece en los movimientos tradicionales y crece en los movimientos nuevos:
en estos años de desmovilización política y sindical, se han creado ONGs a las
que están afiliadas más de 800.000 personas, casi todas muy jóvenes. Hay cerca
de un millón de personas vinculadas al movimiento de voluntarios realizando
tareas colectivas.
—¿Por qué
esos nuevos movimientos se llevan tan mal con los partidos?
—Los nuevos
movimientos sociales desconfían de la estructura política, quizá temen que
pretendan absorberlos. Y los partidos políticos desconfían, porque cabe la
posibilidad de que alguno de estos movimientos sociales, como ha ocurrido ya en
alguna ocasión, se constituya en movimiento político cuando se acercan las
elecciones. Hay una desconfianza mutua que yo creo que es inútil e inconveniente,
pues aunque cada uno tiene un terreno de actuación delimitado, el proyecto
común de trabajo que ambos visualizan, como alternativa de organización de la
sociedad, es bastante coincidente. Dicho esto, no todo deben de ser flores para
los movimientos sociales. Hay algunos aspectos que no son tan claros, ni tan
limpios. El movimiento ecologista, medioambiental, de importancia
extraordinaria porque ha impregnado la conciencia, sobre todo, de la juventud,
y que es fundamental para las generaciones futuras, sólo aparece cuando la
degradación medioambiental afecta a los sectores más poderosos, a la burguesía.
Por ejemplo, durante muchísimo tiempo se ha estado esquilmando los bosques
europeos, destrozándolos, sin que se produjeran demasiadas reacciones. Pero cuando
la destrucción ambiental afecta a la burguesía entonces se produce una rápida
dinamización del movimiento. Incluso ahora, el ecologismo se preocupa de
regularizar el exterior pero se olvida del interior, de las fábricas. El medio
laboral está cada día más desregularizado, carente de reglamentación.
—¿Quiere
decir que el ecologismo debería cambiar de objetivos?
—En parte sí.
Los ecologistas dicen que hay que tener concepciones globales y actuaciones
locales. Pues bien, yo creo que ha llegado el momento de que las acciones
también sean globales. Perderse en la casuística de la casa que se ha edificado
cinco metros más allá del límite permitido… eso no es el ecologismo. Por
ejemplo, y esta es una opinión personal, el ecologismo tendría que hacer un
esfuerzo extraordinario, global, frente al gran problema ecológico que tiene
España, y que afecta al futuro con una gravedad extraordinaria: la
desertificación. Ese es el gran problema ecológico. No el de la casa, que
también tendrá que preocupar pero que es menos importante. España se está
convirtiendo en un desierto, pero parece que es más vistoso pelearse por si se
pone aquí o allá una torre que afea el paisaje. No digo que no tenga que
combatirse también eso, pero el ecologismo debe enfrentarse a los problemas
medioambientales más significativos.
—Supongo que
el movimiento ecologista podría también preguntarle qué ha hecho el PSOE en
estos años para frenar la desertización.
—Pero yo no
estoy discutiendo desde el PSOE con el movimiento ecologista. Estoy diciendo lo
que pienso, que los ecologistas tienen el principio de concepción global y
trabajo local, y yo creo que no debe ser así. Yo creo que el PSOE, los
ecologistas, todos los que tengan una preocupación medioambiental deberían
promover no sólo la concepción global, sino también la actuación global. Eso
vale para todos, yo no estoy acusando a nadie en particular.
—Si le
parece, regresemos al tema de los partidos. Internamente parece que todos viven
grandes convulsiones: ruptura de ERC, caso Vidal Quadras en el PP, fuertes
tensiones en IU e IC… Quizá está usted de acuerdo con la opinión de que en el
seno del Partido Socialista conviven fundamentalmente dos líneas políticas: una
social-liberal, y otra socialdemócrata, más ligada a su propia tradición, ¿Qué
significa la palabra «socialismo» para cada una de esas dos corrientes?
