Este mes el número viene cargado de polémica: desde el
dossier “Ideología Woke” hasta un interesantísimo artículo-entrevista sobre el
“caso Bukele”, sin olvidarnos –¡cómo hacerlo un mes de septiembre!– de Salvador
Allende. ¡Ah, y estrenamos sección de cine!
Salió el
Topo de septiembre
El Viejo Topo
1 septiembre, 2023
Wokismo: delirios ideológicos y conflictos importados
Introducirnos al wokismo exige comprender el contexto histórico que ha
propiciado su aparición. El autor se remonta a sus orígenes y rastrea su
recorrido para mostrar que, detrás de su exhibicionismo moral, se halla un
proyecto político formulado para disgregar la sociedad.
«(…) nadie
merece derechos especiales, protecciones o privilegios sobre la base de su
excentricidad.» Camille Paglia
El wokismo emana
de los Estados dominantes, las talasocracias mercantiles y liberales: Estados
Unidos principalmente, aunque también es un fenómeno propio en los demás países
desarrollados del mundo anglosajón (Canadá, Reino Unido, Australia…). En
particular de sus centros académicos y, más específicamente, de figuras como
Judith Butler (autora fundacional de la teoría queer), Peggy
McIntosh (popularizadora de la hipótesis del «privilegio blanco») o Kimberlé
Crenshaw (creadora del concepto «interseccionalidad»). Y aunque haya sido
caracterizado como una ideología de subordinación en la medida que está siendo
introducido en otras sociedades políticas, lo cierto es que es impulsado con
mayor fuerza puertas adentro.
El wokismo ataca
toda noción de frontera; bien sea la que separa biológicamente al hombre de la
mujer (negación de las diferencias sexuales), lo público de lo privado (a la
manera de la proclama feminista «lo personal es político») y, en sentido más
concreto, a unas naciones de otras (cosmopolitismo globalista). En suma, busca
establecer la primacía de un individuo aislado, un «sujeto hidropónico» [Alicia
Melchor] con raíces débiles y suspendidas en el aire, que no deba nada a la
naturaleza y posea la capacidad de «autoengendramiento» [Alain de Benoist].
Se impone a
través del método de la censura o cancelación (cancel culture). Cancelar
el pasado, la tradición, los vínculos sociales… Todo con un sentido
aparentemente reivindicativo (por ejemplo, derribar una estatua porque al
personaje histórico se le atribuyen actitudes racistas, o reescribir una novela
para así contener elementos sexistas que puedan ser hirientes para la
sensibilidad del lector). Más allá de la reivindicación nominal, su intención
es disociar al hombre de toda cultura moral orgánica y natural. Sacarlo de su
ser histórico. Un barbarismo ilustrado, si cabe la contradicción, pues su
cuerpo militar se encuentra en Oxford, Harvard y Berkley.
Es el ideario
perfecto para una época en la que, como escribió Theodore Dalrymple, parecer
bueno es más importante que hacer el bien. Por eso halla su expresión en el
«alardeo moral» o «postureo ético» (virtue-signalling): una solidaridad
irreflexiva y cuasi automática, mezclada con preocupación
impostada, por cualquier causa buenista que domina la agenda noticiosa. Y esa
agenda de «causas actuales» puede ser cualquier cosa: el viral Kony 2012, la
movida Welcome Refugees, el #StandWithUkraine, etcétera.
Etimología y significado político
El
término woke («despertó») ha tenido un largo periplo desde las
luchas en favor de los derechos civiles hasta el actual activismo hashtag.
Por lo que, de remontarnos al origen de la expresión, debemos mencionar el
discurso titulado Remaining Awake Through a Great Revolution: ante
el Oberlin College, el reverendo Martin Luther King instó a sus seguidores a
«permanecer despiertos» (stay awake) durante la gran revolución social
que estaba «barriendo el viejo orden colonial».
Más
recientemente, en el año 2008, la expresión fue retomada por la cantante de
neo-soul Erykha Badu en el coro de su canción Master Teacher. Y
luego, en el año 2012, en un tuit que dedicó a la banda rusa Pussy Riot tras
la detención de sus miembros. Badu, echando mano de su inglés
afroestadounidense vernáculo (un dialecto social conocido coloquialmente como
«ebónico»), cambió la palabra awake por woke. Su
renovado stay woke adquirió gran relevancia en 2014, con las
protestas por la muerte del joven negro Michael Brown a causa de los disparos
de un policía en la ciudad de Ferguson, en el estado de Misuri.
