Hoy hace 140 años moría en Londres Jenny von Westphalen. Compañera de infancia de Marx y su esposa desde 1843, compartió con él vida e ideas, y le dio la fuerza para su trabajo en las penosas circunstancias en las que les tocó vivir.
Jenny de Westfalia, el gran amor de Marx (y viceversa)
El Viejo Topo
2 diciembre, 2021
En los años
ochenta, Marx pasó a ser el centro del punto de mira de la restauración
neoliberal. Cualquier cosa podía servir en su contra, por supuesto incluyendo
lo más privado. Al cumplirse el centenario de su muerte, un amigo
norteamericano me enviaba un ejemplar del New York Times que,
me informaba, siempre había mostrado un cierto respeto por el personaje; por
ejemplo, en la última ocasión en que el célebre diario se había referido al
autor de El Capital lo había hecho con un artículo de un
científico de la reputación de Benjamín Farrington, socialista y filósofo,
autor de importantes ensayos de divulgación científica. En el del 14 de marzo
de 1983, el autor era sin duda un mercenario sin ninguna categoría intelectual,
todo valía contra el Gran Satán. Por lo demás no era necesario leer el texto,
la ilustración lo decía todo: aparecía la silueta embarazada de Marx.
Lo fundamental
era demostrar que Marx fue un mal marido de Jenny de Westfalia, sin la cual su
destino se habría modificado sensiblemente, ya que como reconoció el propio
Marx en una carta a Engels, Jenny fue “indispensable en su vida”. Pero el caso
dio lugar a una verdadera montaña de artículos y de libros que tendían a
sepultar su obra teórica, y esta guerra fue triunfal, la izquierda
institucionalista se estaba convirtiendo o resignando el neoliberalismo. La
resistencia –ironizaba el converso Vargas Llosa– quedaba reducida a las
universidades. En cuanto a la URSS, el marxismo había desaparecido en las
“purgas” de los años treinta.
“Algunas
personas detestan como yo lo patético demostrativo; sin embargo sería mentir y
no confesar que mi espíritu está en gran parte absorbido por el recuerdo de mi
esposa, que fue la mejor parte de mi vida”. Así hablaba Marx de su compañera.
Lo dicho: marxista en la lucha, en casa no dejó de ser un hombre de su tiempo,
menos avanzado que Engels y que otros socialistas de su época. Además, Marx no
era lo que se dice “un hombre de provecho” y tampoco era “un hombre de su
casa”. Su mente y su esfuerzo se concentraban en el desarrollo de sus
actividades e ideas y, en consecuencia, los problemas caseros empezaron a
hacerse cada vez más acuciantes.
En palabras de
su biógrafo Frank Merhing, a Karl no le gustaba hablar de estas cosas. Pero
siempre, por encima de las necesidades, por apremiantes que estas fueran,
estaban los grandes problemas de la humanidad. Era por lo tanto “poco práctico
para las cosas pequeñas y genialmente práctico para las grandes; incapaz de
llevar el presupuesto familiar, pero de una capacidad incomparable para
levantar un ejército que había de hacer cambiar la faz del mundo”.
Tanto él como
ella eran plenamente conscientes de la trascendencia de sus aportaciones y
establecieron tácitamente una división del trabajo. Es por ello que en las
biografías de Marx, Jenny solo suele aparecer en los momentos de las batallas
cotidianas, cuando la miseria se hace insoportable. No obstante, en los
momentos de las grandes batallas, ella también redoblaba los esfuerzos. En una
de sus cartas afirma que sus días más felices eran cuando contemplaba a su
marido trabajar con plenitud y sin contratiempos.