—Lo que une a
estos dos posicionamientos es que ninguno está claramente formulando propuestas
conservadoras. Pero hay distinciones muy importantes. La más clara ya la he
mencionado antes. Todos los partidos políticos tienen la obligación moral de
intentar conquistar el poder. A mí, estos partidos que actúan sólo como
conciencia colectiva, pero que les da miedo tomar las riendas de los asuntos
públicos, me parece que no son partidos políticos, sino prédicas de
visionarios. Tienen, pues, esa obligación, pero ¿gobernar para qué? ¿Para
administrar mejor que otros, o para hacer eso y, además, transformar?: Ahí es
donde está la gran disyuntiva. Están los que creen que las habas están contadas,
que los márgenes son muy pequeños, que con hacer las cosas mejor que los otros
ya se ha cumplido. Y los hay que dicen: la sociedad está cambiando mucho, pero
las injusticias permanecen, en algunos sectores del mundo crecen
escandalosamente, y debemos tomar medidas por incómodas que sean. En general,
para transformar las cosas hay que tomar decisiones difíciles, pero si no se
toman no hay transformación posible, no sirve sólo gestionar correctamente lo
que hay. Tomemos por ejemplo el problema de la droga. Habrá que hacer algo,
porque lo cieno es que el problema no se ha resuelto. No estoy en contra de la
actual política de persecución, pero lo cierto es que no ha resuelto el
problema. Hay otros que dan otras alternativas: legalización, control,
regulación… Bueno, yo creo que lo mínimo que se puede hacer es estudiar otras
alternativas, las que sean. Y podría enunciar muchos más ejemplos, temas que se
eluden en gran parte de la izquierda. Por ejemplo, un tema que produce terror:
la herencia. Considerar que todos los mecanismos hereditarios son legítimos en
base al sacrosanto derecho de propiedad es una actitud claramente conservadora.
Yo sólo digo: exploremos. Veamos cómo tiene que enfocarse. El sector
social-liberal no quiere ni oír hablar de eso.
—De lo que usted
dice deduzco que el término «socialismo «parece haber perdido sentido. ¿Se ha
desdibujado el socialismo como utopía?
—No cabe
ninguna duda. Eso es clarísimo. Cuando cae el muro de Berlín sus trozos no sólo
se venden; muchos han caído sobre nuestras cabezas. En aquel momento, en el
Comité Federal del Partido hubo muchas intervenciones en las que la gente se
felicitaba por el hecho, porque ahora ya se vería claramente que la única
alternativa era la del socialismo, no la del comunismo… Mi intervención fue
menos ilusio-
nada. Dije que
era muy importante que 300 millones de personas recuperaran la libertad, pero
que no debíamos engañarnos: el muro de Berlín iba a caer sobre la cabeza del
socialismo, no sobre la cabeza de la derecha. Fui considerado un aguafiestas,
pero el tiempo me ha dado la razón. La caída del muro ha tenido un efecto
demoledor sobre el socialismo. Ha jugado un importante papel, junto a un
Vaticano que busca a un pontífice polaco para que, con dinero del reaganismo,
acelere los movimientos pendulares hacia la derecha en los países del Este. Sí,
hay un desdibujamiento clarísimo.
—La unidad
de la izquierda está en boca de muchos. Unos la critican y dicen que no suma
sino que resta; otros parece que han decidido poner en marcha una experiencia
supuestamente inspirada en L’Ulivo italiano.
—La importación
de modelos de otros países me parece un error. En mi opinión, la realidad
española lleva a dos reflexiones. La primera es que el divorcio entre los
partidos de la izquierda no es conveniente. La segunda, que la unidad en el
sentido estricto no parece realizable. Pero entre el divorcio y la unidad hay
muchísimos campos de cooperación. Es verdad que en los grandes temas se hace
difícil, porque el sector mayoritario, el que tiene la máxima representación en
Izquierda Unida en los grandes temas se coloca en posiciones inexplicables: no
están por el proyecto europeo y ponen en duda el consenso constitucional, lo
cual equivale a cuestionar las reglas del juego… La actual es la Constitución
más duradera de todas las españolas. Las Constituciones aquí no han durado
nada, porque han sido hechas para media España y la otra media, con razón, no
la aceptaba. Y ahora, por una vez que todos aceptamos una Constitución va
Anguita y se descuelga diciendo: niego el consenso constitucional. En fin,
ponerse de acuerdo en los grandes temas es poco menos que imposible. Pero
puesto eso a un lado –que no es poca cosa–, yo creo que el divorcio es una
irracionalidad. Y pongo un ejemplo concreto. En el año 79, la inmensa mayoría
de los municipios españoles estaban gobernados por la izquierda gracias a que
llegamos a un acuerdo. En el año 96 sucede todo lo contrario. De todos modos la
colaboración es difícil, y no sólo por lo que hace referencia al Partido
socialista; en la propia Izquierda Unida hay muchas discrepancias respecto a
qué hacer, respecto a si al PSOE hay que negarle la sal y la vida, o hay que
cooperar con él.
