Hoy
se cumplen XX años de la invasión de Iraq. Sobre las mentiras que la provocaron
y sus trágicos resultados está ya casi todo dicho. Casi. Para insistir en lo
esencial rescatamos aquí un artículo publicado en El Viejo Topo en marzo de
2020.
Imperialismo: desorden y agonía
El Ojo Atípico
15 febrero, 2023
Cuando Francis Fukuyama, en su libro de 1992, divulgó la tesis del “fin de la historia”, consiguió una celebridad mundial. La formulación era sencilla, pero demoledora para la izquierda: ante la evidencia de la desaparición de la Unión Soviética, podía afirmar que el comunismo había fracasado y que el capitalismo surgía victorioso como el único sistema que garantizaba la paz, la libertad y la igualdad. Sin embargo, en 2010 Fukuyama reconoció que no había comprendido el significado de la desaparición de la Unión Soviética y del bloque socialista europeo. Fukuyama había creído en el borracho Yeltsin (el rostro del sepulturero y ladrón que se impuso a sangre y fuego, apoyado por Occidente, con el golpe de Estado en el Moscú de 1993) y en la capacidad del liberalismo para satisfacer las necesidades humanas y, además, en 1992 olvidaba la existencia de China, ella sola la quinta parte de la humanidad, aunque sin la fortaleza que tiene hoy: en la última década del siglo XX, su presupuesto militar era aún inferior al de España. Pero muchos como Fukuyama resaltaron la victoria del capitalismo: era definitiva, la historia había terminado.
Un siglo
después del libro de Lenin sobre el imperialismo como última etapa del
capitalismo, la jerarquía entre las potencias depredadoras es evidente. La
historia del imperialismo muestra sus dos objetivos principales: la ocupación
de territorios para convertirlos en colonias y el saqueo de recursos ajenos,
que dieron lugar a disputas que culminaron en la gran guerra. Tras
la Segunda Guerra Mundial, su involuntario retroceso es debido a la lucha
anticolonial (que es apoyada por la Unión Soviética) y a la debilidad de
algunas metrópolis: Gran Bretaña metaboliza que no dispone ya de la fuerza
militar y de los recursos suficientes para retener su vasto imperio colonial,
que abarcaba entonces desde la India hasta Birmania, Kenia, Rhodesia y el
Sudán, entre otros muchos territorios. En nuestros días, las diecisiete
colonias que reconoce la ONU están en manos de Estados Unidos, Gran Bretaña y
Francia: son pequeños territorios como las posesiones británicas en el Caribe:
Anguila, Bermuda, Islas Caimán, Islas Vírgenes Británicas y Monserrat, que
desempeñan casi siempre una función de paraísos fiscales, así como las
Malvinas, Gibraltar o Santa Elena; o las de Estados Unidos, que cuenta con las
Islas Vírgenes, Guam y Samoa; mientras que Francia retiene Nueva Caledonia y la
Polinesia Francesa, en Oceanía. En total, apenas dos millones de habitantes.
Sin embargo, el imperialismo no ha desaparecido, ni mucho menos: ha cambiado su
configuración y sus procedimientos, hoy más sofisticados, que se concretan en
su gigantesca capacidad para imponer ideas e información (en prensa y
televisión, cine e internet), en el robo de datos e intercambios entre miles de
millones de personas; en la imposición de bases militares a países soberanos
(Estados Unidos cuenta con más de setecientas en todos los continentes), en la
intimidación militar y diplomática, el recurso al terrorismo de Estado, el
apoyo a grupos religiosos (evangélicos como en América Latina, islamistas en
Oriente Medio) para que favorezcan sus objetivos, en la creación de grupos
terroristas, la organización y apoyo de golpes de Estado (como en Ucrania o
Thailandia), el estímulo de protestas en países que escapan a su control
(Venezuela, Siria o el Hong Kong chino, son algunos de ellos), en el
llamado lawfare o golpe de estado jurídico (como en Brasil),
la utilización de ejércitos de bots para colaborar en golpes
de Estado y campañas de descrédito y para influir en procesos electorales; en
la imposición de regímenes clientes, y en la acción, chantajes y expolio de sus
empresas multinacionales, la acción punitiva y castigo a distancia, como con
los bombardeos de drones, e incluso la invasión y ocupación militar, a veces
prolongada en el tiempo: Estados Unidos invadió Afganistán en 2001 y continúa
manteniendo soldados allí, al igual que en Iraq, ocupado por sus tropas en
2003. El derrocamiento de gobiernos molestos, las invasiones y el inicio de
guerras de agresión son características del viejo y también del nuevo
imperialismo del siglo XXI, que además cuenta con el mayor poder militar de la
historia: en 2020, Estados Unidos tiene un presupuesto para sus ejércitos de
738.000 millones de dólares.
