jueves, 2 de diciembre de 2021

Jenny de Westfalia, el gran amor de Marx (y viceversa)


 

Hoy hace 140 años moría en Londres Jenny von Westphalen. Compañera de infancia de Marx y su esposa desde 1843, compartió con él vida e ideas, y le dio la fuerza para su trabajo en las penosas circunstancias en las que les tocó vivir.


Jenny de Westfalia, el gran amor de Marx (y viceversa)


Pepe Gutiérrez-Álvarez

El Viejo Topo

2 diciembre, 2021 



En los años ochenta, Marx pasó a ser el centro del punto de mira de la restauración neoliberal. Cualquier cosa podía servir en su contra, por supuesto incluyendo lo más privado. Al cumplirse el centenario de su muerte, un amigo norteamericano me enviaba un ejemplar del New York Times que, me informaba, siempre había mostrado un cierto respeto por el personaje; por ejemplo, en la última ocasión en que el célebre diario se había referido al autor de El Capital lo había hecho con un artículo de un científico de la reputación de Benjamín Farrington, socialista y filósofo, autor de importantes ensayos de divulgación científica. En el del 14 de marzo de 1983, el autor era sin duda un mercenario sin ninguna categoría intelectual, todo valía contra el Gran Satán. Por lo demás no era necesario leer el texto, la ilustración lo decía todo: aparecía la silueta embarazada de Marx.

Lo fundamental era demostrar que Marx fue un mal marido de Jenny de Westfalia, sin la cual su destino se habría modificado sensiblemente, ya que como reconoció el propio Marx en una carta a Engels, Jenny fue “indispensable en su vida”. Pero el caso dio lugar a una verdadera montaña de artículos y de libros que tendían a sepultar su obra teórica, y esta guerra fue triunfal, la izquierda institucionalista se estaba convirtiendo o resignando el neoliberalismo. La resistencia –ironizaba el converso Vargas Llosa– quedaba reducida a las universidades. En cuanto a la URSS, el marxismo había desaparecido en las “purgas” de los años treinta.

“Algunas personas detestan como yo lo patético demostrativo; sin embargo sería mentir y no confesar que mi espíritu está en gran parte absorbido por el recuerdo de mi esposa, que fue la mejor parte de mi vida”. Así hablaba Marx de su compañera. Lo dicho: marxista en la lucha, en casa no dejó de ser un hombre de su tiempo, menos avanzado que Engels y que otros socialistas de su época. Además, Marx no era lo que se dice “un hombre de provecho” y tampoco era “un hombre de su casa”. Su mente y su esfuerzo se concentraban en el desarrollo de sus actividades e ideas y, en consecuencia, los problemas caseros empezaron a hacerse cada vez más acuciantes.

En palabras de su biógrafo Frank Merhing, a Karl no le gustaba hablar de estas cosas. Pero siempre, por encima de las necesidades, por apremiantes que estas fueran, estaban los grandes problemas de la humanidad. Era por lo tanto “poco práctico para las cosas pequeñas y genialmente práctico para las grandes; incapaz de llevar el presupuesto familiar, pero de una capacidad incomparable para levantar un ejército que había de hacer cambiar la faz del mundo”.

Tanto él como ella eran plenamente conscientes de la trascendencia de sus aportaciones y establecieron tácitamente una división del trabajo. Es por ello que en las biografías de Marx, Jenny solo suele aparecer en los momentos de las batallas cotidianas, cuando la miseria se hace insoportable. No obstante, en los momentos de las grandes batallas, ella también redoblaba los esfuerzos. En una de sus cartas afirma que sus días más felices eran cuando contemplaba a su marido trabajar con plenitud y sin contratiempos.

La familia de Marx fue, con todo, un ejemplo, y su hogar, un lugar recordado con cariño y admiración por los distintos revolucionarios que pasaron por su lado. Todos los testimonios escritos por éstos –fuera en París, Bruselas o Londres– coinciden en realzar la figura inteligente y alegre de Jenny. Este es el caso, por citar un ejemplo, de Friedrich Lessner: “La casa de Marx permanecía abierta a cualquier camarada de confianza. Me resultan inolvidables las agradables horas que, como otros muchos, he pasado en el círculo de su familia. Destacaba aquí sobre todo su excelente esposa, mujer de buena estatura y de rara belleza, noble en el porte, pero de extraordinaria bondad, amabilidad y agudeza, y desprovista por entero de todo orgullo y altivez, de forma que a su lado uno se sentía tan cómodo como al lado de su propia madre o hermana. Su personalidad entera recordaba las palabras del poeta popular escocés, Robert Burns: ‘Mujer, adorable mujer, el cielo te ha destinado para atemperar al hombre’. Mostraba un enorme entusiasmo por la causa obrera y cualquier éxito, incluso el más ínfimo, en la lucha contra la burguesía, le causaba la máxima satisfacción y alegría

