Hoy se cumplen 92
años del nacimiento de nuestro amigo Samir Amin. Lo recordamos con emoción con
este extraordinario artículo, publicado en el número 322 de El Viejo Topo, en
noviembre de 2014.
Salvaguardar la unidad de Gran Bretaña, romper la
unidad de la Gran Rusia
El Viejo Topo
3 septiembre, 2023
Los medios de
comunicación nos han obligado a seguir de cerca el referéndum escocés de
setiembre de 2014, por una parte, y por otra, el conflicto que enfrenta a Rusia
y a Ucrania desde la primavera del 2014. Todos hemos oído dos opiniones
opuestas: la unidad de la Gran Bretaña tenía que ser salvaguardada por el
interés mismo de los pueblos inglés y escocés, y por lo demás, los escoceses
han elegido libremente, por un voto democrático, permanecer en la Unión; en
cambio, la independencia de Donetsk, querida y elegida, según nos dicen, por el
pueblo, es cuestionada debido a las ansias expansionistas pan-rusas del
dictador Putin. Veamos estos hechos que nos presentan como evidencias
indiscutibles para el observador de buena fe.
La formación británica
La Gran Bretaña
(el Reino Unido) reúne a cuatro naciones (estos son los términos utilizados por
David Cameron): la inglesa, la escocesa, la galesa y la irlandesa del Norte.
Estas cuatro naciones tienen que continuar viviendo juntas en un solo Estado
porque ello es de su interés. La elección de los independentistas escoceses ha
sido, pues, presentada como irracional, emocional, sin fundamento serio. La
independencia no habría aportado nada bueno a los escoceses.
Los recursos
petrolíferos con los que cuenta Escocia se agotarán más pronto de lo que se
piensa, y de su explotación se encargan unas compañías internacionales y
extranjeras (se sobreentiende que podrían retirarse en la hipótesis de un voto
a favor de la independencia). Los escoceses pretenden conservar determinadas
ventajas sociales en materia de educación y de salud que el Parlamento de
Westminster ha abolido por su adhesión a los dogmas del neoliberalismo adoptados
e impuestos por la Unión Europea. David Cameron promete tener en cuenta estas
reivindicaciones mediante una ampliación de los poderes locales (de cada una de
las cuatro naciones del Reino Unido). Ahora bien, la decisión final no
está en sus manos sino en las del Parlamento de Westminster y en las de
Bruselas. Una Escocia independiente tendría que negociar, si así lo desease, su
adhesión a la Unión Europea; y el proceso será penoso, largo y difícil.
No se nos dice por qué ha de ser así, pues, a fin de cuentas, si Escocia
conserva las legislaciones europeas mayores ya vigentes (que los
independentistas no han cuestionado) no veo por qué no puede ser reconocida de
entrada como un Estado más de la Unión Europea. No veo por qué este proceso de
transferencia tendría que imponerle un recorrido tan penoso como aquel al que
se somete a los países que vienen de lejos (Lituania o Bulgaria, por ejemplo),
obligados a reformar en profundidad su sistema económico y social. Los medios
de comunicación incluso se han atrevido a decir, sin una pizca de ironía, que
una Escocia independiente ya no podría exportar su whisky, ni a Inglaterra ni a
ninguna parte.
En este debate
ha habido un gran silencio: nadie ha hecho la comparación con Noruega, un país
del tamaño demográfico de Escocia, que comparte los mismos recursos
petrolíferos del Mar del Norte. Noruega ha elegido, por añadidura, quedarse
fuera de la Unión Europea y goza por ello de un margen de autonomía que le
permite salvaguardar –si así lo desea– su política social. Noruega ha elegido,
sin embargo, alinearse cada vez más con las políticas económicas liberales de
la Unión Europea (cuyas consecuencias, negativas a mi modo de ver, no vamos a
discutir aquí).
Más allá del
debate centrado en los intereses de los escoceses tal como los perciben hoy
unos y otros, se perfilan dos lecturas diferentes de la historia. Los
escoceses, como los galeses y los irlandeses, eran celtas (y hablaban en estas
lenguas) combatidos por los invasores ingleses (anglosajones), primero, y después
anglonormandos de las islas británicas. Finalmente fueron vencidos e integrados
en lo que ha sido una “Gran Inglaterra”. Una Inglaterra en la que la arrogancia
de la monarquía y de la aristocracia respecto a los vencidos no ha sido borrada
de la memoria de estos; aunque, según parece, esto ya se ha dejado atrás, si
bien algo tarde, tal vez solamente después de la Segunda Guerra mundial, con el
triunfo del Partido Laborista y los avances sociales que hizo posible.
