miércoles, 27 de marzo de 2024

Entrevista a Alfonso Guerra

 

Publicada en el número 102 de El Viejo Topo (diciembre de 1996), en esta entrevista Guerra, entre otras cosas, defiende para el PSOE una identidad clara de izquierda, y desde esa posición tiende puentes a otras fuerzas. Pero ese encuentro no fue posible.


Entrevista a Alfonso Guerra


Miguel Riera

El Viejo Topo

27 marzo, 2024 

 


—Si le parece, podría usted trazar una panorámica de la situación de la izquierda

en España, de los problemas a que se enfrenta, qué perspectivas contempla…

—Los problemas que tiene la izquierda son los mismos en España que en cualquier parte del mundo occidental. Existe un desconcierto provocado por las muchas cosas que han sucedido en muy poco tiempo, como el desmoronamiento del bloque del Este. Esto se combina además con un proceso de creación, durante por lo menos diez años, de una cultura reaganiana en las universidades norteamericanas, trasladada luego a la cultura europea, y que ha tenido mayor efecto en los partidos de izquierda que en los partidos conservadores, pues estos últimos recibían un mensaje coincidente con sus planteamientos. La izquierda, sin embargo, choca con un nuevo esquema, el de la tecnocracia, que dice que lo prioritario no es ya la política en sí sino lo que los datos de la realidad permiten llevar a cabo: al Estado no se le puede pedir más que lo que el Estado puede hacer. A partir de eso, la tecnocracia pasa a ser el lugar predominante de la política, y prácticamente desaparece la intervención ética del político, es decir, el manejo de los datos de la realidad pero introduciendo un componente ético. Ello lleva a la izquierda a un proceso muy peligroso, que es lo que yo llamo el cupio disolví, el deseo de desaparecer.

 

¿Se refiere al deseo de negarse como izquierda?

—Así es. Y la verdad, que la derecha niegue la existencia de la izquierda se puede entender, porque así defiende sus intereses. Pero que la propia izquierda ponga en crisis la existencia de la izquierda, como está haciendo en estos últimos años, sólo puede entenderse como un deseo de

disolverse, una auto-eliminación. Esto ha generado, en la izquierda occidental, el abandono del espíritu de la utopía, que está vista como algo fuera de la realidad, como un desrealizar respecto de la acción política. Ello conduce al abandono de la voluntad de transformar la sociedad, porque la izquierda se cree obligada a demostrar, a sí misma y sobre todo a la derecha, que es tan competente en la administración de las cosas públicas como la derecha. Y esto ha ocasionado una pérdida de identidad enorme. Aunque ahora mismo se pueden detectar atisbos de que algunos que sostenían estas posiciones se están dando cuenta de que estaban equivocados.

 

¿Conduce todo ello a una pérdida de proyecto político en la izquierda?

—La izquierda, por lo menos una cierta izquierda, tenía un concepto muy terminado de la sociedad que quería. Un escenario final. Hoy eso ha desaparecido por completo, afortunadamente. Pero se ha movido tanto el suelo en el que se asentaban sus planteamientos que casi no tiene proyecto. Del proyecto perfectamente dibujado se ha pasado a la casi desaparición del proyecto y al coyunturalismo permanente, al reclamo continuo de pragmatismo. Se ha olvidado que tiene que haber un proyecto de sociedad, no terminado, que, desde luego, no puede ser el actual. El problema está en que un gran sector de la izquierda ha aceptado, aunque no lo admita, el Pensamiento Único: sólo existe la posibilidad de lo realmente existente. Y, desde luego, el mercado es algo real. No se acepta nada diferente a lo realmente existente. Eso es la base del Pensamiento Único, con el que yo no comparto nada.

 

Esta abdicación de la izquierda ha tenido una plasmación obvia en un proceso de degeneración del lenguaje…

—Sin duda.

 

… en una eliminación de vocabulario. El lenguaje de la izquierda ha cambiado, igual que lo ha hecho el de los medios de comunicación.

—El lenguaje es una manifestación de corrientes muy profundas en las conductas humanas y grupales. No es por casualidad que el lenguaje cambia en la izquierda. Antes, ¿en qué términos se hablaba? En términos de combate, en términos de lucha. Decíamos, por ejemplo, que debíamos hacerle la guerra al capitalismo. Este era el lenguaje habitual. Ahora la izquierda utiliza con frecuencia el lenguaje del mercado. «Esto no es rentable», «el capital político»… son palabras puramente mercantiles, que se usan en la política sustituyendo a los términos que se utilizaban antes. Esto no es más que un reflejo, naturalmente. Refleja el hecho de que el mercado se ha convertido, en la sociedad occidental contemporánea, en el nuevo sagrado social. Un sagrado social al que han de rendirse todos los otros sectores de la actividad humana, que inunda no solamente la política, sino también la cultura, la creación,

