Tal día como hoy de 1922 nacía en Azinhaga el gran escritor portugués José Saramago. Hijo y nieto de agricultores, Premio Nobel de Literatura en 1998. Hombre comprometido con su tiempo, comunista convencido de que la verdad es siempre revolucionaria.
Discurso de aceptación del Premio Nobel
El Viejo Topo
16 noviembre, 2021
El hombre más
sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro
de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de
Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la
media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer.
Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que
después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su
nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa
Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el
frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se
helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y
se los llevaban a su cama.
Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos
de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores
de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les
preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día,
con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho
más de lo que es indispensable.
Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé
muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre,
muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba
la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro,
muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela,
también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en
los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del
ganado.
Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo
me decía: «José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera». Había otras
dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más
antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la
higuera.
Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después
acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna,
entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después,
lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal
como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad
traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos
en la aldea.
Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos
que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares,
muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un
incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente
me acunaba.
Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía
hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente
le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en
el relato: «¿Y después?».
Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá
para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo
de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo
Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo.
Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba,
él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir.
Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve
siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el
pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban
las pocilgas, al lado de la casa.
Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de
café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba
algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me
tranquilizaba: «No hagas caso, en sueños no hay firmeza».
Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no
alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con
el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con
dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este
mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también
ella, creía en los sueños.
Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta
de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y
menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: «El mundo es tan
bonito y yo tengo tanta pena de morir». No dijo miedo de morir, dijo pena de
morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya,
en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última
despedida, el consuelo de la belleza revelada.
Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna
otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si
fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque
el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de
historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los
árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no
los volvería a ver.
Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo
y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos
la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba
transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y
que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a
dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e
iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va
recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del
país en que decidió pasar a vivir.
La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y
enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más
o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde
mis padres aparecen. «Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el
fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal
vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de
uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día
siguiente será implacablemente otro día.
Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano
izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la
espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un
ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo
postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas
neoclásicas». Y terminaba: «Tendría que llegar el día en que contaría estas
cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere,
llegando del norte de Africa, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela
maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato
¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?».
Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese
reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me
engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría
explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se
hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido.
Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no determina todo y en cuanto
a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para haber dado una
vuelta tan larga. A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de
designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de su savia) no le faltaban
sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la
vida van desgajando del tronco central.
También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas
subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus
frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves
migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con
tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso
que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi
vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que
habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y
traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo
menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido,
en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían
haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y
al mismo tiempo criatura de ellos.
En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página
a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que
fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que
hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo
impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar,
la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.
Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida, los
que más intensamente me enseñaron el duro oficio de vivir, esas decenas de
personajes de novela y de teatro que en este momento veo desfilar ante mis
ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de papel y de tinta, esa gente que yo
creía que iba guiando de acuerdo con mis conveniencias de narrador y
obedeciendo a mi voluntad de autor, como títeres articulados cuyas acciones no
pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión de los hilos
con que los movía.
De esos maestros el primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos que
designé simplemente por la letra H., protagonista de una historia a la que creo
razonable llamar de doble iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la
del autor del libro, protagonista de una historia titulada «Manual de pintura y
caligrafía», que me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar, sin
resentimientos ni frustraciones, sus propios límites: sin poder ni ambicionar
aventurarme más allá de mi pequeño terreno de cultivo, me quedaba la
posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces.
Las mías, pero también las del mundo, si podía permitirme una ambición tan
desmedida. No me compete a mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de
los esfuerzos realizados, pero creo que es hoy patente que todo mi trabajo, de
ahí para adelante, obedeció a ese propósito y a ese principio.
Vinieron después los hombres y las mujeres del Alentejo, aquella misma
hermandad de condenados de la tierra a que pertenecieron mi abuelo Jerónimo y
mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la fuerza de los brazos
a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que sólo merecerían el
nombre de infames. Cobrando por menos que nada una vida a la que los seres
cultos y civilizados que nos preciamos de ser llamamos, según las ocasiones,
preciosa, sagrada y sublime.
