Tal día
como hoy de 1920 moría en Moscú John Reed, periodista y dirigente obrero
estadounidense. Reed fue un vivo ejemplo de periodismo revolucionario y
testimonio inexcusable de algunos de los mayores momentos de comienzos del
siglo XX.
Los derechos de las naciones pequeñas
19 octubre, 2021
El Viejo Topo
[1]Había ido a que me visaran el pasaporte en el consulado búlgaro de Bucarest, cuando entró Frank para el mismo asunto. Enseguida me percaté de que era norteamericano. Las mareas de la inmigración habían lavado su sangre, los hermanos Leyendecker influyeron en el corte de su nariz y su quijada, y tanto su aspecto como su caminar eran naturales y sencillos. Era rubio, joven, “irreprochable”. Bajo la ropa inglesa de imitación de paño de lana que cortan los sastres rumanos, su cuerpo era el de un velocista universitario que todavía no se ha vuelto fofo, construido tan económicamente como el de un animal salvaje.
Tan
instintivamente, también, como un animal, pues no era observador, olfateó en mí
un compatriota, y dijo “Hello” con la inflexión superior de un anglosajón que
saluda a otro en presencia de personas extranjeras e inferiores. Era un
muchacho comunicativo, y hacía demasiado tiempo que estaba lejos de casa para
sospechar de los norteamericanos. Si yo iba a tomar el tren de la 1:30 a Sofía,
preguntó, podríamos viajar juntos. Había estado trabajando para la
Romano-Americano Oil Company —una subsidiaria de la Standard Oil— durante dos
años, en los campos petrolíferos rumanos cerca de Ploesti, y cuando caminábamos
por la calle juntos dijo que iba a Inglaterra a alistarse en el ejército y
combatir.
—¿Para qué?
—grité con sorpresa.
—Bueno —dijo
con seriedad, mirándome con preocupación y sacudiendo la cabeza— hay un grupo
numeroso de ingleses en Ploesti, y fueron ellos los que me hablaron de todo
esto. No me importa, quizás es una tontería, como dice todo el mundo en nuestro
campamento, pero no puedo evitarlo. Tengo que ir. Pienso que fue una cochinada
el violar la neutralidad de Bélgica.
—¡La
neutralidad de Bélgica! —dije con una sensación de terror ante las absurdas
posibilidades de la naturaleza humana.
—Sí —continuó
rápidamente—, me enfurece pensar en un pequeño país como Bélgica y un país
grande y fanfarrón como Alemania. ¡Es una maldita vergüenza! Inglaterra está
luchando por los derechos de las naciones pequeñas, y no comprendo cómo alguien
que tenga coraje puede permanecer indiferente!
Algunas horas
después lo vi en el andén de la estación, hablándole a una muchacha delgada y
sencilla con un vestido de algodón amarillo, que lloraba y se empolvaba la
nariz simultáneamente. El rostro de él estaba sonrojado y ceñudo, y pronunciaba
las palabras de la misma forma que lo hace un hombre enérgico cuando está
furioso con su perro, su criado, o su esposa. La muchacha lloraba con
monotonía; en ocasiones lo tocaba con un gesto tímido y anhelante, pero él
rechazaba su mano.
Me divisó, y la
abandonó de manera brusca; se me acercó con una expresión avergonzada.
Evidentemente, estaba preocupado y exasperado.
—¡Estaré
contigo tan pronto como me libre de esta maldita mujer! —dijo, de modo brutal y
“masculino”—. No pueden dejar solo a un hombre, ¿no es así?
Encendió un
cigarro, y regresó con fanfarronería adonde estaba ella mirando detenidamente a
lo largo de la vía, con el pañuelo en la boca, haciendo un desesperado esfuerzo
para controlarse. Tenía unas sandalias con tacones excesivamente altos, como
las que usaban las transeúntes rumanas ese año, y llevaba un ridículo abrigo de
piel; todo su aspecto era desaliñado. Sus jóvenes pechos eran planos,
famélicos, y tenía el pelo enmarañado, fino y sin brillo. Yo sabía que sólo una
muchacha muy poco atractiva no podría abrirse paso en Bucarest, donde se jactan
de tener más prostitutas por hombre viril que en cualquier otra ciudad del
mundo. Involuntariamente, los ojos de ella se clavaron en el rostro de él; ella
comenzó a estremecerse. Frank hundió las manos en los bolsillos con un gesto
brusco, sacó un rollo de billetes y separó dos. La muchacha se contrajo,
palideció y se puso rígida; sus ojos flameaban. La mano de él extendida con el
dinero era como un revólver cargado. Pero de pronto, un tenue rubor le subió a
las mejillas, como de pena; agarró los billetes y estalló en un violento
sollozo. Después de todo, tenía que irse. Mi compatriota me lanzó una mirada
desesperada, cómica, y la miró ceñudamente.
—¿Qué quieres?
—gruñó en un áspero y desagradable rumano—. No te debo nada. ¿Por qué estás
llorando a lágrima viva? Corre a casa ahora. Adiós.
Le dio un tosco
empujoncito. Ella dio dos o tres pasos y se detuvo como si no tuviera fuerzas
para moverse más, y algún instinto o algún recuerdo le dio a él un destello de
comprensión. De pronto, puso las manos en los hombros de ella y la besó en la
boca.
—Adiós —dijo la
muchacha entrecortadamente, y echó a correr.