arte. Y así, el que niega las virtudes del mercado pasa a ser automáticamente un anticuado, un demagogo, alguien que no está en la realidad, un nostálgico. No se permite cuestionar una realidad que, lo sabemos perfectamente, ocasiona grandísimos problemas a los seres humanos, a miles de millones de seres humanos. Hoy, cualquiera que

postule la sustitución del capitalismo por otro sistema es automáticamente eliminado del circuito. Y efectivamente, en los medios de comunicación hay otro lenguaje. Mucho más cercano a las transferencias comerciales y económicas que al combate político. La economía hoy domina a la política. Y este es uno de los grandes desafíos que tiene la izquierda: la recuperación de la razón política respecto a la razón económica, y también la recuperación inevitable de la razón medioambiental, que antes estaba completamente fuera del juego de la política y que hoy, por razones de solidaridad con las generaciones futuras, debe prevalecer obligadamente sobre la razón económica. Aunque, por supuesto, los datos económicos hay que tenerlos en cuenta.

 

¿Es realista pensar en un regreso a las ideas y tradiciones de izquierda cuando los partidos de esa izquierda albergan en su seno grandes corrientes que pretenden el deslizamiento al centro político por motivos electorales?

Eso es obvio en el caso del Partido Socialista.

—La izquierda comprendió, primero en Europa y más tarde en España –porque la democracia llegó más tarde a España, no olvidemos que para poder gobernar, con el objetivo de transformar la sociedad, tenían que agrupar en torno a su proyecto a una serie de sectores sociales que no están ideológicamente vinculados con un proyecto de izquierda de un modo directo. Para la creación de una mayoría social suficiente se requería el apoyo electoral de un sector de la clase media. Eso está bien visto, pero acarrea un problema cuando por razones electorales se presta más atención a ese sector, del que se pretende apoyo, que al propio proyecto de izquierda. Y si sucede eso, si se desatiende al sector fundamental, la pérdida de la identidad se va haciendo paulatinamente mayor. Entonces, lo que antes era una convivencia de carácter electoral con un sector social-liberal, o de liberalismo social, se convierte en una ocupación por parte de ese sector de todo el espacio de izquierda, y es ese sector social-liberal el que da la impronta ideológica a toda la izquierda. Eso lleva al fracaso al proyecto de izquierda, y a los partidos a una manifiesta debilidad.

 

Si nos atenemos a los países en los que existe una democracia parlamentaria, la izquierda, en general siempre ha renunciado a gobernar desde el propio territorio de la izquierda. Tras ganar unas elecciones lo primero que suele hacer son concesiones. Cuando en España el Partido Socialista alcanzó el poder, efectivamente su discurso contenía frases del estilo de «esto son habas contadas», «esto es lo que hay y no hay margen para otra cosa», etc.

—Esto dicho con carácter radical y general no es exacto. Dicho con carácter mucho más relativo desde luego es verdad. Yo mismo lo he puesto de manifiesto en esta misma conversación. En el caso español hay mucho de verdad y mucho de mentira en ese principio, porque en los años de gobierno socialista, los siete u ocho primeros sobre todo, la transformación del país fue muy intensa. Donde más se puede apreciar es en los núcleos de población más pequeños. El salto cualitativo de las pautas de conducta, de vida y de bienestar en los pequeños pueblos es enorme. La igualación con los núcleos urbanos ha sido algo históricamente extraordinario. En las ciudades es diferente; cuanto mayores son más se nota que ha nacido una cierta insatisfacción, porque al acceder a una serie de bienes las capas sociales que menos acceso tenían a ellos, los que ya disponían de esos bienes han visto reducida su capacidad de disfrutarlos. Hay esperas en los hospitales porque ahora hay más ciudadanos que pueden acceder a ellos. Se ha disminuido mucho la diferencia que existía entre áreas urbanas grandes, áreas urbanas pequeñas y áreas rurales. Eso no quiere decir que no se haya producido en algunos aspectos una cierta renuncia a otras transformaciones, porque ha habido sectores que han estado más pendientes de si la derecha aplaudía o no lo que se hacía.

 

En lo que hace a la izquierda, en casi todos los temas importantes Izquierda Unida está muy alejada del Partido Socialista. Me refiero a asuntos como Maastricht, por ejemplo.