La dominación
colonial cambió tras la era analizada por Hobsbawm, que termina en la gran
guerra, y, después, a causa de la emergencia del nuevo poder norteamericano
que desarrolla sistemáticamente la guerra aérea y los
bombardeos sobre poblaciones civiles, y de forma más sustancial tras los
procesos de liberación nacional en Asia y África en la larga postguerra mundial
que se inicia en 1945 cuando los condenados de la tierra de
Fanon empiezan a protagonizar la descolonización. La conquista por la fuerza de
territorios dejó de ser el objetivo principal del imperialismo norteamericano y
europeo, aunque no renunciase a guerras e invasiones, y su acción se centró en
apoderarse de recursos, capitales y mercados, y en la imposición de una cultura
de raíces estadounidenses basada en el viejo y tramposo american way of
life que glorificaba el capitalismo y empezaba a ocultar sus resortes
racistas a través de los mecanismos del cine, la televisión, la industria
musical, junto con la masiva difusión del inglés, y, a finales del siglo XX,
con los nuevos recursos surgidos del mundo digital y de la progresiva
universalización de internet.
La crisis del
capitalismo y de su acción imperialista empezó a ser evidente desde la derrota
norteamericana en Vietnam, pero no era visible, y pudo
transformarse. Por eso, el hundimiento del socialismo real europeo
(cuya causa es una mezcla de acoso exterior, incapacidad para resolver su
propia crisis, retroceso ideológico y renuncias del Moscú de Gorbachov, que
abandonó a sus aliados europeos y desmanteló el Pacto de Varsovia), y el
posterior colapso soviético (fruto, sobre todo, de la propia reacción interna,
del caos gorbachoviano y del impulso y apoyo del gobierno ruso
de Yeltsin a la fragmentación de la Unión Soviética) dieron una oportunidad de
oro al imperialismo, le permitieron penetrar en todo el Este de Europa, en el
Cáucaso y Asia central, forjando el espejismo de su ilusoria victoria
final y relanzando su intervencionismo mundial con el programa de los
neoconservadores (Bush, Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz, Abrams, Perle) que tuvo en
Oriente Medio su primer campo de acción: las guerras de Afganistán e Iraq, y,
tras ellas, las guerras de Siria y Libia, y el golpe de Estado en Ucrania. La
última década del siglo XX (los años de Yeltsin) y los primeros años del siglo
XXI, vieron la destrucción de la economía soviética y el paralelo
fortalecimiento de la norteamericana, que se propuso dominar el planeta.
Incluso la incorporación de China a la OMC, en 2001, se anunció como la
culminación de la victoria del capitalismo: las multinacionales norteamericanas
iban a apoderarse de la estructura productiva china y del mayor mercado del
planeta (hoy, con mil cuatrocientos millones de personas).
No ha sido así.