Serpenteamos
hacia el sur por la plana y calurosa llanura, y dejamos atrás maltrechas aldeas
de chozas de barro con techos de paja sucia, y nos detuvimos mucho tiempo en
pequeñas estaciones donde campesinos dóciles y desnutridos con ropas de lino
blanco raídas observaban estúpidamente el tren con la boca abierta. La rica y
turbulenta blancura de Bucarest se desvaneció abruptamente en un mundo donde la
gente se moría de hambre en la miseria más desesperante.
—No comprendo a
las mujeres —expresó Frank—. No te puedes librar de ellas cuando ya estás
cansado. Ahora tuve esa chica durante unos nueve meses. Le di un buen hogar
donde vivir, comida mejor que la que ha tenido en toda su vida, y dinero. Gastó
casi 150 dólares en vestidos, sombreros y sellos de correo. ¿Pero tú crees que
siente alguna gratitud? De eso nada.
Cuando me cansé
de ella se creyó que tenía una hipoteca sobre la casa, dijo que no iba a irse.
Tuve que ponerla de patitas en la calle. Después, comenzó a escribirme cartas
donde se quejaba de su mala suerte, nada más que un juego para sacarme dinero.
¿Me engañó con eso? Por supuesto que no. ¡No soy tan fácil de engañar! Esta
mañana tropecé con ella cuando venía a coger el tren, y juro que no pude
zafarme de esa saya durante todo el día. Llorando, ¡uf! ¡bah!
—¿Dónde la
encontraste? —pregunté.
—¿A ella? Oh,
simplemente la recogí en la calle, en Ploesti… ¡Por supuesto nunca había estado
con otro hombre! Eso es peligroso —me miró, y un indeciso desasosiego hizo que
tuviera deseos de justificarse—. Tú sabes, allá en los campos petrolíferos todo
el mundo tiene su propia casa, y por supuesto, tienes que comer, tener la ropa
limpia y un lugar higiénico para vivir. Por eso, todo el mundo consigue una
chica para cocinar, lavar, atender la casa y vivir con uno. Es difícil
encontrar una que te convenga del todo. He probado tres, y conozco otros que
han tenido seis u ocho; las cogen, las prueban y las botan. ¿Pago? ¿Por qué? No
les pagas nada. En primer lugar, viven contigo, ¿no es así? y además, tienen
casa y comida, y les compras ropas. Ni hablar de salario. Podrían huir con el
dinero. No, de esa forma haces que mantengan una buena conducta. Si no hacen lo
que se les dice, dejas de comprarles ropa.
Quise saber si
alguno de estos ménages duraba.
—Bueno —dijo
Frank— ahí está Jordán. Ha conseguido la casa más hermosa de nuestro
campamento; tendrías que haberla visto. Pero, por supuesto, lleva una vida
bastante solitaria, porque sólo los solteros van a verlo; a veces un casado,
pero nunca con su esposa. Jordan vive con una chica desde hace once años, una rumana
igual que las nuestras, y, por supuesto, nadie tendrá nada que ver con él. Es
el tipo más inteligente de la compañía, pero no pueden promoverlo mientras viva
así. Aquí, un alto funcionario tiene que tener más o menos un roce social, tú
sabes. Por esa razón lleva años mirando cómo un hombre tras otro que no valen
una cuarta parte de lo que él vale, le pasan por encima.
—¿Por qué no se
casa con él?
—¡Qué! —dijo
Frank, sorprendido—. ¿Con esa clase de mujer? ¿Después de que ha vivido con él
todo ese tiempo? Nadie tendría relaciones con ella. No es decente.
—¿No perjudica
sus perspectivas el vivir con mujeres?
—¡Oh, nosotros!
No, eso es diferente. Todo el mundo piensa que es correcto, mientras no nos
exhibamos con las chicas en público. Tú sabes, somos jóvenes. Es sólo cuando
tienes alrededor de treinta años que debes casarte. Yo tengo veinticinco.
—Entonces,
dentro de cinco años… Asintió con su rubia cabeza.
—Comenzaré a
pensar en conseguir una esposa. Pero eso es puramente una proposición
comercial. No representa ninguna ventaja el casarse; por supuesto, un verdadero
hombre tiene que tener una mujer de vez en cuando, lo sé, pero quiero decir que
no hay ningún provecho en amarrarse, a menos que puedas sacar algo bueno de
eso. Voy a conseguirme una mujer hermosa, que no haya tenido ningún tipo de
escándalo, y que goce de influencia social para que me ayude en mi trabajo.
Allá en el sur hay una buena cantidad de chicas así. No necesito su dinero,
puedo conseguir un salario decoroso dentro de un par de años; y, además, si tu
esposa tiene una entrada propia puede querer hacer lo que desee. ¿No crees?
—Pienso que es
una forma pésima de considerarlo —dije con enfado—. Si yo viviera con una
muchacha, estuviéramos casados o no, la consideraría igual a mí, económicamente
y en todos los demás aspectos —Frank se echó a reír—. Y en cuanto a tus planes
de matrimonio, ¿cómo te puedes casar con alguien a quien no amas?
—¡Oh, el amor!
—Frank se encogió de hombros con molestia, y miró por la ventanilla—. Diablos,
si te vas a poner sentimental…
Nota:
[1] Publicado
en 1915. Tomado de Relatos de John Reed, Ed. Políticas. Ed. de Ciencias
Sociales, La Habana, 1978, trad. de Lidia Pedreira y Daniel Rey Díaz.
Texto incluido en el libro Rojos y rojas.
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