Tal día como hoy de 1926 nacía en Londres John Berger,
novelista, pintor, uno de los grandes escritores y críticos de arte. Rebelde,
solidario, profundamente humano, además de lúcido y comprometido observador de
nuestro tiempo.
El Narrador
El Viejo Topo
5 noviembre, 2021
Mientras
desciende, puedo escuchar su voz en el silencio. Retumba en el valle de un lado
al otro. La emite sin esfuerzo y, como el eco, viaja como un lazo. Retorna luego
de haber unido al escucha con el grito. Sitúa a quien grita en el centro. Sus
vacas responden a esa voz tanto como su perro. Una tarde faltaban dos vacas
siendo que las habíamos atado en el establo. Salió y llamó. La segunda vez, las
vacas contestaron desde lo profundo del bosque, y pocos minutos después estaban
ahí, en la puerta del establo, justo al caer la noche.
El día
anterior, trajo todo el hato desde el valle, como a las dos de la tarde
–gritándole a las vacas, y a mí para que abriera las puertas del establo.
Muguet estaba por parir –ya se asomaban las patas delanteras. El único modo de
traerla era con toda la manada. Sus manos le temblaron mientras ataba con una
cuerda las patas del becerro. Dos minutos de tironear y salió completo. Se lo
dio a Muguet para que lo lamiera. Ella mugió, con un sonido que no se escucha
en otras ocasiones –ni siquiera cuando le dan los dolores. Era un sonido agudo,
penetrante, enloquecido. Un sonido más fuerte que la queja, más urgente que un
saludo. Un tanto como el bramido del elefante. Apiló paja para hacerle una cama
al becerro. Para él estos momentos son momentos de triunfo: momentos de
verdadera riqueza: momentos que unen a este viejo zorro de setenta años,
criador de vacas, ambicioso, duro, infatigable, con el universo que lo rodea.
Después de
laborar por la mañana solíamos beber café juntos y me hablaba de la gente
del pueblo. Recordaba la fecha y el día de la semana de todo desastre. Podía
rastrear las relaciones familiares de sus personajes al nivel de los primos
segundos por matrimonio. De vez en vez yo captaba una expresión en sus ojos,
una cierta mirada de complicidad. En torno a qué. A algo que compartíamos pese
a las obvias diferencias. Algo que nos unía pero que nunca se nombraba
directamente. No tenía que ver con el trabajo que yo le hacía. Me tuvo perplejo
un tiempo y de pronto entendí. Era que reconocía en mí una inteligencia
semejante. Ambos somos historiadores de nuestro tiempo. Ambos buscamos cómo
embonan los sucesos.
Para ambos, hay
orgullo y tristeza en ese saber. Por eso la expresión que descubría en sus ojos
era brillante y plena de consuelo. Era la mirada de un narrador a otro.
Escribo páginas
que él no habrá de leer. Después de alimentar a su perro, este viejo se sienta
en un rincón de la cocina y algunas veces platica antes de irse a dormir. Se
acuesta temprano, después de la última taza de café. Casi no estoy ahí, a menos
que me cuente personalmente algo que de todos modos no entenderé pues habla en
lengua. No obstante, la complicidad se mantiene.
Nunca he
pensado que escribir sea una profesión. Es una actividad solitaria e
independiente cuya práctica no confiere señorío. Por fortuna cualquiera puede
hacerlo. Sea que escriba por motivos políticos o personales, tan pronto empiezo
la escritura se vuelve una lucha por dar sentido a la experiencia. Toda
profesión tiene límites a su competencia, pero tiene territorio propio.
Escribir, como yo lo entiendo, no tiene territorio propio. El acto de escribir
no es nada, excepto aproximarse a la experiencia de la que uno escribe. Así
también, espero, leer un texto es un acto comparable de aproximación.
