Tal día como hoy en 1677 moría en La Haya Baruch Spinoza. Su obra fue uno de los más polémicos e influyentes proyectos de rebeldía, rechazo de todas las formas de trascendencia, confesional o metafísica, y reivindicación absoluta de la inmanencia.
Spinoza: un pensamiento contra
la servidumbre
Pintura de Samuel Hirszenberg (terminada en 1907), representando el rechazo frente al filósofo por parte de los judíos en Ámsterdam.
El Viejo
21 febrero, 2021
Si toda
filosofía se afirma como una determinada manera de mirar el mundo y de
intervenir en él, la de Spinoza lo hace de manera plenamente consciente. Hasta
el último momento: antes de morir había dejado previsto el modo en que sus
escritos debían hacerse llegar a manos de Jan Rieuwertsz para su publicación, y
antes de finalizar el año estaba ya publicada su Opera posthuma.
Desde que viera la luz, no ha dejado de producir escándalo… y, también, en
sentido contrario, de generar alegría.
La filosofía de
Spinoza está escrita, toda ella, en clave política: se trata de una reflexión
que se afirma contra la necesidad de la servidumbre y que busca una liberación
posible y factible: como cooperación que construye la libertad. La filosofía de
Spinoza es también, por eso, reflexión sobre los efectos de la actuación y del
discurso y escritura atenta a sus efectos (polí-ticos): una escritura que se
hace posicionamiento. Posicionamiento político y posicionamiento teórico: en el
campo de batalla de la filosofía; reconociendo la naturaleza “impura” o, si se
quiere, “corpórea” de todo filosofar.
Desde sus
primeros textos, pensados como intervención en la disputa anti-confesional,
pasando por los desarrollos metafísicos y cognoscitivos que se ensayan en
los PPC, en el TRE o en las distintas fases de la
redacción de la Ética como afirmación de inmanencia y como
crítica de la mistificación que introduce mediaciones en el ser o en el
conocimiento (y de ahí la importancia que adquiere en su obra la crítica al
cartesianismo y la apuesta por la capacidad explicativa de una ciencia que no
precisa de más fundamentación que su propia práctica), por la defensa de la
libertad de investigación, de interpretación y de palabra que hace explícita en
el TTP o por esa opción que en los textos políticos aborda una
explicación de la actividad humana que rompe con los absolutos morales y con
las legitimaciones –religiosas o laicas– de esa estructuración de lo político
que fundamenta el orden de la obediencia (y en ese sentido el mantenimiento del
derecho natural despojado de toda carga teológica y la crítica de los supuestos
que articulan la mistificación hobbesiana del liberalismo suponen la
reivindicación liberadora y democrática de la cooperación libre)… los
resultados a los que llega la filosofía de Spinoza –recorriendo todos los
campos de batalla que constituyen el terreno filosófico del XVII–, todos ellos,
son otras tantas exigencias de liberación; un pensamiento que se afirma contra
la servidumbre: contra la servidumbre de la naturaleza humana –sujeta a las
pasiones o, lo que viene a ser lo mismo, precaria ante la consistencia del
mundo– y, también, contra la servidumbre política.