De todos modos,
los escoceses han sido totalmente integrados; han perdido definitivamente el
uso de su lengua. Igual que los occitanos y los bretones en Francia. No sirve
de nada felicitarse o lamentar estas evoluciones (anglicización o
francización); se trata de un hecho histórico e irreversible. Los escoceses se
habrían beneficiado de la Unión, gracias a la cual han tenido un acceso fácil a
la emigración hacia las ciudades industriales de Inglaterra, las colonias y los
dominios, los Estados Unidos; han aportado un montón de oficiales al ejército
británico para dirigir a los soldados reclutados en las colonias (un poco como
han hecho los corsos en Francia). No discutiré aquí los aspectos de estos
hechos calificados de positivos o de negativos. Pero sobre todo, y este me
parece que es el argumento más contundente, Escocia e Inglaterra han sido
configuradas como una sola economía capitalista moderna perfectamente unificada
(como el norte de Francia y Occitania). Sin duda, actualmente hay más escoceses
(o personas de ascendencia escocesa tal vez algo más lejana) que viven y
trabajan en Inglaterra que en su país de origen. Y es en esto que Escocia no
puede compararse con Noruega.
Y sin embargo,
pese a esta integración profunda, que, además hay que admitir que ya no es
discriminatoria, los escoceses se consideran distintos de los ingleses. Las
monarquía y la aristocracia inglesa habían inventado la versión anglicana de la
“Reforma”, es decir, de hecho, un catolicismo sin Papa (sustituido por el rey
de Inglaterra). Los escoceses eligieron otra vía, la de las Iglesias reformadas
calvinistas. La diferencia ya no tiene importancia hoy, pero la tuvo en el
siglo XIX e incluso en la primera mitad del siglo XX.
La lectura
oficial de la historia, durante mucho tiempo aceptada por los pueblos
implicados, no duda en calificar de “globalmente positiva” la unión de las
cuatro naciones del Reino Unido contemporáneo. Es lo que David Cameron y los
dirigentes británicos asociados a los principales partidos del Reino Unido, no
han dejado de repetir. Pero es también la opinión que han expresado la mitad de
los electores escoceses. Podría decirse: al precio de una fractura de la
opinión difícil de cicatrizar aunque la mitad “independentista” ha hecho esta
elección irracional (contraria a sus intereses) por romanticismo. Lo que no se
dice es que se han movilizado sistemáticamente unos medios excepcionales para
convencer a los electores. Calificar a estos medios de chantaje o de terrorismo
intelectual no es exagerado. La elección, pese a ser formalmente perfectamente
libre y transparente, no constituye por sí misma la prueba de la legitimidad,
la credibilidad y la durabilidad de la elección que ratifica.
La historia de
la formación y de la continuidad del Reino Unido no habrá sido, pues,
finalmente, más que una hermosa historia solo manchada por su fracaso en
Irlanda del Sur (Eire). La conquista de Irlanda por los arrogantes lords
ingleses que se apoderaron de sus tierras y redujeron a los campesinos a una
condición muy próxima a la servidumbre, con sus efectos demográficos desastrosos
(hambrunas repetidas, emigración masiva, despoblación), no fue más que una
forma particularmente brutal de colonización. El pueblo irlandés resistió
aferrándose a su catolicismo y acabó por reconquistar su independencia en 1922.
Pero sigue siendo un hecho que la colonización acabó por imponer, hasta hoy
mismo, el uso dominante de la lengua inglesa. El Eire es actualmente un Estado
de la Unión Europea cuyos lazos de dependencia con respecto al capitalismo
británico solo se ven atenuados por los lazos de dependencia que le atan a
otros socios mayores del mundo de la economía liberal contemporánea.
Resumiendo,
pues, la conclusión que se nos sugiere es que las diferencias heredadas de la
historia por las cuatro naciones del Reino Unido actual no imponen la
desintegración de la Gran Bretaña. La historia del capitalismo británico se
pinta de color rosa, no negro.
La formación rusa y después soviética
El discurso de
los medios de comunicación respecto a la Gran Rusia –el antiguo Imperio Ruso de
los zares– y después respecto a la Unión Soviética se dirige a nosotros de una
manera muy distinta. En este caso nos imponen otra conclusión: las diferencias
habrían sido tales que no había otra solución que la fragmentación en Estados
independientes distintos y disociados los unos de los otros. Pero observemos
la cosa más de cerca. La formación de la Gran Rusia en el marco del
Imperio Ruso de los zares y después su transformación profunda por la
construcción de la Unión Soviética, ¿ha sido acaso, como se pretende hacernos
creer, una historia negra regida exclusivamente por el ejercicio permanente de
la violencia extrema?
