El 9 de
septiembre de 1828 nacía León Tolstói, el más amado de los grandes escritores
rusos y en cuyo entierro se produjo la mayor manifestación del rechazo al
zarismo jamás vista. Este artículo fue publicado originalmente El Viejo Topo
275, en diciembre de 2010
León Tolstói, un siglo después
El Viejo Topo
9 septiembre, 2022
Desde luego, León Tolstói no se parecía en lo más mínimo a Vargas Llosa. Cuando en 1901, le llegó el rumor de que le iban a conceder el Nobel, su reacción fue de indignación y declaró que entregaría el dinero a los viejos creyentes insumisos y perseguidos por el zarismo. Hacía tiempo que el viejo conde había renunciado a sus derechos de autor para desesperación de su esposa y el resto de la familia, que temía perder sus prebendas. También había escrito al zar pidiéndole que conmutara la sentencia de muerte dictada contra los asesinos de su padre, citando el sermón de la Montaña, donde Cristo, un hombre de carne y hueso, establece un nuevo mandato moral: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian”. Consecuente con su ideario, Tolstói se convirtió en la conciencia moral de Rusia, en un patriarca de las letras que se desdobló en agitador, hereje y anarquista cristiano. Defendió a los campesinos y a los trabajadores, desdeñó la industrialización, y como un campesino más, segaba, cuidaba personalmente sus manzanos y se avergonzaba de su patrimonio, pues opinaba que la riqueza material es de por sí injusta y siempre acarrea podredumbre moral.
Aunque ya desde
sus primeras letras había mostrado una intensa inquietud y un potente respeto
por los campesinos, Tolstói tomó sus ideas de la resistencia pasiva y la desobediencia
civil –que recogió en parte de Thoreau–, y que influyeron en Gandhi y después
de éste en toda la tradición pacifista que pasa por el ANC sudafricano de
Nelson Mandela, o los movimientos civiles liderados por Martin Luther King,
entre otros. Tolstói estuvo influenciado por Proudhom, al que leyó en 1857 y al
que visitó en 1862, y con el que mantuvo una relación abierta, no exenta
naturalmente de discrepancias (sobre todo en relación a la violencia
revolucionaria); con Kropotkin, con cuya biografía no deja de tener paralelismo
(así lo han hecho notar autores como Woodcock). A igual que Kropotkin, Tolstói
fue un joven aristócrata, adscrito como voluntario en el ejército ruso del
Cáucaso. Ulteriormente sufrió, durante la guerra de Crimea, una profunda crisis
moral que Ie llevará a escribir: “El Estado moderno no es más que una
conspiración para explotar a los ciudadanos, pero sobre todo para
desmoralizarlos (…) Comprendo las leyes morales y religiosas, que no son
coercitivas para nadie pero que nos llevan adelante y prometen un futuro más
armonioso; siento las leyes del arte, que siempre dan felicidad. Pero las leyes
políticas me parecen unas mentiras tan prodigiosas que no comprendo cómo una sola
de ellas puede ser mejor o peor que cualquiera de las demás (…) En adelante no
serviré jamás a gobierno alguno”.
Este hombre, al
que algunos lo calificaron como “el otro Zar” (un Zar que era recibido con
flores y guirnaldas por las calles de las ciudades rusas que visitaba),
conoció una profunda depresión después de escribir Ana Karenina (la novela más
feminista jamás escrita por un misógino integral), tras la cual le sobrevino
una crisis de conciencia que le llevó a volver la mirada hacia el hombre
natural que había conocido en el Cáucaso, a devorar las obras de Rousseau, y a
buscar una nueva vida y una nueva alternativa social. Estaba en la cumbre de su
fama literaria cuando volvió las espaldas al mundo académico, convirtió sus
propiedades en Yasnaia Poliana en una comuna de trabajo –se avergonzaba de
pertenecer a una familia que nunca había tenido callos en las manos– y de
educación, intentando desarrollar un sistema educativo natural y abierto, muy
en la línea de William Goodwin. Redescubrió de nuevo los Evangelios, a los
que despojó de su parte más milagrosa para alcanzar lo que consideraba una ley
de oro para la conducta. En torno a sus principios de desobediencia civil y no
violencia, se desarrollará un debate dentro del movimiento libertario, en el
que Tolstói era profundamente admirado incluso por aquellos que veían en su
pacifismo un peligroso obstáculo para una revolución inevitablemente violenta.