—Lo que sucede es que Izquierda Unida no quiere ver la realidad. Del mismo modo que niego que los datos de la realidad deban ser lo único que debe contemplar un político, que es necesaria una intervención ética sobre esos datos, lo que tampoco se puede hacer es no aceptar ningún dato de la realidad. Los planteamientos que sobre Maastricht tiene Izquierda Unida lo hacen a uno un fervoroso partidario de Maastricht, aunque uno no lo sea. El fanatismo pro-Maastricht sólo es comparable al fanatismo anti-Maastricht. Maastricht es un instrumento, que se puede criticar, pero vivir un fundamentalismo anti-Maastricht es una locura. En este país de movimientos pendulares hay cuestiones en las que parece que no se puede ser sensato, con Maastricht o con otras cosas, como por ejemplo el aborto. Si uno dice que la mujer tiene derecho a abortar es un criminal. Un criminal y punto, ya estamos fuera del paraíso. Y si uno dice que no tiene derecho, entonces es un reaccionario, un vaticanista. Y yo, que soy uno de los políticos más moderados de este país (risas), no soy ni criminal ni beato. Yo quiero analizar los temas, con sensatez, pero aquí no te dejan hacerlo. Antes de la firma de Maastricht, cuando no había aún fundamentalistas ni pro ni anti, ya advertí que algunos de los objetivos serían imposibles de alcanzar. No son posibles porque los técnicos han elegido como fórmula que todo el mundo responda a la media de los tres mejores países, pero han elegido unos mejores tan pequeños que no representan nada. Exagerando hiperbólicamente, para entendernos, Luxemburgo, Holanda y Bélgica son tres barrios respecto a la población europea. ¿Cómo puede ser que tres barrios vayan a marcar la pauta? Ni Alemania, ni Francia, ni Italia, ni España, ni Gran Bretaña son capaces de cumplir todas las condiciones, así que ahora ya están pensando qué operaciones contables tendrán que hacer para estar en la moneda única…

 

¿Se refiere a ese concepto, tan curioso, de la contabilidad creativa?

—Sí. Maastricht es un instrumento, y como tal criticable. Es un pretexto para que la gente arregle las cuentas interiores de sus países en la medida en que se puedan arreglar, porque las que no se pueden arreglar, no se pueden. En economía hay que ser muy realista, no se puede decir, por ejemplo, que va a conseguirse un déficit cero cuando no es realmente posible. Porque entonces, aún sabiéndose que no va a conseguirse ese objetivo, se le da un tirón hacia atrás a la economía que luego no hay manera de recuperarla. Yo siempre pongo el ejemplo de que se puede tirar de la economía como quien tira con una cuerda de una roca. Ahora, a ver quien empuja luego la roca con la cuerda. Entonces, dicen: vamos a enfriar la economía. Bueno, es fácil, se toman cuatro medidas y se enfría. Pero luego no hay quien la caliente. No hay manera. A menos de que se le dé a la maquinita del dinero, con las consecuencias que eso tiene.

 

¿Por qué es tan importante entrar rápidamente en la moneda única?

—Desde una perspectiva de izquierda hay que preguntarse qué es lo que conviene más a los europeos: que Europa esté cada día más unida en todos los aspectos, o que permanezca fragmentada. Yo tengo claro que es imprescindible la unidad, cuanto más y cuanto antes, mejor. Hay sectores de la izquierda que creen lo contrario, pero yo creo que cometen un error. El mundo está caminando por un sendero que a uno puede no gustarle, pero que a veces uno no puede cambiar. Por ejemplo, hay que paliar, reducir o eliminar los efectos negativos de la globalización económica, pero no podemos negarla, eliminarla. Y en el mundo globalizado, por seguir con este ejemplo, de todas las transferencias comerciales que se hacen sólo el diez por ciento responde al pago o cobro de mercancías o servicios reales. Lo demás son operaciones financieras. Contra eso, Europa se tiene que defender. Y no se puede defender país a país, es imposible. Hoy día un operador económico, en diez segundos, es capaz de arrancar 25.000 millones de dólares de un país, tranquilamente, como hicieron en el septiembre negro… ¡Con una orden monetaria dada por ordenador!

 

¿Usted cree que España debe ingresar en el pelotón de cabeza? ¿El precio en términos de recesión y paro no puede ser excesivo?

—A España le conviene empujar una Europa unida en todos los aspectos. Se ha acuñado una frase con respecto a eso: afuera hace más frío. Si Europa construye realmente una unidad y hay un país europeo que no está dentro, lo va a pasar peor que el resto.

¿Es tan importante el plazo para entrar? ¿No se podría entrar después?

—Yo no soy dogmático en el tema de las fechas. Y estoy seguro que no lo va a ser nadie. Sería una locura hacer Europa así, cuando incluso dos o tres países importantes tienen problemas numéricos para pasar. Se arreglará, aunque esto es algo que desde los gobiernos no se puede decir. Pero, en cualquier caso, afuera hace más frío. La construcción europea es inexorable, y hemos de sumarnos a ella si no queremos quedarnos absolutamente fuera de por dónde va la historia. Pero esa construcción no puede hacerse de cualquier manera.

 

¿A qué se refiere?

—Por ejemplo, un hecho que la izquierda acepta es la total autonomía de los bancos nacionales y del futuro banco europeo. Yo creo que ese es un error gravísimo. No puedo entender que haya una construcción política, comercial, económica y de defensa europeas y que las grandes decisiones que afectan a todos los sectores estén tomadas por un banco europeo que no rinde cuentas ante ningún poder político.

 

¿El quinto poder?

—Bueno, casi el segundo. Porque el primero son los medios de comunicación, es evidente (risas).