Yo estoy
claramente en contra de este discurso: la unificación de los tres pueblos
eslavos (pan-ruso, ucraniano y bielorruso) por los zares de Moscú, y después la
expansión rusa más allá, en dirección al oeste del Báltico, al este y al sur de
Siberia, de Transcaucasia y del Asia Central, no fueron más violentas ni menos
respetuosas de la identidad de los pueblos afectados de lo que lo ha sido la
formación del capitalismo histórico del Occidente atlántico (y en este marco,
la del capitalismo británico) y de su expansión colonial. La comparación
favorece incluso a Rusia. Recuerdo algunos ejemplos de los cuales el lector
podrá encontrar desarrollos más extensos en otros de mis escritos.
1. La
unificación de los tres pueblos “rusos” (pan-ruso, ucraniano y bielorruso) la
llevó a cabo efectivamente la conquista militar de los zares, del mismo modo
que la construcción de Francia o de la Gran Bretaña las llevaron a cabo las
conquistas militares de sus reyes. Esta unificación política fue el vector
mediante el cual la lengua rusa se impuso (“naturalmente”) a las lenguas
locales. Estas, por otro lado, eran considerablemente más próximas unas a otra
de lo que lo eran, por ejemplo, la langue d’Oil y la langue d’Oc en Francia; el
inglés respecto a las lenguas celtas; o los dialectos italianos de Sicilia y
Venecia. Presentar la rusificación lingüística como un horror impuesto
exclusivamente por la violencia, por oposición a la expansión supuestamente
amable del francés, del inglés o del italiano, es dar la espalda a la realidad
de la historia. Una vez más, no me pronuncio aquí respecto a la naturaleza de
estas expansiones lingüísticas: ¿enriquecimiento a largo plazo o empobrecimiento
cultural? Son unos hechos históricos de idéntica naturaleza.
Los rusos no
eliminaron a los señores del suelo (“feudales”) ucranianos y bielorrusos; estos
se integraron en el mismo sistema que dominaba en la Gran Rusia. Y los siervos,
y después de 1865 los campesinos libres de Ucrania y Bielorrusia, no recibieron
un trato muy diferente del que recibían los de la Gran Rusia: igual de malo, si
se quiere.
La
ideología comunista de los bolcheviques pintó con tonos sombríos la historia
del zarismo, por buenas razones de clase. Debido a ello la Unión Soviética
reconoció las diferencias (negadas en el Occidente “civilizado”) y creó unas
Repúblicas distintas. Además, para combatir el peligro de ser acusados de
chovinismo pan-ruso, los soviéticos dieron a estas Repúblicas unas
fronteras que sobrepasaban ampliamente las que habría inspirado una estricta
definición etnolingüística. Un territorio –como la Crimea rusa– podía ser
transferido a otra República (en este caso, a Ucrania) sin que ello representase
ningún problema. La Novaia Rossia (la Nueva Rusia, la región de Donetsk),
distinta de la Malaia Rossia (la Pequeña Rusia, Ucrania) podía ser confiada a
la administración de Kiev antes que a la de Moscú, sin que tampoco esto
provocase ningún problema. Los bolcheviques no habían ni imaginado que dichas
fronteras podrían llegar a convertirse en las de unos Estados independientes.
2. Los rusos
conquistaron los países bálticos en la misma época en que los ingleses se
establecían en Irlanda. Los rusos no perpetraron horrores comparables a los
cometidos por los ingleses; respetaron los derechos de los señores del suelo
(en este caso de los barones bálticos de origen alemán); no discriminaron a los
súbditos locales del zar, ciertamente mal tratados, pero no más de lo que lo
eran los siervos pan-rusos. Los países bálticos rusos no han conocido nada
comparable a la salvaje expropiación sufrida por el pueblo de Irlanda del
Norte, expulsado por la invasión de los orangistas. Más tarde los soviéticos
restablecieron los derechos fundamentales de los pueblos de las Repúblicas
bálticas: el uso de su lengua y la promoción de sus propias culturas.