De hecho, ya
durante la guerra de Crimea, en la que Tolstói tomó parte en su calidad de
oficial en un regimiento de artillería, lamenta –en especial durante el sitio
de Sebastopol– los horrores de una violencia que, en última instancia, es desencadenada
por el poder político. Pero lo que le impresiona mucho más aún, demostrándole
hasta qué punto el Estado reposa sobre el empleo de una violencia tanto más
inadmisible cuanto que se manifiesta en frío, es una ejecución pública a la que
asiste en París, en 1857; en adelante, la guillotina le parece ser el símbolo
del Estado. Especialmente durante la segunda parte de su vida, que se inicia en
1874 con una crisis de conciencia cuyas distintas fases él mismo ha descrito
en Mi confesión, Tolstói no deja de acusar al Estado y a todas las
formas de que se reviste el poder estatal. Hacia el fin de su vida declara:
“Considero a todos los gobiernos, y no sólo al gobierno ruso, como unas
instituciones complicadas, santificadas por la tradición y la costumbre para
que puedan cometer por la fuerza y de modo impune los crímenes más indignantes.
Y pienso que los esfuerzos de quienes desean mejorar nuestra vida social deberían
consistir en libertarse ellos mismos de los gobiernos nacionales, cuya
malignidad y en particular su futilidad se vuelven cada vez más visibles en la
hora actual”
Desde su
cristianismo laico, Tolstói condena la violencia, provenga de donde provenga.
Sin embargo, establece una diferencia entre la violencia ejercida por el
Estado, a la que estima enteramente maligna porque es deliberada y porque
tiende a pervertir la razón, y la violencia del furor popular que no es para él
sino parcialmente maligna, porque nace de la ignorancia. La violencia puede ser
combatida tan sólo por el amor, no por el amor egoísta que, efímero y
perecedero, desaparece con nosotros y no podría dar un valor absoluto a la
vida, sino por el amor altruista que es el motor de toda la vida y cuya acción
se prolonga hasta la muerte. Inspirado en un cristianismo renovado, ceñido a la
estricta observación de la ley del amor, Tolstói se atiene a los cinco
mandamientos del Sermón de la montaña, que ordenan a los hombres no dejarse
arrebatar por la ira, no cometer adulterio, no hacer juramentos, no resistir al
mal mediante el mal y no ser enemigo de nadie. La “no resistencia al mal a
través de la violencia” es la que Tolstói considera ley fundamental de la vida
humana. Jesús ha dicho: “No resistas al malvado.” Tolstói comenta: “No resistas
al malvado significa no resistas jamás, es decir, no opongas jamás la violencia
o, dicho de otro modo, no hagas jamás algo que sea contrario al amor.” No es
ésta una actitud pasiva que consistiría en sufrir el mal sin reaccionar; por el
contrario, según Tolstói, es la única manera de poner fin al encadenamiento
fatal de la violencia. El ejercicio de la “no violencia”, por lo demás, es menos
recomendado a los oprimidos que a sus amos, “a cualquier hombre –precisa Tolstói–
y por consecuencia a aquellos que detentan el poder, e incluso a éstos muy en
particular”.
Se puede hablar
de un anarquismo cristiano de León Tolstói. Es decir, de un anarquismo que
resulta de la incompatibilidad profunda entre el amor cristiano y la violencia
estatal, formulado de la manera más luminosa en el ensayo de título
significativo El reino de Dios está en nosotros (1893). Así
como el cristianismo se apoderó del Imperio Romano ignorando su poder
político, todo hombre que interroga a su conciencia y sigue la ley del amor,
por este hecho se aparta de los apremios humillantes y degradantes del Estado;
la acción moral y el perfeccionamiento de sí mismo se revelan, a fin de
cuentas, más eficaces contra la amenaza permanente del poder político que toda
contraviolencia, toda revolución política o social. “Los socialistas, los
comunistas y los anarquistas con sus bombas, sus motines y sus revoluciones no
son tan temidos por los gobiernos como esos individuos dispersos en distintos
países que, todos, justifican sus rechazos remitiéndose a una sola y misma
doctrina familiar. Cada gobierno sabe de qué manera y con qué medios
defenderse de los revolucionarios y dispone de lo necesario para hacerlo; por
ende, no teme a esos enemigos exteriores. ¿Pero qué pueden hacer los gobiernos
contra aquellos que muestran la inutilidad, el carácter superfluo y la
nocividad de todos los gobiernos y que, en lugar de entrar en conflicto con
ellos, se contentan con mostrar que no tienen necesidad de ellos, que pueden
prescindir de los gobiernos y que, por este motivo, no están dispuestos a
entrar en su juego?