Los más cercanos sabían no obstante que, junto con estos momentos de equilibrio económico y tranquilidad –facilitados por las oportunas ayudas de Engels o por algún raro ingreso, como lo fue la herencia del viejo comunista Lopus–, hubo otros en los que el drama les asolaba. Este drama para los Marx no fue el destierro, ni la persecución, ni la cárcel, ni siquiera la calumnia, aunque todas estas cosas contribuyeron a amargar sus días. Fue un drama menos espectacular pero mucho más trágico. Se trata simplemente de la miseria más extensa y cuyo centro era el hogar. Jenny nos da cumplida cuenta de ello en esta larga cita: “Solo describiré un único día de esa vida tal como sucedió, y así podrá ver que quizás muy pocas familias de emigrantes han tenido que sufrir semejantes privaciones. Dado que aquí las nodrizas resultan inasequibles, decidí alimentar personalmente a mi hijo, a pesar de los constantes y penetrantes dolores en los pechos y en la espalda. Sin embargo, el pobre angelito debió ingerir todas mis preocupaciones y callados lamentos, por lo que nació completamente enfermizo. Desde que está en este mundo, todavía no ha conseguido dormir una sola noche más de dos o tres horas seguidas. En los últimos tiempos se han añadido a ello fuertes calambres, de forma que el crío ha estado constantemente entre la muerte y la más mísera vida. Y sumido en tales dolores, mamó con tal fuerza que mis pechos se agrietaron y sangraron, de forma que en más de una ocasión la sangre corría por su trémula boquita. Cierto día, encontrándome en tales condiciones, entró en casa la patrona –a la cual habíamos pagado en el curso del invierno 250 táleros y con la cual habíamos acordado contractualmente pagar las sumas futuras a su amo y señor, que la había embargado–, negando la existencia del contrato y exigiendo las 5 fibras que todavía le adeudábamos. Y cuando no pudimos pagárselas al instante (la carta de Naut llegó demasiado tarde), penetraron en la casa dos embargadores, que se hicieron cargo de todos mis pequeños bienes: camas, ropa, vestidos, todo, incluso la cuna de mi pobre hijito, y los juguetes de mis hijas, que prorrumpieron en llantos. Yo estaba echada en el suelo desnuda, con mis hijos temblando del frío y con el pecho dolorido. Schramm, nuestro amigo, corrió a la ciudad en busca de ayuda. Durante el trayecto, los caballos se desbocaron, Schramm saltó del cabriolé, y nos lo trajeron completamente ensangrentado a casa, donde me encontraba llorando y rodeada por mis pobres y trémulos hijos”.

Como consecuencia de situaciones como ésta, murieron varios de sus hijos. De uno de estos casos existe el siguiente testimonio de Wilhem Liebknecht: “Muchos niños murieron. También los dos varones de Marx; el nacido en Londres falleció muy pronto, mientras que el nacido en París murió después de una larga dolencia. La muerte de este último conmovió profundamente a Marx. Todavía recuerdo aquellas tristes semanas de la enfermedad sin esperanzas de salvación. El muchacho –llamado Edgar, como su tío, pero al que todos llamaban Musch– era muy dotado, pero era enfermizo de nacimiento; un verdadero hijo del dolor, de hermosísimos ojos y prometedora cabeza, que sin embargo era demasiado pesada para su débil cuerpo. Si al pobre Musch se le hubieran aplicado unos cuidados tranquilos y duraderos, así como una estancia en el campo o junto al mar, quizás hubiera sido posible mantenerlo con vida. Sin embargo, la vida de refugiados, los continuos traslados de un domicilio a otro, la miseria londinense, no permitieron –a pesar del más delicado amor de los padres y de los cuidados de la madre– fortalecer al débil brote para la lucha por la existencia. Musch murió. No olvidaré la escena: la madre inclinada sobre la criatura muerta y llorando en silencio. Lenchen sollozando al lado de ella, Marx terriblemente excitado, rechazando con fuerza, casi con ira, toda palabra de consuelo, las dos muchachas llorando y agarrándose a la madre, la cual las abrazaba convulsivamente en su dolor, como si quisiera agarrarse a ellas y defenderlas de la muerte que le había arrebatado al hijo varón”.