3. La expansión
del Imperio de los zares más allá de las regiones eslavas no es comparable a la
conquista colonial de los países del capitalismo occidental. La violencia
ejercida por los países “civilizados” en sus colonias no tiene parangón. Pues
se trataba en este caso del despliegue de la acumulación por expropiación de
pueblos enteros, sin dudar a recurrir al exterminio puro y simple, es decir, al
genocidio si se consideraba necesario (los indios de América del Norte, los
aborígenes de Australia, exterminados precisamente por los ingleses…). O en
última instancia, a poner bajo la tutela salvaje del poder colonial a la India,
África y el Sudeste asiático. Los zares, precisamente porque su sistema no era
todavía el del capitalismo, conquistaron unos territorios sin expropiar a sus
habitantes. Algunos de los pueblos conquistados e integrados en el Imperio se
han rusificado en diferentes grados, especialmente mediante el uso de la lengua
rusa y a menudo con el olvido de la propia. Este fue el caso de lo que llegaron
a ser muchas de las minorías de origen turco-mongol, pero que conservaron su
religión musulmana, budista o shamanista. Otros han conservado su identidad
nacional y lingüística, Transcaucasia y Asia central al sur del Kazajstán.
Ninguno de estos pueblos fue exterminado como los indios de América del Norte o
los aborígenes australianos. La administración autocrática brutal de los
territorios conquistados y la arrogancia rusa prohíben pintar de color de rosa
esta historia. Pero sigue siendo menos negra de lo que lo fue el comportamiento
de los ingleses en Irlanda (no en Escocia), en la India, en América del Norte,
o el de los franceses en Argelia. Los bolcheviques, por su parte, pintaron de
negro esta historia, siempre por las mismas buenas razones de clase.
El sistema
soviético ha aportado cambios, y para mejor. De entrada, ha devuelto a estas
Repúblicas, regiones y distritos autónomos, constituidos en territorios
enormes, el derecho a su expresión cultural y lingüística, despreciada por el
poder de los zares. Estados Unidos, Canadá y Australia no han hecho nunca lo
mismo con sus “indígenas” y no están precisamente dispuestos a hacerlo. El
poder soviético ha hecho mucho más: ha organizado un sistema de transferencia
de capital desde las regiones ricas de la Unión (Rusia occidental, Ucrania,
Bielorrusia, y más tarde los países bálticos) hacia las regiones en desarrollo
del Este y del Sur. Ha unificado el sistema de salarios y de derechos sociales
a la escala de todo el territorio de la Unión, cosa que las potencias
occidentales no han hecho nunca con sus colonias, por supuesto. Dicho de otro
modo, los soviéticos han inventado una auténtica ayuda al desarrollo, que
constituye un contrapunto a la falsa ayuda al desarrollo de los países llamados
“donantes” de la actualidad.
Este sistema de
una economía perfectamente integrada a la escala de la Unión no estaba llamado
por naturaleza a tener que desintegrarse. No había ninguna necesidad objetiva
que impusiese la desintegración de la Unión en Estados distintos, incluso en
conflicto los unos con los otros. El discurso de los medios de comunicación
necesario de los imperios” no convenía. Y pese a ello Rusia se desintegró. Hay
que explicarlo.
La desintegración de la URSS: ¿fatalidad o coyuntura creada por la historia
reciente?
Los pueblos de
la Unión Soviética no eligieron la independencia. No hubo ninguna consulta
electoral, ni en Rusia ni en ninguna parte de la Unión, anterior a las
declaraciones de independencia, proclamadas por los poderes establecidos, que
tampoco habían sido verdaderamente elegidos. Son, pues, las clases dirigentes
de las Repúblicas, y en primer lugar las de Rusia, las que tienen la
responsabilidad íntegra de la disolución de la Unión. La única cuestión que se
plantea es, por consiguiente, la de saber por qué han hecho esta elección,
cuando la han hecho. Pues los dirigentes de las Repúblicas del Asia central no
querían separarse de Rusia; fue esta última la que las colocó ante el hecho
consumado: la disolución de la Unión.
No me extenderé
más sobre esta cuestión aquí, pues ya he desarrollado mis argumentos al
respecto en otra parte. Yeltsin y Gorbachev, suscritos a la filosofía del
restablecimiento integral e inmediato del capitalismo liberal mediante la
“terapia de choque”, querían desembarazarse de las voluminosas repúblicas del
Asia central y la Transcaucasia (beneficiarias en la Unión de las
transferencias de capitales procedentes de Rusia). Europa, por su parte, se
encargó de imponer la independencia de las Repúblicas bálticas, que fueron
inmediatamente anexionadas a la Unión Europea. En Rusia y en Ucrania las mismas
oligarquías salidas de la nomenklatura soviética se apoderaron tanto del poder
político absoluto como de las principales riquezas constituidas por los grandes
complejos de la economía soviética, privatizadas deprisa y corriendo en
beneficio exclusivo suyo. Fueron ellas las que decidieron separarse en Estados
distintos. Las potencias occidentales –Estados Unidos y Europa– no fueron las
responsables del desastre en esta primera fase de su despliegue. Pero
comprendieron inmediatamente las ventajas que podían obtener de la desaparición
de la Unión y se convirtieron enseguida en agentes activos interviniendo en los
dos países (Rusia y Ucrania) y fomentando la hostilidad entre sus corruptas oligarquías.