La planificación, bajo Clinton, y la aplicación, con Bush, de un completo
programa de dominación planetaria se ha saldado con el fracaso, aunque el poder
norteamericano sigue siendo preponderante en el mundo, con un grave
inconveniente: Estados Unidos es capaz de iniciar guerras y destruir países,
pero no puede imponer su voluntad a todo el planeta, singularmente a China y
Rusia. Una de las paradojas de la acción imperialista es que Estados Unidos se
ha convertido en el siglo XXI en una potencia más agresiva, iniciando más
guerras y conflictos… pese a ver disminuida su fortaleza global y su
porción de la producción y la economía mundial. Ni siquiera durante la década
funesta de Yeltsin, con una Rusia paralizada y casi destruida, y con una China
mucho más débil que la de nuestros días impulsando su desarrollo con suma
cautela y escaso protagonismo internacional, fue capaz Estados Unidos de
asegurar su dominio global con una pax americana que reflejase
su supremacía: las guerras en Yugoslavia, la intervención en Kosovo, las
guerras del Congo, la guerra en el Cáucaso checheno y en Tayikistán, fueron
instigadas o iniciadas por Estados Unidos (o escaparon a su control, como con
la caída de Mobutu o con el genocidio tutsi en Ruanda) para imponer su poder
global, pero mostraron también las resistencias a su acción imperial: el poder
norteamericano era determinante y hegemónico, pero no tan abrumador como
pensaba Washington. Sus limitaciones fueron claras en las guerras de
Afganistán, Iraq, Siria y Libia: el imperialismo norteamericano puede arrasar
países, pero no puede controlar al mundo. Mataron a Gadafi, pero crearon un caos
en Libia, que continua nueve años después. El retroceso en Iraq (cuyo gobierno,
tras diecisiete años de ocupación, exige la retirada de tropas estadounidenses)
y la derrota en Siria muestran los límites del imperialismo. Y, pese a ello,
con Trump, la agresividad imperialista ha llegado tan lejos que amenaza no sólo
a sus enemigos y adversarios (desde China y Rusia hasta Cuba, Venezuela, Irán o
Corea del Norte) sino también a sus aliados: las disputas con Alemania y
Francia han envenenado la relación trasatlántica, hasta el punto de crear
serias disputas en la OTAN. Los imperialismos secundarios (Francia, Gran
Bretaña y Alemania) aunque tienen sus propios intereses (la intervención
francesa en el Sahel africano, por ejemplo, es constante), y aunque desempeñan
un papel gregario acompañando al imperialismo dominante norteamericano y
aceptando la mayoría de las agresiones exteriores lanzadas por Washington, se
distancian en algunas ocasiones, como en la guerra de Iraq en 2003, gracias al
empeño francés, o como hace Alemania en la disputa del gasoducto báltico.
Aunque los
planes del nuevo imperialismo se han saldado con un fracaso, ese revés no ha
impedido la reformulación de algunos objetivos: la guerra en Siria y la
inestabilidad en todo Oriente Medio favorece el propósito norteamericano de
sabotear el desarrollo económico de la nueva ruta de la seda china,
dificultando el tránsito de mercaderías por el ramal que lleva desde las
ciudades chinas de Urumqi y Kasgar pasando por Irán para llegar después a
Turquía, limitando así la ruta hacia occidente a la vía principal que pasa por
Astaná, Moscú y Minsk. Al igual que la persistencia del conflicto en el Donbás
ucraniano, que complica la política exterior rusa, mantiene un peligroso foco
de crisis en sus fronteras europeas, y facilita el reforzamiento del
dispositivo militar norteamericano y de la OTAN en el Este de Europa y en el
Mar Negro. Todo ello, además, obstaculiza el desarrollo de las relaciones
políticas y económicas entre Europa occidental, Rusia y China, porque Estados
Unidos quiere mantener a la Unión Europea como una entidad subordinada a sus
propios objetivos, y con un limitado protagonismo internacional, saboteando la
mismo tiempo los propósitos de sus enemigos.
El control por
el imperialismo norteamericano y sus filiales europeas del sistema financiero
internacional y de los canales de crédito y de transferencias monetarias, y la
condición del dólar como moneda de intercambio y de reserva, explican su
capacidad para imponer sanciones económicas, aplicar extraterritorialmente su
legislación, dificultar transacciones bancarias y sabotear la venta de petróleo
y otras materias primas, como ha hecho con Venezuela, Irán y otros países.
China y Rusia han optado por limitar los intercambios en dólares, y han sido
determinantes también para hacer posible la resistencia de Venezuela, Cuba,
Siria y Corea del Norte, gracias a las ayudas económicas o militares (como en
la guerra siria), al apoyo diplomático y el sostén financiero. Es muy probable
que sin el apoyo económico y militar de China y Rusia, Corea del Norte hubiera
sido ya atacada por Estados Unidos: la paralización de las negociaciones a seis
bandas (las dos Coreas, China, Estados Unidos, Rusia y Japón) para la
desnuclearización y pacificación de la península coreana a causa de la negativa
norteamericana a firmar un tratado de paz con Pyongyang y garantizar que no
atacará al país, y los frecuentes ejercicios militares cerca de sus fronteras y
de sus aguas territoriales, ilumina el objetivo de Washington: derribar a su
gobierno, y eventualmente, mantener un peligroso foco de crisis en las
fronteras chinas.
