Publicado en El Viejo Topo nº 84, en abril de 1995, este
hermoso texto del maestro Vázquez Montalbán muestra una de las facetas más
interesantes del creador de Carvalho: la de fino analista político capaz de
ofrecernos también una reflexión moral.
Fulgor y crepúsculo del
Romanticismo militante
El Viejo Topo
8 enero, 2023
En el prólogo a
la edición castellana de Se levantaron antes del alba… (1977),
memoria de la presencia de London en España durante la guerra civil, uno de los
más carismáticos comunistas depurados por la criba estalinista de la posguerra
trata de responder a la pregunta de los jóvenes de los años setenta sobre el
acatamiento estalinista de toda una generación de comunistas ortodoxos: ¿erais
cómplices o tal vez imbéciles? London compara las facilidades de comunicación
mediática y personal del último cuarto de siglo con las dificultades en los dos
sentidos que vivió en sus años de formación en las décadas de los veinte y los
treinta. La revolución soviética fue un referente deslumbrador, luminosidad
reforzada por el oscurantismo de la reacción fascista de la burguesía: «El
enemigo estaba enfrente, era preciso destruirlo porque de ello dependía la
suerte de la humanidad. Entonces no teñíamos ni el tiempo ni los medios para
controlar lo que sucedía a nuestras espaldas. La fe incondicional era uno de
los rasgos de nuestra generación. ¿Acaso un revolucionario no debe tener fe?
Por supuesto que sí y la fe puede ensalzar a un hombre. Es necesaria para el
que cree en la verdad de su combate, le permite realizarse e incluso superarse,
le ayuda a ver permanentemente el otro extremo del túnel en lo más profundo de
la noche. Sin ella ¿hubiéramos afrontado día a día la muerte en los distintos
campos de batalla, en la resistencia, en las cárceles, bajo la tortura y en los
campos de exterminio nazi? Pero al mismo tiempo esta fe nos impedía reflexionar
sobre las realidades de una revolución inconclusa, de un partido que habíamos
contribuido a crear y que, progresivamente, se había convertido en una
abstracción, limitando cada vez más la libre discusión.» Carrillo refiere en
sus memorias que al día siguiente de haber perdido la guerra civil, los comunistas
sentían la misma fe en su causa, fe que tampoco faltaba a otros resistentes
antifranquistas, pero que entre los comunistas tenía el carácter especial que
otorgaba el considerarse los elegidos para introducir la definitiva
racionalización de la Historia: «Teníamos algo que no tenían los otros: la fe.
Fe en que marchábamos en el sentido de la Historia. Fe en que teníamos un punto
de referencia de la justeza de nuestros ideales, un apoyo real de la Unión
Soviética. Fe en el valor de la solidaridad de los comunistas de todo el mundo.
Fe en nuestro sentido de la organización y de la disciplina, que acrecían
nuestra capacidad de resistencia ante las vicisitudes de la lucha.»
Cuando Jorge
Semprún y Fernando Claudín en 1964 se enfrentan a la reunión del Comité Ejecutivo
del PCE, en el que se va a decir su expulsión, Irene Falcón hace una
significativa exposición de los motivos por los que condena la crítica al
subjetivismo del partido que han hecho los dos desviacionistas: «Tenemos fe, sí
tenemos fe y confianza en nuestra clase obrera, en nuestro pueblo, en nuestro
glorioso partido. Y tenemos fe y confianza conscientes, basadas en los análisis
teóricos y en la práctica política elaborados y acumulados por la dirección de
nuestro partido, basadas en nuestra propia reflexión y experiencia.
Precisamente a través de las grandes y dolorosas lecciones de la época del
culto, recogidas por el XX y el XXII Congresos del PCUS, nos hemos liberado de
la fe ciega y se ha reforzado en nosotros esa fe a la que se refería Marx cuando
decía que los comunistas son capaces de «asaltar los cielos». Cuando se enfría
esa fe, cuando se empieza a dudar, cuando se hace uno un descreído, empieza uno
a dejar de ser comunista. Ésta es la verdad.»
«Asaltar los
cielos», he aquí el impulso de Prometeo, un dios romántico en opinión de Rafael
Argullol (El Héroe y el Único), que roba el fuego o el saber a los
dioses para dárselo a los hombres. En la cita de Hölderlin que justifica este
aserto, el poeta ha brindado a los conspiradores románticos del siglo XIX la
audacia de dioses enfrentados a los dueños del cielo, traducidos en dueños de
la Historia. Incluso los escritores comprometidos de la izquierda del siglo XX
serán calificados de prometeicos porque, como Camus o Sartre, le han robado la
palabra al poder para dársela a los justos que luchan por la emancipación
humana. Dicen los versos de Hölderlin:
Y
asegurado el fuego divino
se burla la porfía, y solo entonces
opta el atrevimiento, despreciando los tenderos
mortales y aspirando a ser iguala los dioses.