Por supuesto
que el desmoronamiento no fue el producto exclusivo de su causa inmediata: la
elección desastrosa de las clases dirigentes realizada en 1990-1991. El sistema
soviético estaba carcomido desde hacía por lo menos dos décadas. Y el abandono
de la democracia revolucionaria de 1917 en beneficio de la gestión autocrática
del nuevo capitalismo de Estado soviético está en definitiva en el origen de la
glaciación de la era de Breznev, de la adhesión de la clase política dirigente
a la perspectiva capitalista, y del desastre.
Pese a haber
mantenido para su gestión económica interna el modelo del capitalismo
neoliberal (en una versión tipo “Parque Jurásico”, para retomar la frase de
Alexandre Buzgalin), la Rusia de Putin no ha sido adoptada por las potencias
del imperialismo colectivo contemporáneo (el G7: Estados Unidos, Europa y
Japón) como un socio igual. El objetivo de Washington y de Bruselas es destruir
al Estado ruso (y al Estado ucraniano) para reducirlos al estatus de regiones
sometidas a las exigencias de la expansión del capitalismo de los oligopolios
occidentales. Y Putin se ha dado cuenta de ello tarde, cuando las potencias
occidentales han preparado, financiado y apoyado lo que no puede sino
calificarse como el golpe de estado eurofascista de Kiev.
La cuestión que
se plantea ahora es nueva: ¿romperá Putin con el neoliberalismo económico para
implicarse, como ya han hecho otros (la China en particular), en un proyecto
auténtico de renacimiento económico y social, el de la alternativa “euro-asiática”,
una alternativa que ha manifestado tener la intención de construir? En el bien
entendido que esta construcción solo puede avanzar si se apoya sobre dos
pilares: la conducción de una política internacional independiente y la
reconstrucción económica y social.
¿Dos pesos, dos medidas?
Comparando el
asunto escocés y el ucraniano, es inevitable constatar la duplicidad del
discurso y de la acción de las potencias occidentales: dos pesos, dos medidas.
La misma duplicidad que se da en multitud de otros ejemplos en los que no me
extenderé aquí: “a favor” de la unidad alemana, pagada muy cara por los “Ostis”
anexionados, pero “en contra” de la unidad de Yugoslavia, de Irak, de Siria… En
realidad, detrás de esta apariencia se perfila el único criterio que rige las
elecciones de los poderes del imperialismo colectivo (Estados Unidos, Europa,
Japón): el punto de vista del capital financiero dominante. Pero para ver
claramente cuáles son las opciones de este hay que proceder al análisis del
sistema del capitalismo contemporáneo.
El Estado en el capitalismo contemporáneo
No voy a
repetir aquí los aspectos más destacados de los análisis que he llevado a cabo
en algunos de mis escritos más recientes, que permiten responder a la cuestión
planteada en este artículo: por qué motivos (y con qué métodos) las políticas
dominantes se dedican a reforzar al Estado en un lugar y a destruirlo en otros.
1. El sistema
de producción capitalista se ha embarcado desde hace unos treinta años (a
partir de 1980) en una transformación cualitativa que es posible resumir en una
frase corta: la emergencia de un sistema de producción mundializado que
sustituye gradualmente los sistemas de producción nacionales anteriores (en el
centro de los sistemas autocentrados y de manera simultánea agresivamente
abiertos, en las periferias de los sistemas dominados de formas y en grados
variables), ellos mismos articulados entre sí en un sistema mundial
jerarquizado (caracterizado entre otras cosas por el contraste
centros/periferias y por la jerarquía de las potencias imperialistas).
En la década de
1970, Sweezy, Magdof y yo mismo avanzamos ya esta tesis, formulada por mí y por
André Günder Frank en una obra publicada en 1978. Decíamos allí que el
capitalismo de los monopolios estaba entrando en una nueva era, caracterizada
por el desmantelamiento progresivo –pero rápido– de los sistemas productivos
nacionales. La producción de un número cada vez mayor de mercancías ya no puede
definirse con la etiqueta “made in France” (o en la Unión Soviética, o en EEUU),
sino que debería llevar la etiqueta “made in the world”, porque su proceso de
fabricación ha estallado y se ha fragmentado en segmentos localizados aquí y
allí, o sea, por todo el planeta.