Gente popular que conocí, engañada por una Iglesia tan cómplice como
beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente
permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces,
víctima inocente de las arbitrariedades de una justicia falsa. Tres
generaciones de una familia de campesinos, los Mau-Tempo, desde el comienzo del
siglo hasta la Revolución de Abril de 1974 que derrumbó la dictadura, pasan por
esa novela a la que di el título de «Alzado del suelo» y fue con tales hombres
y mujeres del suelo levantados, personas reales primero, figuras de ficción
después, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a entregarme al
tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y destruyendo para
de nuevo construirnos y otra vez destruirnos.
No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria aquello que la
dureza de las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una
actitud naturalmente estoica ante la vida. Teniendo en cuenta, sin embargo, que
la lección recibida, pasados más de veinte años, permanece intacta en mi
memoria, que todos los días la siento presente en mi espíritu como una
insistente convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a
ser un poco más merecedor de la grandeza de los ejemplos de dignidad que me
fueron propuestos en la inmensidad de las planicies del Alentejo. El tiempo lo
dirá.
¿Qué otras lecciones podría yo recibir de un portugués que vivió en el siglo
XVI, que compuso las «Rimas» y las glorias, los naufragios y los desencantos
patrios de «Os Lusíadas», que fue un genio poético absoluto, el mayor de
nuestra literatura, por mucho que eso pese a Fernando Pessoa, que a sí mismo se
proclamó como el Super-Camoens de ella? Ninguna lección a mi alcance, ninguna
lección que yo fuese capaz de aprender salvo la más simple que me podría ser
ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoens en su más profunda humanidad, por
ejemplo, la humildad orgullosa de un autor que va llamando a todas las puertas
en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que escribió, sufriendo
por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia
desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el escarnio con que desde
siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas, de los visionarios y de
los locos.
Al menos una vez en la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis
de Camoens, aunque no escriban las redondillas de «Sobolos rios». Entre
hidalgos de la corte y censores del Santo Oficio, entre los amores de antaño y
las desilusiones de la vejez prematura, entre el dolor de escribir y la alegría
de haber escrito, fue a este hombre enfermo que regresa pobre de la India,
adonde muchos sólo iban para enriquecerse, fue a este soldado ciego de un ojo y
golpeado en el alma, fue a este seductor sin fortuna que no volverá nunca más a
perturbar los sentidos de las damas de palacio, a quien yo puse a vivir en el
teatro en el escenario de la pieza de teatro llamada «Que farei con este
livro?» («¿Qué haré con este libro?»), en cuyo final resuena otra pregunta,
aquélla que importa verdaderamente, aquélla que nunca sabremos si alguna vez
llegará a tener respuesta suficiente: «¿Qué haréis con este libro?».
Humildad orgullosa fue ésa de llevar debajo del brazo una obra maestra y verse
injustamente rechazado por el mundo. Humildad orgullosa también, y obstinada,
esta de querer saber para qué servirán mañana los libros que vamos escribiendo
hoy, y luego dudar que consigan perdurar largamente (¿hasta cuándo?) las
razones tranquilizadoras que quizá nos estén siendo dadas o que estamos
dándonos a nosotros mismos. Nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo
engañen otros.
Se aproxima ahora un hombre que dejó la mano izquierda en la guerra y una mujer
que vino al mundo con el misterioso poder de ver lo que hay detrás de la piel
de las personas. El se llama Baltasar Mateus y tiene el apodo de Siete-Soles, a
ella la conocen por Bilmunda, y también por el apodo de Siete-Lunas que le fue
añadido después porque está escrito que donde haya un sol habrá una luna y que
sólo la presencia conjunta de uno y otro tornará habitable, por el amor, la
tierra.