Y como premio
al esfuerzo de Prometeo:
Al
pueblo le suenan sus palabras
como si vinieran del Olimpo:
le agradecen
que haya robado al cielo
la llama de la vida y que
la descubra a los mortales.
Irene Falcón
clarifica el origen del impulso de muchas militancias con esa actitud de
«asaltar los cielos», lo que Teresa Pamies llamaría años después romanticismo
militante, para explicarse la compleja combinación de altruismo y credulidad
que en nombre de la racionalidad dialéctica de la Historia puede llevar a
actitudes políticas religiosas. Con toda la ambigüedad del término romántico,
cabe aquí considerarlo como una prolongación del espíritu de la Ilustración
imbuido de confianza en el progreso, es decir, de una religión del futuro en la
que el partido elegido por la Historia para avanzar positivamente, es el Todo
instrumental. Argullol tipifica los héroes románticos: el enamorado, el
sonámbulo, el demoníaco, el nómada, el suicida, el superhombre y, aunque no
deslinde el tipo de conspirador que será carbonario a comienzos del XIX,
socialista utópico mediado el siglo y anarquista o comunista en la primera
mitad del siglo, ¿acaso no sería la resultante de todas estas tipologías?
Enamorado, sonámbulo, demoníaco, nómada, suicida, superhombre, el militante
romántico ha tratado de robar la Historia a sus dueños para dársela a los
hombres, quisiéranlo o no los dioses, quisiéranlo o no los hombres. Y si el
romanticismo identifica el yo individual como un aspirante a ser el único y el
héroe, la inversión instrumental del socialismo científico prefiguraría en «el
Partido» como sujeto colectivo, como intelectual orgánico colectivo, todas esas
características, y así el militante científico y romántico a la vez, perfecto,
ha de ser enamorado, sonámbulo, demoníaco, nómada, suicida y superhombre, pero
todas esas connotaciones integradas dentro del Todo de «el Partido»,
depositario instrumental del sentimiento de la Historia.
¿Acaso el
propio Semprún no había escrito en la década de los cincuenta, cuando ya
disfruta de la madurez intelectual adulta, un poema ditirámbico al partido en
el que llegaba a decir?:
Si
acaso voy camino de ser hombre,
se lo debo al Partido;
de ser hombre en verdad, no sombra o nombre,
se lo debo al Partido.
Semprún
recuerda que en un pleno del partido, Dolores ha dicho: «Hay que tener una fe
apasionada en la causa que se defiende; hay que querer triunfar por encima del
ciclo y del infierno, si el infierno y el cielo se interpusieran en nuestro
camino», y apostilla: «… desde luego fe no nos faltaba, pero el infierno y el
cielo se interpusieron en nuestro camino. O sea, las condiciones objetivas se
interpusieron en el camino de nuestro subjetivismo triunfalista». La frase «…
más vale equivocarse con el partido, dentro del partido, que tener razón fuera
de él o contra él», no paga royalties, la han pronunciado distinguidos
comunistas a lo largo del siglo XX y Carrillo ha sido uno de ellos, en
presencia de Semprún, que reconoce haberla también pronunciado años atrás, «…
seguro de ti mismo y triunfalista, como un mártir jesuíta en el Japón». La
frase está relacionada con la idea de que fuera de la Iglesia no hay salvación,
reconvertida a través de Hegel por el marxismo leninismo desde la creencia de
que el Espíritu-del-Partido era el portador y portavoz de la Historia, el
instrumento creado por la Historia para hacerse a sí misma, y en el momento del
juicio provisional de la Historia, es decir, del partido contra Semprún y
Claudín, el escritor cree ver cómo las lenguas de fuego de Pentecostés se posan
sobre las cabezas de los jueces: los miembros del Comité Ejecutivo.