Aproximarnos a
la experiencia, sin embargo, no es como aproximarnos a una casa. La experiencia
es indivisible y continua, al menos dentro del lapso de vida propio, y tal vez
a lo largo de muchas vidas. Nunca tengo la impresión de que mi experiencia sea
totalmente mía, y a veces pienso que me precede. En cualquier caso la
experiencia se pliega en sí misma, se refiere a sí misma, hacia atrás y hacia
adelante, mediante la esperanza y el miedo y, usando la metáfora, situada en el
origen del lenguaje, continuamente compara lo afín con lo disímil, lo pequeño
con lo grande, lo cercano y lo distante. Así, el acto de aproximarnos a un
momento dado de la experiencia implica escrutinio (cercanía) y la capacidad de
conectar (distancia). El movimiento de escribir semeja el de un reguilete: se
aproxima y se retira, mira de cerca y toma distancia. A diferencia del
reguilete, no está fija en un marco estático. Conforme el acto de escribir se
repite, su cercanía, su intimidad con la experiencia, aumenta. Finalmente, si
uno es afortunado, de esta intimidad nace un fruto: el sentido.
Para el viejo,
el sentido de sus historias es más cierto, pero no menos misterioso. De hecho,
asume más plenamente el misterio. Trataré de explicar lo que quiero decir.
Todos los
poblados cuentan historias. Historias del pasado, incluso si éste es distante.
Mientras caminaba con otro amigo de setenta años por la base de un alto risco
me contó que una muchacha había caído y hallado la muerte ahí, mientras segaba
paja en la altura. ¿Fue antes de la guerra?, le pregunté. Por ahí de 1800 (no
es errata), dijo. Me contó también historias del día que platicamos.
Casi todo lo
que ocurre en el día es narrado por alguien antes del nuevo amanecer. Los
relatos son factuales, se basan en la observación o en el recuento de alguien
más. Eso que le llaman chisme pueblerino no es sino la
combinación de las más agudas observaciones surgidas al rememorar sucesos y
encuentros diarios, y de las mutuas familiaridades de toda una vida. Algunas
veces los relatos entrañan juicios morales, pero cualquier juicio –justo o
injusto– es sólo un detalle: el relato íntegro asume cierta
tolerancia porque involucra a alguien con quien el narrador y el escucha
tendrán que seguir viviendo.
Muy pocas
historias se narran por idealizar o condenar; más bien atestiguan el casi
sorprendente rango de lo posible. Son cuentos de misterio aunque aborden
sucesos cotidianos. Cómo fue que C, tan puntilloso con su trabajo, volteó su
carretilla. Por qué L jode tanto a J, su amante, por todo, y como es que J, que
no se deja de nadie, le permite a L que lo trate así.
Un relato nos
invita a comentarlo. Crea el comentario, pues aun el silencio total puede
entenderse como respuesta. Un comentario puede ser sesgado o rencoroso, pero si
lo es, se torna también objeto de un relato y es digno de comentarse. Por qué F
no deja pasar oportunidad alguna de maldecir a su hermano. A la luz de una
historia oída, es muy común que el comentario se tome como respuesta personal
del comentarista ante el enigma de la existencia, por añadirle algo al relato.
Toda narración permite que cada quién se defina.
La función de
estos relatos –que de hecho son historia cotidiana, oral y cercana– es permitir
que un poblado completo se defina a sí mismo. La vida de una comunidad, lo que
la distingue de sus meros atributos físicos y geográficos, es la suma de todas
las relaciones sociales y personales que existen en ella, más las relaciones
económicas –comúnmente de opresión– que vinculan a una comunidad con el resto
del mundo. Pero uno podría decir algo semejante de la vida de un pueblo grande.
Incluso de algunas ciudades. Lo que distingue la vida de una comunidad es que
también es un retrato vivo de sí misma: un retrato comunitario, donde todo
mundo retrata y es retratado por todos. Al igual que en los relieves en los
capiteles de una iglesia romanesca, hay una identidad de espíritu entre lo
mostrado y cómo se muestra –cual si los retratados fueran también los que
esculpen. El retrato de sí mismos está construido, no de piedra sino de
palabras. Plática y recuerdos: opiniones, historias, testimonios, leyendas,
comentarios, rumores. Y es un retrato continuo; su trabajo nunca para.
Hasta hace poco
el único material disponible para que un poblado y sus habitantes se definieran
a sí mismos eran sus partes habladas. Un retrato propio –aparte de los logros
físicos de su trabajo– era la única reflexión en torno al significado de su
existencia. Nada ni nadie más reconocía tal significado. Sin un retrato así –y
sin el chisme que es su materia prima– el poblado se hubiera visto forzado a
dudar de su propia existencia. Cada historia, y los comentarios que suscita
–que prueban que la historia se escuchó— contribuyen al retrato y
confirman la existencia del conglomerado.
