El
centro de poder mundial está pasando desde el océano Atlántico hacia el
Pacífico. Los grandes bloques toman posiciones para mantener su hegemonía en un
mundo con menos recursos y en el que las reglas del juego serán otras.
El Pacífico y Tucídides en la ‘Era del Descenso
Energético’
El Viejo Topo
27 junio, 2022
Antonio Turiel y Juan Bordera
Aunque la
invasión rusa de Ucrania parece situar el centro del teatro de operaciones en
el Este de Europa, algo está ocurriendo un poco más alejado del foco, como
entre bambalinas. Algo muy importante. El viraje del centro de poder del mundo
desde el océano Atlántico hacia el Pacífico. Una mudanza que irá coincidiendo,
paradójicamente, con un aumento de las posibilidades de conflicto bélico
–incluso nuclear– a gran escala, en una era marcada por el descenso energético.
Todo normal y bien.
La
Administración Biden difundió hace pocos meses el documento Estrategia Indo-Pacífico en
el cual declaran: “Ninguna región será más importante para el mundo y para los
estadounidenses que el Indo-Pacífico”. Recientemente, China ha cerrado un
acuerdo de defensa y seguridad con las Islas Salomón, un acuerdo
insignificante, pero que ha puesto nerviosos tanto a estadounidenses como a
australianos.
Estos sucesos
que dibujan una tendencia peligrosa ya han sido analizados por Rafael Poch o
Xulio Ríos, quien recientemente alertó del creciente riesgo de
conflicto en Taiwán. También lo ha tratado Olga Rodríguez, que
en este artículo señala
que “la inercia hacia un marco de guerra, como si fuerzas irreversibles de la
historia nos llevaran a ella, es evitable”. No podemos estar más de
acuerdo con esa frase, y para ello, qué mejor que identificar qué fuerzas son
esas, para tratar de entenderlas y así poder desactivar su aparente
irreversibilidad.
La trampa de Tucídides 2.0
La trampa de
Tucídides es un concepto creado en 2015 por el politólogo
estadounidense Graham Allison. Hace referencia al conflicto entre
Atenas y Esparta –narrado por Tucídides en Historia de las Guerras del
Peloponeso– como una manera de explicar el dilema que existe entre una
potencia hegemónica pero en decadencia (Esparta – Estados Unidos) y otra en
ascenso (Atenas – China). El temor a que la potencia emergente acabe siendo la
dominante llevó supuestamente a Esparta a iniciar una guerra contra Atenas, la
cual ganó, evitando así el ascenso de su rival, aunque pagando un alto precio
en forma de desgaste.
¿Es Rusia el
verdadero rival de Estados Unidos? No, por supuesto que no. Es China. La guerra
en Ucrania, Tucídides no lo quiera –y sobre todo tampoco los
halcones estadounidenses–, podría ser la antesala de un conflicto mayor para
evitar el ascenso final de una potencia emergente que ya domina los sectores
industrial y económico. Le falta el militar, aún muy claramente del lado de la
organización atlántica. Que vivamos una época nuclear no disminuye el riesgo de
que la OTAN –la que se reúne dentro de un mes en Madrid– considere esta opción.
Otro factor
–probablemente el más importante– que hay que tener en cuenta en esta historia
es el energético. EE.UU. es un gran consumidor de energía. China, también. De
hecho, superó a EE.UU. hace aproximadamente una década como el primer
consumidor de energía del mundo. Y en ambos países el consumo de energía crece
sin cesar. Normal: numerosos estudios, como los del economista y profesor de la
Sorbona Gaël Giraud, han mostrado que la pretendida desmaterialización de la
energía es solo un mito, que si se quiere seguir creciendo económicamente, el
consumo de materiales y de energía tiene que crecer, aquí o en el lugar al que
hayamos deslocalizado la fábrica que nos suministra los productos.