Dolores Ibárruti. La Pasionaria. Secretaria General del PCE
Agnes Heller,
discípula de Lukács, es la primera intelectual habitante de los países del Este
que, tal vez estimulada por los trabajos de Henri Lefebvre en el mismo sentido,
aborda la cuestión del papel de la vida cotidiana en relación con lo histórico,
vinculada a la vida y la historia a través de un mismo sujeto personal. La
preocupación de Lefebvre, como la de la Heller, se generaliza en la cultura
marxista a fines de la década de los sesenta, cuando nuevas promociones, a la
vista del espectáculo histórico aportado por lo que llevan de siglo XX, planean
la doble apuesta de cambiar la Historia como pedía Marx y cambiar la Vida como
demandaba Rimbaud; Lukács, en el prólogo a la obra de su discípula Sociología
y vida cotidiana, apuesta por romper la barrera que el rigorismo moral,
desde Kant a los marxiólogos, había establecido entre actividad ética y vida
cotidiana y llegar a connotar al ser social concreto, tanto tiempo reducido a
una abstracción historificada.
Manuel
Sacristán, cuando prologa Historia y vida cotidiana, también
de Heller, subraya que la preocupación de la autora por la cotidianeidad llega
como consecuencia de la desilusión producida porque, tras el hundimiento del
fascismo, no apareció una nueva Europa de izquierda, y cita a Thomas Mann
cuando se refiere al agotamiento de «la época moralmente buena», en la que la
lucha colectiva contra la deshumanización nazi dio a los hombres sentido de lo
comunitario, objetivos históricos y sostén moral, en línea con la ironía
que bastantes años después yo mismo construiría de! desencanto de los
antifranquistas, ya muerto Franco: «Contra Franco vivíamos mejor.»
En cambio, a
fines del siglo XX se contempla la consolidación del capitalismo y es lógico
que adquiera importancia centrar la crítica de la vida y del pensamiento
cotidiano. ¿Estaban en los años setenta los cotidianistas comprobando en lo
concreto la desilusión o el aplazamiento de lo abstracto revolucionario o
simplemente se dejaban llevar por el reflujo del cansancio histórico ante tanta
creencia no comprobable, ante tanta revolución pendiente? La presión de la
Historia sobre la Vida o sobre «lo cotidiano» como sinónimo de vida privada
había llevado al maoísmo a considerar la psicología una ciencia pequeñoburguesa
porque se preocupaba de los problemas del yo individual. Es lógico que en el
desbloqueo mental de los países socialistas, la reivindicación de lo cotidiano
anduviera paralela con la de la responsabilidad del individuo y de lo que en
Occidente se llama sociedad civil, diferenciada de la sociedad estatalizada,
cumpliendo el estado el papel de Gran Inquisidor, al tiempo que el de Gran
Hermano en el sentido orwelliano. La angustia de Dostoievski por la muerte de
Dios ha sido compensada por su sustitución por el estado y un sistema de
interdependencias evidentemente religioso. Precisamente en Sociología
de la vida cotidiana, Heller analiza el papel de la religión y es imposible
no hacer una transferencia del análisis alienante de la religión a la alienante
militancia política religiosa. Atendamos:
«La
religión es una comunidad en cuanto integra, posee una ordenación unitaria de
valores y
produce una
conciencia de nosotros…» «La religión es una representación colectiva
basada en la dependencia del hombre (de la humanidad) de lo
trascendente.» Recuerda que Marx ha definido nítidamente la desalienación
humana en Manuscritos económicos y filosóficos: «Un ser sólo se
considera independiente en cuanto es dueño de sí y sólo es dueño de sí en
cuanto se debe a sí mismo su existencia.» En cuanto no depende para ser y estar
de un dios, de un patrón, ¿de un partido que encarna el Espíritu Absoluto de la
Historia? Cuando Heller establece las relaciones de dependencia religiosa es
facilísimo leerlas en clave de militancia política alienante, tal como se
entendió a lo largo de buena parte del siglo XX:
«1.
La ordenación social es una creación de potencias trascendentes, o bien ésta es
tal como es porque las potencias trascendentes así lo han querido o permitido…
«2.
Nuestras acciones están dirigidas, encaminadas o influidas por potencias
trascendentes…
«3.
El sistema de valores nos viene dado por potencias trascendentes. Son ellas las
que han establecido nuestros principios morales, el bien, lo que se debe hacer.
Por lo tanto, violar estos principios es pecado. Los dioses premian y castigan
nuestras acciones. El premio supremo es la vida en el más allá, la redención,
la salvación (personal o colectiva).»
