Estamos ante una gran transición geopolítica que implicará una intensificación de la competencia entre las grandes potencias, nuevas alianzas y nuevas estrategias, así como renovadas guerras económicas y tecnológicas.
Después de Kabul: ¿Seguir muriendo por los EEUU?
(II)
El Viajo Topo
16 septiembre, 2021
La realidad es
tozuda y tiene tendencia a vengarse. Hay más similitudes entre Trump y Biden de
lo que se reconoce comúnmente. Recientemente Roubini ha
señalado las muchas coincidencias en las políticas económicas y en el manejo de
las finanzas públicas. El guion del abandono de Afganistán es
de Trump –como dije en la primera parte
del artículo– más allá de su desastrosa y caótica ejecución. El
objetivo central de los dos presidentes norteamericanos es el mismo: frenar,
bloquear el ascenso de China, impedir, cueste lo que cueste, que en
el hemisferio oriental surja una potencia que rivalice con los EEUU.
Hay que entenderlo bien, para los EEUU se trata de una amenaza existencial, de
un desafío que cuestiona su control imperial de un mundo que ha forjado a su
imagen y semejanza. Nunca cederán y emplearán todas las armas disponibles;
cuando digo todas, es todas: legales, paralegales y demás operaciones
encubiertas, guerras híbridas y desarrollo de estrategias en “zona gris”, uso a
fondo del territorio ciberespacial y empleo sistemático de la inteligencia
artificial aplicada a una industria militar que vive en una revolución
permanente. Este es el dato central de un sistema-mundo en trasformación.
Biden, es la
gran diferencia con Trump, sabe que los EEUU no pueden ganar esta
guerra solos, necesitan aliados, países que acepten su liderazgo, que asuman su
estrategia y que disciplinadamente cumplan las tareas asignadas. La OTAN es la
clave. Su fortalecimiento, su desarrollo y su eventual ampliación es la
condición previa para afrontar un conflicto que durará años, que requerirá
enormes cantidades de recursos económicos, tecnológicos y humanos. ¿Por qué? La
OTAN es una alianza política, militarmente organizada bajo hegemonía
norteamericana, dotada de planes, estrategias y dispositivos comunes, con
influencia determinante sobre las fuerzas armadas de cada uno de los países
individualmente considerados. De hecho, la Administración norteamericana ha
convertido a la OTAN en un instrumento privilegiado para
organizar, configurar y definir lo que hoy es la Unión Europea. El
tipo de ampliación al Este, la concreta forma que se realizó la unidad alemana,
tuvo un doble objetivo: 1) hacer irreversible la OTAN, es decir, la presencia
militar directa, convencional y nuclear, de los EEUU en la mayoría de los
países; 2) asegurar un grupo de Estados firmemente alineados con el “amigo
americano”, enemigos resueltos de Rusia y siempre disponibles para frenar
cualquier veleidad autonomista de Francia y, sobre todo, de Alemania. Desde y
con la OTAN, los EEUU son un actor interno en la Unión Europea y en cada de los
Estados, desde el núcleo “duro” del poder militar y de la seguridad.
“América ha
vuelto”, “América está de vuelta”: esta ha sido la consigna de la nueva
Administración norteamericana. Como es fácil de entender, ellos se siguen
considerando la América autentica y además nos dicen que, con la Administración
anterior, no estaban, se habían replegado sobre sí mismos y carecía de un
proyecto global. Biden asumió la tarea con firmeza y hasta con fiereza, llamó
asesino a Putin y autócrata a Xi Jinping. La
“potencia imprescindible” nos convocaba a una nueva cruzada, esta vez, contra
China y contra una Rusia que no acepta su papel secundario.
Ambas son potencias revisionistas que cuestionan la Pax americana e
intentan construir un nuevo orden multipolar sobre bases no occidentales, desde
valores culturales autónomos de los impuestos históricamente por las grandes
potencias y con la pretensión de construir un mundo más plural, más justo, más
democrático.
Los EEUU han
teorizado mucho sobre el poder blando. Nunca se
olvidan que lo que da sentido a su proyecto imperial es su enorme poder
político-militar y tecnológico, pero saben que la lucha por la hegemonía tiene
que ser justificada, legitimada. Crear consenso cuesta y se organiza. Aquí
juegan un papel fundamental los intelectuales sistémicos, las fundaciones, las
universidades, los grandes medios de comunicación y, crecientemente, las redes.
El “partido americano” que se construye en cada país coordina voluntades,
fuentes de información y acuerdos que van más allá de las fuerzas políticas y que,
de una u otra forma, administran los intereses norteamericanos en el mundo.
Todo esto es la cara visible del poder; luego viene la otra, la de los arcana
imperii, la de los secretos de Estado y de poder, hoy cada vez más
determinantes en los llamados conflictos híbridos o de zona gris.
¿Cómo
justificar una estrategia contra el eje China/Rusia que
suscite el apoyo de las poblaciones y que, de una u otra forma, identifique un
bien común por él que sea necesario hacer la guerra, matar y morir? Los EEUU lo
han intentado desde siempre: la democracia liberal, el libre comercio, las
libertades individuales y la propiedad privada. Los viejos imperios
justificaban su dominio en nombre de la civilización, de la verdadera cultura y
de la cristiandad. Pocos se atrevieron a reconocer que lo suyo era el control
de las materias primas, minerales o agrícolas, la creación de nuevos mercados,
la esclavización de la fuerza de trabajo, la clasificación racial de las
poblaciones o, pura y simplemente, la lucha por el poder. Ahora las cosas son
más complejas; los argumentos más sofisticadas y las razones más imaginativas.