Además de su
apabullante fuerza militar, el imperialismo norteamericano dispone de su
capacidad para imponer una determinada visión de los conflictos actuales y de
la historia, de su destreza para presentar a mercenarios como libertadores, y
de su habilidad para crear alarmas y crisis: por citar ejemplos recientes, del
embuste de la “catástrofe humana” y la limpieza étnica y
supuesta matanza en Kosovo, donde Alemania llegó a afirmar que Serbia había
asesinado a cien mil albaneses y la mentira fue reproducida por la maquinaria
propagandística norteamericana, a las “armas de destrucción masiva” de Iraq; de
los falsos bombardeos sobre la población civil en Libia para justificar la
agresión de la OTAN, a los inexistentes campos de concentración para uigures en
el Xinjiang chino. Si la mentira ha sido siempre un recurso utilizado por el
imperialismo, en nuestros días la intoxicación informativa se ha convertido en un
procedimiento habitual y en una eficaz arma de guerra sucia, amplificada por
los nuevos canales de comunicación. Pero esa fortaleza tropieza con graves
problemas y evidencias inocultables de la realidad del capitalismo
imperialista: hasta en la reciente reunión de Davos se ha abordado la
conveniencia de impulsar un “capitalismo responsable”, que supuestamente sería
receptivo ante los problemas del cambio climático y la desigualdad, y se
preocuparía por los trabajadores, algo que no deja de ser un intento para
diseñar un nuevo rostro amable del capitalismo depredador,
ocultando la radical ferocidad del sistema: juntos, los dos mil
multimillonarios del mundo poseen más riqueza que cinco mil millones de
habitantes de la Tierra, y forman un Drácula capitalista que regenta y regula
el banco de sangre del planeta, aunque el poder de las grandes corporaciones y
multinacionales capitalistas haya cambiado. Como vio Lenin, la producción
capitalista se ha concentrado en grandes consorcios y monopolios. Además, los
antiguos gerentes y ejecutivos ligados a la propiedad empresarial se han
convertido en CEO’s y su única guía es acumular las mayores ganancias con
rapidez: no les preocupa sólo la producción en sí, ni los riesgos ecológicos;
son capaces de destruir territorios, de inundar el mundo de basura, de encargar
a intermediarios la producción de sus empresas aunque impongan condiciones de
trabajo esclavistas, de envenenar ríos y de talar bosques, y de especular con
la deuda de países ricos y pobres. Junto a ellos, se encuentran los mercaderes
de la guerra, los fabricantes de armamento que consiguen contratos
astronómicos, y los tiburones de las finanzas especializados en organizar
gigantescas estafas, de imponer a los Estados el pago de subvenciones
millonarias, y de jugar con los activos económicos y contratos de futuros
siempre a costa de la población, poniendo a los gobiernos a su servicio. Todos
ellos componen un entramado criminal, y el imperialismo desarrolla su acción en
el mundo en función de sus objetivos.
La acción
imperialista se debate hoy entre la tentación nacionalista expresada por Trump,
partidaria de la reindustrialización de Estados Unidos y de un cierto repliegue
militar sin abandonar su presencia planetaria, y el sector que apuesta por la
globalización financiera, más ligado a los Clinton y al establishment tradicional,
apoyado en los recursos del Pentágono y en la OTAN. Esa contradicción envenena
los organismos gubernamentales de Estados Unidos y se expresa, por ejemplo, en
los anuncios de Trump de retirada de tropas en Siria, en su proclamado deseo de
evacuarlas de Afganistán en 2020, en la retirada parcial de Turquía, en su
promesa de replegarse de Iraq (aunque crea que ahora no es el momento
adecuado), y en su declaración, en 2018, asegurando que quería retirar las
tropas estacionadas en Corea del Sur… seguido semanas después por la
inauguración del nuevo Camp Humphreys cerca de Seúl, la
base aérea más importante de Asia y una de las mayores del mundo, al tiempo que
el Pentágono dificulta y congela la evacuación de soldados y prosigue la
inercia del intervencionismo imperialista. Al mismo tiempo, la planificación
del Estado Mayor norteamericano no cesa de exhibir su fuerza: entre febrero y
mayo de 2020, el US Army desarrollará en Europa los ejercicios
militares denominados Defender Europe 20, que suponen el mayor
despliegue en el viejo continente de los últimos veinticinco años de tropas
norteamericanas con base en Estados Unidos, y que implicarán a siete países
europeos (Bélgica, Holanda, Alemania, Polonia, Estonia, Letonia y Lituania)
llevando soldados hasta las mismas fronteras rusas. El objetivo del Pentágono
apunta a Rusia y China, y su pretensión, revelada por la Bundeswehr, es
manifiesta: “proyectar poder a nivel mundial”.