En su opinión,
los revolucionarios (en general, nunca se interesó por sus diferencias, aunque
también es cierto que los describe con precisión y respeto en Resurrección)
dicen: “La organización gubernamental es mala en lo que se refiere a esto y a
aquello.” Pero el cristiano dice: “Yo ignoro todo acerca de la organización gubernamental,
o en qué medida es buena o mala, y por esta causa no deseo derribarla, pero,
por esa misma razón, no deseo soportarla. Y no sólo no lo deseo, sino que no
puedo, porque lo que ella me pide va en contra de mi conciencia”. Y añade: “…
todas las obligaciones impuestas por el Estado están en contra de la conciencia
de un cristiano: el juramento de fidelidad, los impuestos, los procedimientos
legales y el servicio militar. Y el poder entero del gobierno reposa sobre
esas mismas obligaciones.”
La no violencia
predicada por Tolstói, cuyos distintos rechazos, en especial el de no vestir
el uniforme militar, no constituyen sino el envés negativo de un modo de vida
que él cree conforme a las enseñanzas del cristianismo primitivo, ha dado
nacimiento, a comienzos del siglo XX, a un cierto número de colonias tolstoyanas,
dispersadas a través del mundo. En cuanto a la “secta” de los dujobors, por
entero entregados a la práctica del amor cristiano, y a formas de vida natural
conforme a la interpretación que Tolstói había dado de él, pudo, gracias a la
ayuda financiera de este último, huir de las persecuciones motivadas en
particular por su pacifismo integral e instalarse en Canadá. Los anarquistas
objetores de conciencia, cuyo número era bastante considerable en los países
anglosajones, invocan a Tolstói; durante la segunda guerra mundial, unos pacifistas
ingleses se reagrupan así en las colonias neotolstoyanas. La no violencia
recobra por fin una nueva juventud gracias al movimiento ecologista activo,
bajo formas no violentas variadas, con el Estado nuclear cuya violencia
tradicional se encuentra multiplicada hasta el infinito por el inmenso poder de
destrucción de la que dispone en el presente en razón de sus enemigos
exteriores pero con vistas a emplearlo asimismo contra sus propios ciudadanos.
Aunque se ha
tratado de diferenciar entre el Tolstói novelista y el “predicador”, lo cierto
es que sigue siendo tan admirado desde un ángulo como desde el otro. Aunque con
muchos problemas y contradicciones, se puede decir que el pacifismo que
proponía no ha permanecido como un fenómeno marginal; ha obtenido triunfos
brillantes gracias a la acción emancipadora de Mahatma Gandhi y de Martin
Luther King, discípulos ambos a la vez de Henry David Thoreau y de Leon
Tolstói. Sus propias muertes dan testimonio de la victoria final de la no
violencia sobre el terror; asesinados por unos fanáticos, no han dejado de
obrar, merced a la veneración de que son objeto, en favor de la liberación de
sus respectivos pueblos. Con la no cooperación con los ingleses, Mahatma Gandhi
contribuyó poderosamente a liberar a la India del yugo colonial; mediante el
hecho de no respetar las leyes y costumbres raciales, Martin Luther King
condujo a los negros de los Estados Unidos hacia un reconocimiento de sus
derechos cívicos. En lo que concierne muy particularmente a Tolstói, cuya
inmensa autoridad moral fue respetada incluso por la Rusia zarista, hasta el
punto de que jamás fue inquietado aunque su pacifismo integral y su defensa
incondicional de la objeción de conciencia podrían haberle valido
persecuciones judiciales…
Cien años
después de su muerte, la obra “grande” de Tolstói sigue siendo reeditada
(además en nuevas traducciones y en versiones completas, algo que antes
raramente se hizo), en tanto que su obra “pequeña” fue admirada por autores
como Maupassant, Chejov y Hemingway, que sabían de estas cosas. Pero también se
está revalidando su aporte de anarquista cristiano o de cristiano anarquista,
ya que en ambos ismos fue igualmente herético. Como cristiano fue excomulgado
por la Iglesia ortodoxa, y como anarquista fue reconocido por Kropotkin, casi
su alma gemela, pero acabó siendo repudiado por aquellos que creían que los
grandes ideales solamente podrían imponerse por la acción liberadora de las
masas. De todo ello se ha discutido y se discutirá, pero de lo que no hay duda
es que la vigencia del profeta es perceptible en muchas cuestiones presentes:
el rechazo del capitalismo y del militarismo, en el aprecio de la “buena vida”
y del amor a las cosas, en la defensa del trabajo honesto y bien hecho, la
defensa de los animales, y un largo etcétera de cuestiones sobre las que
Tolstói dejó una cascada de escritos que merecen ser recuperados y leídos a la
luz de nuestro tiempo.
Este artículo fue publicado originalmente El Viejo Topo 275, en diciembre
de 2010.
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