 

Eso será porque los partidos hacen caso a los medios, en vez de hacer caso a sus bases

—No sólo por eso. Los mecanismos que Marx describió de concentración de poder, que todo el mundo ha criticado casi con sonrisas, no eran ninguna tontería. La concentración de poder en algunos sectores de la economía mundial es importantísimo. La revolución tecnológica y la globalización de la economía son los grandes factores que lo han removido todo, incluyendo los medios de comunicación. La tecnología de la información hoy está en poquísimas manos en el mundo. Poquísimas. Claro, su poder es impresionante. Es difícil oponerse a eso. La guerra del golfo expresa la revolución tecnológica de la información. La CNN daba la guerra en directo: nada más falso. No dio nada

en directo, ni siquiera en indirecto. No dio más que lo que acordó dar con unos y con otros. Creíamos que veíamos la guerra, y no vimos nada de ella. Con ese extraordinario poder se puede falsificar la realidad. Y el poder político se pliega muchas veces frente al poder mediático.

 

Ese es un tema capital, pero me gustaría retroceder un poco. Hablaba de que la independencia del Banco Europeo es un disparate.

—Sí, claro que es un disparate. Hace ya bastantes años se tomó la decisión de liberar la circulación de capitales. Se ha producido esa liberación sin que haya un instrumento europeo capaz de controlarla. ¿Cómo es posible que no haya un organismo internacional capaz de frenar, o al menos paliar, los tremendos efectos de las tormentas monetarias, que pueden llegar casi a destruir las economías de países enteros? No hay ningún organismo, ni siquiera se ha planteado. Liberar los capitales sin ningún organismo que controle… es una locura, es como empezar la casa por el tejado. Es insólito que los bancos nacionales sean autónomos, que la política económica de un país pueda estar dirigida por organismos que no tienen en cuenta las políticas de los gobiernos.

 

Es lamentable tener que insistir en los tópicos, pero parece cierto que la Europa que se construye es más que nada la Europa del capital ¿Qué hay de la Europa del trabajo?

—Si Europa no hace un esfuerzo puede quedar reducida a jugar el papel de un gran hotel y un gran museo. Los norteamericanos, los japoneses y los nuevos tigres del sudeste asiático vendrán a admirar la belleza histórica y llenarán hoteles magníficamente instalados. No habrá más, porque la deslocalización de las empresas es escandalosa. La propia Europa está permitiendo deslocalizaciones escandalosas para justificar la necesidad de la reducción de las prestaciones sociales. Continuamente se nos está diciendo que en Europa los estados ya no soportan las prestaciones sociales porque la competitividad exterior reduce los precios de los productos. Hay que bajar las prestaciones porque en otros países se produce más barato. Pero: ¿por qué es más barato? Porque allí no hay sindicatos con capacidad para reivindicar, las autoridades locales tienen mucho más ancha la manga para permitir cualquier tipo de explotación, los salarlos son muchísimo más bajos… ¿Esta competitividad obliga a rebajar las prestaciones? Seamos serios, ¡si son los europeos los que se llevan las empresas allí! Para mí, el paradigma es Alemania. Los alemanes explican que están en una situación complicada porque han incorporado a Alemania del Este, que estaba en una situación económica precaria. Y eso lo tenemos que costear entre todos. Pero cuando un alemán decide instalar una empresa suya en otro sitio no lo hace en lo que era la Alemania oriental, sino que la instala en Polonia, en la República checa, donde los márgenes para ellos son infinitamente superiores. Eso es de una hipocresía absoluta. La OIT, la Organización Internacional del Trabajo, hoy está asediada. Quieren eliminar su acción porque es el organismo llamado a exigir que los derechos de los trabajadores de los países que se han convenido en más competitivos se equiparen a los de los europeos.

 

Para ello debería producirse algo de lo que, en mi opinión, existen todavía pocas trazas, y es la construcción de una unidad política europea que vaya más allá de la monetaria y económica.

—Hay que avanzar en ese sentido. Porque además, y eso la izquierda no lo quiere ver, o colocamos a Alemania en un proyecto común europeo o Alemania seguirá siendo Alemania. La historia no nos dice que Alemania haya sido precisamente un elemento estabilizador, sino todo lo contrario. Ha habido ya dos intentos, y no deberíamos permitir un tercero. Es muchísimo mejor que Alemania y Francia discutan de tomates en una mesa a que se confronten a base de cañonazos. La insatisfacción de la izquierda ante la construcción europea no puede desembocar en una ceguera ante el hecho de que es preciso anclar a Alemania en un proyecto común.

 

Usted opina que la izquierda no cree en la construcción de la unidad política europea

—Sectores. Sectores de la izquierda.

 

Sectores importantes de la izquierda. Pero, ¿cree la derecha?

—Es que la derecha nunca ha creído en eso.

 

Entonces, ¿cómo se va a construir?