Los amoríos entre Jenny y Karl no conocieron ningún paréntesis. No se han publicado las cartas de ella a él, pero sí las de Marx. En una de ellas, concluye así una larga declaración amorosa: “Desde luego en el mundo hay muchas mujeres, algunas muy hermosas. Pero ¿dónde voy a encontrar en otra cara, cada rasgo, cada arruguilla que despierte en mí los más intensos y bellos recuerdos de mi vida? Hasta mis inmensos sufrimientos los leo en tu amada fisonomía, y son dolores que mitigo cuando cubro de besos tu rostro, querida. ‘Enterrado en tus brazos… resucitado por tus besos’, diría yo. Sí. En tus brazos y por tus besos…”

Sin embargo hay una sombra en su fidelidad. Marx tuvo un hijo con Helene Demuth, la criada de la familia de Jenny que tenía casi la misma edad que ella y que la había seguido al exilio a través del calvario doméstico convirtiéndose en una pieza insustituible de la familia. Helene era bastante hermosa y él cayó en la tentación. El niño se llamó Frederic y fue adoptado por Engels. Esto ocurrió en 1851 y sin embargo Helene siguió durante algunos años más con los Marx. No hay duda de que Jenny estaba al corriente, pero no hay huella de una desavenencia con su marido. El caso es que Helene terminó marchándose y esto fue fatal para los nuevos hijos que los Marx trajeron al mundo.

En el trato con sus hijas, Jenny se mostró mucho más liberal que Marx, que llegó a exigir formalidad y garantías económicas a Lafargue cuando éste era candidato a ser su yerno. Obviamente avanzado teóricamente ante la cuestión moral y de la mujer –ver simplemente El Manifiesto Comunista–, Marx no lo fue tanto a nivel práctico. Un ejemplo de ello lo tenemos en su actitud inadmisible, cuando ni siquiera se dignó dar sus condolencias a Engels tras la muerte de Mary Burns, con la cual éste mantenía “relaciones irregulares”. Fue el momento más difícil en la historia de una gran amistad.

Jenny murió después de una larga y penosa enfermedad. Ante su tumba dijo Engels: “… De sus cualidades personales no tengo nada que hablar, sus amigos que la conocen no la olvidarán jamás. Si ha habido en el mundo alguna mujer que pusiese su mayor dicha en hacer dichosos a otros, era ésta a quien hoy enterramos”.

Jenny y Karl tuvieron siete hijos: cuatro de ellos murieron siendo niños; sobrevivieron tres niñas, todas las cuales tuvieron un cierto papel en la historia del socialismo ulterior, amén de un fin más bien trágico. La primera fue sin duda la más discreta, Jenny Marx Longuet (1844-1883), conocida como “Jennychen” en el círculo de los Marx. Militante socialista, escribió para la prensa socialista en Francia en la década de 1860, sobre todo denunciando el trato británico a los fenianos irlandeses. Contrajo matrimonio con Charles Longuet, veterano de la Comuna y juntos tuvieron cinco hijos varones y una mujer. Murió muy joven, presumiblemente de cáncer; tanto su marido como su hijo del mismo nombre tuvieron un cierto papel en el partido socialista en su sector más socialdemócrata.

Laura Marx (1845-1911) se casó con otro comunero, Paul Lafargue, con el que Marx tuvo sus más y sus menos, primero por su actitud bohemia y luego por su tendencia hacia el reduccionismo, lo que le llevó al suegro a decir que si lo que Paul escribía era marxismo, él no era marxista. No obstante, Lafargue fue un militante íntegro y vivió con Laura fases muy duras. Destacó como el autor de una obra clásica inclasificable, El derecho a la pereza. Paul, joven socialista español nacido en Cuba, nacionalizado francés y llegado a Londres para trabajar en la AIT, fue uno de los “leones” de la primera socialdemocracia, uno de los fundadores de la sección francesa, y su relación con el PSOE original ha sido comparada a la de Fanelli con el anarquismo. La pareja se suicidó mediante una inyección de ácido cianhídrico, algo que tenían previamente acordado para cuando su salud no les permitiera mantener su independencia y dignidad vital. Sin embargo, no era esta la impresión que tenían los demás. Ambos gozaban de bienestar, eran muy respetados y por lo tanto no parecía justificado semejante final. El gesto quedó como un referente en el debate sobre la eutanasia. Tampoco les faltaban medios: a su muerte, Engels los había nombrados herederos de parte de su legado y de su obra y de bastante dinero.