La diferencia
entre las versiones de King y Badu no se reducen a la conjugación (stay woke es
una incorrección gramatical). El mensaje del doctor King tenía que ver con
trascender las aspiraciones individuales y desarrollar una perspectiva mental
que estuviera a la altura de las circunstancias históricas, porque, como decía,
«estamos atrapados en una red inescapable de mutualidad» (ergo, tenemos
un «destino común»). Para Badu, en cambio, «lo despierto» se aplica a muchas
facetas de la vida y no es algo explícitamente político. «Se trata de ser
consciente, de estar alineado con la naturaleza», dijo al respecto de su aporte
lexicográfico, y de forma un tanto divagante, en el canal de televisión MSNBC.
Y apostilló: «al estar alineado con la naturaleza, serás consciente de lo que
pasa con tu salud, en tus relaciones, en tu casa, en tu coche…».
Así pues, más
que ante una etiqueta política, estamos ante un llamado: permanecer alertas
frente a los cambios sociales, no ser indiferentes a las injusticias (sobre
todo aquellas dirigidas a las minorías, pues se ha trascendido el componente
racial). Incluso en el pico de las protestas Black Lives Matter y
grupos afines, pocos activistas se presentaban a sí mismos como woke.
Hoy virtualmente ninguno lo hace.
Entonces, ¿quiénes son los wokes?
No está clara
la relación de la nueva izquierda indefinida de matriz anglosajona con su hijo
natural: el woke. Parece que prefiere mantenerlo en la discreción
de lo implícito, o peor aún, negar rotundamente su vinculación con él. Ya sea
porque ser abierta al respecto mancilla su imagen pública, y con ella su
credibilidad; o porque, al puro estilo de las ideologías de control social,
sirve mejor a sus propósitos si mantiene su verdadera imagen en un segundo
plano.
El wokismo ha
llegado a ser uno de esos significantes enemigos que se vuelven útiles porque
describen un fenómeno político relevante y con ciertas características
novedosas, al margen del número de quienes lo enarbolan como seña de identidad.
Por ejemplo, el neoliberalismo no es una mera ficción, aunque el nobel Vargas
Llosa asegure, intentando parecer ingenioso, que nunca ha conocido a un
neoliberal. Como reza el tópico baudeleriano, «el mayor truco del diablo es
hacernos creer que no existe».
En los entornos
de las redes sociales, el woke tiene su contraparte en
el based (basado). Basado es aquel que resulta transgresor en
tiempos de moralina, aquel que desafía el totalitarismo blando de lo
políticamente correcto. Tiende a relacionarse con cierta derecha iliberal, pero
también incluye a la izquierda de viejo cuño. Pueden ser considerados «basados»
tanto Diego Fusaro –por defender las soberanías nacionales frente al
globalismo– como Michel Houellebecq –por advertir contra los efectos de la
islamización de Francia–.
Para los
defensores de la «basadez», lo woke da grima (cringe). El
clivaje woke-based es, sobre todo, muy propio de Twitter,
donde hasta autoproclamados nacionalistas de los más diversos países hacen uso
de neologismos internáuticos de inequívoco sello estadounidense. Lo que vemos
aquí es que la guerra cultural estadounidense se traslada al resto del mundo,
multiplicando su alcance en forma de memes y cacaposteo.
Palabras que pierden valor y sentido
La noción
política de «despertar» aparece, como se ha visto, con un uso bastante
legítimo. Transcurrido el tiempo, sin embargo, ha degenerado considerablemente.
Ya no remite a la consecución de derechos elementales, sino a un identitarismo
fanático. Black Lives Matter, que según el Centro Pew llegó a
contar el apoyo de casi tres cuartas partes de los estadounidenses tras la
muerte de George Floyd, hoy posee apenas un cincuenta por ciento de valoración
favorable. Las olas de vandalismo y saqueos desatadas en su nombre causaron dos
mil millones de dólares en daños solo en 2020, y han minado seriamente la
imagen de la que gozaba.