El
reconocimiento de este hecho, que se ha vuelto banal, no implica una sola
explicación relativa a la principal razón de la transformación en cuestión. Por
mi parte, yo lo explico por el salto adelante del grado de centralización del
control del capital de los monopolios, que he calificado de paso del
capitalismo de los monopolios al estadio de los monopolios generalizados. En
unos quince años (entre 1975 y 1990) un buen número de dichos monopolios (u
oligopolios) localizados en los países de la tríada dominante (Estados Unidos,
Europa, Japón) han llegado a ser capaces de controlar el conjunto de las
actividades productivas, en su país y en el mundo entero, reduciéndolas al
estatus de subcontratistas de iure o de facto, y por ello mismo de puncionar
una porción importante de la plusvalía producida por estas actividades, engrosando
así la renta de los monopolios dominantes en el sistema. Los medios que
permiten la gestión de este sistema de producción esparcido por todo el mundo
se han finalmente unificado gracias entre otras cosas a la revolución
informática. Pero a mi modo de ver no se trata más que de unos medios puestos
en práctica en respuesta a una necesidad objetiva nueva creada por el salto
delante de la centralización del control del capital, mientras que para otros
el medio –la revolución informática y la de las tecnologías de producción– es
él mismo la causa de la transformación considerada.
El
desmantelamiento de los sistemas productivos nacionales, ellos mismos producto
de la larga historia anterior del desarrollo del capitalismo, afecta a todos
los países del mundo (o casi). En los centros (la Tríada) este desmantelamiento
de los sistemas productivos nacionales puede parecer relativamente lento y
limitado por el peso del sistema heredado y siempre presente. Pero avanza cada
día un poco más. En cambio, en las periferias que habían avanzado en la
construcción de un sistema nacional industrial modernizado (la URSS, Europa del
Este, y en un grado menor, aquí y allí, en Asia, África y América Latina), la
agresión del capitalismo de los monopolios generalizados (que se expresa a
través de la sumisión –voluntaria o forzosa– a los principios del llamado
neoliberalismo mundializado) se ha traducido en un desmantelamiento violento,
rápido y total de los sistemas nacionales en cuestión, y en la transformación
de las actividades productivas localizadas en estos países en subcontratistas.
La renta de los monopolios generalizados de la tríada, beneficiarios de este
desmantelamiento, se convierte en renta imperialista. Yo he calificado esta
transformación, vista desde las periferias, de “recompradorización”[1].
Esta ha afectado a todos los países del antiguo Este (la ex Unión Soviética y
la ex Europa del Este) y a todos los países del Sur. China es la única
excepción parcial.
La emergencia
de este sistema productivo mundializado abolió la coherencia de las lógicas
(diversas y desigualmente eficaces) del “desarrollo nacional”, pero no la ha
sustituido por una nueva coherencia, que sería la del sistema mundializado. La
razón de ello es, como diré más adelante, la ausencia de una burguesía y de un
Estado mundializados. Por este motivo, el sistema de producción mundializado es
incoherente por naturaleza.
Otra
consecuencia importante de esta transformación cualitativa del capitalismo
contemporáneo: la emergencia del imperialismo colectivo de la tríada que
sustituye a los imperialismos nacionales históricos (de Estados Unidos, de la
Gran Bretaña, del Japón, de Alemania, de Francia y de algunos otros). El
imperialismo colectivo halla su razón de ser en la toma de conciencia, por
parte de las burguesías de las naciones de la Tríada, de la necesidad de su
gestión común y solidaria del planeta, y singularmente de las sociedades de las
periferias sometidas o a someter.
2. Algunos
extraen de la tesis de la emergencia de un sistema productivo mundializado dos
correlatos: la emergencia de una burguesía mundializada y la de un Estado
mundializado cuya base objetiva la constituye el nuevo sistema productivo. Mi
lectura de las evoluciones y de las crisis en curso me ha conducido a rechazar
estos dos correlatos.