El dispositivo
militar norteamericano en el mundo abarca los cinco continentes habitados y es
la expresión del más feroz imperialismo que ha conocido la humanidad. Sin
embargo, el gobierno de Trump contempla las bases militares en el exterior de
una forma distinta a sus antecesores: quiere que no supongan un gasto excesivo
e, incluso, que reporten beneficios económicos para Estados Unidos. Así, Trump
pretende que los países que acogen bases norteamericanas paguen la totalidad
del gasto que ocasionan los militares y el armamento desplegados y, además, una
tasa del cincuenta por ciento: es el llamado Programa coste más 50,
aunque tanto Japón como Alemania (los países con mayor número de militares
estadounidenses acantonados) ya pagan una parte importante del coste de las
bases, mientras que entusiastas nuevos aliados, como el gobierno de extrema
derecha en Polonia, ofrecen contribuir con cantidades millonarias para que el
Pentágono abra una nueva base militar en su territorio. Estados Unidos pretende
también que Corea del Sur y España, entre otros países, paguen por las bases
estadounidenses operativas: Seúl ya ha sufragado Camp Humphreys,
en Pyeongtaek, inaugurada en junio de 2018, una de las mayores bases militares
con que cuenta el Pentágono fuera de sus fronteras. Con Trump, la nueva
doctrina pretende hacer pasar el despliegue militar estadounidense en el mundo,
que históricamente ha tenido un marcado carácter imperialista, por un
“privilegio” para los países que albergan bases y son “defendidos” por Estados
Unidos. No en vano, el candidato Trump identificaba el vértigo de su país ante
su nueva realidad (desindustrialización, decadencia y ruina de sus
infraestructuras, y lacra de las drogas) achacando las causas, además de a
China, a la supuesta ayuda norteamericana a otros países, cuando, en realidad,
la causa de sus dificultades es el despliegue militar y su desmesurado
presupuesto en guerras y patrullaje planetario, junto a su gigantesca deuda,
pese a que Estados Unidos cuenta con el recurso a la máquina de imprimir
dólares. Inclinado a ocurrencias y declaraciones estrafalarias, Trump anunciaba
también su obsesión nacionalista, hasta el punto de poner en tela de juicio a
la OTAN.