Se aproxima también un padre jesuita llamado Bartolmeu que inventó una máquina
capaz de subir al cielo y volar sin otro combustible que no sea la voluntad
humana, ésa que según se viene diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no
supo, o no quiso, hasta hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o del
todavía más simple respeto. Sontres locos portugueses del siglo XVIII en un
tiempo y en un país donde florecieron las supersticiones y las hogueras de la
Inquisición, donde la vanidad y la megalomanía de un rey hicieron levantar un
convento, un palacio y una basílica que asombrarían al mundo exterior, en el
caso poco probable de que ese mundo tuviera ojos bastantes para ver a Portugal,
tal como sabemos que los tenía Bilmunda para ver lo que escondido estaba. Y
también se aproxima una multitud de millares y millares de hombres con las
manos sucias y callosas, con el cuerpo exhausto de haber levantado, durante
años sin fin, piedra a piedra, los muros implacables del convento, las alas
enormes del palacio, las columnas y las pilastras, los aéreos campanarios, la
cúpula de la basílica suspendida sobre el vacío.
Los sonidos que estamos oyendo son del clavicornio del Doménico Scarlatti, que
no sabe si debe reír o llorar. Esta es la historia del «Memorial del convento»,
un libro en que el aprendiz de autor, gracias a lo que le venía siendo enseñado
desde el antiguo tiempo de sus abuelos Jerónimo y Josefa, consiguió escribir
palabras como éstas, donde no está ausente alguna poesía: «Además de la
conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita.
Pero son también los sueños los que le hacen una corona de lunas, por eso el
cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres si no es la
cabeza de los hombres el propio y único cielo». Que así sea.
De las lecciones de poesía, sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas en
sus libros de texto cuando, en una escuela de enseñanza profesional de Lisboa,
andaba preparándose para el oficio que ejerció en el comienzo de su vida de
trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del arte
poético en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas, leyendo
al azar de encuentros y de catálogos, sin orientación, sin alguien que le
aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va inventando cada
lugar que descubre.
Pero fue en la biblioteca de la escuela industrial donde «El año de la muerte
de Ricardo Reis» comenzó a ser escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz
de cerrajero (tendría entonces 17 años) una revista – «Atena» era el título –
en que había poemas firmados con aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal
conocedor de la cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal
un poeta que se llamaba así: Ricardo Reis.
No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente dicho había sido un tal
Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres de poetas inexistentes
nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos, palabra que no constaba en
los diccionarios de la época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las
letras saber lo que ella significaba. Aprendió de memoria muchos poemas de
Ricardo Reis («Para ser grande sê inteiro/Põe quanto és no mínimo que fazes»),
pero no podía resignarse, a pesar de tan joven e ignorante, a que un espíritu
superior hubiese podido concebir, sin remordimiento, este verso cruel: «Sábio é
o que se contenta com o espectáculo do mundo». Mucho, mucho tiempo después, el
aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias
sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las «Odas»
algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a
vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el Ejército nazi, la
guerra de Franco contra la República española, la creación por Salazar de las
milicias fascistas portuguesas. Fue como si estuviese diciéndole: «He ahí el
espectáculo del mundo, mi poeta de las amarguras serenas y del escepticismo
elegante. Disfruta, goza, contempla, ya que estar sentado es tu sabiduría».
«El año de la muerte de Ricardo Reis» terminaba con unas palabras elancólicas:
«Aquí donde el mar acabó y la tierra espera». Por tanto no habría más
descubrimientos para Portugal, sólo como destino una espera infinita de futuros
ni siquiera imaginables: el fado de costumbre, la saudade de siempre y poco
más. Entonces el aprendiz imaginó que tal vez hubiese una manera de volver a
lanzar los barcos al agua, por ejemplo mover la propia tierra y ponerla a
navegar mar adentro.