No hay
burguesía (o digamos, clase dominante) mundializada en curso de constitución,
ni a escala mundial ni siquiera a escala de los países de la tríada
imperialista. Se constata una aceleración de los flujos de inversión directos y
de las inversiones de cartera procedentes de la tríada (y en particular de los
flujos principales entre los socios transatlánticos). De todos modos, a partir
de mi lectura crítica de los trabajos empíricos importantes que se han llevado
a cabo sobre el tema, me he visto llevado a dar importancia al hecho de que la
centralización del control del capital de los monopolios operaba en el interior
de los Estados-nación de la Tríada (Estados Unidos, cada uno de los socios de
la Unión Europea, Japón) con más fuerza que aquella con la que opera en las
relaciones entre los socios de la Tríada, o incluso entre los de la Unión
Europea. Las burguesías (o los grupos oligopólicos) están en conflicto en el
interior de las naciones (y el Estado nacional gestiona esta conflictividad, al
menos en parte) y entre las naciones. Es así como los oligopolios alemanes (y
el Estado alemán) han asumido la dirección de los asuntos europeos, no para el
beneficio igual de todos, sino en primer lugar para su propio beneficio. A
escala de la tríada es evidentemente la burguesía de los Estados Unidos la que
dirige la alianza, una vez más con un reparto desigual de los beneficios.
La idea según
la cual la causa objetiva –la emergencia del sistema productivo mundializado–
comporta ipso facto la de una clase dominante mundializada, se basa en la
hipótesis subyacente según la cual el sistema ha de ser coherente. En realidad
puede no serlo; y este es el motivo por el cual este sistema caótico no es
viable.
En las
periferias la mundialización del sistema productivo ha ido acompañada por la
sustitución de los bloques hegemónicos de las épocas anteriores por un nuevo
bloque hegemónico dominado por la nueva burguesía compradore, beneficiaria
exclusiva del desmantelamiento de los sistemas anteriores (el medio por el cual
esta transformación ha tenido lugar es bien conocido: la “privatización” de los
elementos del antiguo sistema dislocado; en el bien entendido que los activos
implicados han sido cedidos a un precio artificial sin relación alguna con su
verdadero valor). Estas nuevas burguesías compradore no son elementos
constitutivos de una burguesía mundializada, sino solamente aliados subalternos
de las burguesías de la tríada dominante.
Del mismo modo
que no existe una burguesía mundializada en fase de constitución, tampoco hay
un Estado mundializado a la vista. La principal razón de ello es que el sistema
mundializado existente no atenúa sino que acentúa el conflicto (ya visible o
potencial) entre las sociedades de la tríada y las del resto del planeta. Digo
bien “conflicto de sociedades” y por consiguiente, potencialmente, conflicto
entre Estados. Pues las ventajas de la posición dominante de la tríada (la
renta imperialista) permiten al bloque hegemónico constituido en torno a los
monopolios generalizados beneficiarse de una legitimidad que se traduce a su
vez por la convergencia de todos los grandes partidos electorales de derecha y
de izquierda y su idéntico alineamiento en las políticas económicas
neoliberales y en las políticas de intervención en los asuntos de las
periferias. Por el contrario, las burguesías neo-compradore de las periferias
no parecen a los ojos de sus pueblos ni legítimas ni creíbles (más adelante
veremos por qué: porque las políticas a las que sirven no permiten la
“recuperación” y provocan a menudo la caída en el impasse de un
lumpen-desarrollo). La inestabilidad de los poderes existentes es entonces la regla.
No existe una
burguesía mundializada ni siquiera a escala de la tríada, o a la de la Unión
Europea, ni tampoco existe un Estado mundializado a estas escalas. Hay
solamente Estados aislados, aceptando por añadidura la jerarquía que permite
que su alianza funcione: la dirección general la ha asumido Washington; la de
Europa la ha asumido Berlín. El Estado nacional sigue estando al servicio de la
mundialización tal como es. Se trata en este caso de un Estado activo, pues el
despliegue del neoliberalismo y de las intervenciones exteriores le exige
serlo. Se comprende entonces que su debilitamiento debido a las eventuales
fragmentaciones producidas por cualquier motivo de divergencia no sea del
agrado del capital de los monopolios generalizados (y de ahí la hostilidad a la
causa escocesa examinada más arriba).
En las
corrientes posmodernistas circula la idea según la cual el capitalismo
contemporáneo ya no tiene necesidad de un Estado para gestionar la economía
mundial, y que por ello los sistemas de Estado están en vías de decaimiento en
beneficio de la emergencia de la sociedad civil. No voy a repetir aquí los
argumentos que he desarrollado en otra parte a modo de contrapunto de esta
tesis ingenua, propagada por lo demás por los poderes dominantes y por el clero
mediático que está a su servicio. No hay capitalismo sin Estado. La
mundialización capitalista no podría desplegarse sin las intervenciones del
ejército de Estados Unidos y sin la gestión del dólar. Ahora bien, ejército y
moneda son instrumentos del Estado, no del mercado.