¿Acaso el
marxismo-leninismo no aparece como un instrumento para conseguir la
trascendencia, un mundo mejor, personal y colectivamente mejor y en condiciones
de ser cada vez mejor aun a costa del sacrificio de generaciones que no han de
establecer barreras entre su cotidianeidad y el Juicio Universal de la
Historia? Por eso es tan necesaria la fe. Tanto en La revolución de la
vida cotidiana, como en Historia y vida cotidiana, Heller
analiza el deslímite de la creencia militante cuando se convierte en un
fideísmo alienado. En el primero de estos libros, basado en una entrevista con
Boella, Nehru y Vigorelli, Agnes Heller ajusta las cuentas al régimen comunista
húngaro en su etapa estalinista, hasta el estallido de la revuelta de 1956: «El
terror total iba parejo a una indoctrinación igualmente total. Credo quid
absurdum es!, era la verdadera normativa del régimen. El partido pensaba
por nosotros y nosotros teníamos que creer en todo lo que nos ordenaba. El
estalinismo no se apoya sólo en el terror; también la fe es uno de sus pilares.»
Aunque parezca difícil de creer, la alienación de que el partido pensara por
los demás alcanzaba a los propios dirigentes del partido instrumentalizados por
sí mismos en la medida que se consideraban desidentificados fuera de su
alienación, convertidos ellos también en una abstracción.
Heller no niega el valor de la confianza en una causa, pero en qué estado ha quedado la causa en la década de los años setenta, después de tantos aplazamientos del acceso al Paraíso Terrenal y en cadena las insumisiones disidentes contra la suprarracionalidad de los estados comunistas? Y sin factores de aglutinamiento como la lucha contra el fascismo y la competencia con el bloque capitalista que no había conseguido aglutinar a las masas de los países socialistas «protegidos» por el ejército soviético y sin otra amalgama que un orgullo más rusófilo que soviético, hoy conservado y extremado, ¿qué sueños podía producir la razón colectiva y la pulsión de futuro que anulasen la angustia del yo individual y la ansiedad por el presente? Por más rodeos que dé Heller en Historia y vida cotidiana para no topar de frente con la ortodoxia obsoleta de la cultura oficial, a la conclusión que lleva es a la necesidad de un reordenamiento de la esperanza individual para poder replantearse la colectiva y todo su largo y brillante merodeo analítico conduce a ese capítulo final en el que se plantea el lugar de la ética en el marxismo, es decir, el no lugar de la eficacia de la razón en las normas de la conducta, porque el marxismo en la práctica no ha resuelto esta cuestión y no ha creado ese «hombre nuevo», ese «hombre total» que hubiera hecho innecesario el planteamiento del lugar o no lugar de la Ética. En el desarrollo del socialismo marxista, distingue cinco etapas: Ia. La construcción del socialismo científico de Marx, la revolución de 1948 y la I internacional. 2a. La II Internacional o el marxismo de los clásicos de la socialdemocracia, Kautsky y Bernstein. 3a . El renacimiento de la teoría marxiana de la revolución a cargo del leninismo bolchevique y del luxemburguismo como aportaciones fundamentales y desigualmente asumidas. 4a. Lo que Heller llama la época del marxismo positivista y manipulador, el marxismo del culto a la personalidad. 5a. El intento de las tendencias que resistieron a la anterior etapa manipuladora de un renacimiento del marxismo.
No olvidemos
que el libro está escrito en tiempos en que la evidencia de la crisis de la
ortodoxia soviética conllevaba la esperanza de disidencias a lo Haveman (Dialéctica
sin dogma) que en el fondo representaban una esperanza de recuperación del
espíritu original inocente y romántico de la Liga de los Comunistas del XIX.
Pero todavía en el momento de publicar sus trabajos sobre la cotidianeidad, que
le ocupan toda la década de los setenta, es importante dar la batalla contra la
alienación militante que ha padecido el movimiento comunista en su conjunto y
que tendrá en La alienación como fenómeno social de Adam
Schaff un diagnóstico tan certero como tardío, a la vista del hundimiento, diez
años después de su publicación, de los países sometidos al llamado socialismo
real. Si la alienación bajo el capitalismo se produce por la entrega de la
existencia humana a cambio de salarios y condiciones de vida que no eliminan la
extrañeza en la relación con el medio y los otros, en los países socialistas
surge de una nula real participación del ciudadano en la finalidad del estado,
el Gran Patrón y el Gran Inquisidor. Y esa alienación no ha sido asumida o bien
por la presión y la represión política y cultural o bien por la fe, por esa fe
en las razones superiores del estado, Espíritu Absoluto que se vale del
instrumento del partido.
En el capitulo
de La seule issue, obra colectiva dirigida por Igor Afanassiev,
titulado ¿El ideal comunista es el de las abejas?, el autor Andrei
Nouíkine se permite distinguir el trabajo del hombre del de la abeja en que el
hombre lo ha de realizar como un deseo, un proyecto, un modelo mental y aunque
el resultado puede diferir de su deseo, ha de quedar claro su sentido, su
finalidad. El autor se plantea si tras setenta años de construir el comunismo,
a veces con mucho entusiasmo, no se ha realizado ese trabajo como abejas y no
como seres humanos.
