sábado, 6 de agosto de 2022

El desastre de Hiroshima

 

Hace 77 años, los días 6 y 9 de agosto de 1945, bombarderos norteamericanos lanzaron en Hiroshima y Nagasaki el hasta hoy único ataque nuclear de la historia. Sus consecuencias continúan siendo hoy responsables de cánceres, leucemias…


El desastre de Hiroshima

 

Marcel Junod

El Viejo Topo

6 agosto, 2022 

 

El texto del doctor Marcel Junod titulado «El desastre de Hiroshima», fue encontrado entre los papeles dejados por este ex vicepresidente del Comité Internacional de la Cruz Roja, fallecido el año 1961.

El doctor Marcel Junod, delegado del CICR en Extremo Oriente a finales de la Segunda Guerra Mundial, fue el primer médico extranjero que visitó las ruinas de Hiroshima, tras la explosión de la bomba atómica, y que prestó asistencia a las víctimas. Su relato, escrito aparentemente poco después, tiene, así, valor de testimonio. Desde entonces, se han publicado numerosos textos sobre Hiroshima y sobre la bomba atómica. Están, quizá, mejor documentados, pensados y estructurados. Pero ninguno expresa mejor que este, con toda su sencillez, los horrores de la situación como la vio el doctor Junod.

Introducción

Hiroshima, 6 de agosto de 1945: Comienza la edad atómica. Una ciudad japonesa de 400.000 almas queda destruida en pocos segundos. Se abre una nueva etapa histórica.

¡El efecto físico de la bomba atómica fue increíble, inesperado, rebasa toda imaginación! ¡El efecto moral fue catastrófico!

Los militares japoneses fueron impotentes para ocultar las noticias. A las pocas horas, a los pocos días, los supervivientes de la catástrofe contaban en el país el relato fantástico de una bomba incandescente, lanzada desde el cielo por los estadounidenses, que quemó todo a su paso.

Tres días mas tarde, el 9 de agosto, en Nagasaki, se confirmó la potencia despiadada de esta nueva arma y los sabios japoneses descubrieron su principio. El Emperador convocó a sus jefes militares y les dijo que la capitulación era inevitable.

Por otra parte, al amanecer del 9 de agosto, ocho días antes de la fecha prevista en la Conferencia de Postdam, los rusos habían atacado Manchuria. Se trataba también de un golpe inesperado, pero que estaba lejos de tener el alcance moral del bombardeo atómico de las dos ciudades japonesas.

Sin embargo, quienes tenían el poder en el Japón antes del 6 de agosto sabían que catorce años de guerra con China, tres años y medio de campañas a través del Pacifico contra los Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia, habían dejado al Japón en un estado sumamente precario. Las tres cuartas partes de su flota de guerra habían sido destruidas y su aviación se había reducido considerablemente (los últimos kamikazes — pilotos suicidas — volaban en aparatos anticuados). Sus ciudades industriales habían sido arrasadas o destruidas y, por ello, su producción de guerra era incapaz de renovar el material perdido e incluso de producir lo indispensable para proseguir la guerra.

En las calles de Tokio se apiñaban los radiadores, las tuberías de agua que se sacaban de los inmuebles, por orden del ministro de la Guerra para sustituir al hierro que faltaba.

Las raciones alimentarias habían disminuido considerablemente; era imposible comprar un carrete de hilo o una aguja y los vasos rotos no se podían reemplazar.

Según las cifras oficiales japonesas, los bombardeos de las fuerzas aéreas aliadas ya habían destruido en gran parte o dañado 81 de las ciudades más importantes del Japón. Tokio, Yokohama, Osaka y Kobe hablan sido arrasadas en el 80%. Las victimas entre la población civil ascendían a 280.000 muertos y a 420.000 heridos. Se habían destruido dos millones de casas y nueve millones de personas civiles se habían quedado sin hogar y buscaban refugio en el campo, en casa de algún pariente.

El balance era, por lo tanto, grave y la resistencia del Japón se había debilitado mucho, sobre todo teniendo en cuenta las bases amenazadoras que los estadounidenses acababan de instalar en el Pacifico, no lejos de la metrópoli: Iwashima, Okinawa. Pese a ello, la consigna de los militares era resistir hasta lo último y salvar al Emperador y la bandera.

Nosotros, que estábamos en el Japón en esa época, sabíamos que el triunfo de los militares japoneses habría significado probablemente la muerte de todos los blancos que se hubieran encontrado en su zona: prisioneros, civiles enemigos o neutrales, y la muerte de miles de soldados aliados en la conquista de la metrópoli. Algunas representaciones diplomáticas en el Japón estaban tan persuadidas de esa idea que habían armado a su personal en previsión de tal eventualidad.

Mas la aparición súbita, casi sobrenatural, de la bomba atómica en las ciudades de Hiroshima y de Nagasaki había de cambiar bruscamente el curso de los acontecimientos: súbitamente, el Emperador, a quien se seguía considerando un Dios, recuperó todo su poder místico y lo utilizó para imponer a sus generales la capitulación sin condiciones («unconditional surrender»). Devolvió así al enemigo territorios inmensos que se extienden desde Singapur hasta las Kuriles, desde la frontera de la Manchuria rusa hasta Borneo, y dio la orden de deponer las armas a cuatro millones de soldados, perfectamente armados y que en su inmensa mayoría no había ni siquiera combatido.

Ello permite darse cuenta del poder extraordinario que tenía este hombre entre sus manos, tanto más cuanto que la rendición se efectuó en condiciones perfectas de orden y de calma.

Dos cláusulas de la capitulación son, a nuestro juicio, la base de este éxito: la primera fue la aceptación por parte del general MacArthur de respetar la personalidad del Emperador y la segunda fue su decisión de repatriar a todos los japoneses que se encontraban fuera de la metrópoli, renunciando a convertirlos en prisioneros.

En efecto, el mantenimiento del Emperador a la cabeza del Estado era la única posibilidad de evitar la anarquía así como la repatriación prometida de los militares y el permiso dado a los soldados de la metrópoli para que se reintegraran a sus hogares evitaron todo sentimiento de humillación de un cautiverio que no habrían jamás aceptado sin combatir hasta lo último, no obstante las ordenes imperiales de «alto el fuego».

Fuente: Comité Internacional de la Cruz Roja. El texto completo puede consultarse en este enlace.

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