La familia de
Marx fue, con todo, un ejemplo, y su hogar, un lugar recordado con cariño y
admiración por los distintos revolucionarios que pasaron por su lado. Todos los
testimonios escritos por éstos –fuera en París, Bruselas o Londres– coinciden
en realzar la figura inteligente y alegre de Jenny. Este es el caso, por citar
un ejemplo, de Friedrich Lessner: “La casa de Marx permanecía abierta a
cualquier camarada de confianza. Me resultan inolvidables las agradables horas
que, como otros muchos, he pasado en el círculo de su familia. Destacaba aquí
sobre todo su excelente esposa, mujer de buena estatura y de rara belleza,
noble en el porte, pero de extraordinaria bondad, amabilidad y agudeza, y
desprovista por entero de todo orgullo y altivez, de forma que a su lado uno se
sentía tan cómodo como al lado de su propia madre o hermana. Su personalidad
entera recordaba las palabras del poeta popular escocés, Robert Burns: ‘Mujer,
adorable mujer, el cielo te ha destinado para atemperar al hombre’. Mostraba un
enorme entusiasmo por la causa obrera y cualquier éxito, incluso el más ínfimo,
en la lucha contra la burguesía, le causaba la máxima satisfacción y alegría…”
Los más
cercanos sabían no obstante que, junto con estos momentos de equilibrio
económico y tranquilidad –facilitados por las oportunas ayudas de Engels o por
algún raro ingreso, como lo fue la herencia del viejo comunista Lopus–, hubo
otros en los que el drama les asolaba. Este drama para los Marx no fue el
destierro, ni la persecución, ni la cárcel, ni siquiera la calumnia, aunque
todas estas cosas contribuyeron a amargar sus días. Fue un drama menos
espectacular pero mucho más trágico. Se trata simplemente de la miseria más
extensa y cuyo centro era el hogar. Jenny nos da cumplida cuenta de ello en
esta larga cita: “Solo describiré un único día de esa vida tal como sucedió, y
así podrá ver que quizás muy pocas familias de emigrantes han tenido que sufrir
semejantes privaciones. Dado que aquí las nodrizas resultan inasequibles,
decidí alimentar personalmente a mi hijo, a pesar de los constantes y penetrantes
dolores en los pechos y en la espalda. Sin embargo, el pobre angelito debió
ingerir todas mis preocupaciones y callados lamentos, por lo que nació
completamente enfermizo. Desde que está en este mundo, todavía no ha conseguido
dormir una sola noche más de dos o tres horas seguidas. En los últimos tiempos
se han añadido a ello fuertes calambres, de forma que el crío ha estado
constantemente entre la muerte y la más mísera vida. Y sumido en tales dolores,
mamó con tal fuerza que mis pechos se agrietaron y sangraron, de forma que en
más de una ocasión la sangre corría por su trémula boquita. Cierto día,
encontrándome en tales condiciones, entró en casa la patrona –a la cual
habíamos pagado en el curso del invierno 250 táleros y con la cual habíamos
acordado contractualmente pagar las sumas futuras a su amo y señor, que la
había embargado–, negando la existencia del contrato y exigiendo las 5 fibras
que todavía le adeudábamos. Y cuando no pudimos pagárselas al instante (la
carta de Naut llegó demasiado tarde), penetraron en la casa dos embargadores,
que se hicieron cargo de todos mis pequeños bienes: camas, ropa, vestidos,
todo, incluso la cuna de mi pobre hijito, y los juguetes de mis hijas, que
prorrumpieron en llantos. Yo estaba echada en el suelo desnuda, con mis hijos
temblando del frío y con el pecho dolorido. Schramm, nuestro amigo, corrió a la
ciudad en busca de ayuda. Durante el trayecto, los caballos se desbocaron,
Schramm saltó del cabriolé, y nos lo trajeron completamente ensangrentado a
casa, donde me encontraba llorando y rodeada por mis pobres y trémulos hijos”.