Si los agravios
comunes de todos los autores de La seule issue, obra emblemática de
la perestroika y catarsis de una progresía disidente que acabó desbordada por
los acontecimientos, apuntan al estalinismo y al empantanamiento brezhneviano
como los causantes de esa malformación histórica que fue el socialismo
soviético, Adam Schaff se muestra algo escéptico ante el recurso de atribuir a
Stalin y al estalinismo la responsabilidad exclusiva de esa manipulación en un
ejercicio de demonización que esconde las carencias del intelectual orgánico
colectivo para establecer señales de alarma de la alienación. Traducido al
lenguaje de la cotidianeidad, un viejo brigadista alemán en la guerra de
España, miembro de un grupo de supervivientes claramente residual y
residualmente tratado por las autoridades de la España democrática, en un Aula
Magna de la Universidad de Barcelona poblada por un público escaso, ya evidente
la caída del socialismo de cartón piedra, dijo que esa caída había comenzado el
día en que ellos, por una cuestión de fe, no dijeron que no a lo que sólo
merecía negación y oposición.
En una
brillante parábola de Schaff sobre Calígula para responder a la pregunta de
quién permitió a Stalin ser Stalin e instaurar el estalinismo, el filósofo
polaco concluye: «Históricamente sólo tiene interés saber cómo pudo llegar a
una situación tan humillante el Senado romano para que éste aceptara la ofensa
sin protestar.» En La seule issue, en una entrevista concedida por
el historiador Guefter, patriarca de la historiografía crítica en la
URSS, a la pregunta de si las nuevas promociones no pueden sentirse perplejas
ante lo sucedido bajo el estalinismo, el entrevistado confiesa que él también
se siente perplejo y lo vivió directamente: «Tomamos la costumbre de vivir de
lo que estaba autorizado, de hartarnos de aprovechar un instante de libertad a
la espera rutinaria de nuevas prohibiciones que vinieran a destruir hechos,
nombres, circunstancias, ideas que iban más lejos que las verdades oficiales…
Ha llegado el tiempo de abrirnos la puerta y entrar sin reparos en una Casa que
es propiedad de todos porque es propiedad de cada uno. ¡Propiedad! No más ni
menos. Solamente entonces la responsabilidad moral dejará de ser pura retórica.
Pues esta responsabilidad alienada también es una imperceptible herencia de
Stalin fijada en nuestra cotidíaneidad. Privados del derecho de esta
responsabilidad, hemos sabido construir una especie de confort de lo peor,
quizá, de las privaciones modernas». No dista mucho de esa demanda del
revisionista, en el mejor sentido de la palabra, Lefebvre cuando señala que la
vida cotidiana es la «apropiación» por el hombre no tanto de la naturaleza
exterior, como de su propia naturaleza, en busca de bienes y deseos propios.
A la vista de
las conductas de los protagonistas de la fábula Pasionaria y los siete
enanitos, adquiere condición de necesidad el saber qué sentido han tenido
sus vidas y la finalidad que han dado a su participación en la Historia y más
ampliamente ¿para qué ha servido el movimiento comunista si su plasmación en
los llamados países del socialismo real ha perdido la tercera guerra mundial
frente al bloque capitalista y Occidente ha evolucionado hacia posiciones
socialdemócratas?
La Historia
debe ser reescrita de vez en cuando, frente a la fe positivista de la garantía
del saber histórico acumulado y convertido en patrimonio inamovible que afectó
al historicismo marxista establecido. Pero reescribirla no quiere decir
invertirla totalmente de vez en cuando a tenor de las tendencias dominantes y
avalar un saber histórico de quita y pon, de usar y tirar. Aplicando estos
criterios, la caída del bloque socialista implicaría asumir un agujero negro
por el que han desaparecido setenta años de historia inútil y ciento cincuenta
de luchas sociales obsoletas. Durante setenta años los comunistas han sido un
factor disuasorio frente a la estrategia económica, política y militar del
capitalismo, obligándolo a hacer concesiones sociales y a iniciar un proceso de
descolonización que no ha significado el final del imperialismo en sentido
estricto, sino sólo del basado en la ocupación territorial. Que esa presión
emancipadora la haya respaldado la Unión Soviética, forzada por una razón
estatal particularizada, prolongación de concebir a la URSS como la patria del
socialismo, no excluye que haya significado la inversión del sacrificio
idealista de militantes comunistas indígenas en sus países que han luchado por
emancipaciones concretas, reales y necesarias.