El
movimiento Black Lives Matter hacía un llamado a «estar
despiertos» ante esa lacra que afectaría a los afroamericanos: los prejuicios
raciales, que serían la causa de los encuentros fatales entre policías y
civiles negros desarmados. No obstante, este planteamiento ha sido rechazado,
entre otros estudios, por las publicaciones de la abogada Heather Mac Donald,
quien en su testimonio ante el Congreso de Estados Unidos en 2019 ofreció datos
que respaldan este otro planteamiento: el verdadero riesgo para las personas
negras no es la brutalidad policial, sino el crimen de negros contra negros (black
on black crime), a la vista del casi centenar de heridos de bala que en una
ciudad como Chicago se pueden registrar en un fin de semana.
Nueva Izquierda y guerra fría cultural
Como
antecedente directo del wokismo no se puede perder de vista la
«oposición controlada», aupada en Occidente en el marco de la Guerra Fría, que
condujo a la configuración de una «izquierda» que aceptaba el mercado en el
plano económico y se alineaba a los intereses atlantistas en el plano geopolítico.
La estrategia
para combatir el comunismo soviético por parte de Estados Unidos no solamente
se sirvió, como es obvio, de medios militares, políticos y financieros. También
lo hizo de una gran ofensiva cultural e ideológica. El primer gran esfuerzo en
esa dirección se puso en marcha en la era Truman con la denominada «Campaña por
la Verdad» (Campaign for Truth) que, en palabras del presidente
demócrata, consistía en responder dondequiera que se difundiera «la propaganda
comunista» con «información honesta sobre la libertad y la democracia». El
ariete encubierto de esta iniciativa fue el Proyecto Troya (Project
Troy), una operación que contó con figuras de la talla del físico
Edward Mills Purcell, y que cimentó una buena relación entre la naciente CIA y
universidades como el MIT y Harvard. Su fin primordial era magnificar el
impacto en el bloque del Este de Voz de América (VoA), el más grande órgano de
radiodifusión financiado por el Gobierno estadounidense.
Nadie
entendería mejor la importancia del poder blando en el choque bipolar que el
sucesor de Truman, el general Dwight Eisenhower. Para «Ike» vencer a la URSS no
consistía meramente en «conquistar territorio» o «sojuzgar por la fuerza». La
guerra militar era secundaria frente a la «guerra psicológica», a
la que definía como una «disputa por las mentes y las voluntades de los
hombres».
En esa peculiar
guerra fría ideológico-cultural dentro de la Guerra Fría, el combate contra el
realismo socialista se realizó mediante la promoción del expresionismo
abstracto en las artes pictóricas y la atonalidad en la música. Incluyó,
asimismo, otras manifestaciones y corrientes artístico-culturales. Entes
subsidiarios de la CIA y el Departamento de Estado financiaron desde
exposiciones de Jackson Pollock hasta giras de Louis Armstrong y Benny Goodman
(al respecto de esto existe extensa bibliografía, y algunos de los autores que
mejor lo han tratado son Frances Stonor Saunders y Gabriel Rockhill).
En el año de
1951 se establece formalmente el que quizá sea el órgano más importante de la
cruzada cultural de Washington: el Congreso por la Libertad de la Cultura (CCF,
por sus siglas en inglés). El CCF fue extraordinariamente hábil en reclutar a
la intelligentsia izquierdista desafecta con la URSS, en
particular a la bujarinista-trotskista. «Denme cien millones de dólares y
mil personas dedicadas, y yo les garantizaré una ola tan grande de agitación
democrática entre las masas del imperio de Stalin que todos sus problemas por
un largo tiempo serán internos», fue la promesa de su fundador Sidney Hook.
El CCF y otras
organizaciones fachadas mantuvieron a flote revistas de la izquierda
anti-estalinista estadounidense como The New Leader, Encounter y Partisan
Review, subsidiándolas cuando sus bajas suscripciones las habían hecho
económicamente inviables.
En el ámbito
hispánico destacó la publicación Cuadernos del Congreso por la Libertad
de la Cultura. Editada, entre otros, por Luis Araquistaín (quien había sido
ideólogo de Largo Caballero), se trataba de un espacio que reunía a
intelectuales que habían renegado del marxismo con anticomunistas de toda la
vida, como Jorge Luis Borges. Sus artículos exaltaban los valores liberales y
el rol de Estados Unidos en el mundo.