Como
consecuencia de situaciones como ésta, murieron varios de sus hijos. De uno de
estos casos existe el siguiente testimonio de Wilhem Liebknecht: “Muchos niños
murieron. También los dos varones de Marx; el nacido en Londres falleció muy
pronto, mientras que el nacido en París murió después de una larga dolencia. La
muerte de este último conmovió profundamente a Marx. Todavía recuerdo aquellas
tristes semanas de la enfermedad sin esperanzas de salvación. El muchacho
–llamado Edgar, como su tío, pero al que todos llamaban Musch– era muy dotado,
pero era enfermizo de nacimiento; un verdadero hijo del dolor, de hermosísimos
ojos y prometedora cabeza, que sin embargo era demasiado pesada para su débil
cuerpo. Si al pobre Musch se le hubieran aplicado unos cuidados tranquilos y
duraderos, así como una estancia en el campo o junto al mar, quizás hubiera
sido posible mantenerlo con vida. Sin embargo, la vida de refugiados, los
continuos traslados de un domicilio a otro, la miseria londinense, no
permitieron –a pesar del más delicado amor de los padres y de los cuidados de
la madre– fortalecer al débil brote para la lucha por la existencia. Musch
murió. No olvidaré la escena: la madre inclinada sobre la criatura muerta y
llorando en silencio. Lenchen sollozando al lado de ella, Marx terriblemente
excitado, rechazando con fuerza, casi con ira, toda palabra de consuelo, las
dos muchachas llorando y agarrándose a la madre, la cual las abrazaba convulsivamente
en su dolor, como si quisiera agarrarse a ellas y defenderlas de la muerte que
le había arrebatado al hijo varón”.
Los amoríos
entre Jenny y Karl no conocieron ningún paréntesis. No se han publicado las
cartas de ella a él, pero sí las de Marx. En una de ellas, concluye así una
larga declaración amorosa: “Desde luego en el mundo hay muchas mujeres, algunas
muy hermosas. Pero ¿dónde voy a encontrar en otra cara, cada rasgo, cada
arruguilla que despierte en mí los más intensos y bellos recuerdos de mi vida?
Hasta mis inmensos sufrimientos los leo en tu amada fisonomía, y son dolores
que mitigo cuando cubro de besos tu rostro, querida. ‘Enterrado en tus brazos…
resucitado por tus besos’, diría yo. Sí. En tus brazos y por tus besos…”
Sin embargo hay
una sombra en su fidelidad. Marx tuvo un hijo con Helene Demuth, la criada de
la familia de Jenny que tenía casi la misma edad que ella y que la había
seguido al exilio a través del calvario doméstico convirtiéndose en una pieza
insustituible de la familia. Helene era bastante hermosa y él cayó en la
tentación. El niño se llamó Frederic y fue adoptado por Engels. Esto ocurrió en
1851 y sin embargo Helene siguió durante algunos años más con los Marx. No hay
duda de que Jenny estaba al corriente, pero no hay huella de una desavenencia
con su marido. El caso es que Helene terminó marchándose y esto fue fatal para
los nuevos hijos que los Marx trajeron al mundo.
En el trato con
sus hijas, Jenny se mostró mucho más liberal que Marx, que llegó a exigir
formalidad y garantías económicas a Lafargue cuando éste era candidato a ser su
yerno. Obviamente avanzado teóricamente ante la cuestión moral y de la mujer
–ver simplemente El Manifiesto Comunista–, Marx no lo fue tanto a
nivel práctico. Un ejemplo de ello lo tenemos en su actitud inadmisible, cuando
ni siquiera se dignó dar sus condolencias a Engels tras la muerte de Mary
Burns, con la cual éste mantenía “relaciones irregulares”. Fue el momento más
difícil en la historia de una gran amistad.
Jenny murió
después de una larga y penosa enfermedad. Ante su tumba dijo Engels: “… De sus
cualidades personales no tengo nada que hablar, sus amigos que la conocen no la
olvidarán jamás. Si ha habido en el mundo alguna mujer que pusiese su mayor
dicha en hacer dichosos a otros, era ésta a quien hoy enterramos”.