—¿Cómo ve el
proyecto de Obiols y Ribó?
—¿Lo del Olivo?
Yo no lo veo… En Italia ha ocurrido lo que se está intentando en todas partes,
la eliminación del sistema de partidos políticos y su sustitución por
mediadores de las grandes corrientes económicas del país. Ha habido un momento
en el que el primer ministro italiano tenía a doce ministros en su nómina particular,
con cincuenta diputados que eran empleados suyos… Eran sicarios de los grandes
financieros, de los grandes empresarios. Eso ha dado lugar a la destrucción de
todos los partidos: se salva, con una reconversión y un apéndice, el Partido
Comunista Italiano, el PDS, con Refundación Comunista, pero se ven obligados a
echar el ancla del Olivo en sectores
sociales que
nada tienen que ver con un planteamiento de izquierdas. Pero yo no veo cómo se
puede trasladar eso a nuestra realidad.
—¿Qué
posibilidades cree que existen, dada la distancia existente entre el sector
socio-liberal y el sector socialdemócrata de su partido, de que se pueda llegar
a producir una escisión, o de que surja un nuevo partido?
—En este
momento no veo ninguna. En el 92 sí hubo lo que fue algo más que un proyecto de
crear otra formación política, desde la parte conservadora del Partido
Socialista. Algunas personas tocaron algunas puertas, pero como los apoyos
escasearon la operación no se consumó. Pero ahora mismo no creo que se den las
condiciones para ello.
—Me temo que
nos hemos extendido mucho más allá de lo que permite el espacio de una revista.
Quedan muchos temas en el tintero: la estructura del estado, la OTAN, las
privatizaciones, la crispación y sus causas, etc. Como no podemos hablar de
todo ello, elija usted un último tema.
—Algo que no
hemos tocado en absoluto es la relación Norte-Sur. El fin de la confrontación
Este-Oeste lo que ha hecho es engordar al Sur. Hoy todo el Este es Sur. Con lo
cual, los problemas que ya había de relación económica entre el Norte y el Sur
ahora son más graves. Y si miramos los datos de los años 80, e incluso de los
90, todavía el flujo de recursos es favorable a los países pobres. Es decir,
los pobres siguen inyectando más recursos a los ricos que los ricos a los
pobres. Es como si se hiciera una transfusión de sangre de un cuerpo enfermo a
otro más sano. ¿Qué solución han encontrado los pueblos pobres para romper ese
enorme desorden social? La emigración. Los movimientos migratorios. Y entonces
Europa, los países ricos, quieren poner una valla electrificada para que no
pase nadie. Pues van a pasar, por debajo y por arriba de la valla. La
emigración va a ser en los próximos años escandalosa. El movimiento migratorio
que se avecina no tiene antecedentes en la historia de la humanidad.
Probablemente entre 25 y 30 millones van a llegar de África en pocos años; y
entre 5 y 10 millones de lo que era el Este. Ante eso, ¿qué se puede hacer?
Debemos convivir con ello. No es posible negarse a eso. La multiculturalidad,
la multietnia, la multireligiosidad van a ser características de la Europa del
futuro. Y todo lo que sea oponerse a eso y empujar al guetto a los que vienen
de otros pueblos es un error. Claro, eso tiene ahora mismo un rendimiento
electoral muy alto, la extrema derecha está dando voces y arrastrando
trabajadores con la demagogia y el populismo… Pero la izquierda no tiene más
remedio que explicar en todos los rincones de Europa que no hay que ver esta
situación como un mal, incluso que se puede ver como un bien.
—En España
esa situación que anuncia va a ser enormemente traumática, en mi opinión.
—Sí. Me temo
que sí. Pero sería un error histórico importante, y además una negación de la
propia historia de España, que es una historia de invasiones.
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