Pero como no
existe un Estado mundial, Estados Unidos pretende cumplir esta función. Las
sociedades de la tríada consideran legítima esta función; las otras sociedades
no. Pero no importa. La “comunidad internacional” autoproclamada, es decir, el
G7 más Arabia. Saudita, convertida sin duda en una República democrática, no
reconoce la legitimidad de la opinión del 85% de la población del planeta.
Se da pues una
asimetría entre las funciones del Estado en sus centros imperialistas dominantes
y las del Estado en las periferias sometidas o a someter. El Estado, en las
periferias compradorizadas, es inestable por naturaleza y, por ello, es un
enemigo potencial, cuando no es ya un enemigo real.
Están los
enemigos con los que las potencias imperialistas dominantes están obligadas a
coexistir, por lo menos hasta hoy. Es el caso de China, porque esta ha
rechazado (hasta hoy) el punto de vista neo-compradore y lleva a cabo su
proyecto soberano de desarrollo nacional integrado y coherente. Rusia se ha
convertido en un enemigo en la medida en que Putin rechaza el alineamiento
político con la tríada y quiere cortar el paso a las ambiciones expansionistas
de esta en Ucrania, si bien no imagina (¿todavía?) la posibilidad de salir de
los carriles del liberalismo económico.
En su gran
mayoría, los Estados compradore en el Sur (es decir, los Estados al servicio de
sus burguesías compradore) son aliados, no enemigos, hasta el punto de que dan
la impresión de que tienen el país en sus manos. Pero en Washington, en
Londres, en Berlín y en París saben que estos Estados son frágiles. En la
medida en que un movimiento popular de revuelta –con o sin estrategia
alternativa viable– les haga tambalear, la tríada se considera con derecho a
intervenir. La intervención puede entonces llevar a considerar la destrucción
de estos Estados y, tras ella, de las sociedades afectadas. Esta estrategia
está en marcha en Irak, en Siria y en otras partes. La razón de ser de la
estrategia del control militar del planeta por parte de la tríada dirigida por
Washington se sitúa por entero en esta visión “realista” que constituye un
contrapunto a la visión ingenua –al estilo Negri– del Estado mundializado en
fase de construcción.
3. ¿Ofrece la
emergencia del sistema de producción mundializado a los países de la periferia
mejores oportunidades de “recuperación”?
El discurso de
propaganda ideológica de los poderes dominantes –por ejemplo, el expresado por
el Banco Mundial– se esfuerza en hacerlo creer: entrad en la mundialización,
jugad el juego de la competencia, registrad unos índices de crecimiento
razonables e incluso fabulosos y acelerad vuestras posibilidades de
recuperación. En los países del Sur, las fuerzas sociales y políticas alineadas
con el neoliberalismo retoman evidentemente este discurso. Las izquierdas
ingenuas –a lo Negri– también.
Ya lo he dicho
y lo repito: si la perspectiva de una recuperación mediante métodos
capitalistas y en el capitalismo mundializado fuese posible, ninguna fuerza
social, política, ideológica podría cerrarle el paso, ni siquiera en nombre de
otro porvenir preferible para toda la humanidad. Pero esto simplemente no es
posible: el despliegue del capitalismo mundializado en todas las etapas de su
historia, y hoy como ayer en el marco de la emergencia del sistema productivo
mundializado, no puede sino producirse, reproducirse y profundizar el contraste
centros/periferias. La vía capitalista es un callejón sin salida para el 80 por
ciento de la humanidad. Las periferias siguen estando, por ello, en la “zona de
las tempestades”.
¿Entonces? No
existe otra alternativa que la opción a favor de la construcción de un sistema
nacional autónomo basado en la implementación de un sistema industrial
autocentrado asociado a una renovación de la agricultura en la perspectiva de
la soberanía alimentaria. No diré nada más aquí, pues ya he ofrecido algunos
desarrollos sobre el tema. No se trata de un retorno nostálgico al pasado
–soviético o nacional popular– sino de la creación de las condiciones que
permitan el despliegue de un segundo despertar de los pueblos del Sur que
podría articularse con las luchas de los pueblos del Norte, víctimas igualmente
del capitalismo salvaje en crisis, y para los que la emergencia del sistema
productivo mundializado no tiene nada que ofrecer. Entonces la humanidad podrá
avanzar por el largo camino que lleva al comunismo, etapa superior de la
civilización humana.
Traducción de
Josep Sarret
Nota:
[1] Con la expresión compradorización Samir Amin hace referencia a la
complicidad de las burguesías nacionales con los intereses oligopolísticos e
imperiales.
.
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