Esa acción
participativa en la lucha de clases nacional, estatal o internacional, se ha
ejercido con la presión factual explícita o implícita de la URSS, de los
partidos comunistas en general, pero también de movimientos sociales de amplio
espectro, desde los sindicatos a las asociaciones de vecinos, pasando por toda
la gama del asociacionismo del voluntariado crítico. Este esfuerzo ha
significado una inversión de sacrificio humano difícil de medir, pero
gigantesco cuantitativa y cualitativamente considerado, dispuestos los comunistas
a pasar por la privación de libertad, la tortura, el exilio, la muerte, guiados
por su finalidad de la revolución necesaria e inevitable, por esa religión del
futuro de la pulsión romántica progresista. Más amplio y cotidiano es el
sentido de su actuación tal como lo refleja Doris Lessing en Cuaderno
dorado, desde su experiencia de ex-comunista rhodesiana: «La gente se
apasiona demasiado acerca del comunismo y no reflexiona sobre un tema que un
día será terreno abonado para los sociólogos. Me refiero a las actividades
sociales que se producen como resultado directo o indirecto de la existencia de
un partido comunista, es decir, a la gente o grupos de gente que sin darse
cuenta han sido inspirados, animados o infundidos con una nueva racha de vida
gracias al Partido Comunista. Y eso es cierto en todos los países donde han
existido tales partidos por reducidos que fueran. En nuestra pequeña ciudad, un
año después de que Rusia hubiera entrado en la guerra y que la izquierda
hubiera cobrado ánimos a causa de ello, aparecieron (aparte de las actividades
directas del partido, de las que no estoy hablando ahora) una pequeña orquesta,
varias asociaciones de lectores, dos grupos dramáticos, un cineclub, un informe
hecho por aficionados sobre las condiciones de vida de los niños africanos de
las urbes –que al publicarse, conmovió las conciencias de los blancos y fue el
principio de un tardío sentimiento de culpabilidad– y media docena de
seminarios sobre los problemas africanos. Por primera vez en su historia,
aquella ciudad conoció algo que se acercaba a la vida cultural y que fue
disfrutado por millares de personas que sólo habían oído hablar de los
comunistas como un grupo odioso.»
Ni la basura
propagandística vertida por la contrarrevolución internacional para desacreditar
el desafío comunista, ni la Leyenda áurea de santos, mártires, secretarios
generales y héroes del trabajo elaborada por el comunismo en el poder, deben
forzar a buscar un aséptico e injusto término medio, pero tampoco ocultar que
el siglo XX ha presenciado extraordinarios ejemplos de sacrificio y altruismo
de los comunistas, en todos los lugares de la tierra, movidos bien sea por los
«hechos de conciencia», ese imperativo moral romántico, a los que se refirió el
Che ante la injusticia que encajan con el culto a la religión del futuro, bien
sea como consecuencia de las condiciones de explotación y alienación que
propician la conciencia de formación política reclamada por la Historia para la
emancipación del género humano. Pero no sólo hemos de valorar el papel
movilizador de la utopía o del movimiento revolucionario por sí mismo, como
algo ensimismado e independiente de efectos de progreso histórico. El
movimiento revolucionario en su conjunto ha contribuido al progreso histórico
de una manera determinante. Otros revolucionarios llegaron al compromiso
mediante el conocimiento social que indicaba al proletariado como el sujeto
histórico de cambio, convocante de todos los demás sectores sociales o
culturales para tamaña empresa y en esta predisposición se concibieron
maximalismos obreristas tan caros históricamente como la versatilidad de los
intelectuales profetizada por Marx. Arthur Koestler, ya apóstata o renegado,
escribía a este propósito: «La adoración al proletariado parece a simple vista
un fenómeno marxista; pero en realidad es una variedad de los cultos románticos
del pastor, del campesino, del buen salvaje, que ya conoció el pasado. Esto no
impidió que los escritores comunistas de la década de los treinta sintieran por
los obreros de una fábrica de automóviles el mismo tipo de emoción que Proust
sentía por las duquesas.»
Ya que hablamos
de duquesas ¿por qué no hacerlo de las «duquesas» españolas que se hicieron
comunistas?; es decir, de la rama de comunistas procedentes de las capas altas
que tiene en el caso español un ejemplo original de gran altura ética, el
aportado por el «señorito» riojano y jefe de la aviación republicana Ignacio
Hidalgo de Cisneros y su esposa, la escritora Constancia de la Mora, «Connie».