Fruto inmediato del resentimiento colectivo portugués por los desdenes
históricos de Europa (sería más exacto decir fruto de mi resentimiento
personal), la novela que entonces escribí – «La balsa de piedra» – separó del
continente europeo a toda la Península Ibérica, transformándola en una gran
isla fluctuante, moviéndose sin remos ni velas, ni hélices, en dirección al Sur
del mundo, «masa de piedra y tierra cubierta de ciudades, aldeas, ríos,
bosques, fábricas, bosques bravíos, campos cultivados, con su gente y sus
animales», camino de una utopía nueva: el encuentro cultural de los pueblos
peninsulares con los pueblos del otro lado del Atlántico, desafiando así, a
tanto se atrevió mi estrategia, el dominio sofocante que los Estados Unidos de
la América del Norte vienen ejerciendo en aquellos parajes.
Una visión dos veces utópica entendería esta ficción política como una metáfora
mucho más generosa y humana: que Europa, toda ella, deberá trasladarse hacia el
Sur a fin de, en descuento de sus abusos coloniales antiguos y modernos, ayudar
a equilibrar el mundo. Es decir Europa finalmente como ética. Los personajes de
«La balsa de piedra» – dos mujeres, tres hombres y un perro – viajan
incansablemente a través de la Península mientras ella va surcando el océano.
El mundo está cambiando y ellos saben que deben buscar en sí mismos las
personas nuevas en que se convertirán (sin olvidar al perro que no es un perro
como los otros). Eso les basta. Se acordó entonces el aprendiz que en tiempos
de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que si en «La
balsa de piedra» hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que
revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría «História do
Cerco de Lisboa», en la que un revisor trabajando un libro del mismo título,
aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es menos
capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un «sí» un «no», subvirtiendo la
autoridad de las «verdades históricas».
Raimundo Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que
sólo se distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado
visible y su lado invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les
hayamos dado la vuelta completa. De eso precisamente trata una conversación que
tiene con el historiador. Así: «Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho
de literatura y vida, Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito
mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no sea
vida es literatura.
La historia también. La historia sobre todo, sin querer ofender. Y la pintura,
y la música. La música va resistiéndose desde que nació, unas veces va y otras
viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero regresa
siempre a la obediencia. Y la pintura, mire, la pintura no es más que
literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de que la
humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el refrán, si
no tienes perro caza con el gato, o dicho de otramanera, quien no puede
escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños. Lo que usted quiere
decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber
nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era.
Me parece que usted equivocó la vocación, debería ser historiador. Me falta
preparación profesor, qué puede un simple hombre hacer sin preparación, mucha
suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por
decirlo así, en estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras
letras que se quedaron como únicas. Podía presentarse como autodidacta producto
de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la sociedad estaba
orgullosa de sus autodidactas.
Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas son vistos con
malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están
autorizados a ser autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo
habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un humorista, cultiva la
ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y
profunda ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que la
historia no es la vida real, literatura sí, y nada más. Pero la historia fue
vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia. Entonces
usted cree, profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí.
Que la historia fue vida real, quiero decir. No tengo la menor duda. Qué sería
de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el revisor».
Escusado será añadir que el aprendiz aprendió con Raimundo Silva la lección de
la duda. Ya era hora.
Fue probablemente este aprendizaje de la duda el que le llevó, dos años más
tarde, a escribir «El Evangelio según Jesucristo». Es cierto, y él lo ha dicho,
que las palabras del título le surgieron por efecto de una ilusión óptica, pero
es legítimo que nos interroguemos si no habría sido el sereno ejemplo del
revisor el que, en ese tiempo, le anduvo preparando el terreno de donde habría
de brotar la nueva novela. Esta vez no se trataba de mirar por detrás de las
páginas del «Nuevo Testamento» a la búsqueda de contradicciones, sino de
iluminar con una luz rasante la superficie de esas páginas, como se hace con
una pintura para resaltarle los relieves, las señales de paso, la oscuridad de
las depresiones.
Fue así como el aprendiz, ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como
si fuese la primera vez, la descripción de la matanza de los Inocentes y,
habiendo leído, no comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una
religión que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador
pronunciase la primera palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la
vida de los niños de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho,
no comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de
responsabilidad, de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad, después
de volver de Egipto con su familia.