La más inquieta y avanzada fue la londinense Eleonora Marx (1855–1898), conocida en familia con el alias de “Tussy” (gato), que había sido educada en su casa por “el Moro”, llamado así a Marx por su tez oscura; con el paso del tiempo se convirtió en su secretaria (“Eleonora soy yo”, confesaba Marx), pasando luego a ser profesora en un colegio de Brighton. Destacando por sus conocimientos literarios, tradujo Madame Bovary, de Flaubert, La dama del mar y El enemigo del pueblo, de Ibsen. Conoció una relación amorosa con Prosper-Olive Lissagaray, el mejor historiador de la Comuna, pero ambos se toparon con la intransigencia del padre. En 1884 se unió a la Federación socialdemócrata de Henry Hyndman (1842-1921), que encarnó un “marxismo” de vía estrecha con el que no tardó mucho tiempo en romper. En los años ochenta del siglo se convirtió en una desatacada conferenciante socialista, siendo una de las fundadoras de la Liga Socialista, junto con William Morris, en donde militaban socialistas no marxistas: jacobinos, cristianos y anarquistas, en particular el grupo “Freedom” que lideraba Pietr Kropotkin y sus amigos, que también se distinguieron por su rechazo del sectarismo. Además Eleonor se convirtió en una sindicalista, apoyando luchas muy duras como la que llegó a llamarse Huelga de las “Matchgirls” de 1888, que movilizó a más de 1.400 trabajadoras, muchas de ellas niñas y adolescentes, que trabajaban en la fábrica de cerillas llamada Bryant&May. Todo comenzó a raíz de un artículo de denuncia de la activista Annie Besant (1847-1933), que actuó como intermediaria entre la empresa y las trabajadoras, y acabó con la aceptación de algunas de las reivindicaciones de las mujeres (eliminación de las deducciones por el costo del material y las multas, habitaciones separadas y no contaminadas para la comida, etc.) y la huelga terminó.

Annie tenía ya una larga trayectoria democrática cuando en 1888 se convirtió al socialismo. Había formado con Charles Bradlaugh una pareja libre y unida de librepensadores, ateos, secularistas, maltusianos y simpatizantes de las luchas obreras. Por sus actividades inconformistas fue encarcelada en múltiples ocasiones, una de ellas en 1877 por publicar un libro sobre el control de la natalidad, que era un tema tabú no solo para el poder y la Iglesia sino también para la izquierda. El libro fue calificado por un subfiscal de la corona de “sucio, obsceno… su objetivo es el permitir que las personas mantengan intercambios sexuales, prescindiendo de aquello que, en el orden de la Providencia, es el resultado natural del intercambio sexual”. Annie fue acusada de divulgar una obra que sugería a los jóvenes y solteros “que gratificasen sus pasiones”. Hizo su defensa explicando que con el libro las mujeres obreras podrían tener a bajo precio lo que las ricas tenían de una manera más cara. Fue condenada, pero en el mismo año escribió un libro parecido que dedicó a “los pobres de las grandes ciudades y los distritos agrícolas… con la esperanza de que pueda abrirles un camino que les aleje de la pobreza, y que haga más fácil la vida del obrero inglés”. Annie colaboró con Engels, William Morris y Eleonor Marx en las luchas sociales y políticas, y más tarde formó parte del grupo fabiano desde una óptica izquierdista. Para la sociedad fabiana escribió un trabajo sobre el control obrero de las industrias y organizó en los sindicatos a las trabajadoras cerilleras. Luego trabajó durante varios años en el laborismo, con el que tuvo diferencias durante la Gran Guerra ya que Annie se declaró pacifista e internacionalista. En la postguerra se dedicó a hacer campañas anticolonialistas y a favor de la independencia de la India. Ganada para la causa de Gandhi se trasladó a este país, donde intentó conciliar el socialismo con la teosofía.

Siguiendo con Eleonor, esta ayudó a organizar la “Gasworkers’ Union”, escribió numerosos libros y artículos. Aquella fue una época especialmente creativa dentro de la cual Eleonor realizó una importante aportación feminista en base a las lecturas de Mary Wollstonecraft. En este punto se la considera como una pionera del movimiento sufragista, que contribuyó a desarrollar, según su biógrafa Rachel Holmes. “En la época victoriana, se hablaba de la opresión de género como la ‘cuestión de la mujer’. Eleonora fue aún más allá y extendió el debate a la mujer trabajadora. La contradicción entre sus ideales y su vida personal. Su deseo de tener hijos y su amor no correspondido. El ‘secuestro’ emocional y la decepción permanente. La idea heredada del padre de que la familia moderna contiene todos los antagonismos de la sociedad en miniatura…” Célebres fueron sus arengas en los púlpitos de Gran Bretaña y Norteamérica, ante audiencias de más de 50.000 personas en las incipientes manifestaciones del Primero de Mayo. En esta época trabajó al unísono con su pareja Edward Aveling (1849-1898), ateo, darwinista, activista político y socialista, escritor de numerosos libros y uno de los fundadores del Partido Laborista Independiente (de influencia cristiano-socialista más que marxista); ya había estado casado anteriormente con la rica heredera Isabel Campbell Frank (1848-1892), de quien se divorció a los dos años. Fruto de su relación personal e intelectual con Aveling nació el definitivo opúsculo con el que Eleonora Marx pasaría a la historia, La cuestión de la mujer (1886), aunque siempre se ha considerado dudoso y siniestro el papel de Aveling, quien ejercía un poderoso e inexplicado influjo (más allá de la intensa relación física).