—Pues por la pura necesidad. Porque es imprescindible. Si no, Europa no va a contar en nada. El mundo en los últimos años ha cambiado muchísimo, y sabemos más de lo que sabíamos antes respecto de cómo está organizado el mundo. Lo que era un orden de confrontación ha pasado a ser un desorden internacional. Antes, el mundo era bipolar. Los EE.UU. y la Unión Soviética representaban los dos polos contrapuestos. Hoy es un mundo unipolar en apariencia, pero multipolar en la realidad. Por ejemplo EE.UU., si bien hoy sigue siendo el número uno en el terreno militar, ya no lo es en términos económicos. Tanto es así que cuando acude a los aliados por la guerra del golfo, acude pasando la gorra, para que paguen entre todos porque él no puede pagar ese coste. Curiosamente, los países europeos, sobre todo algunos, apoyan eso decididamente, y digo curiosamente porque hay un componente de la guerra del golfo y su rebrote reciente que no se quiere ver y que a mí me parece elemental: a los EE.UU. no les conviene la unión europea. Y claro, la inestabilidad en el golfo representa el encarecimiento del crudo, y por tanto retraso en la implantación de la moneda única en Europa.

 

¿Da usted por hecho que en términos económicos Japón está hoy por encima de Estados Unidos?

—Probablemente. Y para colmo, Japón está ocupando los centros de investigación de los Estados Unidos. Los grandes centros de investigación norteamericanos hoy están nutridos por asiáticos. Japoneses, coreanos, indios… La investigación tiene una influencia enorme. La izquierda, a regañadientes, aceptó que la investigación militar tenía que existir porque arrastraba a la investigación civil, un argumento que es una falacia y que, como Simón, he denunciado en el desierto durante toda mi vida sin que nadie me escuchara. Ahora se puede comprobar: los dos países que tenían prohibida la investigación militar a resultas de la segunda guerra mundial, Japón y Alemania, son los dos países punteros económicamente, porque han dedicado todos sus recursos a la investigación civil, mientras que la Unión Soviética, que lo dedicaba todo a la investigación militar, ahora no sabe ni siquiera transformar sus resultados en fabricación industrial civil. Con esa falacia se han justificado los enormes presupuestos destinados a armamento.

 

El hecho de que la política económica sea cada vez más LA política, ¿no pone en crisis la forma partido político?

—Los partidos políticos tienen defectos gravísimos, que se deben criticar, pero la negación del sistema de partidos ¿es un intento de sustituirlos por quién? ¿Por grupos de presión, por los magnates de las finanzas, por los demagogos con vocación de futuro? Hay un planteamiento que ya empieza a circular, el de la democracia electrónica, la teledemocracia, el referéndum permanente a través de mecanismos electrónicos. Ya se puede consultar a cada hogar qué deciden los ciudadanos sobre lo grande y sobre lo pequeño. El problema es quién conforma la opinión general. Evidentemente, sólo el que posee los mecanismos, la televisión, los grandes medios. La teledemocracia es un fraude absoluto mientras no haya capacidad de llegar a esos medios por parte de todos, y no sólo del poder económico instalado en los medios. En España hubo un momento en que se vio con claridad: los bancos empezaban a comprar

los grandes medios. Ahora parece que hay una cierta retirada, y la penetración se lleva a cabo a través de fiduciarios o intermediarios. Pero antes incluso ponían la cara, eran Banesto, el Central, los que compraban los grandes medios, lo cual era un escándalo. Ahora no deja de ser lo mismo, pero un poquito más maquillado.

 

Sin embargo, es evidente que en la calle existe un desprestigio de lo que comúnmente se llama la clase política, y de los partidos en general de manera que mucha gente hoy ya no vota a alguien, sino que vota contra alguien, o al mal menor. ¿No demuestra eso que se ha falseado el fundamento de la democracia?

—Si se entiende la democracia como el establecimiento de unas reglas de juego que permiten a los ciudadanos cada x años decidir quién administra los recursos públicos, si ahí se agota el término democracia, entonces claro… Pero yo no tengo esa concepción de la democracia, para mí es algo mucho mas amplio. Democracia significa establecer un compromiso social. No sólo –y ese es el gran dilema– administrar los recursos, sino hacerlo de manera que se transforme la sociedad en lo que es injusta, y que esa transformación sea irreversible. Hoy, la tendencia en Occidente es alcanzar grandes consensos políticos en casi todo, pero eso es un error. Los consensos hay que lograrlos en temas que no pueden ser discutidos: Constitución, terrorismo, los grandes principios. Pero llevarlo a las políticas es un error. Porque entonces no hay distinción, desaparecen los límites de separación entre izquierda y derecha. Algunos dicen desde la izquierda que esos límites han desaparecido. Nada más falso. En las políticas, cada partido tiene que tener su propio proyecto. Eso recuperaría conexión con la sociedad, porque el ciudadano corriente lo que ve es que en la mayoría de los temas los partidos políticos dicen más o menos lo mismo. Y esto se debe a que tanto en la derecha como en sectores de la izquierda se tiene la idea que no hay márgenes para actuar diferenciadamente; antes ya hemos hablado de eso. Pero los márgenes no son tan pequeños… Gobernar es establecer un sistema de prioridades, ésa es de verdad la función de un gobierno. Pero quiero subrayar que una cosa son los condicionantes que actúan limitando las prioridades, y otra el discurso con el que se da legitimidad a lo que se hace. La acción de gobierno en España, en Francia, en Alemania, cuando la ha ejercido la izquierda no ha estado tan separada de la sociedad como a veces lo ha estado el discurso explicativo de esa acción de gobierno. Es decir, a veces se llevaban a cabo transformaciones sociales importantísimas pero se explicaban con razonamientos tecnocráticos, que legitimaban más lo contrario que lo que se estaba haciendo. Es absolutamente increíble que la izquierda pueda caer en este tipo de error. Pero ha caído.