Este discurso
ha saltado por los aires después de Afganistán. Cuando se habla de
los costes de esta caótica y dramática retirada hay que señalar que el principal,
el fundamental, tiene que ver con el fracaso de construir naciones y sistemas
políticos al modo norteamericano. La historia existe. Unos se encuentran con el
capitalismo porque sus sociedades evolucionaron de una determinada forma y con
unas singularidades específicas. Otros llegaron al capitalismo por imposición
militar. El libre comercio siempre llegó de la mano de los buques de guerra, de
la violencia armada y de la superioridad tecnológica convertida en poder
soberano y en derecho a imponer modos de vida, intereses y culturas.
La singularidad
más relevante de esta transición geopolítica que recién comienza es que,
después de 500 años, Occidente, su civilización, su horizonte de sentido y su
sistema político dejan de ser dominantes y se convierten en obstáculo para
percibir y nombrar la esencial y radical pluralidad de la especie humana. El
mundo ya no será solo Occidente, la homogeneidad no será ya solo
anglo-americana y el mundo que viene se va a forjar irreversiblemente con
culturas desarticuladas y en trance siempre desaparecer, como las africanas;
las reconstruidas identidades de una América que no solo es EEUU ni Europa y de
una Asia que reivindica unas historias milenarias y unas culturas densas y
sofisticadas que nunca pudieron ser anuladas por los llamados valores
occidentales.
Zbigniew
Brzezinski lo definió con precisión en la obra ya citada;
lo llamó “el despertar político global”. El nombre es demasiado abstracto,
hasta poético, pero ayuda entender sus dimensiones básicas y, sobre todo, sacar
conclusiones operativas “El despertar político global -dice el viejo halcón
polaco-americano fallecido -es históricamente antiimperial, políticamente
antioccidental y emocionalmente antinorteamericano en dosis crecientes. Este
proceso está originando un gran desplazamiento del centro de gravedad mundial,
lo que, a su vez, está alterando la distribución global del poder, con
implicaciones muy importantes de cara al papel de EEUU en el mundo” No se
equivocaba. Estamos ante una gran transición geopolítica que
implicará una intensificación de la competencia entre las grandes potencias,
nuevas alianzas y nuevas estrategias; renovadas guerras económicas y
tecnológicas y, decisivo, una aceleración de la carrera armamentista y del
gasto científico-militar. Este es el territorio en el que van a tener que
moverse las grandes potencias y, especialmente, los EEUU. Seguir justificando
las guerras en nombre de Occidente, de sus supuestos valores y sus democracias
de cartón piedra pueden convencer a una parte de la opinión pública
norteamericana o europea, pero carecen de credibilidad en América
Latina, África o Asia.
Afganistán nos
dice, en tiempo real y en colores, que EEUU y la OTAN nunca han sido capaces de
conjugar justicia social, desarrollo económico y soberanía popular. Las
democracias que defienden y consienten han consolidado el poder de oligarquías
corruptas, de unas élites extractivas sin un proyecto real de país que no fuera
consolidar el control de las fuerzas ocupantes. Da vergüenza que se
presente al régimen derrocado de Afganistán como defensor de los derechos
humanos y, específicamente, de las mujeres. La mayoría de estas
siguieron viviendo bajo un régimen patriarcal, sin derechos y libertades
reales. Solo una minoría, fuertemente apoyadas por las ONGs, adquirieron
visibilidad y pudieron ejercer nuevas ocupaciones y nuevas tareas. La
contradicción que no aparece en este debate es que se sigue defendiendo la
democracia, los derechos humanos y las libertades para justificar las guerras,
(lo que pulcramente ahora se llaman intervenciones humanitarias) cuando
nuestras democracias reales se encuentran en un proceso de involución, crece el
autoritarismo y los derechos sociales y las libertades públicas están cada vez
más cuestionadas.
La reacción de
la UE y de los aliados de la OTAN ha sido la esperada: reconocimiento de la
derrota y alineamiento férreo con los EEUU. Su mayor preocupación, parece ser,
es la carencia de una unidad militar europea de intervención inmediata y la
imperiosa necesidad de fortalecer las capacidades comunes, desde el liderazgo
indiscutido norteamericano. Nada más, al menos, de puertas para afuera. ¿Cuál
es la gran preocupación? Que la “fuga” de Afganistán debilite la nueva
estrategia de la OTAN, que renazca el movimiento pacifista europeo, que se
cuestionen los presupuestos militares y que se defina un nuevo concepto de la
seguridad que ponga el acento en la crisis ecológico-social del planeta, en las
dramáticas desigualdades económicas, en la necesidad de un nuevo orden
internacional más justo, democrático e igualitario.
En España los
temas de defensa y seguridad están fuera de la agenda política; es decir, no se
discuten y se aceptan las directrices que vienen de la Unión Europea y de la
OTAN. Sorprende que Unidas Podemos nada diga de unas políticas
que tienen como objetivo fortalecer el poder económico y militar norteamericano
que, de una u otra forma, promueven el enfrentamiento y la guerra contra China
y Rusia y que tienden a militarizar el conjunto de las relaciones
internacionales. El año que viene se celebrara en España una cumbre de la OTAN,
donde, entre otras cosas, se aprobara el nuevo concepto estratégico de la
organización político-militar. ¿No ha llegado el momento de debatir a fondo los
grandes problemas de seguridad y de defensa y sus implicaciones para España?
Artículo publicado originalmente en Nortes.
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