Ni se podrá argumentar en defensa de la causa que fue necesario que los niños
de Belén murieran para que pudiese salvarse la vida de Jesús: El simple sentido
común, que a todas las cosas, tanto a las humanas como a las divinas, debería
presidir, está ahí para recordarnos que Dios no enviaría a su hijo a la Tierra
con el encargo de redimir los pecados de la humanidad, para que muriera a los
dos años de edad degollado por un soldado de Herodes. En ese Evangelio escrito
por el aprendiz con el respeto que merecen los grandes dramas, José será
consciente de su culpa, aceptará el remordimiento en castigo de la falta que
cometió y se dejará conducir a la muerte casi sin resistencia, como si eso le
faltase todavía para liquidar sus cuenta con el mundo.
«El Evangelio» del aprendiz no es, por tanto, una leyenda edificante más de
bienaventurados y de dioses, sino la historia de unos cuantos seres humanos
sujetos a un poder contra el cual luchan, pero al que no pueden vencer. Jesús,
que heredará las sandalias con las que su padre había pisado el polvo de los
caminos de la tierra, también heredará de él el sentimiento trágico de la
responsabilidad y de ella la culpa que nunca lo abandonará, incluso cuando
levante la voz desde lo alto de la cruz: «Hombres, perdonadle, porque él no
sabe lo que hizo», refiriéndose al Dios que lo llevó hasta allí, aunque quien
sabe si recordando todavía, en es última agonía, a su padre auténtico, aquel
que en la carne y en la sangre, humanamente, lo engendró.
Como se ve, el aprendiz ya había hecho un largo viaje cuando en el herético
evangelio escribió las últimas palabras del diálogo en el templo entre Jesús y
el escriba: «La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado
al padre, dijo el escriba, Ese lobo de que hablas ya se ha comido a mi padre,
dijo Jesús, Entonces sólo falta que devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste
comido, o devorado, No sólo comido y devorado, también vomitado, respondió el
escriba».
Si el emperador Carlomagno no hubiese establecido en el norte de Alemania un
monasterio, si ese monasterio no hubiese dado origen a la ciudad de Münster, si
Münster no hubiese querido celebrar los 1.200 años de su fundación con una
ópera sobre la pavorosa guerra que enfrentó en el siglo XVI a protestantes
anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría escrito la pieza de teatro que
tituló «In Nomine Dei». Una vez más, sin otro auxilio que la pequeña luz de su
razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el oscuro laberinto de las creencias
religiosas, ésas que con tanta facilidad llevan a los seres humanos a matar y a
dejarse matar.
Y lo que vio fue nuevamente la máscara horrenda de la intolerancia, una
intolerancia que en Münster alcanzó el paroxismo demencial, una intolerancia
que insultaba la propia causa que ambas partes proclamaban defender. Porque no
se trataba de una guerra en nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en
nombre de un mismo dios. Ciegos por sus propias creencias, los anabaptistas y
los católicos de Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas
las evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a
recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra, Dios,
si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana, tendrá que
recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple razón de que
unos y otros en El creían.
La terrible carnicería de Münster enseñó al aprendiz que al contrario de lo que
prometieron las religiones nunca sirvieron para aproximar a los hombres y que
la más absurda de todas las guerras es una guerra religiosa, teniendo en
consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí
mismo. Ciegos.El aprendiz pensó «Estamos ciegos», y se sentó a escribir el
«Ensayo sobre la ceguera» para recordar a quien lo leyera que usamos
perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser
humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la
mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó
de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante.
Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados
por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las
historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque ha comprendido que
la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro se
llama «Todos los nombres». No escritos, todos nuestros nombres están allí. Los
nombres de los vivos y los nombres de los muertos.
Termino. La voz que leyó estas páginas quiso ser el eco de las voces conjuntas
de mis personajes. No tengo, pensándolo bien, más voz que la voz que ellos
tuvieron. Perdonadme si os pareció poco esto que para mí es todo.
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