Pero resulta
que la disponibilidad de energía en este planeta es finita y que las fuentes de
energía no renovables (petróleo, carbón, gas natural y uranio), que nos
proporcionan el 90% de nuestro consumo de energía primaria, han tocado techo.
Faltando minas y yacimientos tan buenos como los que agotamos en las décadas
precedentes, la cantidad de energía que nos proporcionan los combustibles
fósiles y el uranio ya no crecerá más. Peor que eso, caerá con fuerza durante
esta década, lo que ya se ha empezado a notar, y de qué manera: cortes de luz
en China por falta de carbón, falta de diésel y de queroseno para aviones en la
costa Este de EE.UU., inventarios de combustible en mínimos por todas partes,
aumento de precios generalizado, la verde Unión Europea aumentando
la proporción de carbón en el mix…
Los grandes
bloques están tomando posiciones para mantener su hegemonía en un mundo con
menos recursos y en el que las reglas del juego serán otras. Rusia, por razones
históricas, miraba hacia Europa y por ello ve con recelo la expansión de la
OTAN en los países del Este europeo. Europa, por su lado, mira sobre todo hacia
África, como demuestran las operaciones militares auspiciadas por Francia en el
Magreb o los planes de producir hidrógeno verde para Alemania patrocinados por
el gobierno teutón en Marruecos, Namibia o Congo. China también tiene intereses
en África, pero mira todavía más hacia el Sudeste Asiático, pretendiendo
extender su área de influencia y ganarle la carrera a su gran rival regional,
la India, que aún está demasiado ensimismada en su grandeza y su enorme
diversidad cultural y étnica. ¿Y EE.UU.? ¿Hacia dónde mira EE.UU. para afrontar
la Era del Descenso Energético?
De manera
natural, EE.UU. debería mirar hacia Sudamérica, pero se resiste a abandonar su
papel de imperio planetario. Con más de 800 bases repartidas en más de 70
países, los amigos americanos tienen todavía intereses
repartidos por todo el planeta. Y si bien el expansionismo africano de los
europeos no les quita el sueño, sí que les preocupan y mucho las veleidades
rusas en Europa, y aún más las ambiciones chinas en el Sudeste Asiático. Por
eso EE.UU. ha empezado a girar su atención hacia el Pacífico, con la cada vez
más declarada intención de que este océano deje de hacer honor a su nombre.
Una parte
importante de la estrategia americana se centra en la protección de Taiwán,
lugar crítico por ser uno de los dos países (el otro es Corea del Sur) que
alberga las más avanzadas fábricas de microchips de última generación. China no
ha ocultado nunca su interés por recuperar el control de la que considera una
isla rebelde, parte de su territorio nacional. Por eso el juego de maniobras
militares estadounidenses, replicadas con maniobras militares chinas, durante
los últimos meses. Y unas recientes declaraciones de Biden en su visita a Japón
–como buscando complicidades en un lugar nada casual– han añadido un poco más
de picante al asunto: “Defenderemos Taiwán si China lo
ataca”.
Debido a la
escalada de tensión, otra parte importante de la estrategia americana son las
alianzas en la zona: AUKUS, la reciente entente con Reino Unido y Australia,
quien también ve con recelo el avance imparable de la influencia política china
en su flanco noroccidental y con la que coincide también en la QUAD: otra
alianza militar –en este caso resucitada- que incluye a India y Japón.
Y sin embargo
China ya está librando su guerra de conquista de manera relativamente
incruenta: la primera víctima ha sido Sri Lanka, que recibió con los brazos
abiertos las inversiones chinas en puertos y otras infraestructuras y ahora
tiene a China como su principal acreedor y negociador en la definición de las
condiciones de liquidación económica y política de la gran isla del Índico.
Pero Sri Lanka no es el único país en manos chinas, solo el primero en caer: la
estrategia de la Nueva Ruta de la Seda de China, financiando nuevas
infraestructuras en otros países con créditos aparentemente ventajosos pero en
la práctica impagables, dado su alto monto, les está dando grandes réditos.