El aviador se había ido concienciando desde los tiempos de la guerras
coloniales de África, en las que presenció la crueldad del comportamiento
africanista de Franco y los que luego serían sus cómplices en el levantamiento
militar, pero fue durante la guerra civil cuando pidió el ingreso en el PCE, ya
jefe de la aviación republicana y no por la influencia de los líderes en
candelero, sino por la observación del espíritu de sacrificio y racionalidad de
los comunistas de a pie empeñados en el futuro mejor como religión. Separados
físicamente marido y mujer por sus responsabilidades de guerra (aviación
republicana y Socorro Rojo) en una de sus coincidencias en Alicante, Hidalgo de
Cisneros quiere decirle a su mujer que ha ingresado en el PCE: «Con tantas
emociones, a pesar de mi gran interés por comunicárselo, se me había olvidado
contar a Connie mi ingreso en el Partido Comunista. Cuando ya me disponía a
salir para el aeródromo, ella me indicó que tenía que comunicarme algo que
había hecho sin consultarme y que no sabía si me parecería bien y poniéndose un
tanto seria me dijo que había entrado en el Partido Comunista y
comenzó a darme rápidamente toda una serie de explicaciones sobre lo bien que
se portaban los comunistas, que eran sus mejores colaboradores, etc., etc. En
una palabra, haciéndome todos los razonamientos que yo me había hecho cuando
pedí mi ingreso en el partido. No le dejé continuar su ‘agitación y
propaganda’: cuando le dije que yo también me había hecho comunista, puso una
cara rarísima pero muy simpática, mezcla de asombro y de alegría y nos
abrazamos emocionados y muy felices de aquella magnífica coincidencia».
Si estos aristócratas rojos se hicieron comunistas conmovidos por el ejemplo de los comunistas de carne y hueso, personalidades como Dolores Ibárruri fueron banderines de enganche más eficaces que la transmisión de la doctrina, como luego serían banderines de enganche los grandes luchadores comunistas españoles contra la dictadura franquista. Ahora bien, por una u otra vía, o por las tres a la vez, la militancia comunista ha tenido unas razones románticas fundamentales y en la inmensa mayoría así han permanecido, aunque buena parte de las cúpulas, al igual que los cardenales tan rutinariamente cerca de Dios, han acabado por predicar la revolución sin creer en ella o al menos sin fiarse de los revolucionarios.
Teresa Pamies,
una de las glosadoras comunistas más equitativas de Dolores Ibárruri, es autora
de un libro, Romanticismo militante, utilísimo como censo y
muestra de los símbolos humanos mitíficables del comunismo internacional desde
el final de la primera guerra mundial hasta los complejamente levantiscos años
sesenta y su metáfora: «Mayo del 68». La escritora catalana selecciona a Julius
Fucile, un periodista checo ejecutado por los nazis en 1943; Bachir Hadj Ali,
combatiente anticolonialista argelino que, tras luchar contra la ocupación
francesa, reaccionó contra la corrupción del nuevo poder hasta merecer la
tortura, la cárcel, el confinamiento; Nazim Hikmet, el poeta comunista turco,
heterodoxo, perseguido, condenado a la horca, superviviente como su poesía;
George Orwell, el escritor inglés que se apuntó a un anarcocomunismo personal y
casi intransferible; Ho Chi Minh, el dirigente de la larga revolución
vietnamita que, según Pamies, supo compartir poder con romanticismo; Georges
Jackson, imaginador de una «guerrilla negra comunista», el más carismático de
«los hermanos Soledad» que protagonizaron su parcela de la nunca bien valorada
compleja plural rebelión norteamericana de los años sesenta, reprimida con una
contundente dureza democrática que cosió a balazos el cuerpo de Georges; Pablo
Neruda, el romanticismo de la palabra que hace compañía ideológica o suscita
iniciaciones románticas comunistas o bolivarianas; Ernesto Che Guevara, que
desde su epístola moral a sus hijos y al universo quiere dar la razón a Teresa
Pamies: «Déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario
verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor…»; Jules Valles, el
insurgente por antonomasia, el comunero que toma partido por un destino
implacable: «Todo está ya pensado: me quedo junto a los que fusilan y serán
fusilados».
El censo
convoca también a Rosa Luxemburg y me centro en el personaje como
oposición y complemento al imaginario de la Ibárruri. Si Pasionaria representó
la emergencia de una consciencia obrera, Rosa Luxemburg iba al encuentro de ese
saber revolucionario desde una espléndida educación de muchacha universitaria
que hablaba cinco lenguas y podía debatir de tú a tú con Lenin la cuestión de
fondo que enfrentaba el socialismo reformista con el revolucionario, teoría y
práctica, tan dramática la práctica que la Luxemburg sería machacada por las
culatas de la soldadesca bajo un gobierno socialdemócrata, una vez sofocada su
rebelión espartaquista en el Berlín de la primera posguerra mundial.
