Madrid: anatomía de un fracaso
Rebelión
13/05/2021
El fracaso de
la izquierda en Madrid ha resumido, en una campaña electoral, el desolador
espacio en el que nos encontramos. Es triste, sí, pero también ofrece una
representación certera del modelo que se ha construido, donde triunfa la
frivolidad. En un escenario así siempre va a vencer el neoliberalismo, su
esencia se basa en evitar la conciencia de clase, el pensamiento crítico y la
cultura como arma de transformación.
En esta
campaña, a la banalización de las ideologías se ha unido, como no puede ser de otra
forma, el poder reaccionario de la televisión, que no se halla solo en las
tertulias políticas de canales conservadores, sino también en los programas de
entretenimiento que llevan años aniquilando las mentes de la ciudadanía
española. Algunos de sus responsables han llegado a aparecer en mítines de la
izquierda. Es decir, los causantes de que nuestro país se halle atrapado en un
desierto cultural, cada vez más agresivo con el pensamiento crítico y sus
defensores, suben ahora a una tarima con el objetivo de lavar su imagen y, de
paso, ganar algún que otro seguidor.
Aceptar las
reglas del juego de la frivolidad nunca da buen resultado a la izquierda. Esto
no quiere decir que todo partido de izquierdas necesite complejos discursos de
tres horas, mesas redondas y libros de miles de páginas para ganar unas
elecciones, sino que en la banalidad está perdido, la derecha siempre va a
ofrecer propuestas más simples y consumistas, alimento para los instintos. Esto
nos lleva a confundir lo esencial con lo accesorio, entrando en una industria
que genera constantes caprichos insolidarios por encima, incluso, de los ya
provocados por nuestra propia naturaleza.
Sin embargo,
todo lo dicho hasta ahora es una mera descripción de hechos, hay que buscar las
razones en la raíz de una cuestión llamada existencia. Un importante filósofo,
que a lo largo de su vida se equivocó en muchas cosas, pero que acertó en lo
esencial, nos dijo que rara vez encontramos recompensa a la fatiga, ya que la
vida se revela ante nosotros como “una tarea a cumplir”, en vez de como “un
goce a disfrutar”. Todo se convierte en “un mal negocio”, donde “los beneficios
ni siquiera cubren los gastos”.
En los últimos
años, muchos ciudadanos no han levantado cabeza. Hemos visto trabajadores
despedidos que han tenido que ponerse una mochila amarilla al hombro y vender
sus derechos subidos a una bici. La izquierda, como no puede ser de otra forma,
se ha indignado ante esta situación y ha denunciado las agresiones del
neoliberalismo. Sus medidas son las correctas, pero aceptarlas requiere
esfuerzo y compromiso: implica renunciar a los servicios nacidos de la
explotación y a la publicidad que acribilla sin piedad a la ciudadanía desde
múltiples pantallas. Necesita fomentar previamente una comunidad comprometida con
el bien común.
Con la
pandemia, todos los factores mencionados se han agravado, se han sumado
confinamientos, cierres perimetrales y otras limitaciones, con el objetivo de
proteger a la mayoría. De nuevo, ha sido necesario un sacrificio, y se ha
extendido más de lo previsto.
Por otra parte,
en este tiempo, el modelo productivo y el consumo también se han revelado como
un peligro real para el planeta. Esto ha generado un número cada vez mayor de
normas y medidas para paliar lo que parece una catástrofe inminente. A pesar de
la exigencia de sostenibilidad al ciudadano en estos ámbitos, el sistema
económico ha ido por otro lado, generando trabajos cada vez más precarios y
sueldos más bajos. Es muy difícil ser sostenible en un sistema que no lo es,
que sigue exigiendo lo mismo a sus ciudadanos con menos sueldo, que provoca un
estrés cada vez mayor y que impone el coche como única alternativa para poder
realizar las labores exigidas por el patrón de turno.
Es decir, por
un lado, se ven frustradas las promesas que debían aparecer por el esfuerzo y,
por el otro, se exige un nivel de responsabilidad que el propio sistema que nos
contrata no tiene. De esta forma, se genera un ser humano profundamente
pesimista que se levanta a las cinco de la mañana para poder acudir a un
trabajo que odia y en el que le pagan menos que hace cuatro años (si es que
sigue en el mismo trabajo). Además, este ciudadano debe comprar productos
sostenibles, tener cuatro bolsas de basura en casa y, a las seis, cuando sale
hacia su horrible día en la empresa, dirigir sus hábitos a aportar su granito
de arena a la lucha contra el cambio climático.
No hay en mi
planteamiento crítica alguna a las medidas necesarias frente a los problemas
citados, simplemente señalo lo complicado que es ponerlas en marcha en un marco
de competitividad y ansiedad que impide la reflexión necesaria para aceptarlas.
Al final, como
esbozó de forma exagerada y surrealista La hora del cambio, al
trabajador le empieza a importar poco que los polos se derritan y, en el fondo,
ya no ve tan mal que en unos años el país sea devorado por una masa de agua o
que nos coma el sol o que la mierda llene por completo el mar. Y no le podemos
culpar por olvidar los peligros que amenazan al planeta, porque la extinción se
convierte en un plan mejor que el de un día cualquiera.
