Hoy se cumplen 90 años de la proclamación de la Segunda República. María Zambrano, una de las más brillantes intelectuales españolas del siglo XX, gran dama del exilio, estaba en Madrid ese 14 de abril de 1931 y nos brinda su relato de la fecha.
Aquel 14 de abril
El Viejo Topo
14 abril, 2021
Fue tan hermoso
como inesperado: salió el día en estado naciente; es decir, nació. Solamente
por eso, aunque hubiera nacido otra cosa –hermosa, se entiende–, también ella
tendría un inmenso valor.
En el himno de
Homero, Afrodita se hace merecedora de ese mismo epíteto: “La Naciente”.
Así es llamada. Y de Afrodita fue aquel día, un día naciente, donde todo nació:
hasta el día, hasta las nubes, hasta la gente.
Pasaban
guardias civiles llevados a hombros por el pueblo, por las gentes del pueblo de
Madrid, y ellos eran felices. Los rateros se declararon en huelga; no hubo un
solo hurto, por pequeño que fuera. Las personas entraban en los bares, donde
pedían y pagaban; nadie intentó tomarse ni siquiera un café sin pagar. Las
joyerías estaban intactas, con sus alhajas resplandecientes; nadie pensó en
romper los cristales, nadie pensó en romper nada.
Creo yo que era
la claridad del día. Pero si esa claridad del día se dio precisamente el 14 de
abril, y si lo que nació de ese día naciente fue la República, no puede ser por
azar. Fue, pues, un nacimiento y no una proclamación. Y de ese día naciente
recuerdo en especial un episodio.
Las gentes sólo
pensábamos –es muy cursi, lo sé, pero es verdad– en amarnos, en abrazarnos sin
conocernos. Llorábamos de alegría, unos y otros, en la Puerta del Sol. Yo
estaba allí cuando llegó Miguel Maura, cuando entró en el Ministerio de
Gobernación. El edificio se había ido llenando de gentes, como convocadas por
una especie de corona de nubes que se había ido formando en el cielo.
Era una
hermosísima corona, tan hermosa que, una vez vista y contemplada, hace
imposible aceptar ninguna otra corona. Se hizo sola, con esas nubes de abril
que son un poco hinchadas, pero contenidamente; un poco rosadas, pero
contenidamente. Era algo tenue e indeleble a la par, algo inolvidable siendo
tan leve, tan sostenido que no se sabe qué esfera celeste tenía que ser, y, de
no ser celeste, lo más cerca que en este planeta puede haber de celeste.
Florecieron las
banderas republicanas, florecieron no se sabía desde qué campo de amapolas o de
tomillo. Hasta había perfume a campo, a campo de España. Y, entonces, todo fue
muy sencillo: Miguel Maura avanzó con la bandera republicana en los brazos. La
llevaba tiernamente, como se lleva un depósito sagrado, un ser querido. La desplegó
y dijo simplemente: “Queda proclamada la República”. Fue un momento de puro
éxtasis.
Unas horas más
tarde, no muchas, mi hermana Araceli, junto con su marido, con mi padre y
conmigo, fuimos a Telégrafos. Entraron los hombres para poner algunos telegramas,
y nos quedamos mi hermana y yo, solas, en la plaza donde no había nadie,
debajo, por azar, de un reverbero blanco de luz, de una blancura incandescente,
de una blancura que yo nunca más he vuelto a ver.
Llegó un grupo
de hombres, de indígenas, de gente de aquí, salida, como salía todo en aquel
momento, de una tierra feliz, de una tierra que estuviese comenzando a salir de
la maldición bíblica, si es que de verdad nos han dicho aquello de “parirás
con dolor”. Parecía que ya la tierra no tendría que parir nunca más
con dolor, sino con gloria, y que todo sería amor, unión entre el cielo y la
tierra. Y llegaron aquellos hombres pequeñitos, españoles, indígenas. Vinieron
hacia nosotras, hacia mi hermana y hacia mí, con esa timidez que tienen todos
los seres que nacen como es debido y, al mismo tiempo, llenos de confianza.
Éramos
señoritas. Íbamos vestidas de señoritas. Mi hermana todavía podía pasar, pues
llevaba un abrigo rojo, que ella no se encargó para la ocasión. Pero yo iba de
azul celeste, color nada revolucionario. Y se acercaron casi como de puntillas,
y, mirándonos, nos dijeron: “¡Viva la República!” Y nosotras, con alegría, y
dándoles más espacio de cordialidad y de entendimiento, contestamos. Entonces
volvieron a decirlo cada vez con mayor júbilo, al ver que nosotras
participábamos y nos uníamos a ellos a pesar, creo yo que pensarían, de ser dos
señoritas.
Uno de aquellos
hombres, que llevaba una camisa blanca, se destacó. Sería por azar, pero estaba
colocado debajo del reverbero blanco; así que la blancura de su camisa era
ultraterrena y, al mismo tiempo, terrestre, porque todo era así, nada era
abstracto, nada era irreal, todo era concreto, real, vivo, la mismísima
realidad, la felicidad que, sin duda alguna, nos dieron al principio.
Y ese hombre,
con los brazos abiertos, gritó: “¡Que viva la República!”, y hasta “¡Viva
España!”, que se decía muy poco en mis tiempos, porque la patria, esa verdad,
no se nombraba.
Después la han
nombrado mucho; nosotros no la nombrábamos, pero no porque fuéramos antipatria,
sino por todo lo contrario, porque la dábamos por supuesta. El caso es que,
abriendo los brazos, el hombre de la camisa blanca acabó dando un grito que él
andaba buscando y que al final le salió: “¡Y muera… pues que no muera nadie!”.
Y gritó por tres veces: “¡Que no muera nadie! ¡Que viva todo el mundo! ¡Que
viva la vida!”.
Así se quedó, inmóvil, con los brazos abiertos. Era, luego lo he visto claro, un fragmento real de Los fusilamientos pintados por Goya, donde hay ese hombre vestido de blanco y con un grito que no se oye. Hoy creo que es el mismo grito que mi hermana y yo oímos aquel 14 de abril, el grito del que van a fusilar, del fusilado: “¡Que no muera nadie! ¡Que viva todo el mundo! ¡Que viva la vida!”. Y no sé –quisiera ser fiel- si no dijo entre dientes: “¡Que viva el amor!”. Quizá lo dijo. Pero yo no me atrevo a afirmarlo.
Artículo
publicado por María Zambrano en “Diario 16” el 14 de abril de 1985, unos meses
después de su regreso definitivo del exilio.
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