Me voy a permitir hacerle un reproche al PSOE. Después de su gran victoria se produjo –me pregunto si fomentada– una importantísima desmovilización social

—No fue enseguida, eso empezó a producirse a partir del 86. A ello contribuyeron distintas cosas. Primero, el movimiento sindical se separó de la acción de gobierno debido a la ley de pensiones del 85. Una ley que por la que hoy están apostando los sindicatos, fíjese que curioso. Allí se pasó de los dos a los ocho años para medir la pensión y vaya lo que ocurrió; ahora se pasa de los ocho a los trece o a los quince con la firma de los sindicatos. La vida es así…

 

Quizá los sindicatos creían que las cosas iban a ser aún peor.

—Sí, ahora la política cotidiana se hace a base de amenazas. Luego, la amenaza se rebaja, y la gente se dirige al patíbulo casi a gusto. Pero entonces se produjo la huelga de las pensiones, y después hubo una especie de depresión post-parto con el referéndum de la OTAN, que había producido una gran movilización. Y aquí quisiera abrir un paréntesis: nunca se ha dicho, ni siquiera por los que ahora se arrepienten de haber convocado el referéndum de la OTAN, que quizá estaríamos negociando todavía el preingreso en la Unión Europea si no se hubiera convocado el referéndum. Por otra parte, el programa electoral socialista del 86 no contenía las concreciones que tenía el del 82. Todo esto generó una cierta desmovilización, a la que contribuyó que los sindicatos entraran en una situación de debilidad muy acusada. Se ha impuesto una cultura individualista, la gente busca refugio seguro y mullido en su propio hogar, cada uno va a lo suyo y el movimiento grupal desaparece, pero no totalmente. Desaparece en los movimientos tradicionales y crece en los movimientos nuevos: en estos años de desmovilización política y sindical, se han creado ONGs a las que están afiliadas más de 800.000 personas, casi todas muy jóvenes. Hay cerca de un millón de personas vinculadas al movimiento de voluntarios realizando tareas colectivas.

 

¿Por qué esos nuevos movimientos se llevan tan mal con los partidos?

—Los nuevos movimientos sociales desconfían de la estructura política, quizá temen que pretendan absorberlos. Y los partidos políticos desconfían, porque cabe la posibilidad de que alguno de estos movimientos sociales, como ha ocurrido ya en alguna ocasión, se constituya en movimiento político cuando se acercan las elecciones. Hay una desconfianza mutua que yo creo que es inútil e inconveniente, pues aunque cada uno tiene un terreno de actuación delimitado, el proyecto común de trabajo que ambos visualizan, como alternativa de organización de la sociedad, es bastante coincidente. Dicho esto, no todo deben de ser flores para los movimientos sociales. Hay algunos aspectos que no son tan claros, ni tan limpios. El movimiento ecologista, medioambiental, de importancia extraordinaria porque ha impregnado la conciencia, sobre todo, de la juventud, y que es fundamental para las generaciones futuras, sólo aparece cuando la degradación medioambiental afecta a los sectores más poderosos, a la burguesía. Por ejemplo, durante muchísimo tiempo se ha estado esquilmando los bosques europeos, destrozándolos, sin que se produjeran demasiadas reacciones. Pero cuando la destrucción ambiental afecta a la burguesía entonces se produce una rápida dinamización del movimiento. Incluso ahora, el ecologismo se preocupa de regularizar el exterior pero se olvida del interior, de las fábricas. El medio laboral está cada día más desregularizado, carente de reglamentación.

 

¿Quiere decir que el ecologismo debería cambiar de objetivos?

—En parte sí. Los ecologistas dicen que hay que tener concepciones globales y actuaciones locales. Pues bien, yo creo que ha llegado el momento de que las acciones también sean globales. Perderse en la casuística de la casa que se ha edificado cinco metros más allá del límite permitido… eso no es el ecologismo. Por ejemplo, y esta es una opinión personal, el ecologismo tendría que hacer un esfuerzo extraordinario, global, frente al gran problema ecológico que tiene España, y que afecta al futuro con una gravedad extraordinaria: la desertificación. Ese es el gran problema ecológico. No el de la casa, que también tendrá que preocupar pero que es menos importante. España se está convirtiendo en un desierto, pero parece que es más vistoso pelearse por si se pone aquí o allá una torre que afea el paisaje. No digo que no tenga que combatirse también eso, pero el ecologismo debe enfrentarse a los problemas medioambientales más significativos.