Jenny y Karl
tuvieron siete hijos: cuatro de ellos murieron siendo niños; sobrevivieron tres
niñas, todas las cuales tuvieron un cierto papel en la historia del socialismo
ulterior, amén de un fin más bien trágico. La primera fue sin duda la más
discreta, Jenny Marx Longuet (1844-1883), conocida como “Jennychen” en el
círculo de los Marx. Militante socialista, escribió para la prensa socialista
en Francia en la década de 1860, sobre todo denunciando el trato británico a
los fenianos irlandeses. Contrajo matrimonio con Charles Longuet, veterano de
la Comuna y juntos tuvieron cinco hijos varones y una mujer. Murió muy joven,
presumiblemente de cáncer; tanto su marido como su hijo del mismo nombre
tuvieron un cierto papel en el partido socialista en su sector más
socialdemócrata.
Laura Marx
(1845-1911) se casó con otro comunero, Paul Lafargue, con el que Marx tuvo sus
más y sus menos, primero por su actitud bohemia y luego por su tendencia hacia
el reduccionismo, lo que le llevó al suegro a decir que si lo que Paul escribía
era marxismo, él no era marxista. No obstante, Lafargue fue un militante
íntegro y vivió con Laura fases muy duras. Destacó como el autor de una obra
clásica inclasificable, El derecho a la pereza. Paul, joven
socialista español nacido en Cuba, nacionalizado francés y llegado a Londres
para trabajar en la AIT, fue uno de los “leones” de la primera
socialdemocracia, uno de los fundadores de la sección francesa, y su relación
con el PSOE original ha sido comparada a la de Fanelli con el anarquismo. La
pareja se suicidó mediante una inyección de ácido cianhídrico, algo que tenían
previamente acordado para cuando su salud no les permitiera mantener su
independencia y dignidad vital. Sin embargo, no era esta la impresión que
tenían los demás. Ambos gozaban de bienestar, eran muy respetados y por lo
tanto no parecía justificado semejante final. El gesto quedó como un referente
en el debate sobre la eutanasia. Tampoco les faltaban medios: a su muerte,
Engels los había nombrados herederos de parte de su legado y de su obra y de
bastante dinero.
La más inquieta
y avanzada fue la londinense Eleonora Marx (1855–1898), conocida en familia con
el alias de “Tussy” (gato), que había sido educada en su casa por “el Moro”,
llamado así a Marx por su tez oscura; con el paso del tiempo se convirtió en su
secretaria (“Eleonora soy yo”, confesaba Marx), pasando luego a ser profesora
en un colegio de Brighton. Destacando por sus conocimientos literarios,
tradujo Madame Bovary, de Flaubert, La dama del mar y El
enemigo del pueblo, de Ibsen. Conoció una relación amorosa con
Prosper-Olive Lissagaray, el mejor historiador de la Comuna, pero ambos se
toparon con la intransigencia del padre. En 1884 se unió a la Federación
socialdemócrata de Henry Hyndman (1842-1921), que encarnó un “marxismo” de vía
estrecha con el que no tardó mucho tiempo en romper. En los años ochenta del
siglo se convirtió en una desatacada conferenciante socialista, siendo una de
las fundadoras de la Liga Socialista, junto con William Morris, en donde
militaban socialistas no marxistas: jacobinos, cristianos y anarquistas, en
particular el grupo “Freedom” que lideraba Pietr Kropotkin y sus amigos, que
también se distinguieron por su rechazo del sectarismo. Además Eleonor se
convirtió en una sindicalista, apoyando luchas muy duras como la que llegó a
llamarse Huelga de las “Matchgirls” de
1888, que movilizó a más de 1.400 trabajadoras, muchas de ellas
niñas y adolescentes, que trabajaban en la fábrica de cerillas llamada
Bryant&May. Todo comenzó a raíz de un artículo de denuncia de la
activista Annie Besant (1847-1933),
que actuó como intermediaria entre la empresa y las trabajadoras, y acabó con
la aceptación de algunas de las reivindicaciones de las mujeres (eliminación de
las deducciones por el costo del material y las multas, habitaciones separadas
y no contaminadas para la comida, etc.) y la huelga terminó.