Entre los
nombres señeros que recibieron directa o indirectamente fondos de la
inteligencia estadounidense están la feminista Gloria Steinem y el gurú de las
drogas psicodélicas Timothy Leary. La Nueva Izquierda vendió trasgresión,
ruptura y prestigio intelectual sin amenazar demasiado al sistema capitalista.
Su objetivo era la desregulación moral por encima de cualquier otra cosa. No
abandonó, a contrapelo de una visión muy extendida, a los trabajadores en favor
de las minorías. O al menos no inicialmente. Según explica Paul Gottfried
en La extraña muerte del marxismo, desplazó su sujeto cliente
a las clases medias que, tras la ebullición contracultural de los años sesenta,
empezaron a desechar sus viejos valores.
Sustrato angloprotestante
Podría decirse
que la ideología woke no es una deriva orgánica del protestantismo,
pero sí se ha aprovechado de una serie de condiciones que están presentes en
él. Es decir, toma fuerza dentro del contexto protestante sin ser su corolario
inevitable. De hecho, no puede omitirse el amplio apoyo gubernamental y
corporativo que recibe el wokismo en las sociedades
protestantes.
Un rasgo
evidente del wokismo es su supremacismo moral, clave en la
cultura protestante, que mira desdeñosa al «oscurantismo católico». Donde esto
se puede observar con mayor facilidad es en la vertiente evangélica
literalista, que propugna que cada quien puede interpretar la Biblia por su
propia cuenta, aun desprovisto de claves hermenéuticas. Por lo que, en la
cultura protestante, el individuo es garante de la fe y tiene una relación
directa con Dios, dado que no pasa por ninguna mediación. De igual manera,
el woke se basta a sí mismo –a su reivindicación como víctima
o como oprimido– para atribuirse la verdad.
El pueblo
estadounidense, y el mundo protestante en general, se siente elegido por la
Providencia para llevar un mensaje de «libertad». Dicho mensaje hoy se encarna
en la ideología woke que, con el pretexto de emancipar a la
liga global de «oprimidos», convierte a todos los partidos de la izquierda
genérica en franquicias del Partido Demócrata y del poder blando anglosajón.
El desmoronamiento de la arcadia feliz progresista
No es fácil
reconciliar las aspiraciones de grupos tan dispares como las mujeres, los
inmigrantes y la denominada comunidad LGBT. La interseccionalidad –más que una
mera herramienta analítica– es el débil pegamento que busca mantener unida a
esta coalición, como imbricación de opresiones y convergencia de desigualdades.
Más allá de
cualquier esfuerzo aglutinador, es muy probable que la ideología woke, al
estar dirigida a un sujeto político múltiple y fragmentario, acabe descendiendo
y dando lugar a una guerra de particularismos, a una guerra fundamentada en
intereses particulares contrapuestos. De hecho, ya presenta varias fracturas…
Se ha
evidenciado una enconada enemistad entre grupos feministas surgidos de la nueva
izquierda: los colectivos queer y las radfems se
han enfrentado dialéctica e incluso físicamente en las marchas del 8M de este
año. De igual manera, recientemente se han producido conflictos entre padres
musulmanes y transactivistas a cuenta de la enseñanza de «ideología de género»
en escuelas de Canadá: ¿Qué reivindicación debe priorizarse, la de las minorías
religiosas o la de las minorías no heterosexuales?
La articulación
política y electoral desde lo minoritario a priori parece
tener sentido en sociedades occidentales cada vez más diversas. Ocurre, sin
embargo, que muchas de las identidades woke, sean colectivas o
individuales, buscan un carácter particular, singular, minoritario… No se
construyen a partir de la percepción social, sino que emanan de la «cultura
nihilista de la autoidentificación ilimitada» [Rusell Reno]. No suman,
disgregan.
Es por ello que
el imperio anglosajón contemporáneo es el primer imperio en la historia que
promueve lo que podríamos llamar una anticultura, es decir, una cultura basada
en la disgregación de los vínculos sociales, en el desarraigo y en el puro
presentismo del individuo. Se encuentra en guerra consigo mismo, y arrastra a
quienes adoptan sus modas ideológicas junto con él.
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