 

Supongo que el movimiento ecologista podría también preguntarle qué ha hecho el PSOE en estos años para frenar la desertización.

—Pero yo no estoy discutiendo desde el PSOE con el movimiento ecologista. Estoy diciendo lo que pienso, que los ecologistas tienen el principio de concepción global y trabajo local, y yo creo que no debe ser así. Yo creo que el PSOE, los ecologistas, todos los que tengan una preocupación medioambiental deberían promover no sólo la concepción global, sino también la actuación global. Eso vale para todos, yo no estoy acusando a nadie en particular.

 

Si le parece, regresemos al tema de los partidos. Internamente parece que todos viven grandes convulsiones: ruptura de ERC, caso Vidal Quadras en el PP, fuertes tensiones en IU e IC… Quizá está usted de acuerdo con la opinión de que en el seno del Partido Socialista conviven fundamentalmente dos líneas políticas: una social-liberal, y otra socialdemócrata, más ligada a su propia tradición, ¿Qué significa la palabra «socialismo» para cada una de esas dos corrientes?

—Lo que une a estos dos posicionamientos es que ninguno está claramente formulando propuestas conservadoras. Pero hay distinciones muy importantes. La más clara ya la he mencionado antes. Todos los partidos políticos tienen la obligación moral de intentar conquistar el poder. A mí, estos partidos que actúan sólo como conciencia colectiva, pero que les da miedo tomar las riendas de los asuntos públicos, me parece que no son partidos políticos, sino prédicas de visionarios. Tienen, pues, esa obligación, pero ¿gobernar para qué? ¿Para administrar mejor que otros, o para hacer eso y, además, transformar?: Ahí es donde está la gran disyuntiva. Están los que creen que las habas están contadas, que los márgenes son muy pequeños, que con hacer las cosas mejor que los otros ya se ha cumplido. Y los hay que dicen: la sociedad está cambiando mucho, pero las injusticias permanecen, en algunos sectores del mundo crecen escandalosamente, y debemos tomar medidas por incómodas que sean. En general, para transformar las cosas hay que tomar decisiones difíciles, pero si no se toman no hay transformación posible, no sirve sólo gestionar correctamente lo que hay. Tomemos por ejemplo el problema de la droga. Habrá que hacer algo, porque lo cieno es que el problema no se ha resuelto. No estoy en contra de la actual política de persecución, pero lo cierto es que no ha resuelto el problema. Hay otros que dan otras alternativas: legalización, control, regulación… Bueno, yo creo que lo mínimo que se puede hacer es estudiar otras alternativas, las que sean. Y podría enunciar muchos más ejemplos, temas que se eluden en gran parte de la izquierda. Por ejemplo, un tema que produce terror: la herencia. Considerar que todos los mecanismos hereditarios son legítimos en base al sacrosanto derecho de propiedad es una actitud claramente conservadora. Yo sólo digo: exploremos. Veamos cómo tiene que enfocarse. El sector social-liberal no quiere ni oír hablar de eso.

 

De lo que usted dice deduzco que el término «socialismo «parece haber perdido sentido. ¿Se ha desdibujado el socialismo como utopía?

—No cabe ninguna duda. Eso es clarísimo. Cuando cae el muro de Berlín sus trozos no sólo se venden; muchos han caído sobre nuestras cabezas. En aquel momento, en el Comité Federal del Partido hubo muchas intervenciones en las que la gente se felicitaba por el hecho, porque ahora ya se vería claramente que la única alternativa era la del socialismo, no la del comunismo… Mi intervención fue menos ilusio-

nada. Dije que era muy importante que 300 millones de personas recuperaran la libertad, pero que no debíamos engañarnos: el muro de Berlín iba a caer sobre la cabeza del socialismo, no sobre la cabeza de la derecha. Fui considerado un aguafiestas, pero el tiempo me ha dado la razón. La caída del muro ha tenido un efecto demoledor sobre el socialismo. Ha jugado un importante papel, junto a un Vaticano que busca a un pontífice polaco para que, con dinero del reaganismo, acelere los movimientos pendulares hacia la derecha en los países del Este. Sí, hay un desdibujamiento clarísimo.

 

La unidad de la izquierda está en boca de muchos. Unos la critican y dicen que no suma sino que resta; otros parece que han decidido poner en marcha una experiencia supuestamente inspirada en L’Ulivo italiano.