La de Spinoza
es una reflexión consciente de no moverse en el terreno “puro” de la “pura”
teoría, consciente de la consistencia terrenal –política– de toda teoría y de
todo conocimiento. Consciente también de la consistencia política –terrenal– de
toda posición filosófica. La potencia de su discurso deriva precisamente del
modo en que toma pié en esa evidencia y, desde ella, construye una
discursividad cuya tensión hacia la libertad (libertad real: con una
consistencia ontológica y política) muy difícilmente puede ser pasada por alto:
de ahí que sus críticos sólo pudieran pensar el spinozismo como monstruosidad y
que lo identificaran como la mayor y más perversa forma de ateísmo. De ahí
también, quizá, paradójicamente, que incluso entre esos críticos se extendiera
inmediatamente la imagen del “ateo virtuoso” para referirse a Spinoza: una
forma de conjurar la potencia subversiva de su pensamiento insistiendo en la
afabilidad personal del personaje y cargando la interpretación sobre su
afirmación del necesario respeto a las leyes (una afirmación que, sacada de
contexto, algunos quieren hacer valer para presentarle –aún hoy– como un
profeta de la resignación y de la obediencia). A pesar de una tradición
interpretativa que entre el XVIII y el XX se empeñó en anular la consistencia
terrenal y política de su pensamiento (discutiendo sus tesis como si
fueran sólo tesis filosóficas –tesis metafísicas o
gnoseológicas– y, en la interpretación, convirtiendo a Spinoza en un místico de
la fatalidad, promotor de un amor Dei intelectualis entendido
como despreocupación por lo mundano, defensor de un deísmo difuso, de una
espiritualidad difusa o de un difuso panteísmo), a pesar de los intentos de
recuperación de su obra desplegados en clave metafísica o incluso en clave
religiosa, basta una lectura que tenga en cuenta los asuntos a los que Spinoza
se enfrenta cuando escribe (en lugar de leer en él una supuesta eternidad de
las cuestiones filosóficas) para darse de bruces con un pensamiento levantado
contra las mistificaciones del pensar y articulado como maquinaria para la
liberación. Una filosofía que se apoya en el conocimiento y que sin abandonar
la inmanencia ontológica y explicativa piensa el mundo y la actuación desde una
apuesta política y ética por la potencia individual y colectiva.
Un pensamiento
en defensa de la libertad y contra la servidumbre. Un pensamiento contra los
absolutos, que proclama el carácter constituyente del deseo de liberación y que
se niega a pensar la necesidad de la renuncia. Una filosofía que se inserta en
esa corriente maldita del pensamiento que articula materialismo y rebeldía y
que entronca, tanto en la crítica como en la prospectiva, con las tradiciones
inconformistas y revolucionarias (poniendo en valor la potencia del
conocimiento efectivo –sin contarse cuentos– y poniéndolo al servicio de un
proyecto de transformación del mundo) contrarias a la eternización del orden y
la gobernanza de la barbarie. Una apuesta contra la naturalización de la
impotencia y contra la sumisión.
En este sentido
es sintomático el interés que la obra de Spinoza ha despertado en aquellas
reflexiones que (particularmente en las últimas décadas) han insistido en la
naturaleza conflictual de las relaciones sociales y que han querido entender
los mecanismos por los que se garantiza la explotación y por los que puede
construirse la alternativa.
Spinoza, es
cierto, no ha teorizado las dinámicas sociales a partir del enfrentamiento de
clases, ni ha pensado propiamente el capitalismo, ni ha escrito sobre la
consistencia biopolítica del dominio, ni ha entendido el universo humano desde
la perspectiva de la globalización, ni ha pensado la prioridad de la igualdad
(en ese sentido no podemos dejar de señalar esos párrafos finales del TP (cap.
11, 3 y 4) que explicitan una vergonzosa consideración despectiva de las
mujeres), pero en su obra encontramos con qué pensar –y cómo hacerlo– la
crítica de todas las mistificaciones y la alegría creadora de la libertad. En
esto, difícilmente podrá encontrarse un pensamiento que sea equiparable al suyo
(y no sólo en el XVII): potente incluso para pensar los límites y las
mistificaciones del pensamiento revolucionario de los siglos posteriores.
La muerte de Spinoza, como hemos señalado, dejó inconcluso el TP precisamente en el punto en que se iba a iniciar la tematización de la democracia. El resto falta. Pero eso puede también leerse como una incitación.
Abreviaturas de los títulos de Spinoza mencionados en el texto:
PPC: Principios de la filosofía de Descartes.
TRE: Tratado de la reforma del entendimiento.
TTP: Tratado Teológico-Político.
TP: Tratado Político.
Fuente: Epílogo
del libro de Juan Pedro García del Campo Spinoza o la libertad.
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