Annie tenía ya
una larga trayectoria democrática cuando en 1888 se convirtió al socialismo.
Había formado con Charles Bradlaugh una pareja libre y unida de
librepensadores, ateos, secularistas, maltusianos y simpatizantes de las luchas
obreras. Por sus actividades inconformistas fue encarcelada en múltiples
ocasiones, una de ellas en 1877 por publicar un libro sobre el control de la
natalidad, que era un tema tabú no solo para el poder y la Iglesia sino también
para la izquierda. El libro fue calificado por un subfiscal de la corona de
“sucio, obsceno… su objetivo es el permitir que las personas mantengan
intercambios sexuales, prescindiendo de aquello que, en el orden de la
Providencia, es el resultado natural del intercambio sexual”. Annie fue acusada
de divulgar una obra que sugería a los jóvenes y solteros “que gratificasen sus
pasiones”. Hizo su defensa explicando que con el libro las mujeres obreras
podrían tener a bajo precio lo que las ricas tenían de una manera más cara. Fue
condenada, pero en el mismo año escribió un libro parecido que dedicó a “los
pobres de las grandes ciudades y los distritos agrícolas… con la esperanza de
que pueda abrirles un camino que les aleje de la pobreza, y que haga más fácil la
vida del obrero inglés”. Annie colaboró con Engels, William Morris y Eleonor
Marx en las luchas sociales y políticas, y más tarde formó parte del grupo
fabiano desde una óptica izquierdista. Para la sociedad fabiana escribió un
trabajo sobre el control obrero de las industrias y organizó en los sindicatos
a las trabajadoras cerilleras. Luego trabajó durante varios años en el
laborismo, con el que tuvo diferencias durante la Gran Guerra ya que Annie se
declaró pacifista e internacionalista. En la postguerra se dedicó a hacer
campañas anticolonialistas y a favor de la independencia de la India. Ganada
para la causa de Gandhi se trasladó a este país, donde intentó conciliar el
socialismo con la teosofía.
Siguiendo con
Eleonor, esta ayudó a organizar la “Gasworkers’ Union”, escribió numerosos
libros y artículos. Aquella fue una época especialmente creativa dentro de la
cual Eleonor realizó una importante aportación feminista en base a las lecturas
de Mary Wollstonecraft. En este punto se la considera como una pionera del
movimiento sufragista, que contribuyó a desarrollar, según su biógrafa Rachel
Holmes. “En la época victoriana, se hablaba de la opresión de género como la
‘cuestión de la mujer’. Eleonora fue aún más allá y extendió el debate a la
mujer trabajadora. La contradicción entre sus ideales y su vida personal. Su
deseo de tener hijos y su amor no correspondido. El ‘secuestro’ emocional y la
decepción permanente. La idea heredada del padre de que la familia moderna
contiene todos los antagonismos de la sociedad en miniatura…” Célebres fueron
sus arengas en los púlpitos de Gran Bretaña y Norteamérica, ante audiencias de
más de 50.000 personas en las incipientes manifestaciones del Primero de Mayo.
En esta época trabajó al unísono con su pareja Edward Aveling (1849-1898),
ateo, darwinista, activista político y socialista, escritor de numerosos libros
y uno de los fundadores del Partido Laborista Independiente (de influencia
cristiano-socialista más que marxista); ya había estado casado anteriormente
con la rica heredera Isabel Campbell Frank (1848-1892), de quien se divorció a
los dos años. Fruto de su relación personal e intelectual con Aveling nació el
definitivo opúsculo con el que Eleonora Marx pasaría a la historia, La
cuestión de la mujer (1886), aunque siempre se ha considerado dudoso y
siniestro el papel de Aveling, quien ejercía un poderoso e inexplicado influjo
(más allá de la intensa relación física).