—La importación de modelos de otros países me parece un error. En mi opinión, la realidad española lleva a dos reflexiones. La primera es que el divorcio entre los partidos de la izquierda no es conveniente. La segunda, que la unidad en el sentido estricto no parece realizable. Pero entre el divorcio y la unidad hay muchísimos campos de cooperación. Es verdad que en los grandes temas se hace difícil, porque el sector mayoritario, el que tiene la máxima representación en Izquierda Unida en los grandes temas se coloca en posiciones inexplicables: no están por el proyecto europeo y ponen en duda el consenso constitucional, lo cual equivale a cuestionar las reglas del juego… La actual es la Constitución más duradera de todas las españolas. Las Constituciones aquí no han durado nada, porque han sido hechas para media España y la otra media, con razón, no la aceptaba. Y ahora, por una vez que todos aceptamos una Constitución va Anguita y se descuelga diciendo: niego el consenso constitucional. En fin, ponerse de acuerdo en los grandes temas es poco menos que imposible. Pero puesto eso a un lado –que no es poca cosa–, yo creo que el divorcio es una irracionalidad. Y pongo un ejemplo concreto. En el año 79, la inmensa mayoría de los municipios españoles estaban gobernados por la izquierda gracias a que llegamos a un acuerdo. En el año 96 sucede todo lo contrario. De todos modos la colaboración es difícil, y no sólo por lo que hace referencia al Partido socialista; en la propia Izquierda Unida hay muchas discrepancias respecto a qué hacer, respecto a si al PSOE hay que negarle la sal y la vida, o hay que cooperar con él.

 

—¿Cómo ve el proyecto de Obiols y Ribó?

—¿Lo del Olivo? Yo no lo veo… En Italia ha ocurrido lo que se está intentando en todas partes, la eliminación del sistema de partidos políticos y su sustitución por mediadores de las grandes corrientes económicas del país. Ha habido un momento en el que el primer ministro italiano tenía a doce ministros en su nómina particular, con cincuenta diputados que eran empleados suyos… Eran sicarios de los grandes financieros, de los grandes empresarios. Eso ha dado lugar a la destrucción de todos los partidos: se salva, con una reconversión y un apéndice, el Partido Comunista Italiano, el PDS, con Refundación Comunista, pero se ven obligados a echar el ancla del Olivo en sectores

sociales que nada tienen que ver con un planteamiento de izquierdas. Pero yo no veo cómo se puede trasladar eso a nuestra realidad.

 

¿Qué posibilidades cree que existen, dada la distancia existente entre el sector socio-liberal y el sector socialdemócrata de su partido, de que se pueda llegar a producir una escisión, o de que surja un nuevo partido?

—En este momento no veo ninguna. En el 92 sí hubo lo que fue algo más que un proyecto de crear otra formación política, desde la parte conservadora del Partido Socialista. Algunas personas tocaron algunas puertas, pero como los apoyos escasearon la operación no se consumó. Pero ahora mismo no creo que se den las condiciones para ello.

 

Me temo que nos hemos extendido mucho más allá de lo que permite el espacio de una revista. Quedan muchos temas en el tintero: la estructura del estado, la OTAN, las privatizaciones, la crispación y sus causas, etc. Como no podemos hablar de todo ello, elija usted un último tema.

—Algo que no hemos tocado en absoluto es la relación Norte-Sur. El fin de la confrontación Este-Oeste lo que ha hecho es engordar al Sur. Hoy todo el Este es Sur. Con lo cual, los problemas que ya había de relación económica entre el Norte y el Sur ahora son más graves. Y si miramos los datos de los años 80, e incluso de los 90, todavía el flujo de recursos es favorable a los países pobres. Es decir, los pobres siguen inyectando más recursos a los ricos que los ricos a los pobres. Es como si se hiciera una transfusión de sangre de un cuerpo enfermo a otro más sano. ¿Qué solución han encontrado los pueblos pobres para romper ese enorme desorden social? La emigración. Los movimientos migratorios. Y entonces Europa, los países ricos, quieren poner una valla electrificada para que no pase nadie. Pues van a pasar, por debajo y por arriba de la valla. La emigración va a ser en los próximos años escandalosa. El movimiento migratorio que se avecina no tiene antecedentes en la historia de la humanidad. Probablemente entre 25 y 30 millones van a llegar de África en pocos años; y entre 5 y 10 millones de lo que era el Este. Ante eso, ¿qué se puede hacer? Debemos convivir con ello. No es posible negarse a eso. La multiculturalidad, la multietnia, la multireligiosidad van a ser características de la Europa del futuro. Y todo lo que sea oponerse a eso y empujar al guetto a los que vienen de otros pueblos es un error. Claro, eso tiene ahora mismo un rendimiento electoral muy alto, la extrema derecha está dando voces y arrastrando trabajadores con la demagogia y el populismo… Pero la izquierda no tiene más remedio que explicar en todos los rincones de Europa que no hay que ver esta situación como un mal, incluso que se puede ver como un bien.

 

En España esa situación que anuncia va a ser enormemente traumática, en mi opinión.

—Sí. Me temo que sí. Pero sería un error histórico importante, y además una negación de la propia historia de España, que es una historia de invasiones.

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