Este retrato
continuo, a diferencia de casi todos los otros, es muy realista, informal y sin
poses. Como todo el mundo, y tal vez más por la inseguridad de sus vidas, los
campesinos buscan formalidad y ésta se expresa en ceremonias y rituales, pero
al tejer su propio retrato comunitario son informales porque tal informalidad
corresponde más con la verdad: una verdad que la ceremonia y el ritual pueden
acotar sólo parcialmente. Todas las bodas son semejantes pero cada matrimonio
es diferente. La muerte nos llega a todos pero uno se duele a solas. Esa es la
verdad.
En una
comunidad, la diferencia entre lo que sabemos y no sabemos de una persona es
muy sutil. Puede haber algunos secretos muy bien guardados pero en general el
engaño es raro, si no imposible. Así, hay muy poca manía de preguntar, pues no
hay gran necesidad de ello. Ser metiche es un rasgo de los conserjes de las
ciudades, que pueden lograr algún podercito o reconocimiento por decirle a X lo
que no sabe de Y. En un poblado, X ya lo sabe. Tampoco hay mucha representación
entonces; los campesinos no asumen roles como los personajes urbanos.
Esto no implica
que sean «simples» o más honestos o carentes de malicia. Lo que ocurre es que
el espacio entre lo que se sabe y lo que no se sabe de una persona es muy
pequeño –no hay mucho espacio para la representación. Cuando los campesinos
hacen bromas, son concretas.
Así ocurrió un
domingo, cuando el pueblo estaba en misa. Cuatro hombres se llevaron todas las
carretillas usadas para limpiar los establos y las alinearon a la entrada de la
iglesia de tal modo que quienes iban saliendo se vieran en la necesidad de
hallar su carretilla y llevársela, en ropa dominguera, por la calle principal.
El retrato
continuo de una comunidad es mordaz, franco y a veces exagerado pero casi nunca
idealiza ni es hipócrita. La hipocresía y las idealizaciones cierran preguntas,
el realismo las deja abiertas.
Hay dos formas
de realismo. El profesional y el tradicional. El realismo profesional es un
método elegido por un artista o escritor y conlleva conciencia política; su fin
es desmenuzar alguna parte opaca de la ideología dominante por la cual es
normal que se distorsione o niegue consistentemente algún aspecto de la
realidad. El realismo tradicional, siempre popular en sus orígenes, es en
cierto sentido más científico que político. Al asumir un fondo de experiencia y
saber empírico, nos enfrenta con el enigma de lo desconocido. Cómo fue
que… A diferencia de la ciencia puede vivir sin respuestas. Pero
experimentarlo es tan grande que no puede ignorar la pregunta.
Contrariamente
a lo que se dice, los campesinos sí se interesan por el mundo situado más allá
de su comunidad. Sin embargo es raro que un campesino que sigue siendo
campesino tenga facilidad para moverse. No tiene mucha opción de localidad. Su
lugar le fue conferido en el momento mismo de la concepción. Y si considera su
comunidad como centro del mundo no es tanto una cuestión de parroquialismo como
de verdad fenomenológica. Su mundo tiene un centro (el mío no). Considera que
lo que ocurre en su comunidad es típico de la experiencia humana. Esta
consideración es ingenua sólo si uno la interpreta en términos tecnológicos u
organizativos. El campesino la interpreta en términos de la especie
humana. Lo que lo fascina es la tipología de los personajes humanos en
todas sus variantes, y el destino común de nacimiento y muerte que todos
compartimos. Entonces el primer plano del retrato comunitario vivo es
extremadamente específico, mientras el fondo lo conforman las preguntas más
abiertas y generales, que no siempre tienen respuesta. Asumirlas es afrontar el
misterio.
El viejo de
quien hablo sabe que yo sé esto tan agudamente como él.
Fuente: The Sense of
Sight. Traducción de Ramón Vera Herrera
para Ojarasca, suplemento de La Jornada, abril de 2004.
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