A pesar de que
su estrategia de dominio es más comercial que militar, China es bien consciente
de la Trampa de Tucídides y sabe perfectamente que EE.UU. no se quedará
impasible mientras continúa avanzando escalones hacia la hegemonía de su
región, y por eso continúa con su rearme y mostrando su músculo militar cuando
precisa. Y a pesar de que EE.UU. apuesta más por la intimidación física, juegan
también algunas de sus cartas con sutileza, esperando estrangular el acceso de
China a los preciados y cada vez más escasos recursos: de ahí todos los
problemas con el carbón australiano que China embargó durante meses o las
recientes protestas de Japón por las prospecciones de China en el Mar de la
China.
Todo este
vertiginoso choque de trenes a cámara lenta es la consecuencia lógica de una
actitud ilógica: la de intentar mantener el crecimiento infinito en un planeta
finito. Una idea no solo equivocada, sino suicida. Una idea que nos puede llevar
a muchas otras guerras. Nuevas ucranias que tendrán que sucumbir al horror de
la más nociva y peligrosa de las ideas que ha conocido este planeta: la del
crecimiento infinito.
¿Hay acaso algo
más estúpido que una guerra? Pueden apostar que sí: una guerra cuando los
recursos menguan rápidamente y cuando la única respuesta posible al reto
ecológico que tenemos delante es compartida, cooperativa.
La única solución a la trampa de Tucídides
Si queremos
solucionar este enredo hay que reconocer la hipocresía de Occidente: por un
lado consideramos cualquier mínimo gesto, como el del acuerdo con las Islas
Salomón, de una China poco expansionista –al menos militarmente– como una
amenaza para nuestra seguridad. Por otro lado, la expansión de la OTAN ha sido
espectacular en estos últimos 30 años. Y luego nos extraña que un país que ha
sido invadido dos veces en los últimos 200 años por ejércitos europeos
(Napoleón y Hitler) tema que pueda haber una tercera invasión, y que a la
tercera, ya se sabe. Hasta el papa Francisco comprende esto perfectamente y no
teme decir que la guerra de Ucrania quizá ha sido provocada por los “ladridos de la OTAN a las
puertas de Rusia”.
¿Esto quiere
decir que la OTAN sea la mala de la película y Putin una novicia inocente? En
absoluto. Putin es un sátrapa autoritario, liberticida, y la invasión no se
puede justificar de ninguna manera. La solución a la Trampa de Tucídides es
precisamente esa, salir de esquemas maniqueos de “buenos y malos”, asumir la
complejidad de las relaciones geopolíticas e internacionales, y empezar a
reconocer que va a ser imposible hacer frente a los retos que tenemos como civilización
si pensamos en seguir creciendo. Cuando el espacio o los recursos
energéticos son finitos más te vale dejar de crecer salvo que tu intención sea
aplastar a los de al lado.
Toca cooperar
para enfrentar el dilema del prisionero global que conforman la crisis
climática y la energética, un enredo en el que estamos todos metidos y del que
no se puede salir bien parado mediante guerras. La Trampa de Tucídides 2.0, es
evidente, no tendrá vencedor alguno. En el Otoño de la
civilización todas son potencias crepusculares. Puede haber
un bando que pierda menos, sí, pero el riesgo de destrucción mutua total no
existía en los tiempos de las Guerras del Peloponeso. La única
opción pacífica es que la potencia dominante renuncie a dominar militarmente a
la ascendente y la ascendente sea generosa con la que le deja espacio sin
guerrear.
Necesitamos
imaginar una política que no sea de bloques. No necesitamos recetas conocidas o
suaves reformas. Necesitamos un cambio enorme en poco tiempo, pero que aún es
posible. Hagámosle caso a Tolstoi, que algo sabía de guerras y paces cuando
escribió “pensamos que todo está perdido cuando se nos hace salir de nuestro
sendero habitual, pero es ahí precisamente donde empieza lo nuevo y lo bueno”.
Artículo publicado originalmente en Contexto.
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