Mientras el
pesimismo le asfixia, la televisión le ofrece imágenes de millonarios bebiendo
en piscinas y enseñando sus casas; crea realidades paralelas en una cocina, un
concurso musical o una isla; muestra adolescentes (millonarios también)
bailando y jugando a videojuegos; aplaude a una marquesa haciendo bromas
en prime time; y, por si fuera poco, le somete a una exposición
constante a las simpáticas ocurrencias que una nueva cara de la derecha expresa
diariamente. Todo es mucho más divertido que esos señores enfadados
impidiéndole salir de marcha y exigiéndole cuatro bolsas de basura en casa.
Además, esto no
es nuevo. La televisión lleva años inoculando veneno, los superhéroes
hollywoodenses salvan cada vez más el mundo, los libros superventas sobre
conspiraciones internacionales ya han marginado por completo al resto de obras
y los éxitos musicales ya no hablan de abrir las grandes alamedas.
Ante esto,
llega alguien sin escrúpulos que es capaz de decir a los oprimidos (por un
sistema que ella misma defiende) que lo importante es poder tomarse, tras el
trabajo, una caña en un bar. En resumen, es mejor pasárselo bien un rato en una
destrucción inconsciente al estilo Leaving Las Vegas que
descubrir que eres el protagonista de una película de Ken Loach. Y gana.
El pasado
martes ha empezado a escribirse “la tragedia de la banalidad”, producida por
“circunstancias ordinarias y, por ello, más ineluctable”, de la que nos habló
Houellebecq en su libro sobre el filósofo triste.
Esta banalidad
ha cobrado especial importancia cuando la izquierda ha aceptado luchar en ella.
Los mensajes básicos de la izquierda se han mantenido, pero adquiriendo una
infame forma comercial. Ya no se habla del Simone de Beauvoir, se habla
de Wonder Woman; ya no se habla de lucha obrera, se habla de acceso
universal a la moda low cost; ya no se habla de Chomsky, se habla
de Kamala Harris. Todos estos nuevos ídolos tienen el discurso muy corto, muy
banal, por lo que lo aliñan con denuncias absurdas, condenando libros,
películas, cuadros… Incluso ponen carteles anunciadores para advertir que Lo
que el viento se llevó no representa la época actual o hacen
reinterpretaciones profundamente absurdas de las creaciones de Allen, Nabókov o
Bertolucci. Parte de la izquierda internacional ha admitido el mensaje
estadounidense de una sublimación freudiana mal entendida y con trasfondo
mercantil.
Este proyecto
de estilo de vida moralista no solo no ha ayudado, sino que ha provocado actos
de autocensura y mercantilización narrativa poco recomendables para el
desarrollo artístico, dando a entender que la sociedad no tiene el suficiente
juicio crítico para analizar las verdaderas obras de arte en toda su
complejidad, sin una pegatina que les advierta, y permitiendo una producción en
masa de poco valor.
Con la mitad de
las obras clásicas marginadas y la otra mitad mal vistas, la telebasura (donde
podemos meter también un 99% de las series y un 90% de las películas que hoy
nos llegan) ha tenido el camino libre para conformar una mentalidad adecuada a
su negocio, sumando a su causa a informativos, tertulias políticas y otros
programas de actualidad. Toca entretenerse porque la vida es un mal negocio del
que solo podemos escapar a través de la frivolidad.
Pero se
equivocan, porque aquel filósofo pesimista sí citó modos de moderar este
sufrimiento. Entre ellos, estaba el arte como contemplación pura. Un arte en el
que hoy nos podríamos encontrarnos con los problemas existenciales, políticos y
sociales de las personas, y analizarlos de forma sosegada y profunda. Ahí está
la clave de los movimientos sociales exitosos que se han conformado en nuestro
país y de las victorias históricas de la izquierda.
Sin la creación
artística, la izquierda no puede luchar contra el entretenimiento banal de la
derecha. Las cañas de las terrazas del capitalismo siempre van a ser mejores,
pero ellos carecen de obras de arte; mientras que nuestra ideología rodó la
huelga más vanguardista del cine, cantó a sus víctimas al alba y exigió pan,
pero también rosas.
Esto podría
parecer una tontería si no fuera porque es la base sobre la que nace la
justicia social, la base intelectual que propicia una sociedad que lucha por
los servicios públicos, que pone en valor una sanidad y una educación
universal.
Paradójicamente,
una parte acaba votando a aquellos que han robado derechos y que favorecen a
defraudadores con sus leyes. ¿Por qué? Porque estamos en su juego. La izquierda
trata de hacer encaje de bolillos para moderar las agresiones que provoca este
sistema, pero a veces el equilibrio se rompe y el trabajador responsable, que
recicla y compra productos sostenibles, es sepultado. En este momento, descubre
en la televisión, entre reality y reality, a una
chica que le dice que vive en el mejor lugar del mundo y que si echamos a los
comunistas que le roban sus impuestos, su vida va a cambiar. Y en un país donde
la telebasura ha ocupado tanto espacio, el escudo cultural contra las mentiras
no existe, y el fraude triunfa.
Nos han vencido
porque hemos aceptado sus reglas, las mismas que nos llevan a dar la razón a
ese filósofo que hablaba del mal negocio de la vida, un tal Arthur
Schopenhauer. En ese pesimismo que se hereda de padres a hijos, no hay lugar
para la solidaridad fiscal, solo para la victoria del más fuerte.
La izquierda no
puede ganar cuando el pueblo está esperando a un tipo con capa que venga a
salvarle desde Gotham City y que, en el fondo, es un fascista. Podemos
intentarlo varias veces, como los enamorados de La suerte está echada,
de Sartre, pero al final siempre fracasaremos, como ellos. Porque aquel que no
tiene tiempo, no puede dedicar unos minutos a pensar en todo lo que puede
perder.