Todos estos
románticos han dejado obras emblemáticas que influyeron en la promoción de la
Pamies y llegaron hasta la nuestra. La Luxemburg aún puede presentar hoy su
pensamiento como una alternativa complementaria para la reconstrucción de !a
teoría y la práctica de una nueva izquierda. Rosa Luxemburg es mucho más que
una referencia romántica: es una vía política abierta. Fucik nos legó un
importante Reportaje al pie del patíbulo, tan leído en nuestras
clandestinidades mientras esperábamos también la palma del martirio, al que
sobrevivió gracias a la ayuda de un carcelero, ejemplario de tierna entereza
comunista ante la tortura y la muerte:
Siempre
hemos contado con la muerte.
Lo sabíamos: caer enmanos de la Gestapo
quiere decir el fin. Y aquí también hemos
actuado de acuerdo con esta convicción.
También mi juego se aproxima a su fin. No puedo describirlo.
No lo conozco. Ya no es un juego. Es la vida.
Y en la vida no hay espectadores.
El telón se levanta.
Hombres: os he amado. ¡Estad alerta!
Bachir Hadj Ali es autor de obra diversa, pero sobrecoge su L’arbitraire, editado en París por Editions de Minuit en 1966; Hikmet es uno de los mejores poetas de este siglo; Orwell no necesita presentación como escritor que nos afecta a los españoles por su Homenaje a Cataluña, a los comunistas por Rebelión en la granja y a los hombres del futuro por 1984, porque sus profecías no se cumplieron en ese año, pero se ciernen desde la opulencia comunicacional capitalista universal como una espada de no verdad uniforme; Ho Chí Minh escribió poesía didáctica y lírica, él, que se hacía llamar «tío» por todos sus «sobrinos» vietnamitas:
Arriba, en las
nubes, flota
la bandera roja de la victoria
y vosotros os regocijáis de ello, sobrinos míos,
y yo, vuestro tío, no menos orgulloso, os digo:
¡Nuestro próximo otoño será todavía más feliz!
El Che dejó
desde un manual del guerrillero hasta el memorialismo de sus hechos de
conciencia y tuvo tiempo para escribir cartas a poetas, como la que dedicó al
español León Felipe, exiliado en México, acuse de recibo del libro de poemas
que le había enviado nada más entrar los castristas en La Habana: «El otro día
asistí a un acto de gran significación para mí. La sala estaba llena de obreros
entusiastas y había un clima de hombre nuevo en el ambiente. Me afloró una gota
del poeta fracasado que llevo dentro y recurrí a usted para polemizar en la
distancia. Es mi homenaje; le ruego que así lo interprete».
Jackson, su
libro de testimonio y manifiesto, Soledad Brother’s; Valles, en
L’Insurgé, proclama de rebelión precientífica que iluminó la educación de las
izquierdas durante más de medio siglo; Neruda compartió una cosmogonía
poéticomarxista con una cotidianeidad de poeta universal consagrado y amante
del buen vivir, segundo aspecto decantadamente escogido por su biógrafo Jorge
Edwards en Adiós, poeta.
Cada una de
estas referencias de héroes románticos privilegia una cualidad fundamental
capaz de impresionar la conciencia receptora de los consumidores de esperanza:
Fucik, la lealtad a la causa; Bachir, la lucidez; Rosa Luxemburg, la
inteligencia crítica; Hikmet, la elegía; Orwell, la aventura; Ho Chí Minh, la
tenacidad; Jackson, la rebeldía individual primitiva que acaba por convertirse
en conciencia general; Valles, la insumisión como método de conocimiento;
Guevara, la constancia de la Historia; Neruda…, la palabra, la poesía que tanto
apreciaba Líster como movilizadora de héroes.
Cualquiera de
los afectados por el ejemplo de románticos militantes suscribía estos
referentes o cambiaría algunos para poner los propios; yo por ejemplo, hubiera
colocado a Gramsci antes siquiera de empezar a pensar la lista.
¿Sería posible
hoy hacer una lista equivalente dictada por las nuevas promociones fraguadas en
la era de la superinformación donde no han cabido otros mitos que los héroes
del rock? ¿Acaso esa incapacidad mitológica ha dado el resultado positivo de
una racionalidad a prueba de las tentaciones obnubiladoras de cualquier otra
religiosidad?
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