Entre los
factores que se considera que influyeron en causarle un estado depresivo se
cita la historia de que Engels, quien tenía a Eleonora por una hija y a quien
nombraría su heredera, le hizo partícipe del hecho de que su padre había tenido
un hijo ilegítimo con su criada, Lenchen, y que el niño (Freddy Demuth) había
crecido sin apoyo económico ni educativo, y acabó trabajando como tornero. Se
dice que tal vez fue esta confidencia la que le impidió terminar la biografía
de su padre y abrigar las primeras ideas suicidas. Sin embargo, el factor que
más se destaca se sitúa en su descubrimiento de que Aveling, utilizando el
seudónimo con el que había publicado algunas obras dramáticas (Alec Nelson), se
había casado en secreto un año antes con una joven actriz (Eva Frye). Esta
falta de confianza y el alcance terminal de la enfermedad renal de Aveling, supuso
para Eleonora el mazazo definitivo, un dolor difícil de soportar, que acabó
abocándola al suicidio ingiriendo ácido prúsico.
No faltaron
periodistas y escritores conservadores que vieron en esta tragedia una
demostración del fracaso del socialismo, incapaz de superar los grandes dramas
de la vida cotidiana.
Sobre la vida
familiar de Marx, en torno a la cual el “pensamiento único” ha tratado de echar
su mirada denigratoria, se pueden citar un cierto número de obras de valor muy
desigual, tales como La vida amorosa de Marx, de Pierre Durand (Ed.
Dogal, Madrid, 1977), que recopila todos los textos conocidos de y sobre Jenny,
incluyendo los poemas amorosos que le dedicó Karl; en la misma línea incide
Tania Tamara Rosal, mexicana hija de republicanos españoles; fue la autora
de Los amores de Carlos Marx (Ed. Ayuso, Madrid, 1983), que
trata de la influencia femenina en la vida del personaje; la norteamericana
Ivonne Kapp se centraba en Eleanor Marx, en un libro subtitulado La
vida familiar de Marx (Ed. Nuestro tiempo, México, 1979, tr. de la
edición norteamericana de 1972), con unos anexos que reúne escritos de Eleanor.
Sobre el mismo tema, tenemos una obra mucho más asequible: Eleanor
Marx, hija de Karl, de la escritora brasileña María José Silverira
(Txalaparta, Tafalla, Nafarroa, 2006), que evoca “Un lugar marcado por el
respeto y el afecto hacia la imponente figura del padre, el autor de El
Capital, y una vida sentimental señalada por la tragedia…”
La más reciente
y la más elaborada será la de Mary Grabiel, Amor y Capital. Karl y
Jenny Marx y el nacimiento de una Revolución (Ed. El Viejo Topo,
Mataró, 2016) que entra en los detalles de la relación desde que Karl Marx era
un estudiante con pocos medios y de incierto futuro cuando Jenny von
Westphalen, la cautivadora hija de un barón prusiano, se enamoró de él. Juntos
recorrieron Europa esquivando distintos gobiernos, cada vez más alarmados por
las ideas revolucionarias de Marx. Pero en la vida de la pareja no todo era
lucha política. Marx idolatraba a sus hijos y esposa, era un bromista al que le
gustaban las fiestas familiares y un hombre capaz de experimentar salvajes
entusiasmos, uno de los cuales casi destruye su matrimonio. A través de décadas
de lucha desesperada contra la pobreza, y siempre teniendo en mente como
objetivo prioritario la emancipación de los trabajadores, el amor de Jenny por
Karl se pondrá a prueba una y otra vez mientras ella esperaba a que terminara
su obra maestra, El Capital, que por cierto, ha vuelto a ser
recuperada como pieza indispensable para entender la enfermedad burguesa.
Fuente: Sexta parte. A la sombra de los gigantes, apartado 1 del
libro Revolucionarias de
Pepe Gutiérrez-Álvarez.
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