Entre los factores que se considera que influyeron en causarle un estado depresivo se cita la historia de que Engels, quien tenía a Eleonora por una hija y a quien nombraría su heredera, le hizo partícipe del hecho de que su padre había tenido un hijo ilegítimo con su criada, Lenchen, y que el niño (Freddy Demuth) había crecido sin apoyo económico ni educativo, y acabó trabajando como tornero. Se dice que tal vez fue esta confidencia la que le impidió terminar la biografía de su padre y abrigar las primeras ideas suicidas. Sin embargo, el factor que más se destaca se sitúa en su descubrimiento de que Aveling, utilizando el seudónimo con el que había publicado algunas obras dramáticas (Alec Nelson), se había casado en secreto un año antes con una joven actriz (Eva Frye). Esta falta de confianza y el alcance terminal de la enfermedad renal de Aveling, supuso para Eleonora el mazazo definitivo, un dolor difícil de soportar, que acabó abocándola al suicidio ingiriendo ácido prúsico.

No faltaron periodistas y escritores conservadores que vieron en esta tragedia una demostración del fracaso del socialismo, incapaz de superar los grandes dramas de la vida cotidiana.

Sobre la vida familiar de Marx, en torno a la cual el “pensamiento único” ha tratado de echar su mirada denigratoria, se pueden citar un cierto número de obras de valor muy desigual, tales como La vida amorosa de Marx, de Pierre Durand (Ed. Dogal, Madrid, 1977), que recopila todos los textos conocidos de y sobre Jenny, incluyendo los poemas amorosos que le dedicó Karl; en la misma línea incide Tania Tamara Rosal, mexicana hija de republicanos españoles; fue la autora de Los amores de Carlos Marx (Ed. Ayuso, Madrid, 1983), que trata de la influencia femenina en la vida del personaje; la norteamericana Ivonne Kapp se centraba en Eleanor Marx, en un libro subtitulado La vida familiar de Marx (Ed. Nuestro tiempo, México, 1979, tr. de la edición norteamericana de 1972), con unos anexos que reúne escritos de Eleanor. Sobre el mismo tema, tenemos una obra mucho más asequible: Eleanor Marx, hija de Karl, de la escritora brasileña María José Silverira (Txalaparta, Tafalla, Nafarroa, 2006), que evoca “Un lugar marcado por el respeto y el afecto hacia la imponente figura del padre, el autor de El Capital, y una vida sentimental señalada por la tragedia…”

La más reciente y la más elaborada será la de Mary Grabiel, Amor y Capital. Karl y Jenny Marx y el nacimiento de una Revolución (Ed. El Viejo Topo, Mataró, 2016) que entra en los detalles de la relación desde que Karl Marx era un estudiante con pocos medios y de incierto futuro cuando Jenny von Westphalen, la cautivadora hija de un barón prusiano, se enamoró de él. Juntos recorrieron Europa esquivando distintos gobiernos, cada vez más alarmados por las ideas revolucionarias de Marx. Pero en la vida de la pareja no todo era lucha política. Marx idolatraba a sus hijos y esposa, era un bromista al que le gustaban las fiestas familiares y un hombre capaz de experimentar salvajes entusiasmos, uno de los cuales casi destruye su matrimonio. A través de décadas de lucha desesperada contra la pobreza, y siempre teniendo en mente como objetivo prioritario la emancipación de los trabajadores, el amor de Jenny por Karl se pondrá a prueba una y otra vez mientras ella esperaba a que terminara su obra maestra, El Capital, que por cierto, ha vuelto a ser recuperada como pieza indispensable para entender la enfermedad burguesa.

Fuente: Sexta parte. A la sombra de los gigantes, apartado 1 del libro Revolucionarias de Pepe Gutiérrez-Álvarez.

 

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