No por ello
debe subestimarse el poder del imperialismo norteamericano, que sigue siendo
dominante en el mundo, porque pese al errático proceder de Trump, Estados
Unidos mantiene un elaborado programa que persigue su rearme nuclear y
convencional, que estimula la intervención sistemática para derrotar gobiernos
molestos y quiere limitar la influencia de las otras grandes potencias (China y
Rusia) para la ampliación de su dominio: esa es la corriente profunda del
imperialismo norteamericano, compartida por sus instituciones y sus centros de
elaboración estratégica, aunque enfrentamientos internos (como el despido de
Tillerson), guerras inacabables, gastos desmesurados, corrupción y cálculos
precipitados dificulten a veces su propia acción: un estudio de expertos
norteamericanos publicado en 2013 llegaba a la conclusión de que Estados Unidos
gastó en la década posterior a la invasión de Afganistán de 2001, un total de
cuatro billones de dólares en las guerras (en Afganistán e Iraq, y en las
operaciones en Pakistán), y, pese a ello, su posición se ha complicado en Iraq,
donde el propio gobierno de Mahdi ha exigido la retirada de las tropas
norteamericanas. En 2018, incorporando los costes de la guerra en Siria,
Estados Unidos había gastado ya seis billones de dólares en sus intervenciones
extranjeras. Esa apuesta por el rearme va acompañada de un objetivo: sabotear el
desarrollo de la colaboración económica entre China, Rusia y la Unión Europea,
a la que podría incorporarse la India. Ese es el sentido de las sanciones
impuestas por el gobierno norteamericano, en diciembre de 2019, a empresas
europeas que colaboran en el Nord Stream 2, el gasoducto que
atraviesa el Mar Báltico entre Rusia y Alemania. Estados Unidos, por las mismas
razones, ha impuesto también sanciones al gasoducto Turk Stream que
llevará gas ruso a Turquía y Europa a través del Mar Negro. Para conseguirlo,
las amenazas han sido tajantes: senadores norteamericanos comunicaron al
presidente de la empresa naviera suiza Allseas, Edward Heerema, que recibirían
sanciones “mortales” si continuaban trabajando en el proyecto Nord
Stream 2. Diez días después del anuncio hecho por Trump, Allseas, encargada
de la instalación de las tuberías por el fondo del mar Báltico, cedió al
chantaje y abandonó los trabajos. Moscú asegura que culminará el proyecto,
aunque reconoce que se retrasará hasta finales de 2020. La acción imperialista
se revela despiadada, pero también compleja, desde una Casa Blanca convertida
en una taberna, y con los generales de Arlington y los espías de Langley
decidiendo por su cuenta y llegando a sabotear iniciativas presidenciales. No
sería la primera vez en la historia de Estados Unidos que se sabotean
decisiones de la Casa Blanca: durante el mandato de Nixon, James Schlesinger
(que fue director de la CIA y después jefe del Pentágono) ordenó al Estado
Mayor, sin tener competencia para ello, que consultasen con Kissinger y con él
antes de ejecutar una posible orden de Nixon para utilizar bombas atómicas: el
secretario de Defensa temía los delirios del alcohólico y drogadicto
presidente.
Viviendo en un
mundo agónico, ese es el paisaje que las fuerzas de izquierda del mundo
contemplan, a menudo con dificultades para articular un movimiento
antiimperialista que tenga también el mantenimiento de la paz entre sus
objetivos. La existencia de contradicciones entre el imperialismo dominante y
los imperialismos menores (Francia, Gran Bretaña) ofrece un ámbito de trabajo
para la izquierda aunque, a diferencia de las décadas de la posguerra mundial,
sus componentes se hallan disgregados y sin centros de dirección y propuesta.
La debilidad del movimiento por la paz, pese a que en ocasiones ha sido capaz
de organizar gigantescas protestas, como en 2003 en vísperas de la agresión a
Iraq, está ligada a esa dispersión, agravada porque a la histórica capacidad de
los sindicatos y de la izquierda para movilizar a los trabajadores y a la
población, se añade hoy la habilidad de los centros de poder del imperialismo
para estimular, articular y dar forma a movimientos de protesta dirigidos
contra países que no acepten su subordinación, hecho que crea confusión entre
la izquierda, como ha ocurrido con la agresión a Siria o en las protestas
conservadoras de Hong Kong.
La acción
concertada de China y Rusia, opuestas a cualquier enfrentamiento militar con
Estados Unidos, y la colaboración (económica, pero con consecuencias estratégicas)
con otras potencias menores (India, Venezuela, Brasil, Irán, Sudáfrica)
constituye hoy la principal oposición en el planeta a la acción depredadora del
imperialismo, aunque al mismo tiempo el retroceso político en India y Brasil,
con Modi y Bolsonaro cabalgando la nueva extrema derecha de identidad fascista,
disminuye la solidez del bloque antiimperialista y complica los delicados
equilibrios internacionales. Ni Pekín ni Moscú quieren nuevas guerras, y mucho
menos un conflicto generalizado en el planeta, pero la agresiva inercia del
imperialismo estadounidense puede romper fronteras y cavar más tumbas. Es la
gran paradoja de nuestros días: en 1991, la victoria temporal del imperialismo
escondió su alocada carrera hacia el desorden planetario y su propia agonía,
sin que sepamos aún si el mundo podrá escapar del abismo (la destrucción
ecológica, y la amenaza de una guerra global) al que le ha conducido el
capitalismo.
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